Live

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One for the money, two for the show,

Three to get ready, and four to go.

Marianas Trench, ‹‹Stutter››

Lo habíamos encontrado.

Después de pasarnos los últimos tres días mirando catálogos, webs y visitando concesionarios, entregados a la causa de buscar el transporte perfecto para nuestro particular

roadtrip, esa tarde habíamos dado con el idóneo.

—Es este —dijo Ícaro cuando lo vio. Y como a mí me parecía prácticamente igual al resto que habíamos estado mirando, me limité a asentir y a dar gracias porque la pequeña tortura hubiera terminado.

Ícaro no solo me arrastraba por toda la ciudad una mañana tras otra en busca de su ansiado vehículo, sino que, encima, cada noche, proponía un nuevo plan para salir de fiesta.

A la tercera jornada, ya le tuve que decir que se fuera él solo. Y cuando volvió a casa, llevaba a un par de chicas —que si no eran modelos, poco les faltaba— en cada brazo. Era evidente que su falta de conocimiento del idioma nacional no era un impedimento para desarmar a cualquiera que se propusiera.

El coche elegido era exactamente lo que buscábamos. El tipo del concesionario se pasó cerca de veinte minutos enumerando e intentando explicar en inglés todas las ventajas que ofrecía, pero a nosotros solo nos preocupaba lo fundamental: que tenía siete plazas, un motor más que decente y espacio para todas las maletas.

—Nos lo llevamos. Y en este color —dijo el americano, señalando a su reflejo en la carrocería «azul royal».

Aarón nos informó cuando llegó a casa, por la noche, de que el jueves se examinaría del carnet de conducir. O, mejor dicho, Zoe lo hizo, ganándose una mirada de reproche y odio infinito por parte de mi hermano.

—En ese caso —comentó Ícaro—, tenéis un día para preparar vuestra maleta. Y tú, Leo, de encontrar a un o una acompañante. Mejor una. Es más apropiado.

—¿Y si decido viajar solo?

—¿Sin acompañante? Eso sería del todo inapropiado —contestó, medio en broma medio en serio.

La verdad es que no había dejado de darle vueltas a la cuestión sin llegar a ninguna decisión. Las personas que habían pasado por mi vida y seguían en ella ya estaban invitadas al viaje, y no era plan de decírselo a mi madre o a mis hermanas. Si hubiera seguido con Sophie…

Corté en seco esa idea. Si hubiera seguido con Sophie, habríamos terminado rompiendo tarde o temprano. Lo nuestro tenía fecha de caducidad, aunque estuviera escondida donde ninguno de los dos (o al menos yo) la viéramos.

Tal vez podía poner un anuncio en el nuevo canal de YouTube que Selena me había configurado esa misma mañana. No estaría mal: «¡Hazte suscriptor(a) y gana un viaje con Leo Serafin, su hermano y una panda de locos más por Europa!». La sola idea me hizo reír.

Me fui a la cama y seguí dándole vueltas al asunto. A la mañana siguiente había quedado con mi nueva

pseudoproductora para grabar el primer vídeo y decidir el orden y los temas de los siguientes.

Me desvelé varias veces durante la noche con pesadillas relacionadas con coches y multas y

paparazzi y una extraña ruleta donde giraba una chica que yo sabía que iba a ser mi acompañante en el viaje, pero a la que no conseguía verle la cara.

En cuanto despuntó el sol, recogí mi cuarto y me duché. Mientras desayunaba, escribí en una hoja de papel las cosas que quería llevar al viaje. Mi padre se habría sentido orgulloso. Al pensar en ello recordé que todavía no le habíamos dicho nada ni a él ni a mi madre de nuestra inminente marcha. Decidí escribirles un mensaje para avisarles de que al día siguiente iríamos a cenar a casa con Ícaro y Zoe.

Las nueve y media. Selena me esperaba a las diez en su estudio en la calle Padilla. Me alegró comprobar que el rebaño de periodistas se había diluido y que apenas había en la acera unos cuantos que ni se molestaron en levantarse cuando me vieron salir. Cada día que pasaba, yo perdía más interés para ellos.

Tomé un taxi y me planté en el portal de Selena en pocos minutos. Llamé, preguntó, contesté, me abrió y entré. El ascensor estaba estropeado, así que ascendí los cinco pisos a pata. Arriba, con un vestido vaporoso y el pelo rubio platino recogido en una trenza larga, me esperaba ella.

—Puntual como un reloj —me dijo, invitándome a pasar.

El color blanco me cegó. La luz entraba a raudales por las ventanas, reflejándose en las paredes y los muebles, todos del mismo color. Solo su ordenador, con la carcasa morada, algunos focos y la cámara de vídeo rompían la uniformidad. Al fondo, tras una puerta corredera a medio cerrar, se advertía un cuarto de baño diminuto.

—¿Vives aquí? —pregunté, esperando que la cama saliera del suelo o de la estantería vacía.

—Trabajo aquí —puntualizó—. Vivir, vivo con una chica en las afueras.

—¿Y pagas dos pisos? Pues sí dan buenos sueldos en esa web. No necesitarán un reportero, ¿verdad?

Ella terminó de colocar la cámara en su sitio y se volvió para mirarme.

—¿De

celebrity a reportero tan pronto? No te des aún por perdido. Y respondiendo a tu pregunta: aunque no me quejo de mi sueldo, no. No me da para mantener dos pisos en esta ciudad. Este ático me lo ha prestado un amigo que está de viaje, y por no hacer de mi casa mi lugar de trabajo, prefiero venirme aquí e imaginar que estoy en una oficina. Es más sano.

Me gustaba oírla hablar, por eso le terminé preguntando:

—Eres francesa, ¿no?

—Muy agudo —se burló, marcando aún más su acento—. De París. Mis padres están allí y tengo un hermano un año mayor que yo, antes de que preguntes también si soy hija única.

—París… —repetí, sentándome en el apoyabrazos del sofá mientras la veía trajinar con las luces y los cables—. ¿Y qué te trajo a España?

—Una respuesta… y una confusión. De sentimientos, de perspectivas y de prioridades.

—Un chico —deduje.

—Un hombre —concretó ella.

—¿El de tu historia? —pregunté.

Pero ella siguió programando la cámara en silencio.

—Esto ya está —dijo unos minutos después—. ¿Puedes acercarme esa silla? —Hice lo que me pedía, y la coloqué delante de la cámara, frente a la pared blanca. A continuación me senté—. Mi idea es que este primer vídeo de presentación sea corto, conciso y directo. Explica con tus propias palabras lo que has venido a hacer, en qué va a consistir el canal y por qué crees que debería suscribirse la gente.

—¿Alguna idea?

Ella terminó de recolocar los focos, revisó la imagen en la pequeña pantalla del aparato y sonrió, contenta con el resultado.

—Sé tú mismo —respondió—. ¡Grabando!

—¿Ya? ¡Espera un poco! —dije, de pronto nervioso—. No sé ni por dónde empezar… Esto lo vas a cortar, ¿no?

—Tú no te preocupes. Lo grabaremos todo, incluso las tomas falsas. Después lo editaremos. Así quedará más natural, que es lo que buscamos.

Respiré hondo, me puse en situación y comencé a hablar. Fue un discurso breve y directo. Intenté ser divertido, pero no demasiado. Ella me pidió que mirara siempre al objetivo y que no engolase la voz. «No estás actuando. Estás siendo tú mismo».

Eso intentaba, sí. Pero no era tan fácil con la luz roja intermitente recordándome que les estaba dando en bandeja la oportunidad de seguir burlándose de mí, sin filtros ni máscaras.

Como Selena seguía viéndolo demasiado forzado después de quince minutos, optó por que me tomara un descanso y asimilara lo que estábamos haciendo mientras ella se salía a fumar a la ventana.

—Mira, sé que es más fácil decirlo que hacerlo —comentó, soltando una voluta de humo—, pero podrías intentar pensar que me lo estás contando a mí. Quiero saber qué pasó y qué pasa por la mente de Leo Serafin. Y para ello no necesitas exagerar tu expresión o forzar el tono. No quiero que

parezcas, quiero que

seas

—Tú sí que sabes cómo animarme —mascullé, asombrado y molesto, no por sus palabras, sino porque, tras tantos años dedicándome a esto, fuera incapaz de dar un mensaje de dos minutos sin parecer falso.

—Pensé que querías que te ayudara a hacerlo bien, no que me comportara como una

groupie —me respondió. A continuación se dio la vuelta y apoyó los codos en el alféizar—. Cinco minutos y seguimos.

¿Qué me pasaba? ¿Por qué no conseguía concentrarme, parecer natural, ser yo mismo? ¿Es que mi paso por Develstar no me había enseñado nada? Sí, a fingir como un profesional. Pero por primera vez no tenía ni que fingir ni que decir las palabras de otro. Solo hablar con un amigo. Con una amiga, más concretamente. ¿Qué importaba si grababan la conversación?

Tenía razón: podía dirigirme solo a ella. Había algo en Selena que me inspiraba confianza. La franqueza con la que me hablaba y me miraba, como si solo fuera Leo Serafin, supuse. El Leo Serafin de siempre, el que se llevaba los rapapolvos en casa cuando no hacía la cama o que copiaba en los exámenes. El que decidía qué quería que los demás supieran de él, y nada más. El Leo que echaba de menos.

—¿Preparado? —preguntó. Apagó el cigarrillo en la pared exterior del edificio y tiró la colilla a un cubo de pintura vacío que hacía las veces de papelera.

Esta vez, cuando la luz roja de la cámara me avisó de que estábamos grabando, el objetivo se convirtió en el ojo claro de Selena. Detrás podía ver sus piernas cruzadas y el bajo de su vestido. Estaba allí y quería conocer la verdad, pero para eso antes tenía que explicarle que la mía era una historia larga y que necesitaría unos cuantos días para contarla entera. Que tal vez creyera que me conocía, pero que no era así. Que ahora, sin guiones ni ensayos de por medio, me presentaba de cero para que me conociera. Que por eso tenía que suscribirse a mi canal, y que solo por aguantarme y recomendarme a sus amigos podría estar enterada de todas las novedades relacionadas conmigo. Que le agradecía el tiempo que me había dedicado y que esperaba volver a verla próximamente.

—Y… ¡listo! —exclamó Selena con una sonrisa en los labios. Yo me derrumbé en el respaldo de la silla. Había estado la mayor parte del tiempo echado hacia delante, con los brazos apoyados en las rodillas y las manos unidas en una tensión que no había advertido hasta entonces.

—¿Hemos terminado? ¿Ha salido bien? —pregunté, incrédulo.

—Y en una sola toma. Quizá recorte algunos silencios para darle más ritmo, pero ya está. Visto lo visto, me estoy planteando dedicarme al

coaching para actores. Menudo cambio de antes a ahora.

Me levanté, feliz y más tranquilo, y di una vuelta por el piso para estirar las piernas.

—¿Cuándo lo colgarás?

—Esta semana, si te parece. De este tema quería hablar contigo: ¿qué periodicidad quieres que tengan? ¿Podrías grabar un par de veces por semana? ¿Tres?

Iba a contestar que sí, pero entonces recordé el viaje y las palabras se interrumpieron en mis labios.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, frunciendo el cejo—. Dime que no vuelves a tener dudas, por favor…

No pude evitar sonreír ante aquella frase. Algo así le había dicho yo a Aarón en su día cuando nos disponíamos a fingir ser lo que no éramos.

—No es eso. Mañana me voy de viaje.

—¿Mañana? ¿Tan pronto?

—Tan pronto. Un amigo de Estados Unidos nos ha invitado a visitar Europa y no nos hemos podido negar. Mi hermano y yo —aclaré.

—Vaya… —comentó ella desanimada mientras forcejeaba con la cámara para sacarla del trípode. Tras unos segundos de no lograrlo, me acerqué a echarle una mano. Pero justo cuando yo tiré de un lado, ella lo hizo del otro y la cámara se precipitó al vacío. Con unos reflejos propios de un superhéroe, alargué el brazo y la cacé al vuelo. Cuando se la devolví, el gesto de pavor se había convertido en uno de sorpresa.

—Vente con nosotros —le dije de repente. Sin meditarlo. Sin pensarlo dos veces. Sin saber lo que estaba diciendo hasta que las palabras ya estaban colgando entre ambos—. No creo que a los demás les importe.

—Ni de coña.

—¿El qué ni de coña? —preguntó nuestra madre, entrando en el salón con la bandeja del pollo.

—Ni de coña —repitió Aarón sin apartar la vista de mí. La última vez que le vi así de serio fue cuando nos propusieron dar el primer concierto en Madrid.

—¿Aarón? —insistió mi madre.

El resto de los comensales (nuestro padre, Esther, Alicia, Ícaro y Zoe) observaban en silencio la batalla dialéctica, expectantes por el resultado. Aunque había intentado decírselo a mi hermano sin que los demás me escucharan, se había hecho el silencio justo cuando empezaba la frase.

—¡Aarón, contesta a tu madre! —ordenó mi padre con su habitual tono. Y todos los que compartíamos su sangre dimos un respingo, más por la sorpresa de volver a escuchar una frase como aquella que por el susto.

—Leo quiere llevar al viaje a una periodista.

Los ojos de mi madre me fulminaron al tiempo que depositaba la bandeja de la comida despacio en medio de la mesa.

—¿Te has vuelto loco? ¿Acaso no te parece suficiente con iros así, por Europa, y además en coche?

—¡A ver, relajaos todos un poco! —me defendí—. Selena no es como las demás periodistas, eso para empezar. Y si leyerais alguno de sus artículos antes de echarla a la hoguera os daríais cuenta.

—Dime que no te has vuelto a enamorar —espetó Aarón con los ojos en blanco.

—No, capullo. No me he vuelto a enamorar. Pero es mi decisión. Y si no va ella, no voy yo.

—Por mí puede venir —intervino Ícaro. A continuación se acercó al pollo e inspiró con ganas—. Esto huele genial, señora Serafin.

Mi madre fue a corregir lo del apellido, pero pareció recordar entonces que su matrimonio volvía a tener una segunda oportunidad y se limitó a darle las gracias al americano.

—¿Y tú? —le preguntó Aarón a Zoe. Y por cómo la miró, más le valía acertar la respuesta que iba implícita en la pregunta.

—A mí no me metas, Aarón —dijo, un tanto incómoda porque todos la estuviéramos mirando—. Yo solo soy una acompañante más. El mero hecho de hacer el viaje ya es un sueño para mí, no pienso poner una sola queja. Y mucho menos vetar a nadie para venir —añadió de carrerilla y en voz baja.

—¡Gracias! —exclamé yo—. ¿Lo ves? Estás solo en esto.

Aarón soltó un gruñido mientras nuestra madre comenzaba a repartir la comida en los platos.

—No sabemos quién es. No sabemos cómo la has conocido. Joder, ¡si ni siquiera sabemos para qué medio trabaja!

—Aarón, esa boca —le advirtió nuestro padre, que para sorpresa de todos aún no había hecho ni un solo comentario respecto a Selena o el viaje.

—Selena va a venir —me limité a decir—. Y no es una opción.

—¡Yo también quiero que vaya! —me apoyó Alicia, pero yo seguía observando a Aarón. Solo había dos opciones, o que me mandara a la mierda y se levantara de la mesa, cabreado, o que aceptara la idea.

—Una sola cosa rara y se larga —dijo por fin, unos segundos después—. Me da igual si estamos en mitad de la autopista o en plena montaña. Paramos el coche y se vuelve como pueda a España. ¿Entendido?

—Perfectamente —contesté, soltando una bocanada de aire—. Pero no va a ser necesario.

—Eso ya lo veremos… —musitó Aarón antes de que mi madre cambiara de tema y comenzara el interrogatorio a Ícaro y Zoe.

Cuando ya nos marchábamos y mi hermano se fue a recoger nuestros abrigos, mi padre me puso una mano en el hombro y me preguntó si podíamos hablar un momento. ¡Me lo preguntó! Ni me lo impuso, ni me lo exigió, me lo preguntó educadamente.

—Claro —respondí yo, dubitativo.

Fuera, el jardín estaba iluminado con las lámparas que mi madre había mandado instalar durante el verano en la fachada de la casa. Paseamos despacio por el camino de baldosas, en silencio. Cuando llegamos a la puerta del jardín, nos detuvimos y yo eché un vistazo rápido para asegurarnos de que la calle seguía tan vacía de

paparazzi como cuando llegamos.

—Leo, quería hablar contigo desde hace tiempo, pero… no he tenido la oportunidad —dijo, y empecé a entender su silencio durante la cena—. Quería decirte que… quizá me equivoqué contigo. Intenté convertirte en alguien que no eras en lugar de ayudarte a descubrir quién eras.

Me mantuve en silencio, incómodo por la situación y por la mirada tan sincera que me estaba dirigiendo. Bajé los ojos y esperé a que siguiera.

—Lo que quiero decirte es que… me siento orgulloso de ti. De ti y de tu hermano. De lo que habéis conseguido. De vuestros aciertos y también de vuestros errores, aunque no apruebe algunos métodos.

—Gracias —murmuré, y levanté de nuevo los ojos para mirarle. Conocía a Leonardo Serafin demasiado bien para saber lo que estaba suponiéndole aquel gesto de sinceridad—. Mamá te ha ablandado mucho en los últimos meses —bromeé, y él soltó una risa breve que destensó el ambiente.

—Más de lo que me gustaría reconocer. Así que, por eso, y ya que me lo ha prohibido antes, no te diré que tengáis muchísimo ojo con ese viaje vuestro. Igual que tampoco te diré que no hagáis ninguna tontería y que cuides de tu hermano, que por muy famoso que sea, sigue siendo más pequeño que tú.

—Y menos guapo —añadí.

—Leo… Te estoy intentando hablar en serio. No sé por qué te has empeñado en llevar a esa periodista amiga tuya, pero a mí también me preocupa lo que pueda ver y oír. Y publicar.

—Es buena gente —le aseguré—. Y seré el primero en pedirle que se marche si veo algo raro. Te lo prometo.

Cuando la puerta principal se abrió y salió toda la familia, yo aproveché para darle un abrazo fuerte a mi padre, de los que ya no recordaba.

—Te quiero —me dijo.

Y yo, después de años y años sin hacerlo, le respondí que también le quería.

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