Live

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Fly up away, where there’s nothing

Far, far away where you show me light

You’re the reason I’m here, we both know you made me me.

Electric Nana, ‹‹Fire Wings››

Conseguí entrar en la Royal Academy of Music.

Haru apareció al final del concierto en Hyde Park aquella noche para darme la increíble noticia y felicitarme. Después nos fuimos todos, mi antiguo profesor incluido, a celebrarlo por Londres como merecía la ocasión.

Los detalles de aquella noche estaban difusos en mi memoria, y no porque hubiera bebido tanto como para olvidarlos, sino por las múltiples veces que los había revivido en mi cabeza desde entonces. Aún hoy, seis meses después de aquel instante único, seguía viajando a su recuerdo cada vez que me agobiaba o me entristecía. Para mí era un oasis en el que me refugiaba siempre que necesitaba convencerme de que todo era posible. O al menos así había sido hasta hacía unas horas.

Le megafonía del aeropuerto me arrancó en ese instante de los pensamientos y me devolvió a la realidad. Mi avión a Nueva York despegaría en unos minutos. Me calé la gorra hasta las cejas, me recoloqué las gafas de sol que escondían mis ojeras y alguna que otra lágrima esporádica, y me dirigí a la zona de embarque. En cuanto estuve en mi asiento de primera clase, me recosté, me puse los auriculares y cerré los ojos con la vaga esperanza de desaparecer.

Había recibido la llamada de Leo esa misma mañana al poco de despertar. En cuanto vi su nombre en la pantalla supe lo que había ocurrido. Porque de haber sido cualquier otra cosa me habría escrito un mensaje o un e-mail, o habría esperado a la siguiente vez que coincidiéramos por internet.

Lo supe con tanta seguridad que durante unos instantes me quedé mirando el teléfono sin atreverme a descolgar. No quería escuchar las palabras. Pensaba que si me limitaba a ignorarlo, no se haría real. Pero al final tuve que descolgar y era mi hermano y estaba llorando y me dijo exactamente lo que sabía que me iba a decir.

—Se ha ido, tío. Ícaro… —Y se le cortó la voz en mitad de la frase. Tampoco hizo falta que la terminase. Las lágrimas que corrían por mis mejillas confirmaron que le había entendido.

Sentí un sudor frío y tuve que sentarme. No sé si colgó él o lo hice yo. Ni siquiera sé si me despedí. Creo que sí. Me dijo la fecha del funeral y yo le aseguré que tomaría el primer vuelo que pudiera.

Ahora, en el avión, intentaba asimilar las últimas horas, pero era como si me las hubieran arrancado de cuajo, dejándome una herida. Haru había estado conmigo desde el instante en el que había encontrado fuerzas suficientes como para avisarle de lo que había sucedido. Había sido él quien se había encargado de comprarme el billete y de ayudarme a hacer la maleta con lo necesario. También me había traído al aeropuerto de Gatwick.

Todos sabíamos que ese día llegaría. Al principio, cuando Ícaro volvió a Nueva York para seguir con la quimioterapia, nuestras esperanzas estaban por las nubes. Lo conseguiría. Fuera como fuese, lo conseguiría. Al fin y al cabo, era Ícaro. No se podía esperar menos de él.

Cada semana, Leo, que definitivamente se había marchado a vivir a la Gran Manzana con Selena, me iba informando de los avances del americano. Se le veía desmejorado, claro, me decía, pero con una energía y un optimismo desbordantes. Saldrá adelante, repetíamos como un mantra, como una plegaria.

Sin embargo, con el paso de los meses la enfermedad, más que remitir, había seguido avanzando, y aunque el americano seguía mostrándose esperanzado, el resto tuvimos que hacer frente a la cruda e injusta realidad.

Las últimas semanas habían sido las más difíciles, sobre todo para Leo, que no se separaba de Ícaro ni de día ni de noche. Intentaba hablar con él cada poco, pero nunca era buen momento y al final siempre terminábamos cruzándonos e-mails que no lograban mitigar lo mucho que le echaba de menos. A él y a todos.

Aunque había hecho nuevos amigos entre los compañeros de la escuela, me sentía abandonado y a la deriva sobre la inmensa isla que era Gran Bretaña. Sí, Emma venía a visitarme cada tres o cuatro semanas, y pronto se mudaría a Londres conmigo, pero hasta entonces nuestra relación se sostenía principalmente a base de llamadas, recuerdos y correos electrónicos. Y lo mismo ocurría con los demás.

Permanecía día y noche pendiente del teléfono móvil y de la bandeja de entrada. Quería… no, necesitaba saber qué era de ellos. Dónde estaba Leo, cómo le iba a Zoe con los conciertos y su recién estrenada independencia en Nueva York… Desde el principio fui consciente de los sacrificios que tendría que hacer cuando ingresé en la academia, pero no por ello resultaba más sencillo aceptarlos.

Por eso el recuerdo de aquella última noche ahora me hacía daño.

Sin Ícaro, era como el eco que deja una canción interrumpida de pronto. Conoces la melodía y las palabras, cómo debería continuar, pero solo encuentras silencio. Las sombras empezaban a teñir de negro cada memoria compartida con el americano. Era consciente de que no era justo, y esperaba que en el futuro pudiera volver a rememorarlas sin sentir un nudo en el estómago, pero allí, a miles de metros sobre el nivel del mar, sin nadie con quien hablar, sentía un temor absoluto a enfrentarme a estos recuerdos en soledad.

No sé cuánto tiempo estuve dormido y cuánto con los ojos cerrados, con la mente inquieta y las pesadillas acechando en todos los rincones de la memoria. Pero cuando, horas después, anunciaron que comenzaba el aterrizaje, sentí un alivio inmenso.

Eran las seis de la tarde cuando tomé un taxi en el JFK para ir directamente al nuevo piso de mi hermano. Allí me esperaban todos: Selena, Zoe, Emma y Leo. Era como volver a nuestro viaje por Europa. Incluso después de los abrazos y los besos, de dejar las lágrimas impresas en las camisetas de los demás, esperaba que Ícaro surgiera de una de las habitaciones en pleno bostezo y con los pelos despeinados preguntara a qué venía tanto alboroto.

Mi hermano me contó que habían estado en el tanatorio toda la mañana, y que se habían marchado cuando llegaron los familiares. Camden, Chris y Shannon llegarían en las próximas horas. Incluso Oli y David habían decidido gastarse parte de sus ahorros para pillar un vuelo a Nueva York, y en principio aterrizarían allí a medianoche.

Apenas hicimos nada durante esas horas. Intentamos ponernos al día de lo que había sido de nuestras vidas desde la última vez que habíamos coincidido, pero en el fondo los pensamientos de los cinco no se encontraban en aquella habitación por mucho que intentáramos fingir lo contrario.

Emma y yo nos habíamos adueñado de uno de los sofás, ella apoyada sobre mí y yo acariciándole el brazo para infundirle las fuerzas que a mí me faltaban.

El resto fueron llegando paulatinamente a lo largo de la tarde. Primero Shannon, que había estado grabando una nueva película en Los Ángeles. Un par de horas después, Camden. Y, cuando estábamos terminando de comer las pizzas que habíamos encargado y que, en realidad, habíamos dejado prácticamente sin tocar, Oli y David.

Chris no llegó hasta bien entrada la madrugada, pero nos encontró a todos despiertos y conversando. En cuanto saludó a todos, se sentó sobre el regazo de David y entrelazaron sus dedos para formar un puño cerrado.

Al menos con los diez juntos era mucho más fácil soportar la situación. Y cuando uno de nosotros, creo que fue Leo, comenzó a contar una anécdota de los primeros días que conoció a Ícaro, el resto lo seguimos con nuestras historias particulares, hasta terminar, sin saber muy bien cómo, desternillados y recordando a nuestro amigo como el chico tan carismático que era y que siempre sería en nuestra memoria.

Nos dividimos para dormir en las diferentes habitaciones de la casa, y Emma y yo acabamos acurrucados en uno de los sofás cama. Cuando apagamos las luces pensé que no llegaría a conciliar el sueño ni un solo minuto, pero la respiración de Emma sobre mi mano y la calidez de su cuerpo contra el mío obraron el milagro y antes de que me diera cuenta había perdido la conciencia.

A la mañana siguiente, me despertó el aroma del café y bollería recién hecha. Cuando abrí los ojos, mi hermano terminaba de poner sobre la mesa del salón una bandeja de coloridos cupcakes y tazas. Me levanté intentando no desvelar a Emma, que seguía profundamente dormida, y le ayudé a terminar de poner lo que faltaba.

—¿Qué tal has dormido? —le pregunté en voz baja cuando estuvimos solos en la cocina. Él suspiró y asintió con los ojos bien abiertos.

—Mejor de lo que esperaba —respondió—. Pero una vez que me desvelo… Por eso he preferido salir a buscar el desayuno antes que dar vueltas en la cama sin hacer nada.

Le dije que le entendía bien, y cuando iba a salir por la puerta, añadí:

—Oye, Leo, ya sé que lo dije ayer, pero lo siento muchísimo. Muchísimo —añadí con la garganta seca.

—Ya lo sé —dijo él, y me atrajo hacia sí para darme un abrazo—. Ya lo sé, enano. Ya lo sé…

Así nos quedamos unos segundos, sin movernos. Él imagino que con la mente en Ícaro. Yo preguntándome cuándo había sido la última vez que había necesitado tanto un abrazo de mi hermano mayor.

El cementerio Ferncliff se encontraba en la ciudad de Greenburgh, a casi cuarenta minutos en coche del apartamento de Leo. Una vez que estuvimos todos vestidos apropiadamente, pedimos unos taxis y nos dirigimos allí. Unas horas antes, el padre de Ícaro había llamado para preguntarnos si, durante la ceremonia, nos gustaría interpretar algún tema en honor a su hijo. Leo, sin necesidad de hablarlo con nosotros, le dijo que sí. Por esa razón Zoe cargaba con la funda de su violín y yo con una guitarra que Emma me había podido conseguir.

Cuando llegamos, ya había muchísima gente esperando a que comenzara el acto. Algunos de ellos reunidos alrededor del ataúd, al frente. Nosotros decidimos esperar al final para acercarnos a despedir por última vez a nuestro amigo.

Era un lugar pequeño, recogido y tranquilo. Un lugar que, sin duda, Ícaro habría detestado. El pensamiento, que compartí con los demás en voz baja, nos hizo sonreír.

Natalia Vasiliov vino a saludarnos en cuanto nos reconoció. El vestido negro y ajustado que llevaba, a juego con un discreto sombrero del mismo color, contrastaba radicalmente con el abrigo de piel blanco con el que la habíamos visto en Salzburgo. También su rostro, a pesar del maquillaje, parecía haber envejecido cien años en tan solo seis meses. Después de darle el pésame, regresó a los asientos de la primera fila y nosotros nos miramos sin llegar a pronunciar palabra.

Un rato después apareció el padre de Ícaro. Leo se encargó de presentarnos, igual que a los hombres que le acompañaban y que, cabía suponer, trabajaban en la cadena donde ahora tenía su programa.

Aunque mi hermano no nos lo hubiera dicho, habría adivinado inmediatamente que se trataba del señor Bright: tenía el mismo porte que Ícaro en sus mejores momentos. Era ancho de espaldas y a pesar de su edad llevaba la abundante cabellera del mismo color que la de su hijo, repeinada hacia un lado. Sin embargo, por mucho que parecía esforzarse por aparentar fuerza y compostura, había algo roto en su mirada. Algo que nunca llegaría a ser la misma.

Comenzó el funeral y Emma me pidió que le diera la mano. Tal y como había hecho durante la noche, me dediqué a acariciársela mientras ella, con un pañuelo en la otra mano, se secaba las lágrimas que no dejaban de buscar sus labios.

Hubo varias personas, además de sus padres, que salieron para compartir con los demás sus palabras de condolencia y agradecimiento con todos los invitados, pero no conocíamos a ninguno. De hecho, por no conocer, no reconocíamos ni al Ícaro del que hablaban. Aquel chico formal y tranquilo que describían distaba mucho del cabeza loca con el que nos habíamos ido de viaje por Europa. Bastó con una leve negación con la cabeza cuando mis ojos se cruzaron con los de mi hermano para saber que él estaba pensando lo mismo.

De haber tenido que describir nosotros a Ícaro habríamos mencionado su incombustible necesidad de salir de fiesta, sus inagotables ganas de pasárselo bien, su sonrisa y su manera de enfrentarse a la vida, gracias a la cual lograba que todo el mundo cayera rendido a sus pies. Habríamos hablado de su generosidad sin límites, de su mano izquierda para lidiar con los problemas, de su asombroso magnetismo y su infinita paciencia. Pero por encima de todo, habríamos hablado de su corazón. Aquel órgano que no solo palpitaba por él, sino por todos y cada uno de sus amigos. Por nosotros.

Inconscientemente me acaricié la muñeca derecha. El tatuaje de la clave de sol con las alas de fuego parecía brillar en mi piel bajo la luz del atardecer.

Entonces llegó nuestro momento. El padre de Ícaro mencionó que los amigos de su hijo, que habían venido de todas partes del mundo para darle el último adiós, habían preparado una sorpresa.

Nos pusimos de pie bajo la atenta mirada de todos los asistentes y nos acercamos hasta la cabeza. Allí, junto al ataúd, Zoe y yo sacamos nuestros instrumentos y esperamos a que estuvieran todos preparados.

—Va por ti, Ica —le dije al chico que descansaba con los ojos cerrados vestido con su traje más elegante—. Esperamos que te guste.

Comenzamos a tocar. Primero el violín, después la guitarra. Entró la voz de Shannon, cálida como las lágrimas derramadas. Camden se encargó de la segunda estrofa. Emma fue después. Sola. Con los ojos cerrados y las manos dibujando en el aire la melodía. Zoe comenzó a girar a nuestro alrededor. La chaqueta de manga larga le hacía parecer una mariposa batiendo las alas al deslizar el arco por el violín. Su falda, de suave tul negro, parecía una nube persiguiéndola.

Se trataba de la última canción que había compuesto durante el viaje. La misma que le había susurrado a Emma para calmarla en París. Por fin la había terminado, y era de la que más orgulloso me sentía. Aquella estaba siendo la primera vez que la escuchaba el público, y no podía haber imaginado una situación más idónea. «Fire Wings» la había titulado.

En el estribillo, todas nuestras voces, incluso la de Leo, se fundieron en una, tal y como habíamos ensayado esa tarde. Cuando se separaron, quedó la mía, cantando la estrofa con toda mi alma.

El resultado era mil veces mejor de lo que había imaginado, de lo que había sido cuando terminamos de practicar. Y mirar a mis compañeros durante el estribillo, entregados a la música y al último mensaje para nuestro amigo, me infundió las fuerzas necesarias para el dueto final junto a Shannon.

Cuando nuestras voces se difuminaron y solo quedó el violín acariciando los últimos acordes, la gente se levantó de sus asientos y comenzó a aplaudir. Nosotros, tras unos instantes, nos pusimos alrededor del ataúd y también empezamos a aplaudir. Leo, entonces, se aflojó la corbata, se desabotonó la camisa por arriba y ante nuestras miradas atónitas, se sacó la cadena de la que pendía el corazón de Tonya y se la colocó a Ícaro sobre el pecho.

—Espero que te ayude allá donde estés —musitó antes de darle un beso en la mejilla.

Regresamos a nuestros sitios y creo que la gente, al pasar por su lado, nos felicitó por la canción. Nos reunimos con Oli y David y, desde nuestros asientos, nos dimos la mano mientras cerraban la tapa del ataúd; mientras nos despedíamos para siempre de Ícaro Bright.

Costaba creer que nadie volvería a conocer a Ícaro si no lo había hecho ya…

Emma se apoyó en mi hombro y yo la besé en la frente.

Daba igual cuánto intentáramos alargar una despedida. Hay un momento en el que se pronuncia la última palabra; un momento en el que las manos, los labios o las mejillas se rozan para no volver a hacerlo nunca más. Un instante en el que las miradas se cruzan sabiendo o sin saber que será la última vez que lo hagan. Y después… Después solo quedarán los recuerdos y el olvido.

Lo único seguro, comprendí entonces, era que, aunque nos separara un océano, un mundo, una vida o un continente, seríamos siempre responsables de los destinos de los demás tanto como del nuestro propio.

E igual que una buena canción, en la que las notas encajan como si hubieran sido creadas solo para ella, Leo, Emma, Zoe, Oli, David, Selena, Chris, Camden, Shannon, Ícaro y todos los que quedaban por llegar, y los que habían pasado ya por mi vida, formaban una partitura que nunca me cansaría de escuchar.

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