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I wonder how many times you been had

And I wonder how many dreams have gone bad.

Rodríguez, ‹‹I Wonder››

A la mañana siguiente, cuando desperté para bajar al gimnasio, tenía tres mensajes nuevos en el móvil. Dos me hicieron arrugar la nariz, y el tercero me ilusionó como a un niño la Navidad.

Mari, mi profesora de la autoescuela, quería saber si pensaba presentarme aquella semana al examen de conducir práctico una segunda vez. «No lo dejes para muy tarde», me recomendaba. Todavía desde la cama, con la boca pastosa y los ojos entreabiertos por la luz que desprendía la pantalla del móvil en plena oscuridad, le dije que prefería tomármelo con calma y que ya la avisaría. Su posterior «OK» me hizo sentir como un cobarde y un traidor a la causa.

El segundo era el más desconcertante de todos. Cora me explicaba brevemente que la productora de la serie de mi hermano le había preguntado si yo estaría interesado en aparecer en algunos capítulos como estrella invitada. ¿Echaban a mi hermano y después me pedían salir a mí? Aquella gente debía de saber mucho de rodajes, pero nada de inteligencia emocional.

La idea me parecía descabellada de principio a fin: ni yo era actor ni me apetecía empezar a serlo ahora. Además, sabía que si aceptaba, mi hermano no me volvería a dejar entrar en casa. Y no estaba como para ponerme a buscar piso en aquellos momentos. Sabiendo que hacía lo correcto, y a pesar del dineral que seguramente me hubieran pagado, le pedí a Cora que declinara la oferta en mi nombre. Una vez más, dejaba pasar la oportunidad de que tanto ella como yo hiciéramos algún negocio de mi representación.

Oli era quien firmaba el tercer mensaje. Sin opción a rebatirla, me informaba de que esa tarde David y ella irían a casa a pasar la noche viendo películas, cenando y poniéndonos al día. Mi contestación automática fue: «¿Venís por vuestra cuenta u os mando un coche?». «Vamos por nuestra cuenta —respondió ella—. Tú ten preparado el horno para calentar las hamburguesas».

Iba a apagar el móvil justo cuando recibí el aviso de un nuevo e-mail. El remitente era Icarus Bright, Ícaro para los amigos, Ica para los

mejores amigos. Y su mensaje, en el que también estaba copiado Leo, no tenía ni pies ni cabeza:

Queridos Doctores:

La TARDIS está en camino. Id preparando las maletas, y no olvidéis llevar plátanos. ¡Los plátanos son buenos!

Un saludo,

El tercer Doctor

Supuse que nos habría escrito en plena borrachera y borré el mensaje. Después de todas aquellas noticias acumuladas, me levanté de la cama con la sensación de llevar despierto media mañana en lugar de diez minutos. En la cocina, Leo estaba terminando de desayunar, vestido con traje y corbata.

—¿Se ha muerto alguien? —pregunté, sirviéndome un vaso de café con leche.

—Ja, ja. Tengo un casting —me dijo.

—Esa era mi segunda opción. ¿Y de qué es? ¿Vendedor de enciclopedias a domicilio?

—Vaya, justo hoy que no estoy de humor, tú te levantas sembrado. Es para una nueva serie en un despacho de abogados. Tampoco sé mucho más porque Cora me ha avisado hace un rato.

Me serví unos cereales en el vaso medio vacío y le conté que a mí también me había escrito la agente.

—¿Y qué le has dicho? —preguntó, visiblemente afectado.

—Que sí, evidentemente. ¿Cómo iba a perder la oportunidad de salir en una serie que me ha ofrecido tan buenos momentos y que está tan bien valorada por la crítica?

—¡No me jodas, pero si tú nunca la has visto! ¡Ni siquiera cuando salía yo! —exclamó, fuera de sus casillas.

—Por eso le he dicho que no, idiota. Solo quería comprobar que había hecho bien. Ya veo que sí.

Leo terminó su desayuno y dejó los cacharros en el lavavajillas.

—Puedes hacer lo que quieras —comentó, todo digno—. Yo solo digo que tengas cuidado con esa gente porque son como víboras.

Contuve las ganas de soltar una risotada mientras él recogía sus cosas y se preparaba. Antes de que se marchase, le pregunté si había visto el e-mail de Ícaro.

—Estaría borracho —supuso él también, sin darle mayor importancia.

—Por cierto, Oli y David vendrán esta noche a cenar. Así que nada de tías —añadí. Él, alzando las cejas como si no supiera de qué le hablaba, se despidió con la mano y cerró de un portazo.

Pasé el resto del día en el gimnasio del edificio y hablando con Oli y David por el móvil. Al final, después de un arduo debate, nos decantamos por hacer un maratón de pelis de nuestra infancia y acompañarlo de las deliciosas hamburguesas de nuestro venerado Jamburguer.

También aproveché para revisar mis redes sociales y responder algunos mensajes, aunque en realidad no tenía mucho que decirle a mis fans. Con lo que estaba tardando en sacar nuevos trabajos, me preguntaba cuánto tiempo aguantarían todos esos desconocidos antes de abandonar mi página y olvidarme.

En el perfil de Zoe estuve viendo las fotos que había subido del último concierto que había ofrecido junto a otros artistas nada menos que en el Bank of America Pavilion de Boston. Era impresionante advertir cómo el número de personas que su violín y su arte movilizaban aumentaba con cada nuevo espectáculo que ofrecía. Le fui dando al «Me gusta» a todas las fotos hasta que apareció una de las pocas que nos habíamos hecho juntos antes de separarnos. De hecho, fijándome bien, advertí que aquella instantánea era de antes del

reality show, en el metro de Nueva York.

Fue la tarde en la que Zoe me convenció para dar el concierto improvisado en la estación de Union Square. De camino allí, sacó su teléfono móvil e inmortalizó el viaje. Echaba de menos esas inyecciones de improvisación. La echaba de menos a ella.

Por último, revisé el correo y me alegró encontrar un e-mail de mi ex profesor Haru. En los últimos meses habíamos mantenido una correspondencia bastante fluida en la que, básicamente, le contaba todo lo que se me pasaba por la cabeza y le enviaba algunos arreglos o fragmentos de los nuevos temas que iba componiendo, y él se dedicaba a darme su opinión al respecto. Era como un psicólogo

online, solo que mejor. Era un buen amigo, y una de las pocas cosas positivas que Develstar me había dejado.

Cuando la empresa se vino abajo, Haru perdió su trabajo. Lo último que sabía era que él y su mujer y su hija se estaban replanteando marcharse de Estados Unidos ahora que no había nada que los retuviese allí. Y en aquel último e-mail me lo confirmaba: se marchaban a Londres porque un amigo suyo le había ofrecido un trabajo nada menos que en la Royal Academy of Music. Le felicité, emocionado de saber que, estando tan cerca, podríamos vernos en un futuro próximo, y aproveché para ponerle al día de las últimas novedades.

Cuando Leo llegó a casa, me quedó claro que había tenido otro día de perros. Salí de mi cuarto después de escuchar un portazo y de oírle despotricar contra las series de abogados, tan pasadas de moda según él. En un arrebato de impotencia, me dijo que aquello había sido definitivo y que pensaba dejarlo todo, al menos por una temporada.

—Voy a mirar universidades —anunció de pronto—. Alguna carrera o FP habrá que pueda hacer, digo yo.

—Desde luego… —comenté con cautela. No era la primera vez que le oía decir algo así y que después se echaba para atrás—. Piénsatelo con calma y lo miras. ¿Tonya qué dice?

Leo esbozó una sonrisa.

—Tonya nunca dice nada sobre este tema —dijo acariciándose el dado del cuello—. ¿Tú qué opinas?

La pregunta me pilló desprevenido.

—¿Desde cuándo me pides opinión al respecto?

—Desde que mi bola 8 ha decidido guardar silencio —me espetó—. ¿Qué pasa? ¿No puedo?

—No, sí, claro que puedes. Es solo que… que no tengo ni idea de qué decirte —concluí—. Pensé que ser actor era lo único que te importaba en la vida y ahora, de pronto, ya no lo es.

—Lo es. Bueno, más o menos —contestó. Le dio un trago a su vaso de agua y añadió—: Yo qué sé. Supongo que no. ¿Y qué importa que lo sea si después de todos estos años la vida no ha hecho más que demostrarme que no valgo para ello?

Me quedé sin saber qué responder. ¿Cómo me sentiría si se me diera mal componer o cantar y fuera lo único que le diera sentido a mi vida?

—A lo mejor te esfuerzas demasiado, Leo —dije al final—. O a lo mejor lo de actuar no es como tú lo imaginabas. Tal vez lo idealizaste demasiado y ahora que sabes que no es para tanto no tienes ganas de seguir con ello. Nadie te va a juzgar si decides dejarlo y probar otra cosa: que lo desearas a los dieciocho no significa que tengas que desearlo ahora… Pero, vaya, que yo qué sé…

—Es curioso, ¿sabes que alguien me dio un discurso similar hace tiempo?

—¿Quién? —pregunté, intrigado.

—Emma. Durante tu estancia en el

reality. Quedamos un día para tomar algo y… —De pronto se interrumpió e hizo un ademán con la mano—. Da igual, porque tampoco seguí su consejo.

Leo se levantó y cogió una manzana de la nevera.

—Mira, voy a echarme un rato. Al menos mientras duermo no tengo que preocuparme.

De nuevo solo, me puse a recoger la cocina y a prepararlo todo para la tarde. Mientras lo hacía, no dejaba de darle vueltas al comentario de mi hermano. Como siempre que oía su nombre, la repentina mención de Emma me había desconcertado.

Tampoco era como si lo que me hubiera contado Leo tuviera la mayor trascendencia, pero aun así me quedé dándole vueltas al hecho de que hubieran quedado sin mí tantas veces mientras yo estaba en el programa.

Bueno, pues me alegraba por ellos. Ambos eran personas muy importantes en mi vida, y siempre era mejor que se llevaran bien a que se estuvieran tirando de los pelos todo el día.

Para corroborar este pensamiento y el hecho de que no me importara que posiblemente Leo ahora tuviera más trato con Emma que yo, decidí escribirle un e-mail para saludarla y ver qué tal le iba. Y lo hice desde el móvil para no tener que estar encendiendo el ordenador.

Una vez que hube dejado el salón, la entrada y la cocina tan limpios y adecentados que hasta mi madre se habría sentido orgullosa de mí, me tiré en el sofá a leer. Desde que había regresado, Oli me había puesto una dieta estricta de literatura juvenil nacional que no había podido disfrutar durante mi estancia en Nueva York. Así, en los meses que llevaba en Madrid ya había devorado los últimos libros de Laura Gallego, la bibliografía entera de Francesc Miralles, Esther Sanz, Rocío Carmona y tantos otros autores que mi amiga había estado deseando compartir con alguien.

Con la casa en silencio y el estómago lleno, no tardé en caer frito en el sofá. Y habría seguido durmiendo toda la tarde de no ser por la vibración del móvil que me avisaba de un nuevo e-mail. Me desperecé y comprobé encantado que se trataba de la respuesta de Emma a mi correo anterior.

¡Hola, Aarón!

Me alegro de saber de ti. Por aquí sin demasiada novedad. Mi padre está intentando rescatar por todos los medios Develstar de la banca rota, aunque por el momento está encontrando bastantes dificultades. ¿Quieres convertirte en inversor? Ja, ja, es broma. Espero que se te haya pasado el disgusto del carnet y que no le cojas mucha tirria: yo tuve que presentarme tres veces hasta que me lo saqué.

Te veo pronto, ¿no? Que estés bien,

Em.

¿Pronto? La verdad es que no pensaba volver por allí en una larga temporada, y dudaba que ella tuviera ganas de venir a España, pero por no sonar borde le respondí que por supuesto, que ya quedaríamos.

Leo seguía hibernando en su cuarto. Aproveché que todavía me quedaba un rato antes de que llegaran Oli y David para avanzar con la canción que había empezado a componer unos días atrás.

El origen del tema tenía que ver precisamente con la distancia, con lo sencillo que sería todo si pudiera tener al alcance de la mano tanto mi realidad en Estados Unidos como la de España, si pudiera ver a unos amigos y a otros con solo desearlo. La peculiaridad de aquella canción residía en que, por primera vez, había estrofas con letra en castellano e inglés. Quería que fuera un homenaje a toda la gente que había conocido en los últimos años y que, sin ellos saberlo, me habían cambiado de alguna manera.

Dos horas después, me encontraba dándole los últimos retoques al tema. La música me había absorbido por completo cuando sonó el telefonillo de la recepción del edificio. Me levanté de la cama, dejé todo desperdigado por encima del colchón y corrí a cogerlo. Le di permiso a los de seguridad para que dejaran subir a mis amigos y, cuando unos minutos después David y Oli salieron del ascensor, los estreché en mis brazos.

—¡Cuidado con las hamburguesas! —exclamó ella, devolviéndome el beso en la mejilla y entrando—. Las dejo en la encimera.

—Voy calentando el horno —dije, sintiendo las tripas rugir al oler el aroma de las deliciosas hamburguesas del Jamburguer—. Me pregunto cuándo pondrán servicio a domicilio. Nos ahorrarían muchos problemas.

—Seguro que en cuanto se enteren de que uno de sus clientes principales es Aarón Serafin —contestó David mientras recogía el abrigo de Oli para colgarlo con el suyo en las perchas de la entrada.

David seguía tan pálido como siempre, y ella, igual de morena. Él se había rapado ambos lados de la cabeza casi al cero y se había dejado crecer el resto del pelo. Oli estaba radiante.

Una vez que estuvimos los tres en los sofás del salón, ella preguntó por mi hermano.

—En su cuarto —le dije, señalando por encima del hombro—. Pero ha prometido comportarse. ¿Qué pelis habéis traído?

A mi señal, David vació su mochila sobre la mesa de cristal y la cubrió con las cajas de

Dentro del laberinto,

La princesa prometida,

Ferngully,

El cristal oscuro y, puesto que no podía faltar Disney,

Aladdin.

—Una selección excepcional —comenté—, aunque no sé si nos dará tiempo a verlas todas.

—Nos dará —confirmó él—. Aunque tengamos que quedarnos a pasar la noche mañana también.

—Por mí, perfecto. No es como si tuviera algo que hacer.

Oli sonrió y me preguntó por las últimas novedades en mi vida. Para mi desgracia, solo pude decirles que lo único que había cambiado era que acababa de ponerle el punto final a la nueva canción. Antes de que terminara de hablar, ya me estaban pidiendo que fuera a por la guitarra a mi cuarto para escucharla.

—Aún tengo muchas cosas que cambiar —les dije de vuelta al salón.

Durante los cuatro siguientes minutos me limité a leer las palabras que había elegido para la canción y a dejar que la música fluyera a través de mis dedos y de mi garganta.

—¿Qué vas a hacer con ella? —preguntó Oli cuando terminé—. ¿Vas a subirla directamente a internet o quieres producirla bien?

—Quiero esperar —contesté sin pensármelo dos veces—. Os la he enseñado a vosotros, nada más. Aunque me tranquiliza saber que os ha gustado —añadí.

En ese momento, Leo decidió salir de su cuarto y bostezar mientras saludaba con la mano.

—¿Qué huele tan bien? —preguntó dirigiéndose a la cocina—. ¡Eh! ¡Hamburguesas del Jamburguer! Me habréis traído una a mí, ¿no?

—Por supuesto —contestó Oli.

—¿Por supuesto? —pregunté yo sorprendido. Ella asintió y me guiñó un ojo. Después le pidió a mi hermano que metiera las hamburguesas en el horno ahora que ya se había calentado.

—Menos mal que hay gente que se preocupa por mí —contestó Leo, tras obedecer, dándole un beso en la mejilla a Oli y sentándose junto a David, que no dudó en preguntarle por la serie de televisión y por lo que le depararían las siguientes temporadas a su personaje, Juan Carlos Caraballes.

—Aparte de su muerte, nada —contestó Leo con total indiferencia. Cuando mis amigos se aseguraron de que no estaba bromeando, añadió—: Parece que mi personaje no gustaba mucho, pero no digáis nada todavía. Se supone que es secreto. ¿Y vosotros? ¿Qué plan tenéis este año?

—Yo empiezo comunicación audiovisual en nada —respondió Oli— y este, periodismo.

—Correcto. Por eso, este menda —dijo David— espera poder contar con los dos hermanos Serafin para las prácticas que le manden y dejar a todo el mundo muerto con sus entrevistados.

—Siempre que mis abogados lo autoricen… —comenté sin poder aguantar la risa.

—Tener a un infiltrado en el campo enemigo nos vendrá bien —dijo Leo—. Luego no te conviertas al Lado Oscuro, ¿eh? —le advirtió.

Oli carraspeó para llamar nuestra atención.

—Pues yo pienso acabar siendo directora de videoclips y me haré famosa cuando dirija a los artistas de moda. Os lo digo para que os deis prisa en contratar mis servicios…

—Oh, Dios, eso ha sonado

taaan mal —intervino David entre risotadas, ganándose un calmante de nuestra amiga.

Oli le preguntó a mi hermano si iría a la fiesta de antiguos alumnos y él respondió que no se la perdería por nada del mundo.

—Estoy deseando reencontrarme con mis ex compañeros y fardar de mi nueva vida. Aunque ya le he dicho a Aarón que estoy planteándome dejar todo esto y ponerme a estudiar algo.

—¿Hablas en serio? —preguntó mi amiga asombrada, cortando de golpe la risa y mostrando su habitual empatía—. ¿Cómo vas a dejar la interpretación? ¿Solo por lo que te ha dicho el director capullo ese? ¡Vamos, hombre! ¿Qué hay de nosotros, tus fans?

Leo se rió de buena gana.

—Sabes que te adoro, pero creo que no es solo el director quien piensa así. Actuar no es lo mío.

Oli resopló.

—Tonterías. Además, hoy en día hay muchísimas oportunidades en la red. A lo mejor no necesitas ayudarte de una productora ni de un guión establecido. ¿Por qué no pruebas en YouTube?

—Eh… ¿Hola? —exclamé yo alzando las cejas y señalándome—. Creo que eso ya lo probamos.

—A ver, no me refiero a

eso —añadió Oli—. Hablo de los videoblogs. ¿Habéis visto alguna vez uno? Los hay realmente buenos.

—Aparte de a John Green, que me lo pasaste tú, y gracias al cual soy un poco más increíble cada día, no —dije.

—Cada vez hay más gente que le da por ponerse delante de la cámara y hablar —prosiguió ella—. Y oye, si son buenos, se ganan sus pelas y consiguen seguidores del mundo entero.

—¿Y de qué hablan? —se interesó Leo.

Oli se encogió de hombros.

—De lo que les apetece. Algunos son más temáticos, como los de moda o los de maquillaje, o los de libros…

—O los de videojuegos —apuntó David.

—Pero la mayoría simplemente hablan sobre temas variados, responden a las preguntas de sus suscriptores y lanzan algún reto de vez en cuando.

Leo se dio unos golpecitos en el labio, pensativo.

—Yo podría hacer eso —comentó.

—¡Claro que podrías! Tú más que nadie conoces los entresijos de la fama, del mundo de los castings y de los escenarios, de las mentiras que se dicen sobre él. La gente se mataría por verte hablando de ello o, simplemente, de tu día a día, y no necesitarías a nadie.

—Sí… no es una mala idea —concluyó Leo, de pronto ilusionado. Podía ver cómo el futuro se desplegaba ante sí a la velocidad de la luz, empujándole directo a un estrellato distinto al que había imaginado, pero estrellato al fin y al cabo.

El aviso del horno saltó en ese momento y David se levantó a sacar las hamburguesas. Cuando abrió la portezuela y el aroma inundó el piso, todos suspiramos de amor.

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