Live

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And don’t tell me how,

I’ll smile and pretend and won’t show to the crowd

Keaton Henson, ‹‹Corpse Roads››

Me moría.

Me estaba muriendo poco a poco, y la verdad es que no me hacía ninguna gracia.

O sea, lo estaba clavando. Como todo lo que me proponía. Pero eso no quitaba que estuviera cabreado.

A nadie le hace gracia palmarla, y menos a mí. Aunque, ya puestos, pensaba darles la muerte más emotiva y sufrida de la historia.

Una bocanada de aire, un pestañeo lento y desacompasado, otra bocanada…

—Dile… dile que… la amo. Dile… —fingí un ataque de tos—: que estaré siempre… velando por ella… Siempre… —mi voz se apagó en un gruñido. Cerré los ojos y contuve la respiración.

Un segundo. Dos. Tres…

—¡¡¡No!!! ¡Juan Carlos, aguanta! ¡Juan Carlos, hijo, no te mueras!

«¡Pues habla con los puñeteros guionistas!», quise gritarle a la histérica de mi compañera de escena. Pero no pude porque estaba demasiado concentrado en no mover un solo pelo.

—¡No puedes dejarnos! ¡Juan Carlos! ¡¡¡Nooo!!!

—Y… ¡corten! ¡Toma buena!

Solté el aire y me incorporé sobre la camilla. El escalofrío que me recorrió la espalda y la rabadilla me recordó que lo único que cubría mi cuerpo desnudo era uno de aquellos camisones de hospital.

—Vamos a tomar un par de primeros planos de Leo y ya habremos terminado por hoy.

Por hoy… y por siempre, en mi caso, si Cora no conseguía remediarlo en los siguientes días.

Una de las chicas se acercó para retocarme el maquillaje y me dedicó una mirada muy sugerente. Antes de separarse, me dejó en la mano un trozo de papel y me guiñó un ojo. En el tiempo que tardaban en preparar los focos y la cámara, lo desdoblé y encontré un número y un nombre: Catia.

—Leo, ¿estás listo?

—¡Listo para morir, señor!

—Túmbate como antes y aguanta sin moverte hasta que te digamos.

Y a eso me dediqué los minutos siguientes: a hacerme el muerto tras el grito de «¡Acción!». Como cuando retaba a mi hermano de pequeños a ver quién de los dos aguantaba más tiempo quieto y sin hundirse en la piscina. Igual, solo que ahora recibiendo una interesante compensación económica.

Una compensación económica que, dicho sea de paso, terminaría próximamente si a algún guionista sembrado no se le ocurría la manera de revivirme en los siguientes capítulos. Yo ya les había dado algunas ideas: la aparición inesperada del hermano gemelo de Juan Carlos, su clon, una copia robótica, un fantasma, un recuerdo… ¡Algo! Tampoco era

tan difícil. Me dijeron que lo pensarían. Mentira.

La serie había arrancado con unos índices de audiencia bastante respetables. Como nos recordaba el director al comienzo de cada rodaje, para emitirse en uno de los canales secundarios de la TDT (el 35 en la televisión de mi madre), no nos estaba yendo nada mal. O eso creía yo. Igual que creí que, en buena medida, se debía a mi presencia en la serie.

Con la casa a cuestas era la historia de los Caraballes, una familia multimillonaria que un día, por culpa de la adicción del padre a las apuestas, se descubre viviendo en una autocaravana en un descampado. El matrimonio y sus dos hijos eran los personajes principales, y su único objetivo es aprender a hacer trampas en el juego como unos profesionales para recuperar la fortuna familiar del mafioso que les quitó todo.

Al principio el argumento no me convenció lo más mínimo. Cora, sin embargo, insistió en que era un proyecto muy interesante en el que tendría la oportunidad de dar a conocer mi faceta de actor (al parecer, lo que había hecho hasta el momento no contaba).

Gracias a la popularidad que

True Stars me había ofrecido durante mi última estancia en Nueva York, no tuve ni que presentarme a los castings. A los pocos días de aterrizar en Madrid, mi agente organizó una reunión con el director de la serie y durante aquella misma comida me ofrecieron el papel del hijo mayor de la familia, Juan Carlos.

Las primeras semanas tuvieron su gracia: la noticia apareció en unas cuantas revistas, en las promos de la cadena principal y en las webs dedicadas a la programación televisiva. Llegué incluso a pensar que la serie me serviría para terminar de desligar por completo mi nombre de la marca Play Serafin. Concedimos entrevistas para hablar de nuestros personajes, posamos para los carteles de publicidad y hasta llegaron a escucharse rumores de que si la serie tiraba adelante, podrían llevarla a la gran pantalla. Mentira también.

Al final todo fueron castillos en el aire. Al menos para mí. O, mejor dicho, sobre todo para mí. Porque cuando los números comenzaron a caer tras la emisión del tercer episodio, la cadena realizó una encuesta entre sus telespectadores que puso de manifiesto lo poco que les convencía yo para el papel de Juan Carlos Caraballes. Aquellos resultados se mantuvieron en el anonimato, pero cuando Cora me dio la terrible noticia de que mi personaje iba a sufrir un «fatal accidente» que acabaría con su vida de manera fulminante, no me quedó duda alguna. Querían que fuera algo rápido, limpio y sencillo.

En el noveno episodio, Juan Carlos Caraballes era atropellado por una furgoneta llena de hippies y moría antes de poder llegar a declararle su amor a la okupa que había conocido al principio de la serie.

—¡Corten! ¡Terminamos! —anunció el director. Cuando me levanté y alguien me ofreció una bata para cubrir mi retaguardia, el hombre tuvo encima la condescendencia de darme unas palmadas en los hombros y felicitarme por el trabajo—. Ya hablaremos, ¿de acuerdo? Quizá te necesitemos para alguna escena corta de

flashback, pero ya avisaríamos a Cora.

—Claro, claro… —le dije, sin tan siquiera mirarle, dirigiéndome al camerino.

Lo primero que hice en cuanto llegué fue ponerme el colgante de Tonya y coger el móvil para ver cómo le había ido a mi hermano. Como no encontré ningún mensaje suyo, abrí Twitter y enseguida averigüé la razón de aquel silencio: si a primera hora una de las Tendencias en España era #ÁnimoAarón, la que ahora encabezaba la lista era #AarónPardillo. La rabia me devoró las entrañas al leer aquello. Solo podía imaginarme cómo se sentiría mi hermano con buena parte del país burlándose de él y de su suerte después de haber suspendido.

Pinché para leer algunos de los mensajes que le habían dejado y comprobé orgulloso que muchos

players, apodo que habían adoptado nuestros fans, se habían alzado en armas (digitales) contra aquellos que se reían de Aarón.

No pasa nadaaa @SerafinAarón!! Yo suspendí 6 veces. La próxima seguro que lo consigues. #AarónWeLofU

Ls k dcis esas coss d Aarn es k no lo cnoceis Ok??? Vstrs si k sois PARDIYOS!!! @SearfinAarón sígueme!! Te kieruuuu!!

@SerafinAarón Sos el mejor cantante del mundo y yo te llevo donde queras sí? los que se meten con vos no tienen idea de lo que disen!

Pensé en llamarle, pero sabía que no estaría de humor. Yo al menos no lo estaría. Decidí esperar a estar en casa para hablar con él e invitarle a cenar para hacerle olvidar el mal día que debía de estar pasando.

Terminé de recoger mis cosas, y sin esperar a que vinieran a desmaquillarme salí con intención de no volver por aquel plató. Pero cuando estaba a punto de llegar a la calle, oí que alguien me llamaba. Me giré y vi al director de la serie corriendo hacia mí.

—Leo, espera. Me alegro de haberte pillado antes de que te marcharas —dijo cuando me alcanzó—. ¡Menudas prisas!

Yo me limité a sonreír sin mucho entusiasmo, dispuesto a lanzarle alguna respuesta ingeniosa. Pero el presentimiento de que pudieran haber aceptado alguna de mis últimas sugerencias me hizo tragarme mis propias palabras.

—Verás, Leo. No sé si has podido hablar con Cora ayer u hoy, o si te ha comentado algo…

El tipo era un experto en dejar las frases a medias para que los demás averiguáramos qué quería decir. Cuando vio mi cara de extrañeza, añadió:

—Bueno, resulta que ayer llamé a Cora porque, ya sabes, es una auténtica pena que tu personaje haya tenido que…

—Morir, sí. Lo sé —le ayudé—. No tienes por qué decirme nada: dudo que haya alguien que se haya encariñado más con Juan Carlos que yo. Por fin había conectado con mi personaje.

—Sí, claro. Verás, nos da mucha pena no poder contar más contigo en la serie. —Mis buenos presagios comenzaron a desinflarse poco a poco—. Pero los productores me han preguntado que si… A ver, eso es lo que quería hablar con Cora y no sabía si te había dicho algo. ¿No ha hablado contigo? ¿Ni con Aarón?

El nombre de mi hermano borró por completo mi sonrisa.

—¿Qué tiene que ver Aarón con esto?

El director se revolvió el pelo nervioso y yo le hice un gesto con la mano para que respondiera.

—Ya sabes cómo son los productores, Leo… Nos han pedido que le preguntáramos si querría hacer un pequeño papel en la serie.

—¡¿Quieren que me sustituya?! —exclamé, y un grupo de personas se volvieron para mirarnos.

—No, no. Esa no es la intención —intentó tranquilizarme—. Juan Carlos está muerto. Solo quieren a tu hermano para que haga algún cameo rápido. Ya sabes cómo va esto: las audiencias, los ratings… Será divertido.

—¿Divertido? —repetí entre dientes—. ¿Te parece divertido que me

echéis de mi trabajo y que luego tengáis el valor de pedirme que intente convencer a mi hermano para que venga a grabar vuestra estúpida serie?

El director tragó saliva y se aclaró la voz.

—Me apena ver que te lo tomas tan a pecho, Leo, pero creo que puede ser una gran oportunidad para tu hermano y…

Me acerqué un paso y con el dedo alzado le dije:

—Mi hermano no es actor.

—Ni tú tampoco —replicó con una sinceridad que me hirió profundamente—. Vamos, Leo, no seas así…

Apreté los puños con fuerza y me di la vuelta para no hacer nada que pudiera costarme algo más que el empleo que ya había perdido.

—Vete a tomar por culo —le dije con voz clara antes de subirme al coche del chófer de Aarón. Y con un portazo bien fuerte, di por concluida la conversación.

En el silencio del coche, fui rumiando hasta la última coma de las palabras del director, intentando digerir la rabia y los celos que se agolpaban en la boca de mi estómago sin ningún éxito; unos celos que creía haber aprendido a controlar y que consideraba cosa del pasado; unos celos que, como no podía ser de otro modo, iban dirigidos hacia mi hermano pequeño.

¿Era así como me recompensaba el karma? ¿Era eso lo que recibía después de preocuparme por él? ¿Por dejarle un bonito mensaje de apoyo antes incluso de desayunar?

Sabía que no era culpa suya. Que seguramente Cora no le hubiera dicho nada aún y que él no supiera nada. Pero no podía evitarlo. Daba igual lo que hiciera, dónde estuviera y con quién hablara: todo el mundo estaba más interesado por Aarón que por mí; por saber qué era de su vida, en qué proyectos andaba metido, cuándo saldría su nuevo disco, si volvería a actuar pronto, o si podía conseguirles un autógrafo, una camiseta, unas sábanas o unos bóxers usados. ¡Y estaba harto!

Cogí entre los dedos el colgante de Tonya y le di vueltas para controlar el enfado. Si los de Develstar habían esperado que con su marcha Aarón cayese en el olvido, debían de sentirse de lo más frustrados. Mi hermano había regresado a España convertido en una estrella sin precedentes. Dondequiera que fuésemos, ya fuera a comprar el pan al supermercado de al lado de casa o a una gala de premios o a la fiesta de alguna revista de cine, Aarón era reconocido y parado una y otra vez. Por chicos y chicas. Mayores y pequeños. Por gente de todas las nacionalidades y continentes. Su cara formaba parte del collage de portadas de cualquier quiosco. Aarón era famoso. Famoso de verdad. Como los actores de cine o los cantantes más célebres.

Como yo había soñado llegar a ser.

Aunque mi intención era que Aarón se viniera a vivir conmigo a mi piso, pronto nos dimos cuenta de que eso era inviable: mi hermano necesitaba un sitio con seguridad las veinticuatro horas del día y, puesto que su estancia en Develstar le había proporcionado un salario nada desdeñable, optamos por alquilar juntos un apartamento dos veces más grande que el mío, esta vez en la zona de Chamberí. La casa era más de lo que yo jamás había imaginado, y sabía que sin la aportación económica de Aarón, nunca me la habría podido permitir, pero el sitio lo valía. Se encontraba en uno de los barrios más selectos y exclusivos de la capital, al lado del Paseo de la Castellana y cerca del Retiro.

El edificio, además de tener seguridad, piscina y gimnasio privados, estaba rodeado por frondosos jardines decorados con fuentes que te aislaban completamente del ruido de la ciudad.

Nuestro piso, de casi trescientos metros cuadrados, estaba formado por un par de dormitorios con amplios ventanales por los que entraba el sol a raudales y baño; cuarto de invitados y de servicio (que era más grande incluso que el que tenía en casa de mi madre); un salón inmenso donde pasábamos la mayor parte del tiempo —ya fuera comiendo, descansando, jugando a la videoconsola o viendo la tele—; una cocina enorme con una mesa central; terraza, y una sala de trabajo en la que Aarón había montado su propio estudio de grabación. Desde luego, vivir con una superestrella tenía sus ventajas, y el cambio había sido para mejor, para mucho mejor.

Yo ejercía de hermano mayor, intentando proteger a mi hermano de todos los cotilleos, injurias y mentiras que habían surgido a raíz de su relación con Zoe y de los enfrentamientos con las gemelas Leroi y Kim-Kim, trataba de guiarlo en la vida del joven emancipado, disfrutando compartiendo parte de su fama… Y, mientras, él intentaba encontrar su lugar en el inhóspito tablero de la vida, el mismo que todos habíamos tenido que recorrer para encontrarnos y que yo ya había superado.

O eso creía. Porque las últimas palabras del director me habían vuelto a hacer sentirme tan perdido como al principio.

En serio, ¿quién se creía que era? Ya vería él cuando la productora se cansara de su estúpida serie y le mandara de una patada al paro; cuando mis fans se levantaran en armas y la boicotearan por haberse cargado al pobre Juan Carlos.

—¿Quieres que entremos por el garaje? —preguntó el chófer cuando llegamos al portal y comprobamos que el número de periodistas se había multiplicado desde por la mañana.

—No te preocupes —contesté. Después le di las gracias y me armé de paciencia antes de bajar del coche.

En cuanto puse un pie en la calle y uno de los periodistas me reconoció, todos se abalanzaron sobre mí armados con sus cámaras, grabadoras y micrófonos. Les esquivé sin contestar a ninguna de sus preguntas, ni siquiera a las pocas que me concernían a mí y no a mi hermano, y no me detuve hasta estar dentro de la cancela del edificio.

El portero, encargado de no dejar entrar a nadie que no fuera residente sin comprobación previa, me permitió el paso mientras los tipos de seguridad hacían guardia. Ya en el vestíbulo valoré la posibilidad de subir, como siempre, por las escaleras para hacer de paso algo de ejercicio, pero el día había sido lo suficientemente malo como para llegar a casa sudando. ¿Qué importaba si echaba a perder toda mi buena forma física, si ya no tenía trabajo?

—Ya estoy en casa —dije sin mucho ánimo cuando llegué, y tiré el abrigo sobre el sofá del salón.

—No irás a dejar eso ahí… —comentó Aarón, saliendo de su habitación.

—Eh… te recuerdo que esta

también es mi casa.

Aarón se acercó a la ventana y negó con la cabeza.

—¿En serio quieres tener esta conversación

otra vez?

—Las que hagan falta hasta que te enteres de que aquí puedo hacer lo que me dé la gana. —Me tumbé en el sofá—. Yo pago como tú. Y no me ralles, que no eres el único que ha tenido un día de mierda.

—Qué rápido corren las noticias —masculló.

—Pues sí.

Aarón se volvió para mirarme con las manos en los bolsillos y la sudadera abierta. Todo el glamour durante su estancia en Nueva York lo había dejado en alguna de las cajas de la mudanza. Volvía a parecer el mismo chaval de antes que se avergonzaba de saber cantar.

—¿Hoy ha sido tu último día? —preguntó con delicadeza.

—Se acabó la serie, sí. Juan Carlos Caraballes ha muerto.

—Lo siento mucho —dijo, y se acercó para darme una palmada en el hombro con sinceridad, no como el capullo del director—. ¿Y qué piensas hacer ahora?

—Lo que he hecho siempre: seguir buscando. Por cierto, ¿te ha llamado Cora?

—¿Cora? —preguntó extrañado—. No. ¿Debería? ¿Ha pasado algo?

Estuve a punto de decirle lo de la serie, pero al final me contuve y negué en silencio con un sabor agrio inundando otra vez mis papilas gustativas.

—Los que sí han venido han sido los de Nintendo —añadió.

—¿Han traído los nuevos juegos? —pregunté, olvidando por un instante la mierda de día que había tenido. Cuando mi hermano señaló la pila de cajas que se amontonaban sobre la encimera de la cocina, me abalancé sobre ellas.

Algo que no había cambiado a pesar de no estar ya en Develstar había sido el hecho de que numerosas marcas y patrocinadores nos (le) obsequiaran con los mejores productos de forma totalmente gratuita: ropa, calzado, aparatos tecnológicos varios que iban desde ordenadores hasta amplificadores de última generación, guitarras, libros… Cada semana recibíamos una hornada de regalos que, en más de una ocasión, terminaban en manos de Esther, Alicia, Oli o David. Igual que nuestro padre se había encargado de contratar el servicio de guardaespaldas y chófer, mi madre había contactado con una publicista que gestionaba estos temas y los de las invitaciones a las galas y fiestas en las que reclamaban nuestra (su) presencia.

—Por cierto, Leo —dijo él acercándose mientras revisaba el envío con ojos golosos—, la próxima vez preferiría que me desearas buena suerte por teléfono y no por internet.

Me volví ofendido.

—La próxima vez lo que haré será pasar de ti.

—No te he dicho eso. Lo único que te pido es que…

—Venga, hala, ya está —le interrumpí, enfadado.

Sin ganas de seguir hablando con él, cogí el montón de juegos para marcharme a mi habitación.

Aarón resopló con exasperación.

—Eres como un crío…

—¡¿Que yo soy como un crío?! ¿Y me lo dices tú, que no dejas de quejarte por el carnet? Tío, sé que es horrible tener que conseguir las cosas como todos los mortales, pero fijo que sobrevives. ¿O qué te creías, que por ser una estrella te lo iban a regalar como todo lo demás?

Aarón me miró dolido y cabreado, cabreado de verdad.

—Al menos lo mío es cuestión de tiempo —dijo con la voz ronca—. Una pena que no se pueda decir lo mismo de tus inexistentes habilidades como actor.

Y antes de que se me ocurriera una respuesta ingeniosa, regresó al pasillo y se encerró en su cuarto.

Con toda la sangre acumulada en las mejillas y las buenas intenciones de salir a tomar algo con él y consolarnos mutuamente echadas a perder, saqué el móvil y el papel que tenía en el bolsillo. Marqué el número de la maquilladora con más fuerza de la que precisaba la pantalla táctil y esperé a que descolgara. Cuando lo hizo, dije:

—¿Catia? Soy Leo. Leo Serafin… Sí, oye, ¿cómo lo tienes esta noche? Te invito a cenar. Tú eliges el sitio.

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