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It started with a whisper

And that was when I kissed her.

Neon Trees, ‹‹Everybody Talks››

El piso que Ícaro había alquilado para que compartiéramos los seis estaba en el distrito de Gracia, uno de mis barrios favoritos de la Ciudad Condal por su ambiente cálido, hogareño y ecléctico. Cuando llegamos, el sol ya se había puesto y las callejuelas se encontraban sumergidas en una luz anaranjada más propia de un plató de cine que de la vida real. El arte y la bohemia estaban presentes en cada bar, casa, tienda y persona. Las calles rezumaban una paz que te permitía creer que, si querías, podías quedarte allí para no volver a salir.

Enseguida recordé aquel silencio tan particular de Barcelona al caer la noche, el mismo que había compartido con mi familia materna desde pequeño. Un silencio nocturno que no había encontrado en ninguna otra ciudad y que no te hacía sentir ni incómodo ni extranjero.

Aparcamos a unas cuantas calles de la casa y arrastramos las maletas por la calle. Ninguno de nosotros hablaba. Las miradas escalaban las paredes de edificios antiguos y modernos hasta el cielo neblinoso. Delante de mí, Aarón le pasó el brazo sobre los hombros a Zoe y ella reclinó la cabeza sobre su cuerpo.

—Se les ve bien —dijo Emma a mi lado, con la mirada puesta en la pareja. Detrás de nosotros, Ícaro también había comenzado a hablar con Selena entre risas y en un francés cuestionable.

—La verdad es que sí —contesté a Emma—. ¿Y tú? ¿Has tenido que darle el parte a alguien de que te marchabas de viaje?

—A mi padre, y más por deferencia que por otra razón.

—¿Cómo le va? —Y, para mi sorpresa, fue una pregunta sincera. Quería saber cómo actuaba un gigante como el señor Gladstone, un magnate de las finanzas y del espectáculo, cuando todo se venía abajo. Por si alguna vez me pasaba a mí, vaya.

Emma se encogió de hombros, se recolocó la mochila en la espalda y me contó que no estaba pasando por el mejor momento. Que a raíz del escándalo del

reality estaban saliendo a la luz papeles, secretos y contratos abusivos que estaban volviendo más y más pantanoso el terreno de la investigación.

—Sé que terminará saliendo de esta, como siempre. Pero te juro que cada día que pasa le veo más viejo y muchísimo más cansado. Si te lo encontraras ahora, no le reconocerías, Leo. Solo espero que todo se resuelva pronto. Para bien o para mal, pero que se resuelva. Son la espera y las investigaciones lo que le está matando.

—Siento mucho oír esto…

—¿De verdad? —preguntó ella con una sonrisa entre dulce y perpleja. Cuando asentí, ella me apretó el brazo con la mano que tenía libre y me dio las gracias.

—¿El cinco? —preguntó Aarón cuando llegó frente al portal. A la señal del americano, mi hermano apretó el timbre correspondiente al piso y esperó hasta que una voz de hombre nos indicó que subiéramos.

Las escaleras eran estrechas y difíciles de subir con el volumen de nuestras maletas. Casi tuvimos que escalar los primeros tramos de tan empinados que estaban los peldaños, pero con ayuda de la barandilla logramos alcanzar el piso.

—¡Bienvenidos! ¿Qué tal? —nos preguntó el casero, un tipo alto de lo más sonriente, rapado y con gafas de pasta.

Nos estrechó la mano a todos y después nos explicó algunos detalles del piso: cómo encender la calefacción, dónde estaban las toallas y las sábanas, e incluso su colección de juegos de mesa. Tras firmar y entregarle la primera mitad del pago estipulado, nos tendió unos mapas y guías de la ciudad para que utilizáramos durante nuestra estancia y se despidió con la misma alegría con la que nos había recibido.

—Yo me quedo a vivir aquí. Para siempre —dijo Emma, y todos nos reímos—. Os lo digo en serio: ¿sabéis lo que tardaría en encontrar a un hombre así de amable en Nueva York?

—No sé si tu padre lo aprobaría… —dije en broma.

—Lo que siento por él —y señaló la puerta— está por encima de los convencionalismos o de lo que opine mi familia —replicó Emma poniendo tono de dama desconsolada, e hizo un amago de salir corriendo escaleras abajo en busca del casero. Todos estallamos en risas, esta vez sin cortarnos, hasta que Selena nos chistó sin dejar de reír para que nos calláramos y escogiéramos habitaciones.

El piso era considerablemente amplio y contaba con salón, cocina, baño y tres habitaciones. Al final, optamos por dormir Ícaro y yo en la habitación que daba a la calle, Emma y Selena en la de la litera y mi hermano y Zoe en la única que tenía cama de matrimonio.

Una vez instalados, salimos en busca de algún sitio para cenar. Tras deambular un rato por las calles cercanas al apartamento, terminamos en un pequeño restaurante de aspecto hogareño con tan solo un par de mesas ocupadas. La camarera, una chica de impresionantes ojos azules, se acercó para indicarnos dónde sentarnos, pero en cuanto se dio cuenta de quién era yo (y no mi hermano) se quedó paralizada.

—Tú eres Juan Carlos. Juan Carlos Caraballes, el de la serie —dijo sin parpadear.

Un volcán pareció estallar en mi pecho. Ni preparándolo hubiera quedado tan bien. El resto de mis amigos fueron tomando asiento entre cuchicheos mientras yo le daba dos besos a la camarera.

—Me llamo Núria y sigo la serie desde… ¡desde que empezó! Me encanta tu trabajo y tu papel, y eso… Supongo que te lo habrán dicho un millón de veces, claro.

—Pues la verdad es que no —dije, y me hubiera gustado que fuera por falsa modestia.

La chica se despidió sonrojada, y se metió en la cocina. Cuando me senté con el resto, todos estallaron en aplausos y grititos mientras Ícaro me cogía el cuello entre su brazo y Aarón me daba una palmada en la espalda.

—Cómo triunfas —me dijo.

—A lo mejor podemos entrevistarla para tu canal —sugirió Selena.

—Todo el mundo pensaría que la habéis pagado para decir eso —comentó Emma, y me guiñó un ojo—. De hecho, Leo, ¿no has sido tú quien ha elegido este restaurante?

—Ja, ja… —repliqué yo, aún emocionado por lo ocurrido—. Aarón, disfruta ahora que puedes, porque ya ves que en nada te alcanzo y supero.

—Ojalá —comentó él, justo cuando regresaba Núria para tomarnos nota de las bebidas y sugerirnos los mejores platos de la casa.

Una vez que estuvimos servidos, Ícaro hizo un brindis. Cuando los seis levantamos nuestras bebidas, el americano nos dio las gracias por haber aceptado venir al viaje.

—Espero que cada segundo que vivamos juntos sea único e inolvidable. Le he dado un millón de vueltas a la manera de escoger los seis destinos, bueno, cinco si no contamos con Barcelona, a visitar. Y al final, me he decantado porque sea la suerte la que elija. Para ello… —Sacó del bolsillo de su cazadora una bola de plástico repleta de papelines y la agitó delante de nuestros ojos—. Quiero que cada uno meta la mano y saque el papel que quiera. Esas serán las paradas del viaje, ¿de acuerdo?

—Ícaro, tú deberías elegir todas —dijo mi hermano—. El viaje lo estás pagando

.

—Nada de hablar de dinero —le cortó el americano—. Venga, ¿quién empieza?

—Yo misma —dijo Zoe, y metió la mano en la bolsa, revolvió los papeles y sacó el primero—: Florencia.

Le pasó la bolsa a Selena, que estaba a su lado y ella hizo lo mismo.

—¡Atenas! —exclamó.

—El tercer destino es… ¡Munich! —informó a continuación Aarón, y me dio la bolsa.

Yo sacudí los papeles con fuerza antes de meter la mano y, con el dedo índice y el anular pesqué el cuarto papel:

—París —leí, y miré divertido a Selena—. Y sin hacer trampas.

Ícaro dijo que le saltáramos, que él ya había elegido Barcelona, y le tendió la bolsa a Emma, a la que le tocó el papel de Copenhague.

—¡Pues ya lo tenemos! —concluyó Ícaro.

—Menudo viaje —comentó Emma.

—Sí, tío, gracias —añadí yo.

—Se acabó lo de darme las gracias —replicó el americano mientras hacía una foto con el móvil a los papeles—. A partir de ahora lo único que me importa y que debe ser vuestra prioridad es que este viaje sea inolvidable.

—¿Lo vas a subir hoy?

—Sí, lo voy a subir hoy —corroboró Selena. Nos encontrábamos en el salón del piso. El resto se habían marchado después de desayunar a dar un paseo por la Ciudad Condal y yo estudiaba atentamente el trabajo de la periodista—. Listo, programado para esta tarde.

Ya estaba. No había vuelta atrás. En unas horas, el mundo entero podría ver mi saludo y el mensaje de bienvenida a mis videodiarios. No me sentía en absoluto preparado para ello, y por eso quería seguir estudiando los canales de la comunidad de YouTubers. Así, en lugar de salir a visitar Barcelona, pasamos buena parte de la mañana analizando la manera de actuar frente a la cámara de gente tan conocida en internet como JPelirrojo, Rush Smith o el catalán iLeoVlogs.

—Este tío se llama como yo —mascullé, un poco molesto. El chico, aunque no se parecía a mí, también tenía el pelo oscuro, una complexión similar y mucha más soltura que yo delante de la cámara—. ¿Cómo hace esos efectos especiales? Yo quiero esos efectos especiales.

Selena soltó una carcajada y me contagió la risa.

—Lo digo en serio. Quiero un vídeo lleno de relámpagos.

—¿Y eso de qué te serviría para lo que buscamos? —preguntó ella.

—No sé, pero mola.

—Date algo de tiempo y tendrás rayos y hasta el poder de hacerte invisible —me aseguró, apagando la máquina—. Y ahora que está todo preparado, ¿por qué no me enseñas la ciudad?

Yo la miré perplejo. Tampoco conocía tanto Barcelona como para atreverme a ejercer de guía turístico.

—No quiero que me lleves a la Sagrada Familia ni al parque Güell, eso ya lo conozco. Quiero ver la Barcelona que visitabas de pequeño cuando venías a ver a tus abuelos y a tus tíos.

—¿Y si lo que visitaba era la catedral y el parque? —pregunté, divertido, mientras me calzaba para salir.

—Entonces vas a tener que señalarme dónde jugabas al escondite con tu hermano o cuál era la estatua que más miedo te daba de la basílica. Me llevo la cámara —avisó.

Cuando salimos, no había ni rastro de los nubarrones que nos habían acompañado a nuestra llegada. El sol resplandecía sobre un cielo impoluto. No obstante, hacía algo de fresco y ambos nos cerramos al unísono las cremalleras de nuestros abrigos.

—Mis abuelos han vivido siempre cerca de la estación de Sants —le explicaba a Selena mientras atravesábamos la Diagonal. Lo más rápido habría sido tomar un taxi que nos dejara en el barrio de mi familia, pero la francesa insistió en caminar y disfrutar de la ciudad.

De pequeños visitábamos a nuestros abuelos al menos tres veces al año. Pero conforme fueron pasando los años, más difícil resultaba convencernos a mi hermano y a mí para que acompañáramos al resto de la familia a la Ciudad Condal en lugar de quedarnos en Madrid.

—¿Y me quieres hacer creer que no tenías una pandilla de amigos aquí? No pareces el típico chico que disfrute quedándose en casa un sábado por la tarde…

—La tenía, la tenía —contesté—. Pero a los catorce o quince años nos distanciamos y no volvimos a saber los unos de los otros.

—¿Has intentado buscarlos por internet?

—¿Buscarlos? —respondí, confundido—. No. Nunca se me había ocurrido. ¿Para qué?

Ella se encogió de hombros y siguió andando con la vista clavada al frente.

¿Podría intentar contactar con ellos? ¿Sería muy difícil de conseguir? La mayoría me daban un poco igual, pero había un tío con el que, desde pequeño, me llevaba genial. Antonio. Le llamábamos Simpa, porque siempre sugería que nos fuéramos de los sitios sin pagar, aunque nunca llegáramos a hacerlo.

—¿Sabes? —le dije a Selena—. Podríamos intentarlo, sí. Contactar con al menos uno de mis antiguos amigos. ¿Te gustaría entrevistarlo para el canal?

—Si se dejase, desde luego.

Tomamos un autobús entonces que nos acercó al barrio de mis abuelos. Desde allí, seguimos caminando hasta encontrarnos con el Parque de la España Industrial, junto a la Estación de Sants, uno de mis sitios favoritos donde jugaba con los amigos. Con un precioso estanque artificial rodeado de césped y estatuas desperdigadas.

—Es increíble lo poco que cambian los lugares que nos han visto convertirnos en personas diferentes —dije, más para mí que para ella—. Te juro que si cierro los ojos puedo imaginarme con siete años menos jugando al fútbol.

Me volví para mirarla y descubrí que había sacado la cámara y que me estaba apuntando con ella.

—¡Eh, eso se avisa!

—No te cortes ahora, anda —me pidió—. Sigue hablando. ¿Qué es lo que hacíais aquí? ¿Quiénes quedabais?

Tuve que hacer un esfuerzo mayúsculo para olvidarme del aparato y seguir hablando. Metí las manos en los bolsillos del pantalón y me puse a andar sin rumbo fijo, intentando arrancar de cada lugar un recuerdo tan plagado de detalles como me fuera posible. No sabía a quién le podía interesar, pero me puse a contar todas esas historias con una sonrisa de oreja a oreja, más por ser capaz de recordarlas que por las situaciones en sí.

Cuando llegamos a la gigantesca mole con forma de dragón que vigilaba aquella parte del parque, le di una palmadita mientras me invadían los recuerdos.

—Tu sonrisa me dice que hay algún recuerdo en particular que quieres compartir con nosotros, Leo Serafin —insistió ella.

—Tal vez contigo. Pero no con ellos —reconocí sintiendo que se me encendían las mejillas como a un tonto.

Selena cerró la tapa de la cámara, la apagó y la guardó en el bolsillo de la gabardina. Después me hizo un gesto para que empezara.

—Ahora me da palo —confesé, divertido, sentándome en el césped—. Y, además, es una tontería.

Ella se colocó a mi lado y también se deslizó con las piernas cruzadas hasta el suelo.

—Déjame adivinarlo: aquí fue donde le rompiste el corazón a tu primera novia.

—Más bien, todo lo contrario. —Tras unos instantes, confesé—: Aquí fue donde me robaron mi primer beso.

Una mueca de sorpresa se extendió por el rostro de la periodista antes de soltar una suave carcajada.

—¿En serio hubo un tiempo en el que Leo Serafin no quería dar besos y tenían que robárselos?

—Ya ves… —respondí, aguantando la risa—. Pero después supongo que decidí que, antes de que me robaran a mí, prefería robárselos yo a ellas.

—¿Y cómo fue?

—¿El qué? —pregunté, sin comprender a qué se refería.

—El beso. El que te robaron. ¿Qué edad tenías?

Hice memoria antes de responder.

—Catorce.

—¿Y quién era ella?

Amaya, como le conté a la francesa, era la hija de un matrimonio que veraneaba y pasaba los fines de semana en el portal contiguo al de mis abuelos. Desde siempre había formado parte de la pandilla, como yo, pero nunca me había fijado en ella.

—Hasta que un día… —adivinó Selena.

—Hasta que un día que quedamos solos ella y yo, me trajo aquí y me dio un beso.

La periodista chasqueó la lengua y negó en silencio.

—No sabes contar una historia. No puedes correr tanto en la parte más emocionante. Si he apagado la cámara espero que haya sido por algo.

—¿Y qué quieres? ¿Que describa hasta el último detalle de ese momento?

Ella inclinó la cabeza un poco y esbozó media sonrisa retadora.

—Muy bien. De acuerdo —dije, y me acerqué a ella sin levantarme del césped—. Yo estaba aquí sentado, tan tranquilo, sin molestar a nadie, y ella fue y me dijo sin venir a cuento que le gustaba quedar conmigo a solas porque cuando no estaba con nadie parecía una persona distinta. Yo no respondí nada porque tampoco supe cómo tomármelo. Ella siguió hablando, pero yo solo tenía ganas de marcharme al comprender que esa tarde no iba a venir nadie más del grupo. Pero antes de que pudiera hacer amago de levantarme, Amaya me agarró con las manos la cara y se inclinó hacia mí para darme un beso, así…

Sostuve las mejillas de Selena con las manos y, despacio, muy despacio, acerqué mis labios a los suyos. Sus ojos claros me observaban con una calidez y una permisividad que me arrastraban a ella con la fuerza de un tranvía. Pero en el último segundo, cuando sentí su aliento acariciando mi piel y recuperé el control de la situación, me detuve.

—Perdona —dije de repente, y me separé sintiéndome como un imbécil. ¿Qué había estado a punto de hacer? Me puse en pie y me sacudí los pantalones.

Selena se levantó también, todavía en silencio, y se acercó para darme la mano. A continuación, me dio un desconcertante beso en la mejilla y tiró de mí para que reemprendiéramos la marcha.

—¿Sabes cómo encontrar al tan Simpa ese? —preguntó, como si no hubiera ocurrido nada hacía unos instantes.

—Eh… no. Bueno, sí. Podría empezar averiguando si sigue viviendo con sus padres aquí.

—Muy bien, pues vamos.

Y en esas, descendimos las gradas blancas que bordeaban el estanque, coronadas por el dragón, y regresamos a la ciudad con la duda martilleándome en la cabeza de cómo habría respondido Selena de no haber detenido a tiempo aquel gesto tan impulsivo…

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