Live

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We take a whole room full of strangers

And we make them friends

We do it all around the world

Just so it never ends.

Mika, ‹‹Live Your Life››

—¡Todo el mundo arriba!

¿Quién quería despertador viajando con Ícaro? Eso fue lo primero que pensé cuando recuperé la conciencia después de haber pasado nuestro tercer día en Barcelona haciendo turismo en bicicleta y la noche de fiesta. Lo siguiente, que iba a matarlo. Entreabrí el ojo y comprobé que, fuera, seguía siendo de noche. Volví a cerrar los ojos malhumorado y, sin saber muy bien cuándo, el sueño volvió a apoderarse de mí.

—¡QUE TE DESPIERTES, LEO SERAFIN!

Esta vez, el grito lo sufrí en la oreja, y mi reacción inmediata fue lanzar el puño contra lo que pensaba que era la cintura del americano. Pero este fue más rápido y acabé estampando la mano contra la mesilla de noche y rugiendo de dolor.

—Seguramente te salga un moratón. Háztelo mirar —comentó antes de lanzarme un beso, encender la luz y salir de la habitación que habíamos compartido. Iba a decirle algo más cuando advertí que de debajo de las sábanas de su cama surgía un brazo y una melena negra.

—Buenos días —dijo la chica, frotándose los ojos. Le devolví el saludo, sin apartar la mirada de sus escandalosas curvas mientras ella estiraba el brazo y recogía del suelo una falda que se puso antes de levantarse—. Que tengáis buen viaje —añadió, y después se calzó, agarró un bolso que colgaba del picaporte del armario y desapareció.

—Qué cabrón… —mascullé para mí.

Cuando un buen rato después me hube vestido y tuve la maleta lista, todos me esperaban ya en el salón. La presión de sus miradas fue tal que al final hasta tuve que pedirles disculpas por la tardanza.

—La próxima vez te quedas en tierra —me advirtió Ícaro, que aún me la tenía jurada por las caídas que había sufrido el día anterior mientras le enseñaba a montar en bicicleta.

El casero llegó cinco minutos después para que le pagáramos lo que faltaba y le devolviéramos las llaves. En fila india bajamos hasta la calle, donde Ícaro había aparcado el coche. Durante todo el proceso, Selena no soltó la cámara de vídeo, con la que nos grabó para editar todo más tarde.

—Adiós, Barcelona —dijo Ícaro cuando arrancó.

—¿Adiós? —comentó Zoe—. Se dice «hasta luego». Adiós es demasiado definitivo.

—Pues como la vida misma —comentó el americano con un tono de voz tan bajo que solo yo lo escuché.

Antes de que saliéramos de la ciudad, caí rendido contra la ventanilla. Después del día anterior con las bicicletas y la noche, en la que habíamos terminado cantando el «María» de West Side Story en uno de los bares de rock más míticos de la ciudad, el Musical María, mi cuerpo seguía reclamando más horas de sueño.

Lo mejor había sido que Simpa me había llamado por la tarde y se había podido unir a nuestra celebración. Entre cervezas y temazos de rock de toda la vida, volví a revivir los dieciséis años entre anécdotas, risas y nuevos amigos.

Mis sueños tuvieron como banda sonora el disco de Lindsay Stirling que Zoe le pidió a Ícaro que pusiera. Durante las siguientes horas, mis batallas intergalácticas, mis carreras por una alfombra roja interminable y mis besos con Selena se desarrollaron al ritmo de la melodía de un violín.

Cuando desperté, miré el reloj de la TARDIS y advertí que había dormido casi cuatro horas. Incluso las paradas que hicimos para pagar los peajes las recordaba en una nebulosa. Eché un vistazo detrás y vi que Aarón y Zoe también estaban en el quinto sueño. Ella apoyada en el hombro de él, y él en el de Emma, que estaba despierta y se encogió de hombros con una sonrisa cuando yo le guiñé un ojo. Selena llevaba su Mac abierto sobre las rodillas y sus ojos viajaban por la pantalla sin dejar de teclear y clicar en el pad del ratón.

—¿Estás con mi vídeo?

—Con el segundo, sí —contestó sin apartar la mirada de la pantalla—. Mi jefa me ha escrito para decirme que está sorprendida con la acogida que ha tenido la presentación y que han decidido ofrecernos un espacio preferente en la home de la página si subimos al menos un vídeo cada dos días.

—¿De verdad? —pregunté, entusiasmado.

Ella asintió y sonrió, y su cabello rubio, suelto y largo, ondeó sobre su pecho.

—Yo soy la primera sorprendida: normalmente, la mujer no es tan amable… pero oye, habrá visto el mismo filón que nosotros.

—Si estás cansado puedo seguir conduciendo yo —le ofrecí a Ícaro cuando le vi masajeándose el cuello con la mano.

—¿No te importa?

—Claro que no. ¿Dónde tenías pensado parar a descansar?

—En Niza. ¿Después de la comida sigues tú?

—Hecho.

Llegamos a la ciudad francesa media hora más tarde. Ícaro nos explicó que lo mejor era dejar el coche en algún aparcamiento privado y después caminar por la ciudad y por el paseo marítimo llamado «de los Ingleses». A todos nos pareció buena idea, y para cuando conseguimos encontrar un hueco ya era la hora del almuerzo.

—Me encanta cómo huele a mar —dijo Emma cuando salimos. Y justo cuando cruzamos la calle, como si lo hubiera conjurado con sus palabras, se desplegó ante nosotros el paseo marítimo con el Mediterráneo al fondo.

Cruzamos la carretera y nos apoyamos en el murete que nos separaba de la playa, con el aire revolviéndonos el pelo. El lugar parecía un fotograma arrancado de una película de lujo y crimen con aquellos gigantescos hoteles y casinos y la inmensa playa de piedras pulidas frente a ellos. Algunos aviones surcaban el cielo, salpicado por nubes y de un azul tan claro que se confundía con el horizonte. Sin que lo advirtieran, saqué mi móvil y les hice una foto a los cinco colocados en fila.

—¿Os apetece pescado y marisco? —propuso Emma unos minutos después.

—Nos apetece —confirmó mi hermano Aarón.

Encontramos un restaurante cerca del paseo y nos sentamos en la terraza cubierta. Después de revisar la carta y de que Selena pidiera en francés la comida por todos, se inclinó hacia mí con su móvil en la mano y me enseñó el número de visitas que había recibido mi primer vídeo.

—¿El segundo lo subes esta tarde? —le pregunté con las seis cifras que acababa de ver bailando en mi cabeza.

—Cuando lleguemos a Florencia, sí.

—Eh, Leo, ten cuidado no vayas a hacerte famoso —comentó mi hermano. Se quitó las gafas de sol como un superhéroe que se deshace del antifaz que protege su identidad y las dejó en la mesa.

Todos nos reímos del comentario y yo le hice una mueca.

—El otro día, en la casa okupa, tuve una idea… —intervino la francesa.

—¿Emborracharnos como tradición cada vez que lleguemos a una nueva ciudad? —preguntó Ícaro con su mejor sonrisa. La energía que nos había arrastrado fuera de las camas por la mañana parecía habérsele agotado con el viaje hasta allí.

—No creo que eso pueda considerarse una tradición… ni tampoco una «idea» —replicó Emma.

—No, no lo es —corroboró la periodista—. Estaba pensando más bien en la parte musical. ¿Visteis cómo flipó la gente? Podríamos repetirlo en cada ciudad.

—¿Podríamos? —le corrigió mi hermano—. ¿Vas a unirte tú también?

—Claro que no —respondió ella sin dejar de sonreír, obviando la pulla—. Alguien tendrá que grabaros.

—No sé si es buena idea… —intervino Zoe—. Las dos veces que hemos hecho algo parecido, casi acabamos en comisaría.

—¿Dos veces? —preguntó Emma—. ¿Cuándo fue la primera?

—En el metro de Nueva York —respondió Aarón antes de relatarles el suceso a quienes no lo conocían.

—Sois unos transgresores de la ley —bromeé—. Pero si ha habido ya dos, ¿por qué no tres?

—O seis… —dijo Selena—. Un concierto por ciudad. Y que la única manera de saber dónde tendrá lugar el siguiente sea a través del canal de Leo.

—Como en Nick y Norah —dijeron Emma y Aarón al unísono, y después se echaron a reír.

Ella se volvió hacia el resto y aclaró que se referían a un libro titulado Nick y Norah, una noche de música y amor escrito por dos autores americanos.

—En ella los protagonistas persiguen a un cantante que se hace llamar Dónde está Fluffy y que va dejando pistas en la radio o por diferentes locales sobre dónde va a dar un nuevo concierto.

—Y ellos se pasan la noche entera persiguiendo los dibujos de conejitos rosa intentando dar con el artista mientras se enamoran —concluyó mi hermano, y después me miró—: También está en peli, para los que no sabéis leer.

Le respondí con una peineta.

—Pues sí. Eso es lo que había pensado —continuó la periodista—. Imaginad lo increíble que sería para vuestros fans saber que en cualquier momento, en cualquier ciudad de Europa, podrían oíros cantar y tocar gratis…

Mi hermano y la violinista se miraron un instante antes de sonreír.

—Vale. Puedes contar conmigo —dijo ella—. No vamos a amedrentarnos ahora por un par de sustos policiales, ¿no, Aarón?

Yo me recliné en la silla. Supuse que entonces mi hermano haría una disección de todos los problemas que podríamos tener, de lo peligroso que podría resultar, de lo frustrante que sería para…

—¡Claro! Será divertido. Un concierto por ciudad —contestó él casi al instante, dejándome de piedra.

—¿Estás seguro? —le inquirí.

—Yo no necesito una bola 8 para contestar a esas preguntas —replicó él, devolviéndome el ataque con una sonrisa—. Sabiéndolo de antemano, escogeremos un sitio adecuado para hacerlo, donde no puedan echarnos. Sin restricciones de ningún tipo. Será divertido.

—¿Todos de acuerdo? —preguntó Selena, encantada.

El camarero llegó entonces con las diferentes raciones que habíamos pedido. Comimos sin hablar demasiado. El cansancio acumulado de los últimos días junto con el viaje nos había robado las palabras. Eso, y el delicioso aroma de la comida.

Cuando terminamos, decidimos ir a dar un paseo rápido por Niza para despejarnos y coger fuerzas para las cuatro horas de viaje que nos quedaban hasta nuestro destino. Mientras íbamos caminando junto a la playa, mi hermano aprovechó para llamar a nuestros padres y Selena y yo nos quedamos atrás para grabarme un rato.

—¿Y de qué quieres que hable? —pregunté.

—De dónde estás, adónde nos dirigimos… no sé, por mí puedes hablar hasta del colgante que nunca te quitas, si quieres.

Pues eso hice: le conté a la cámara lo bonita que me parecía Niza, lo rico que estaba todo lo que habíamos comido y las ganas que tenía de descubrir Florencia. A continuación, me saqué el colgante con el corazón de Tonya y les conté la verdad sobre él.

Era la primera vez que hablaba de la bola 8 a alguien que no perteneciera a mi círculo cercano. Sin entrar en detalles, mencioné que me lo había regalado una persona que había sido muy importante para mí durante una larga temporada. Advertí que hablar de Sophie, aunque no pronunciara su nombre, seguía dejándome un regusto amargo.

Aparté esos pensamientos de mi cabeza y seguí explicando lo que suponía Tonya para mí: una compañera de viaje, una sabia consejera, incluso una amiga. Sabía que estaba sonando ridículo, y que muchos de mis espectadores se burlarían de mí, pero Selena me había pedido sinceridad con la gente que me viera, y no quería decepcionarla.

Cuando les pedí a mis suscriptores que me contaran en los comentarios qué amuletos les acompañaban en la vida y me despedí, Selena apagó la cámara y aplaudió mi trabajo.

—¿Cómo has podido esconder durante tanto tiempo el secreto de tu colgante? —me preguntó—. Te he visto con él en un montón de vídeos y fotos, pero nunca habría imaginado una historia tan… interesante.

—Y estúpida —añadí, sonriendo.

—Algunas de las mejores historias han sido consideradas por muchos las más estúpidas. No tiene por qué ser algo malo. —Guardó la cámara en su bolso y preguntó—: Entonces ¿de verdad te lo crees? ¿Que ese dado guarda las respuestas del universo?

—Como poco —bromeé, y después dije—: Sí, en parte sí. Tonya fue la que me convenció de que podía salir algo genial de robarle las canciones a mi hermano. Y desde entonces no he dejado de tomar decisiones con su ayuda…

—¿Y no piensas que en el fondo eres tú mismo quien decide incluso antes de preguntarle a ella?

Yo fruncí el ceño sin dejar de sonreír.

—Pensé que te parecía una historia interesante…

—Y me lo parece, pero es que no te he visto jugar con ese dado nunca en el tiempo que te conozco.

Fui a responder que lo hacía cuando nadie me veía, pero entonces caí en la cuenta de que estaba en lo cierto y que desde hacía días no le preguntaba nada.

Selena dejó de andar y yo me giré para mirarla. Ella acercó sus dedos largos a mi cuello y examinó el colgante con detenimiento.

—«Definitivamente», «No», «Pregunta en otro momento»… —leyó en voz alta. Después alzó la mirada y se encontró con la mía—: No veo ninguna respuesta que no puedas formular tú solo desde aquí. —Y acercó el dedo a mi cabeza—. O desde aquí. —Y señaló mi pecho, a la altura del corazón.

Igual que el momento que compartimos en el parque, el mar, los coches pasando por la carretera y hasta nuestros amigos se esfumaron de mi campo visual. Fue un instante en el que compartimos el silencio. Después, ella tiró del colgante de Tonya y acercó sus labios a mi piel. Pero en el último instante, en lugar de besarme en los labios, se desvió y lo hizo en mi mejilla.

Una repentina tos a nuestro lado hizo que Selena liberase el colgante y, con él, mi razón. Los otros cuatro nos miraban en silencio, con diferentes gestos en sus caras. El ceño fruncido de Aarón fue el que más me impactó.

—¿Os parece si nos ponemos en marcha? —preguntó Emma.

—Les parezca o no, se ha hecho un poco tarde —replicó mi hermano echando a andar delante de Zoe.

El resto los seguimos en silencio. Solo cuando Ícaro me colocó su mano sobre el hombro y me lo apretó para infundirme unos ánimos que necesitaba sin yo saberlo, dejé de sentirme culpable por algo que no llegaba a comprender del todo.

Como le había prometido a Ícaro, yo conduje hasta Florencia. Fueron algo más de cuatro horas, con una parada a medio camino para estirar las piernas. El americano prefirió ponerse detrás para dormir, mientras que Emma se colocó en el lugar del copiloto para darme conversación.

No entiendo cómo Ica pudo quedarse frito tan deprisa, con los demás jugando a juegos como Adivina el personaje y cantando a voz en grito los temas que Emma había recopilado en un CD que escuchamos varias veces en bucle.

—Lo suyo debería considerarse un superpoder —le comenté a Emma cuando se nos agotaron las ganas de seguir hablando a gritos con los demás.

—¿Ícaro? Por supuesto. —Y esbozó una media sonrisa.

—¿Habéis quedado mucho en Nueva York los últimos meses?

—Qué va… Siempre que le escribía, o tenía el móvil apagado o estaba fuera de la ciudad.

Aquello me sonó extraño.

—Pues él no me dijo eso. Pensé que había estado ayudando a su padre con la empresa…

—Habrá sido fuera de la ciudad. Ya te digo que quise quedar con él prácticamente todas las semanas y no hubo manera. De no haber sido por este viaje, estoy segura de que habría seguido sin saber nada de él una larga temporada.

Dejé de preguntarle al respecto, suponiendo que mi amigo tendría sus razones para no querer quedar con nadie. Tal vez se hubiera echado pareja y lo hubieran dejado antes de venir a Madrid, y precisamente para desconectar había organizado el viaje.

Florencia surgió ante nosotros un rato después como un laberinto de piedra, pizarra, adoquines y tráfico, muchísimo tráfico. Y gente y turistas y más gente… La situación requirió que mi hermano despertara al bello durmiente para que me indicara cómo llegar al hotel que había reservado para todos.

—No te agobies por el coche: hay aparcamiento privado —contestó a mi pregunta no formulada en mitad de un sonoro bostezo.

La caravana de coches, a pesar de ser pasadas las ocho de la tarde, se extendía más allá de donde alcanzaba la vista. Los peatones cruzaban por mitad de la calzada y había que esquivar las bicicletas que se cruzaban sin previo aviso.

Para cuando llegamos a la vía Giuseppe Verdi, una callejuela del centro de la ciudad, tenía los nudillos blancos de la fuerza con la que agarraba el volante y una gota de sudor se deslizaba por mi frente.

—El número trece —dijo Ícaro, metiendo la cabeza entre los asientos delanteros.

—Milagro —mascullé cuando llegamos, apartándome de la calzada y quedándome a la entrada de la verja correspondiente.

Ícaro se bajó del coche y Emma fue con él. Llamó al portal y, tras unos segundos de espera, entraron. Cuando reaparecieron con un manojo de llaves, arranqué y procedí a meter el coche en el patio interior.

Aquel lugar no se parecía en nada a la idea que yo tenía del hotel en el que nos hospedaríamos. Se trataba de un conjunto de viviendas cuyas ventanas daban a ese patio.

—Al quinto —dijo Ícaro antes de desaparecer en uno de los dos ascensores junto a Emma y Selena.

El resto nos encontramos con ellos arriba. Solo había una puerta de madera en ese piso. Estaba abierta y dejaba a la vista el pasillo de lo que parecía una vivienda privada con varios cuartos a ambos lados.

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! —escuchamos.

La mujer que apareció en ese momento tenía unas curvas considerables, ojos grandes, labios pintados de rojo intenso y un peinado de peluquería. Iba vestida de punta en blanco con un traje ajustado y maquillada como si fuera a salir de fiesta en lugar de atender a sus huéspedes. Su voz era grave y cantarina. Al verla, no pude evitar pensar que podría haber regentado como madame el mismísimo Moulin Rouge.

Nos regaló un par de besos a cada uno al ir pasando y aprovechó para estrujarnos contra su considerable delantera.

—Elegid la habitación que os guste —nos dijo—. Icarus ya sabe.

Hablaba español, aunque sin perder el musical acento italiano al final de las palabras. Sus tacones nos siguieron por el pasillo mientras íbamos desapareciendo en los cuartos correspondientes.

—¿No tenemos que compartir? —pregunté al contar las habitaciones.

—No, si no queréis —respondió Ícaro, asomando la cabeza de una de ellas y guiñándome un ojo—. El hotel está cerrado para nosotros.

La nuestra contaba con una cama incluso más ancha que la que tenía en Madrid. Solo había una ventana y daba al patio interior.

Tutto bene? —preguntó la señora, apoyándose en el dintel de mi puerta.

—Todo bien, sí —le dije, encantado.

Ícaro apareció en ese momento a su lado y dijo:

—Leo, esta maravillosa mujer es Lucilda Depp, y ha sido siempre como una tía para mí.

—No sabía que hubieras pasado tanto tiempo en Italia —comenté.

—Lo justo para aprender el idioma y romper algunos corazones —contestó la mujer por él.

—¿Y Depp…? —pregunté con tacto—. ¿Por el actor o…?

Ella se llevó una mano al pecho y asintió con gravedad. Sus ojos cerrados parecían rememorar una dura escena del pasado.

—Nos conocimos hace mucho tiempo, aquí, en Italia. Fue un flechazo… lo que ocurrió… —Se secó una lágrima que yo no vi y suspiró—. Es lo único que me queda de lo nuestro. Su apellido.

A su lado, Ícaro intentaba contener las ganas de reír con todas sus fuerzas, igual que yo.

—Ven, Lucy —le dijo el americano—, te voy a presentar al resto del grupo.

Ella se despidió agitando la mano en un gesto muy teatral y le siguió. Cuando me quedé solo, me saqué el colgante de Tonya y le di vueltas sobre la mano sin saber si hacerle la pregunta que me carcomía por dentro desde el paseo por Niza.

Al final, tras unos minutos de duda, opté por volver a guardarlo: prefería encontrar la respuesta sin su ayuda, fuera cual fuese…

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