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So wake me up when it’s all over

When I’m wiser and I’m older

All this time I was finding myself

And I didn’t know I was lost.

Avicii, ‹‹Wake Me Up››

—Es aquí —anunció Ícaro frente al imponente teatro de la ópera en mitad del casco antiguo de la ciudad conocido por el nombre de Grosses Festspielhaus, o Gran Casa de los Festivales de Salzburgo.

—Voy con mis mejores galas y al lado de toda esta gente me siento una pordiosera —comentó Selena arropándose con su abrigo. Todo el frío que no habíamos sufrido en el resto del viaje estaba esperándonos allí.

Tenía razón: me habría extrañado si, al intentar entrar, no nos impedían el paso. Y esta vez la presencia de Aarón nos serviría de poco. Los tres chicos íbamos con abrigos, y debajo llevábamos camisa, corbata, zapatos y pantalones de vestir. Pero ninguno llevábamos los trajes o los esmóquines de algunos de los asistentes de esa noche.

Ellas, por mucho que se quejara Selena, iban radiantes. La periodista se había recogido el pelo y se había puesto un vestido negro de tirantes. Zoe había optado por un vestido color burdeos, a juego con las mechas más brillantes de su pelo. Y Emma llevaba un vestido azul con la espalda al aire que sabía (porque a mí me estaba pasando) que debía de estar volviendo loco a Aarón.

Habíamos llegado a la ciudad a la hora de comer. Después de dejar las maletas en el suntuoso hotel Altstadt Radisson Blu, de cinco estrellas y situado en pleno casco histórico junto a la orilla del río Saltz, nos había dado tiempo de dar una vuelta por los alrededores de la Getreidegasse, la calle comercial más importante y concurrida de toda la ciudad, donde cada comercio mostraba una elaborada señal formando una peculiar estampa de banderolas sobre las cabezas de los transeúntes, y de comer un delicioso kebab.

Salzburgo era una ciudad con rincones en los que daba la sensación al visitante de que el tiempo se hubiera detenido siglos atrás. Con aquellas casas altas y las avenidas peatonales, los pasajes escondidos y los patios interiores que aparecían de repente, las hermosas plazas con sus fuentes y estatuas, las montañas alrededor y la impresionante fortaleza Hohensalzburg presidiendo la ciudad desde la cumbre de una de las colinas, parecía el inmenso plató de una película. De hecho, como averiguamos muy pronto, allí fue donde habían rodado la película de Sonrisas y lágrimas, puesto que la historia de la familia Von Trapp y su peculiar niñera, froilan María, había sucedido allí mismo.

Huelga decir que en cuanto mi hermano se enteró de ese detalle nos convenció al resto para comprar tíquets y hacer, a la mañana siguiente, el tour que te llevaba por todos los escenarios de la película.

—¿A qué hora empezaba el ballet? —preguntó Emma, frotándose las manos para entrar en calor.

—A las ocho —respondió mi hermano.

Ícaro, a unos pasos de nosotros, observaba obnubilado el cartel del ballet de El cascanueces en la fachada del edificio.

Desde que habíamos llegado parecía un suricato: nervioso, impaciente, expectante. Como si su madre fuera a surgir de repente de cualquier callejón, como si temiera no reconocerla si así ocurría.

Me acerqué a él y le pasé el brazo por encima del hombro. Él dio un respingo al advertir mi presencia.

—¿Te encuentras bien?

Él dijo que sí con la cabeza.

—«Esta es una noche para encontrar las cosas perdidas…» —recitó—. Es del Doctor Who. ¿Entramos ya?

—Vamos, sí —le dije.

Habíamos regresado al hotel para ponernos nuestras mejores galas mientras Ícaro se acercaba al teatro a por las entradas. No le habíamos preguntado, pero por curiosidad había mirado en internet el precio de las mismas y me había quedado helado al descubrir que la más barata costaba en torno a los doscientos euros.

A pesar de todas nuestras dudas, nos permitieron acceder sin ningún problema al inmenso vestíbulo del edificio. Una vez dentro, se nos perdió la mirada en las múltiples obras de arte que había distribuidas por toda la sala, en sus esculturas y en sus murales, incluso en el suelo, decorado con imágenes de cabezas de caballos en honor a las caballerizas reales que en el pasado alojaron aquellas paredes.

Fuimos avanzando al ritmo de la marea de gente hasta una de las cinco puertas de bronce que permitían el acceso al teatro. Pero por mucho que hubiéramos leído sobre el lugar, nos quedamos sin aliento en cuanto pusimos un pie dentro de la inmensa sala.

Con más de dos mil asientos disponibles y un escenario inmenso, aquel era uno de los teatros más grandes de Europa y enseguida deseé poder actuar aunque fuera de extra en alguna de las obras que allí se representaran. Del alto techo colgaban varias lámparas de cristal que iluminaban con una luz cálida las butacas burdeos y que ofrecían la combinación perfecta de comodidad, elegancia y modernidad.

Selena observaba todo con ojos voraces. Sabía lo que estaba pensando: le hubiera gustado traer la cámara y grabar esa tarde, pero cuando pasamos por el hotel le pedí que mejor no lo hiciera. Ya habíamos grabado algunas cosas de la ciudad y con lo que sacáramos al día siguiente podría montar un vídeo igual de completo. Por la mañana, antes de marcharnos de Munich, había subido el anterior, el del concierto, sin editar ni cortar, con sus dos horas íntegras, y estaba seguro de que la gente ya estaría hablando de ello en esos momentos.

Una azafata nos acompañó hasta nuestros asientos, en la fila doce, en el extremo derecho. Definitivamente, Ícaro se había gastado más de trescientos euros por cada uno y yo era la primera vez que iba a un ballet. Esperaba saber apreciarlo…

Mientras empezaba, eché un vistazo hacia atrás para descubrir que sobre nuestras cabezas había un amplio anfiteatro que daba cabida a otros cientos de espectadores que en esos momentos tomaban asiento. Ojeé el folleto que nos habían entregado a la entrada con información de la obra hasta dar, entre múltiples palabras en alemán que no entendía, con el nombre de la madre de Ícaro: Natalia Vasiliov, choreograph.

Le di un codazo al americano para que lo viera y le saqué de su ensimismamiento. Una sonrisa se extendió por sus labios al ver aquello y yo le apreté el brazo.

—Gracias por traernos —le dije—. Sé lo que significa para ti, y… me alegro de poder estar contigo en este momento.

—Lo sé —respondió, y me dio un beso en la mejilla antes de volver a posar la vista en el escenario como un autómata.

Cuando las luces se atenuaron, también lo hicieron las voces del público. Unos minutos después, entró el director de orquesta y, con nuestros aplausos, dio comienzo el espectáculo.

Desde la primera nota supe que conocía aquella música. Ya fuera por las películas, por la radio o por la insistencia de mi padre en poner música clásica en casa cuando éramos pequeños, era como reencontrarse con un viejo amigo al que no habías visto desde niño. Fue como un hechizo. Ahora entendía a la gente como mi hermano que decía que la música era el lenguaje universal… Desde el momento en el que se alzó el telón y comenzó a nevar en el escenario, no volví a parpadear.

Yo entendía poco o nada de baile, y mucho menos de ballet, igual que tampoco sabía nada sobre la música clásica más allá de las lecciones básicas que mi mente conservaba del colegio, pero no era necesario todo aquello para advertir que aquella historia tenía magia. Tan emocionado estaba que, cuando la historia de Clara, el Cascanueces y el rey de los ratones acabó una hora y media después, tardé unos instantes en reaccionar.

—Joder, estoy flipando… —le dije a Ícaro entre aplausos—. Quién iba a decir que me gustaría el ballet.

—¿No estarás pensando en meterte en una escuela a tu edad? —preguntó Emma, que había escuchado mi comentario.

—Me temo que no. Como intente una sola vez andar sobre las puntas de los pies voy a partirme todos los huesos. De los dedos y de la cabeza. Por ahora me limitaré a verlo. Luego, dentro de unos años, quién sabe… —dije de broma.

Y fue entonces cuando me di cuenta de que Ícaro no había abierto la boca en todo ese rato. Le miré de soslayo y advertí dos gruesos lagrimones rodeándole por las mejillas.

—¿Estás bien? —le pregunté en un alarde de originalidad.

—Este fue el primer ballet al que me llevó mi madre en Nueva York… Y no había vuelto a verlo hasta hoy —contestó con una sonrisa y los ojos brillantes.

La gente comenzó a levantarse y nosotros hicimos lo propio sin saber muy bien adónde dirigirnos.

—¿Deberíamos preguntarle a alguien del teatro? —sugerí—. A lo mejor nos llevan hasta tu madre…

Ícaro asintió de nuevo en silencio y con el rostro pálido, como si fuera a marearse y a perder el conocimiento en cualquier momento. Yo me ofrecí a acompañarle afuera mientras el resto se encargaba de averiguar qué teníamos que hacer. Temía que si esperábamos mucho más, mi amigo cayera redondo allí mismo.

Fuera nos recibió una corriente de aire que nos devolvió a la realidad de un sopapo y que me hizo pensar en el comienzo del ballet. Sin poder evitarlo, comencé a tararear la melodía que Disney había usado en la escena de las setas de su peli Fantasía.

—Esos sí que eran temazos —comenté, para animar a Ícaro y hacerle hablar, pero sabía que la sonrisa que me dedicó era solo un ancla de sus pensamientos, que volaban lejos de allí.

Seguí dando vueltas, entretenido con el vaho que se escapaba de mis labios hasta que salieron todos y nos explicaron dónde debíamos esperar. Hacia allí nos dirigimos, yo de la mano de Selena e Ícaro, y los demás delante.

—Entonces ¿te ha gustado? —me preguntó la francesa.

—Me ha encantado —respondí—. Pienso ver todos los que pueda a partir de ahora.

El cascanueces es el más sencillo de todos: no es demasiado largo, es fácil seguir la historia, tiene una música que se reconoce enseguida y además es bastante visual, con todo lo del árbol que cambia de tamaño y las luchas y el mundo de los juguetes…

—¿Intentas desanimarme?

Ella se rió y me aseguró que para nada era su intención.

—Pero es mejor que vayas preparado, porque quizá la decepción del siguiente te lleve a no querer volver nunca más. Y el ballet es un arte único.

—¿Ahora resulta que eres una experta en ballet? —quise saber atrayéndola hacia mí con el brazo.

—Soy una experta en muchos temas que todavía desconoces —añadió, y se adelantó para darme un beso en los labios sin dejar de andar.

Los anteriores dos días con ella habían sido un mosaico de besos, miradas, roces y palabras, muchas palabras. Más de las que había compartido con nadie en tan poco tiempo. En aquellas conversaciones, además de desnudarnos con las manos también lo habíamos hecho con nuestros recuerdos. Quería saber más sobre ella, sobre sus ambiciones, sus sueños, sus recuerdos, sobre la vida que había tenido antes de conocerme y la que le gustaría tener ahora que lo había hecho.

Ella, para mi sorpresa, también quería saber sobre mí. No sobre el Leo que había robado las canciones a su hermano y había sido la imagen de un talento que no le pertenecía. Quería conocer al otro Leo, con el que yo mismo me sentía cada vez más a gusto, más contento… más yo.

También me preguntó por las chicas con las que había estado en el pasado. Sin exigir ni ordenar, por pura curiosidad. Nombres como el de Sophie o Amy salieron de mi garganta sin hacerme daño ni sentir nada más que una absoluta indiferencia en el caso de la segunda y una tristeza amarga, apenas perceptible ya, en el de la primera.

Lo mejor de todo es que ninguno de los dos nos habíamos agobiado con la pregunta de qué era lo nuestro. ¿Estábamos saliendo? ¿Dándonos unos días de prueba? ¿Era un simple rollo para hacer más entretenido el viaje?

Importaba tan poco como el resto del mundo cuando estábamos a solas.

Y yo que, después de lo de Sophie, había dado por imposible volver a sentir algo más que una atracción física por una chica… Estaba claro que Selena no era cualquier chica.

—No sé en quién estarás pensando —dijo ella—, pero quiero que lo hagas siempre, porque me encanta esa sonrisa que se te pone.

—Esta lleva tu nombre —comenté, dándole un beso en la comisura de los labios. Cuando me separé, Aarón nos miraba con el morro arrugado.

—Y luego el ñoño soy yo… —comentó.

—Cállate, que te doy —le espeté, haciendo ademán de salir a por él y consiguiendo que diera un saltito hacia atrás.

En esas se abrió la puerta trasera en la que llevábamos esperando un rato y un grupo de hombres y mujeres salieron con mochilas al hombro hablando animadamente.

Ícaro apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos, como si le doliera algo. Cuando me acerqué para comprobar que no le pasara nada, me aseguró que estaba bien, aunque su aspecto indicaba todo lo contrario.

La puerta se abrió de nuevo, y con el giro de las bisagras la espalda del americano se volvió a poner recta. Cuando comprobó que tampoco conocía a nadie de ese segundo grupo volvió a la posición anterior, como un autómata que se activara con aquel sencillo mecanismo.

Tres veces más salió gente de allí, y tres veces más Ícaro se incorporó para ver quiénes eran. A la cuarta, cuando el trío que acababa de abandonar el teatro se alejaba de nosotros, Ícaro dijo:

—¿Mamá?

Pero su tono de voz fue tan débil que se lo llevó la primera ráfaga de viento que pasó. Por eso, cuando la segunda vez repitió la palabra, lo hizo con la fuerza y la determinación necesarias para que ni un vendaval impidiera que llegara a oídos de quien debía.

La mujer del trío se giró, envuelta en un abrigo de piel, y sus ojos cambiaron al reconocer al chico que acababa de gritar una palabra que era también su nombre.

—¿Icarus? —preguntó, aunque era evidente que sabía la respuesta.

Nosotros nos apartamos al tiempo que él avanzaba hacia ella, y ella, despacio, le imitaba.

Los últimos pasos fueron casi una carrera, y el abrazo fue tan emotivo y personal que no pude evitar apartar los ojos por sentir que estaba mirando algo privado, algo que no me pertenecía. Me divirtió comprobar que los demás habían hecho lo mismo.

—¿Qué haces en Salzburgo? ¿Cómo sabías que estaría aquí?

—Lo miré en internet —respondió él.

La voz de su madre era dulce y aguda, y aunque hablaba en inglés, era evidente su acento europeo que la obligaba a marcar con fuerza las consonantes.

Volvieron a abrazarse una segunda vez y descubrí que Selena, a mi lado, tenía los ojos anegados en lágrimas. Tuve que aclararme la garganta para no hacer lo mismo.

Los dos hombres con los que la madre de Ícaro había salido del teatro se acercaron un instante a la pareja y, tras unas breves palabras, se despidieron y se marcharon caminando presurosos por la calle. Nosotros seguimos allí anclados hasta que Ícaro se acercó con ella para presentárnosla.

—Chicos, os presento a Natalia Vasiliov, mi madre —dijo, con orgullo.

Nosotros le fuimos dando la mano y presentándonos mientras ella nos dedicaba unas palabras sin que decayera un ápice su sonrisa. Cuando llegó el turno de Aarón, se lo quedó mirando unos instantes antes de descubrir quién era.

—Tú eres el cantante, ¿no es así? —preguntó—. El de la tele y la radio.

—Aarón —dijo él, asintiendo—. Es un gusto conocerla. Y enhorabuena por su trabajo. Ha sido precioso.

Todos secundamos el comentario y ella nos dio las gracias. De cerca era fácil advertir de dónde había sacado Ícaro sus ojos verdes y sus rasgos definidos.

—Me gustaría invitarla a cenar —nos comentó Ícaro entonces—. ¿Os importa?

—Claro que nos importa —le dije yo, ofendido, antes de relajar la mirada y sonreír.

—Seguro que encontramos algo que hacer sin ti —le dijo Emma—. Pasadlo bien. Ha sido un placer —añadió dirigiéndose a la antigua bailarina.

Nos despedimos de ellos y después tardamos unos minutos en decidir hacia dónde íbamos.

—Es tarde, así que tampoco habrá muchos restaurantes abiertos.

—Demos una vuelta y entremos en el primer local que encontremos abierto —propuse.

Y el primer local que encontramos abierto resultó ser un McDonald’s con una señal a la entrada tan elegante que parecía estar anunciando una joyería o una galería de arte. Desde luego, ofrecíamos una estampa cuando menos curiosa, todos vestidos de etiqueta y devorando hamburguesas y patatas fritas con un hambre voraz.

El reencuentro de Ícaro con su madre había sido tan emotivo que durante la cena todos olvidamos el ballet para charlar sobre ellos dos, preguntándonos qué sería lo que le contaría a la mujer después de veinte años sin verse.

—Yo no sabría ni por dónde empezar —comentó Emma—. ¿Qué haces? ¿Eliges los momentos estelares o lo haces de forma cronológica?

—Espero que se quede en la ciudad al menos un par de días más —añadió Selena, sentada con las piernas cruzadas y devorando un helado a pesar del tiempo que hacía fuera—, o que se intercambien direcciones, porque no creo que en una noche puedan hablar de todo…

—Me alegro muchísimo por él —dijo Zoe con una mirada soñadora—. Y ella es tan guapa, y tan elegante. Si me hubieran dicho que era la heredera del zar de Rusia, lo habría creído.

—¡Yo hasta habría hecho una reverencia! —aseguró mi hermano. Y todos soltamos una carcajada porque nos habría pasado lo mismo.

—Ya sabemos de dónde ha sacado Ícaro ese porte regio —comenté.

En ese momento sonó el teléfono de mi hermano.

—Será papá —imaginé, y le di un beso a Selena porque consideraba que se lo había ganado por estar tan preciosa.

—Hum… No, es Oli —dijo mi hermano, mirándonos—. ¿Debería cogérselo? Le va a costar un pastón…

—Descuelga —le sugirió Emma—. Si te está llamando será porque es importante.

Mi hermano pidió disculpas, se levantó y aceptó la llamada.

—Oli, ¿qué pasa? Te vas a gastar un montón de…

No oímos más. Aarón salió a la calle y con él la historia, pero todos permanecimos en silencio, preocupados, augurando una mala noticia, porque normalmente eran las que no podían esperar.

Desde el otro lado del ventanal, mi hermano se paseaba en círculos, hablando poco y escuchando mucho. Su gesto se fue volviendo más y más serio hasta que sus cejas se juntaron y se detuvo en seco. Después se tapó uno de los oídos y se acercó aún más el móvil, como si necesitara escuchar algo que estuviera muy bajo al otro lado de la línea. Nosotros guardamos silencio, tal vez esperando poder oírlo también.

Entonces levantó la mirada despacio, a cámara lenta, y sus cejas volvieron a separarse para ofrecer un gesto de incredulidad, casi de dolor. Y sus ojos se posaron en mí. Después en Emma, y otra vez en mí.

Dijo algo al teléfono. Un par de palabras, a lo sumo tres, antes de colgar y entrar de nuevo en el restaurante a paso lento, pesado, de preso.

Se quedó en silencio, quieto, delante de la mesa y con la mirada clavada en la mía. Me temía lo peor. Un accidente. Le había sucedido algo a Alicia. A Esther. A nuestros padres.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Zoe, incapaz de soportar por más tiempo ese silencio.

—¿Es verdad? —preguntó mi hermano con un tono de voz claro y firme, con los ojos puestos en mí.

—¿Si es verdad qué? —quise saber, con la sangre martillándome en el cerebro.

Emma, que estaba a su lado, estiró la mano para agarrarle del brazo y pedirle que se sentara, pero él se zafó de ella de un tirón.

—¿Os habéis liado? —preguntó, y esta vez su saliva estaba hecha de veneno y rabia, de celos. No necesité más indicaciones para saber a quiénes se refería y de qué hablaba.

—Espera, Aarón —le dije, y esta vez me puse de pie. Sentí la mirada de todos sobre mí, pero la que más me pesó fue la de Emma—. No sé cómo te habrás enterado, pero no es lo que parece.

Él asintió.

—Dale las gracias a tu novia y a sus vídeos —dijo con el mismo tono frío, y se volvió para mirar a Selena.

—¿A mí? —preguntó ella—. ¿Qué tengo que ver con…?

—Espero que ya estés contenta y que te den el ascenso que te habían prometido. Por un momento había llegado a pensar que eras distinta, pero sois todos iguales. Os vendéis y nos vendéis a cualquier precio.

—Aarón, de verdad que no sé a qué te refieres —le aseguró la francesa, levantándose como yo. Pero él ya no la escuchaba.

—No quiero que volváis a dirigirme la palabra ninguno de los dos —me advirtió, y después bajó la mirada hacia Emma.

Dicho esto, y con la mandíbula tan apretada que se le marcaba bajo la piel, se dio la vuelta y fue a salir, pero yo salté por encima de las piernas de los demás y le agarré del brazo para detenerle. En el instante en el que mi mano tocó su codo, Aarón se revolvió y me propinó un empujón en el pecho que me hizo trastabillar hacia atrás, golpearme con la mesa y caer al suelo.

Las chicas se levantaron entre gritos de sorpresa, pero mi hermano ya salía por la puerta a toda prisa. No era necesario que gritara para dejar claro que no quería que nadie le siguiera.

Sintiéndome como un muñeco de trapo, aunque sin ninguna herida a la vista, me acompañaron hasta mi silla para que recuperara el aliento.

—¿Qué coño salía en el último vídeo? —pregunté a Selena, mirándola de soslayo. Había colocado las manos sobre las rodillas para tomar aire.

—No lo sé, no lo sé… lo subí con prisas y como no había que editarlo ni lo vi entero… —explicó mientras tecleaba en su móvil. La luz de la pantalla iluminaba sus lágrimas. Entonces sus dedos se detuvieron en seco y sus ojos se quedaron fijos en un punto.

Cuando levantó la mirada, nos miró con la misma incomprensión que hacía un instante había visto en Aarón—. Fuisteis vosotros. Tú y Emma…

—¿El qué? ¿Qué hicimos? —le pregunté.

—Y tú fuiste quien grababa, no yo —añadió, mirando a Zoe. Y sin dar más explicaciones, nos tendió el teléfono para que leyéramos los comentarios que aparecían en la pantalla.

Selena se había metido en una cuenta de YouTube, pero no en la mía. En otra de alguien que había robado nuestro vídeo, al parecer. Cuando le dimos al «Play» la imagen cobró vida y el sonido de lata de una masa cantando y gritando estalló en el restaurante hasta que le bajamos el volumen.

Era el directo en Munich, la parte en la que Zoe grababa a mi hermano. Nosotros estaríamos detrás, por eso no se nos veía.

Y en ese momento, en la parte baja del vídeo, comenzaron a salir unos subtítulos en amarillo. Nadie tuvo que explicarme qué eran aquellas palabras. Miré a Emma, y ella a mí. Subí el volumen y lo corroboré: por encima del ruido se oían nuestras voces diciendo exactamente lo que alguien había transcrito en esos subtítulos.

Habíamos sido nosotros los que habíamos confesado lo sucedido en Nueva York.

Había sido Zoe la que lo había grabado.

Y Selena la que lo había subido a internet, para diversión y sorpresa de todo el mundo.

—Maldita sea… —dijo la violinista con un tono de enfado que no supe interpretar. Y sin dar más explicaciones salió corriendo.

Antes de llegar a la calle, ya tenía el móvil en la mano.

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