Live

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Do you hear, do you hear

That sound

It’s the sound of the lost gone found

It’s the sound of a mute gone loud

It’s the sound of a new start.

A Fine Frenzy, ‹‹Now Is The Start››

Esa noche el sueño fue intermitente. En cuanto Zoe apagó la luz y cayó dormida, me di la vuelta y me quedé observando las pecas de luz que la persiana pintaba sobre el techo y que me recordaban a las de ella.

Había sido un día largo y complicado. Después de varias horas de práctica en la autoescuela, Zoe y yo habíamos tenido que ir a comprar todo lo que faltaba para el viaje, hacer las maletas e ir a cenar a casa de mis padres, por idea de Leo.

Al menos mis padres se habían comportado con Zoe y enseguida se habían gustado. Con Ícaro había pasado lo mismo: en cuanto puso un pie en casa, comenzaron los halagos y en un abrir y cerrar de ojos tenía a toda la familia comiendo de su mano. Incluso la idea del viaje les pareció mucho más segura con él organizándolo. Si ellos supieran…

Les habló del coche, de la necesidad de vivir ese tipo de experiencias cuando uno es joven, e incluso se atrevió a recordarles ese primer viaje que seguramente hubieron hecho juntos en el pasado. «¿O me equivoco?», había añadido con una sonrisa traviesa. Mis padres se miraron y sonrieron misteriosamente, y ya estaba. Plan aprobado, y sin apenas reticencias. Lo de ese chico era magia.

No. Magia era lo que yo necesitaba para aprobar el examen por la mañana. No había practicado tanto como me hubiera gustado. Y de no ser por Zoe, lo habría retrasado otros cuantos meses.

Giré sobre el colchón y cerré los ojos. No sé cuánto tiempo estuve así, pero al cabo de un rato seguía sin dormirme y tenía calor y estaba cada vez más agobiado porque, si no dormía, al día siguiente mis reflejos se resentirían. Y eso no era bueno si pensaba conducir.

Al final, terminé por levantarme. Fui a la cocina sin hacer ruido y me preparé un vaso de leche caliente. De pequeño había combatido muchas pesadillas gracias a ello; esperaba que funcionara igual de bien ahora.

Después me senté en uno de los sillones del salón y abrí distraído el portátil de mi hermano, que estaba sobre la mesa del centro. Tras navegar un rato por mis redes sociales y leer unos cuantos halagos e insultos inmerecidos, decidí abrir el Skype sin ninguna razón determinada.

No esperaba encontrar a nadie conectado a esas horas. El nombre de Emma resplandecía, marginado, en la lista de conectados. Sintiéndome mal de pronto, fui a cerrar el ordenador, pero Emma se me adelantó con un «Hey!» que saltó en la esquina inferior de la pantalla.

—Hola Emma, ¿qué tal?

—Oh, qué serio te veo.

—¡¿Me ves?! —Escribí a toda prisa, comprobando que la cam estuviera apagada.

—Era broma, bobo. Pero espero que hayas mirado a la lente solo por si acaso, je, je…

Yo también escribí una risa que estaba lejos de escaparse de mis labios y me pregunté cómo podía haber adivinado mi estado de ánimo. Cuando me preguntó por qué no podía dormir, me limité a responder que tenía demasiadas cosas en la cabeza.

—¿Cosas o canciones? Porque, conociéndote, seguro que mientras hablas conmigo estás escribiendo la partitura de algún nuevo hit, ¿o no?

Esta vez la risa que tecleé imitaba a la que se escapó de mi pecho.

—No, esta vez no… —reconocí.

Los dedos me quemaban sobre el teclado al leer las palabras con el recuerdo desgastado de su voz en mi cabeza, como una cinta de casete a punto de quebrarse. «Te echo de menos —quería escribir—. Te echo de menos desde que cerré aquella puerta tanto tiempo atrás».

Comencé a teclear. Pero enseguida me detuve. El mensaje podría malinterpretarse. La echaba de menos, sí, pero como amiga. Solo como amiga. Algo lógico teniendo en cuenta todo lo que habíamos compartido en el tiempo que coincidimos en Develstar, me dije. En cualquier caso, para evitar consecuencias indeseables, preferí borrar la frase entera.

—Eo, sigues ahí? —escribió Emma entonces.

—Me tengo que ir —respondí yo, sintiéndome culpable solo por estar levantado y hablando con ella; porque sabía que ese «solo» lo había añadido para que doliera un poco menos.

Le deseé buenas noches y, antes de que pudiera leer su respuesta, cerré la sesión y la tapa del portátil. El golpe sonó como un cañonazo. Regresé a mi habitación y cerré la puerta para no dejar entrar las dudas ni las inseguridades. Porque al final, eran esos los monstruos que se escondían agazapados en la oscuridad cuando crecíamos: las opciones que habías descartado a lo largo de la vida. Y madurar… madurar era tan solo cuestión de aprender a enfrentarse a ellas sin rencor ni arrepentimiento.

—Detenga el coche allí delante, por favor.

Registré las palabras del examinador y me dirigí al extremo de la calle donde me indicaba, junto al recinto de la DGT. Esta vez no había periodistas al acecho; habíamos tomado más precauciones de no airear lo del examen para que no se desatara la locura de la ocasión anterior.

Por el espejo retrovisor vi aparcado el monovolumen azul y a Leo, Ícaro, Zoe y a una rubia que supuse que era Selena, acercándose a nosotros con prudencia.

El hombre me pidió que bajara del coche y esperara mientras él hablaba con Mari sobre mi conducción. Temblando, hice lo que me pedía y me apoyé en el capó del coche con la mirada perdida en el cielo nublado. Sabía que todos esperaban que me diera la vuelta y les contara qué pasaba, pero prefería no enfrentarme a sus ojos. Todavía no.

—¡Aarón! ¿Qué te han dicho? —preguntó a gritos Leo a mi espalda.

Mari bajó la ventanilla y me pidió que volviera dentro. La obedecí. Ahogué en la realidad del momento la canción que martilleaba mis neuronas y me preparé para lo peor. La lista de errores cometidos se sucedió como la otra vez. El examinador no varió el tono de voz en ningún momento, ni siquiera cuando anunció que estaba aprobado.

—¿Aprobado? —pregunté creyendo que lo había imaginado.

Mari se puso a aplaudir y me dio la enhorabuena.

—¿Ya… ya está? —volví a insistir en voz baja para asegurarme del todo.

—¡Que sí, Aarón! ¡Que ya tienes carnet de conducir! —exclamó mi profesora.

Entonces sí grité de alegría y de alivio y de emoción. Golpeé el asiento con los puños y, tras estampar mi autógrafo en los papeles, salí del coche para pegar un segundo grito y abalanzarme sobre Leo y los demás en un abrazo general.

Zaragoza fue nuestra primera parada oficial. En un bar de carretera aprovechamos para estirar las piernas, llenar el depósito y tomar algo. Hasta el momento, el viaje había sido bastante corriente, aburrido, casi. La verdad es que no sé qué esperaba. Ícaro había insistido tanto con el asunto, con darnos prisa, con salir lo antes posible, con que no había tiempo que perder… que, de una manera inconsciente, me había creado unas expectativas que ningún viaje en coche podía cubrir.

Tampoco ayudaba la presencia de Selena. Por mucho que lo intentara, era incapaz de relajarme y temía que cualquiera de las palabras que dijera acabara registrada en una grabadora o, peor, en un blog. Zoe, sin embargo, hizo buenas migas con la rubia desde el primer momento. Tenían afinidad de gustos musicales y se pasaron buena parte del viaje intercambiando títulos de canciones y nombres de grupos, y compartiendo auriculares. Leo podía insistir todo lo que quisiera en que Selena era de fiar, pero después de todo lo sucedido en el pasado me costaba tomármelo en serio. Además, las experiencias anteriores con periodistas habían resultado tan desagradables que no comprendía por qué iba a ser diferente ahora, por muy guapa, simpática o afrancesada que pareciera.

Delante, alternando la vista entre la carretera y el GPS, Ícaro seguía enumerándole a mi hermano las maravillas del monovolumen.

—Si tanto te gusta, ¿por qué no me regalas tu Bugatti y te quedas con este? —le preguntó Leo no tan de broma.

—Ya veremos, ya veremos… —contestó él esbozando media sonrisa.

Avanzamos por una carretera monótona, sin apenas tráfico, inmersos cada uno en nuestros pensamientos, distraídos con la selección musical del americano, hasta que Selena se reclinó sobre el asiento de Leo para preguntarle a Ícaro la verdadera razón de aquel viaje.

—¿Qué te hace suponer que haya alguna razón más que la de querer pasar unos días con mis amigos? —contestó él.

—Para empezar, que eso podrías hacerlo en Madrid y no viajando por toda Europa.

—Tal vez quiera conocer nuevas ciudades.

—Tal vez, pero esto no se prepara de la noche a la mañana. Leo me ha dicho que tienes un padre muy ocupado al que ayudas en su empresa. Para pedir vacaciones necesitarías saberlo con antelación…

Ícaro se volvió para guiñarle un ojo.

—Interesante deducción, Watson, pero a Leo se le ha olvidado comentarte que soy mi propio jefe. Yo decido cuándo trabajo y cuándo descanso.

—¿Y tu padre va a dejar su imperio en tus manos?

El interrogatorio de Selena me estaba poniendo de los nervios. Sin embargo, Ícaro se rió con franqueza antes de decir:

—Espero que no, por su bien y el de todos sus empleados. Se nota que eres periodista —añadió.

El comentario, que no iba con segundas intenciones, pareció calar fuerte en ella, y yo me alegré en mi fuero interno. Por el espejo retrovisor advertí cómo su mirada felina, de cazadora en busca de información, se suavizaba y un leve rubor se extendía por las mejillas.

—Lo siento —dijo, echándose para atrás—. Nunca sé cuándo parar. Y aún no te he dado las gracias por… esto.

—Tranquila. Mucho vas a tener que insistir para llegar a importunarme, créeme —dijo él—. Además, es a Leo a quien tienes que agradecer tu sitio en el coche: eres su acompañante.

—¿Y si dejamos de utilizar esa palabra? —intervino Zoe de pronto—. Parece que nos estemos refiriendo a…

—Putas —finalicé yo por ella.

Ícaro puso los ojos en blanco, ofendido.

—Putas, dice. ¡Menuda cultura la vuestra! Doctor Who, tíos.

—Ya estamos otra vez con lo mismo…

—¿Qué habéis hecho con vuestra vida todo este tiempo?

—Nosotros hacernos famosos —comentó Leo, volviéndose para mirarme y arrancándome la primera sonrisa del viaje.

—Habrá que remediar esta falta de conocimiento. Y mejor empezar cuanto antes.

En eso empleamos las dos últimas horas de viaje. Para cuando el coche dejó atrás la señal de entrada a Barcelona, todos sabíamos que Doctor Who era una serie de televisión inglesa que había nacido en los sesenta y que, a lo largo de más de treinta temporadas, contaba las peripecias del último Señor del Tiempo. Este personaje humano que se hacía llamar el Doctor, viajaba a través del tiempo y del espacio, visitando otros mundos y otras épocas, con ayuda de una nave espacial con nombre propio y forma de cabina de teléfono inglesa de color azul.

—Dime que no escogiste este coche solo por el color, por favor —comentó Leo con una sonrisa escéptica.

—Lo hice, por supuesto —contestó Ícaro—. Por eso y porque es más grande por dentro que por fuera, como la TARDIS.

—Si tú lo dices…

—¡Claro que sí! Desde fuera parece un coche corriente, pero si alguien supiera el talento que contiene y las historias que lleva dentro, no se lo creería.

La cuestión era que este Doctor siempre viajaba con una chica que cambiaba cada varias temporadas y a la que todo el mundo se refería como su acompañante.

—Me sigue sonando a prostituta la palabra, pero bueno —dijo Zoe, poco convencida—. Supongo que habrá que ver la serie para entenderlo.

—Por supuesto que sí, querida —le dijo Ícaro—. Pero para eso ya habrá tiempo.

Barcelona nos recibió con un cielo encapotado. La última vez que había estado allí había sido meses antes de que sucediera todo lo de Develstar, para visitar a nuestros abuelos.

Ícaro tomó entonces una salida inesperada en la autopista y de pronto advertí que no nos dirigíamos al centro. Leo pareció darse cuenta al mismo tiempo que yo.

—Estamos yendo al aeropuerto —comentó.

—Correcto —dijo él asegurándose de que el GPS estuviera siguiendo el itinerario adecuado—. Mi acompañante debe de estar a punto de aterrizar.

Aparcamos y nos dirigimos en comandita hacia el edificio de paneles negros y cristales tintados del Prat. Tanto Leo como yo nos calamos un par de gorras y nos pusimos las gafas de sol, por lo que pudiera pasar. Estaba seguro de que a Leo no le habría importado compartir un poco de amor con alguna fan imprevista, pero le advertí antes de bajar del coche que yo no estaba con ánimos.

Ícaro se acercó al panel de Llegadas y lo estudió con detenimiento antes de anunciar que el vuelo que esperábamos aterrizaría en hora. Los demás escudriñamos también la lista intentando encontrar alguna pista que nos dijera a quién estábamos esperando, pero con la cantidad de amistades que manejaba Ícaro podría ser alguien de cualquier parte del mundo. O al menos eso pensé yo hasta que una ciudad llamó mi atención entre las demás y, de pronto, tuve un presentimiento demasiado claro como para obviarlo.

Encontramos una zona vacía donde sentarnos. Las chicas avisaron de que se iban al baño y nosotros nos quedamos solos, en silencio, hasta que ya no aguanté más y dije:

—Es Emma, ¿no? Tu acompañante.

Ica se hizo el sorprendido antes de sonreír con picardía. Mi hermano alzó las cejas, pero no dijo nada. Yo asentí e intenté que no se me notara el desconcierto que la situación me provocaba y sin estar muy seguro de considerar aquello una buena o una mala noticia.

—¿Os parece mal?

Yo negué deprisa, y Leo se encogió de hombros.

—No sabía que os llevarais tan bien —comentó él.

—Hombre, no tan bien como vosotros —replicó Ícaro ensanchando su sonrisa.

Y por la manera en que lo dijo, supe que se refería a algo en particular. Pero Leo se limitó a hacerle un gesto de burla y a cambiar de tema hasta que las chicas volvieron de los aseos.

—¿Vamos a tener que esperar mucho más a la misteriosa acompañante? —preguntó Zoe sentándose en mis rodillas.

—Hace rato que ha dejado de ser misteriosa —comentó Leo, y a pesar de que quise decirle con los ojos que cerrara la boca, me ignoró. Zoe y Selena se volvieron para preguntarnos qué habíamos averiguado y yo hice de tripas corazón y dije el nombre.

—¿Emma? —repitió Zoe en un murmullo, y sentí cómo su espalda se tensaba. Pero enseguida recompuso la sonrisa y añadió—: Estupendo.

—¿Tu ex? —preguntó Selena, y aunque Leo le dio un golpe con la rodilla, no fue lo suficientemente rápido. Sentí que me ponía rojo y que una tonada desarmonizada atravesaba mis neuronas.

—Mi amiga —corregí a la periodista con una mirada desafiante—. Pero intenta dejar eso fuera de tu artículo.

—¿De qué artículo me…? —empezó ella, pero Zoe la interrumpió para preguntar si alguien quería algo de la máquina dispensadora. Se levantó y se dio media vuelta sin esperar nuestra respuesta. Antes de que hubiera dado tres pasos, me encontraba a su lado.

—Yo tampoco lo sabía —le aseguré. Como no dijo nada, añadí—: ¿Estás bien?

—Lo estoy —contestó. Metió las manos en los bolsillos y rebuscó algunas monedas.

—¿Qué vas a comprarte?

—Mira, mejor no quiero nada —decidió.

—¿Y por qué estabas buscando el dinero si no…?

—Porque sí, Aarón, ¿vale? Porque sí.

Me olvidé de la máquina, me quité las malditas gafas de sol y la estreché entre mis brazos.

—Ya te he dicho que no lo sabía.

—¿Y qué cambia eso? Entiende que tenga razones para… Mira, da igual. Estoy perfectamente. Ha sido solo la sorpresa.

Me separé de ella y la miré a los ojos antes de decir:

—Podemos volvernos a Madrid, si quieres. Tendremos la casa para nosotros solos. No creo que nos aburramos —añadí con una sonrisa. Ella se relajó, me dio un beso y negó con la cabeza.

—Me encuentro perfectamente. Lo pasaremos bien. —Me aseguré de que sus ojos dijeran lo mismo que sus palabras, y ella se rió—. No me mires así, que das miedo. Vamos, parece que ya es la hora.

Las puertas se abrieron y, detrás de un matrimonio de ancianos cargados de bolsas, apareció Emma. Llevaba el pelo cobrizo recogido en una coleta, una camiseta negra con un Sombrerero Loco sirviendo una taza de té, vaqueros y zapatillas blancas. A pesar de no ir maquillada y tener unas suaves sombras bajo los ojos por el cansancio, estaba fantástica y no pude evitar mirar cuando, al levantar la mano para saludarnos, la camiseta dejó a la vista una pequeña franja de su vientre.

—¡Bienvenida! —exclamó Ícaro. Detrás fuimos los demás. Leo le presentó a Selena y Zoe se acercó para darle la mano con una sonrisa cálida.

—Me alegra verte tan bien —comentó Emma—. La última vez que coincidimos estabas muy pálida.

—Sería la luz del hospital —bromeó la violinista, apartándose para que pudiera acercarme a saludar.

Nos dimos un corto abrazo bajo la atenta mirada de los demás y, al separarnos, me alegró descubrir que llevaba sus pendientes de Snitch.

—Me debes una disculpa —comentó ella con el ceño fruncido. Al no saber a qué se refería, añadió—: La próxima vez que hablemos por Skype, despídete antes de cerrar el programa.

—Ah. Oh… Es verdad. Lo siento —musité, esbozando una sonrisa.

Zoe chasqueó la lengua a mi lado y negó con las cejas en alto.

—Creo que a estos se les ha olvidado todo lo que aprendieron en Develstar… —comentó. Y con ello todos nos echamos a reír.

Ícaro carraspeó a nuestra espalda y nos indicó con un movimiento de cabeza que le siguiéramos. Cuando estuvieron las puertas del coche cerradas y las maletas en su sitio, nos apretujamos un poco para caber los seis e Ícaro arrancó.

—Ahora sí —dijo, volviéndose para mirarnos—. Comienza el viaje.

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