Live

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It’s time to face the music,

I’m no longer your muse.

Katy Perry, ‹‹The One That Got Away››

o sé qué me hizo pensar que allí, en Barcelona, podría pasar desapercibido fácilmente. El caso fue que, al verme libre de la omnipresencia de Sergio y rodeado por mis amigos, me confié y salí a la calle con unas sencillas gafas de sol. No tardé en comprender que había sido un error.

Por mucho que intentara obviarlo, por mucho que me autoconvenciera de que en el fondo seguía siendo el mismo chico anónimo de hacía un año, con su anodina vida que no importaba a nadie, las cosas fuera de mi cabeza eran bien distintas.

Tan pronto como nos bajamos del taxi en la entrada del parque Güell, el murmullo de voces pronunciando mi nombre creció hasta generar un tumulto de cámaras de fotos, desconocidos posando a mi lado y bolígrafos y papeles apuntándome como cañones de pistola.

Fue como en las películas, cuando los protagonistas se encuentran en mitad de un río sin cauce, seco, y de pronto oyen el rumor acercándose y después ven la avalancha de agua directa a ellos, dispuesta a arrastrar todo lo que se le ponga por delante. Solo que aquí, en lugar de la corriente, fueron varias decenas de desconocidos de múltiples nacionalidades los que estuvieron a punto de derribarme.

Fue tan repentino, tan inesperado y tan ingenuo por mi parte, que, una vez más, lo único que fui capaz de hacer fue mantener el equilibrio y sonreír y responder en español o en inglés a las rápidas preguntas que me lanzaban y firmar autógrafos y posar sin saber muy bien ni a quién contestaba ni a qué cámara miraba ni dónde firmaba ni para quién posaba. Y cuando pensaba que la situación no podía volverse más delirante, alguien gritó:

—Oh, Dios, ¿esa es Zoe Tessport?

Y, sí, parte del enjambre de fans que ya habían obtenido su ansiado premio en forma de garabato ilegible por mi parte se abalanzaron sobre ella ante mi desconcierto y preocupación. Por suerte, Ícaro se encontraba a su lado y enseguida se colocó frente a ella para protegerla mientras le hacía un gesto a Emma para que se escabullera.

Sin dejar de atender a mis fans, le agradecí infinitamente aquel gesto: costaba imaginar qué podía suceder si se corría la voz de que la misteriosa chica con la que estuve saliendo cuando se desveló la verdad sobre Play Serafin estaba allí también, en Barcelona, conmigo y mi actual pareja.

Un escalofrío recorrió mi espalda, inmortalizado seguramente en alguna de las decenas de instantáneas que no dejaban de disparar a mi cara.

Como pude, me fui acercando a Zoe y a Ícaro.

—¡Posad juntos! —gritó un chico que no bajaba la cámara ni a riesgo de tropezarse—. ¡Mirad aquí, por favor!

Sabía que aquellas fotos estarían en unos minutos por toda la red si no lo estaban ya, y que lo que ahora no eran más que un par de decenas de curiosos un poco insistentes, podía volverse algo tan peligroso como el concierto que dimos Zoe y yo en el metro de Nueva York si no desaparecíamos enseguida.

—Tenemos que marcharnos y dejar la visita para otra ocasión —comentó Ícaro en voz baja, a mi lado.

Yo asentí, con un bolígrafo rosa en la mano y un panfleto de Barcelona en la otra.

—Vosotros seguid entreteniéndoles. Voy a parar un taxi y ahora venís —dijo el americano.

—¿Y Emma? —pregunté, preocupado.

—Ahora le escribo para que coja otro taxi y la deje en el mismo sitio.

El americano nos deseó buena suerte y se esfumó. Zoe y yo cerramos filas en un frente común y seguimos posando y firmando autógrafos. Al menos, me dije, aquello era más llevadero con alguien al lado.

Era consciente de nuestros brazos acariciándose cada vez que nos movíamos, del aroma de su champú y de los centímetros de altura que había ganado con las botas que calzaba.

En lo alto de la escalinata de la fuente de la salamandra, con los brazos cruzados, la falda larga azul, y el pelo castaño suelto agitándose suavemente con la brisa, Emma nos observaba completamente estática. No pude evitar pensar que parecía otra obra más de Gaudí, construida con algo más que piedra y tesela.

De repente, Ícaro pegó un silbido desde la acera y, con un gesto del brazo, me arrancó de mis pensamientos y nos indicó que había llegado el momento de marcharnos.

Entre disculpas a medio formular, algún que otro tirón y no menos palabras de agradecimiento y despedida, nos alejamos del tumulto agarrados de la mano. En cuanto pude, coloqué a Zoe delante de mí para protegerla y juntos avanzamos a toda prisa hasta el coche, seguidos por los insistentes fans.

Una vez dentro, con Ícaro en el asiento del copiloto, el hombre, de unos cincuenta años, aceleró y nos alejamos de allí. Miré el reloj y advertí que, aunque a mí me había parecido una eternidad, apenas habían pasado veinte minutos desde que habíamos llegado.

—Menuda la que se ha montado ahí, ¿no? —comentó el conductor—. Pensaba que los tipos como vosotros utilizaban coches oficiales.

—Nosotros es que somos más gente de a pie —le respondí aún con la adrenalina por las nubes—. Gente corriente, de lunes y martes…

—De lunes y martes, ya… —masculló el hombre, comprobando por el retrovisor que no estaba confundido, que era yo realmente quien se había subido en su taxi.

Cuando le facilité una dirección cercana al piso (por no ofrecer pistas que luego pudieran atraer a más curiosos), le pedí a Ícaro su teléfono para escribir a Emma, puesto que yo no tenía su número.

—Ha sido una visita bastante… corta —se lamentó Zoe, sin apartar los ojos de la ventanilla.

—No os preocupéis. Yo me quedo en casa. Vosotros podéis seguir con el tour.

—¿No te importa? —quiso saber Ícaro—. Podemos alquilar un coche y un chófer para estos días. Podemos llamar a Sergio si te sientes más seguro.

—Paso. En serio, no os preocupéis. Conozco esta ciudad como la palma de mi mano. Aprovecharé para llamar a mis abuelos y, si están en casa, iré a visitarles.

Zoe frunció el ceño y me agarró la mano que apoyaba en el asiento.

—Estoy bien —le aseguré, aunque no estaba muy seguro de que fuera cierto. Ahora que estábamos a salvo, comprendí lo peligrosa que podía haberse vuelto la situación de haber sucedido en otro lugar mucho más concurrido. Para convencerme, se lo repetí con una sonrisa—. Estoy bien.

Cuando llegamos a la calle que le había facilitado al taxista, me apeé y le pedí que llevara a mis amigos a ver la Sagrada Familia.

—Preparaos para hacer cola —les dije antes de cerrar la puerta y despedirme con un beso de Zoe.

No fue hasta que llegué al portal del piso que recordé el mensaje que le acababa de enviar a Emma. Justo en ese instante, un taxi doblaba la esquina en mi dirección. Como esperaba, mi amiga iba dentro de él.

—Lo siento, lo siento, lo siento —le dije, abriéndole la puerta—. Al final se han marchado a la Sagrada Familia.

—¿Y tú?

—Me quedo. Prefiero que no se vuelva a armar la de antes.

—¿Solo? Entonces me quedo contigo.

—No, no es necesario, de verdad —le aseguré, notando cómo, sin razón, se me encendían las mejillas—. No quiero que pierdas un día entero de turismo por mi culpa.

—No es la primera vez que visito Barcelona —contestó antes de mirar el taxímetro que señalaba impaciente el conductor y pagarle la carrera. Sin tiempo a que pudiera insistir, se apeó, cerró la puerta y el coche arrancó.

—Los famosos primero —me dijo indicándome con el brazo la dirección al portal. Incómodo, subí las escaleras hasta el piso con el único sonido de nuestros pasos y el tintineo de las llaves que llevaba en la mano.

No había ni rastro de Leo ni de Selena. Aunque habían dicho que se quedarían trabajando, a mí me había sonado a excusa barata para quedarse solos.

—Vaya con el par de tortolitos. Se creerán que somos tontos —comentó Emma, leyéndome el pensamiento. Después se fue hacia la cocina y se sirvió un vaso de agua. Me recosté en el sofá y me puse a tamborilear con los dedos la melodía que, inconscientemente vibraba por mis venas—. ¿Por qué no me la tocas? —me preguntó ella tras unos instantes en silencio en los que no había reparado que me estaba mirando.

Yo me volví hacia ella con las cejas alzadas por la sorpresa y le pregunté que el qué.

—Pues la canción, la que estás escuchando ahí dentro. —Y me señaló la cabeza.

Cuando me tendió la guitarra que estaba apoyada junto a la pared del salón entonces sí que me sonrojé de verdad.

Emma se sentó a mi lado y yo me incorporé para estar más cómodo. Apoyé la guitarra sobre mis muslos y cerré los ojos. No quería pensar en la razón por la que estaba obedeciendo su petición, ni tampoco en la vergüenza que, de haberse tratado de cualquier otra persona, me hubiera dado que me escuchara. Solo cerré los ojos… y toqué.

Al principio eran acordes mezclados. Las uñas de la mano derecha rasgaban las cuerdas mientras la izquierda se deslizaba de una posición a otra construyendo una base que podría haber sido la de múltiples canciones. Pero más tarde, cuando pude distinguir en mi cabeza cada nota concreta, comencé el punteo y, con él, la melodía única y personal de aquel instante, pensamiento y sensación que tomaban forma, cobraban vida y se hacían reales en forma de música. Con los ojos cerrados, todo a mi alrededor se disipó entre silencios y contratiempos.

Entonces entró su voz…

Emma tenía los párpados cerrados. Recostada en el sillón, tarareaba una melodía complementaria mientras llevaba el ritmo agitando sus largos dedos como si fueran batutas.

No se parecía en absoluto a como la había imaginado. Su tono grave se había suavizado. No forzaba la garganta ni tampoco cantaba de nariz. Era evidente que existía una técnica detrás. Que aquella voz había sido entrenada para hacer precisamente eso y que, en el fondo, me daba igual mientras siguiera cantando.

Su rostro, aún con los ojos cerrados, se contraía en las notas agudas para relajarse posteriormente hasta casi esbozar una sonrisa inducida por la música. Nunca la había visto tan tranquila. Ni siquiera durante mi estancia en Nueva York, cuando nos escapábamos del edificio de Develstar.

No, aquella paz solo era comparable con la que yo sentía cuando me encontraba a solas, componiendo por y para mí. Por y para mis sentimientos. Por y para intentar comprenderlos… Y me pregunté si Emma también había escondido su talento toda la vida, como había hecho yo hasta que Leo me descubrió. Si de hecho seguía siendo un secreto que estaba compartiendo conmigo.

Supe que la melodía estaba llegando a su fin como si ya estuviera grabada y solo me hubiera limitado a tocar una canción conocida y no un tema que acababa de nacer de mi cabeza. La voz de Emma se apagó antes de que llegaran las últimas notas, abrió los ojos y me pilló mirándola. Me sonrió y un rubor se extendió por sus mejillas al tiempo que se apartaba detrás de las orejas unos mechones rebeldes.

Dejé que la última nota terminara de extinguirse en el aire hasta que no quedó de ella más que el recuerdo y después sonreí a Emma.

—No sabía que supieras cantar —le dije.

—No sabes nada, Aarón Serafin.

Solté una carcajada al advertir la referencia a

Canción de hielo y fuego y me levanté para devolver la guitarra a su sitio.

—¿Crees que la hija de un magnate del mundo de las estrellas podía librarse de sus clases de canto, baile y piano así como así?

Me volví hacia ella genuinamente sorprendido.

—¿También bailas y tocas el piano?

—Lo hacía. Todo en pasado. Ahora, a lo sumo, puedo seguir el ritmo con cierto estilo en una discoteca sin parecer un pato. En cuanto al piano… creo que no sería capaz ni de tocar el «Para Elisa», que era mi pieza favorita con diez años.

Regresé al sofá y me senté a su lado con una pierna doblada.

—¿Y cantar?

Ella se encogió de hombros y desvió la mirada hacia la estantería de enfrente.

—Cantar dejé de hacerlo mucho antes. Al menos en público. Es la primera vez en años que alguien me escucha.

De pronto sentí la incontrolable necesidad de recortar los escasos veinte centímetros que nos separaban para darle un abrazo. Fue la manera en la que pronunció aquellas palabras. La resignación con la que pronunció aquellas palabras, la manera en que sus hombros se ahogaron en la camiseta que llevaba y el hilo de voz con el que terminó la frase me partieron el corazón.

Aquella confesión era música en sí misma, y por primera vez advertí que podían existir canciones que, aunque tuvieran una melodía silenciada por las palabras, eran tristemente hermosas.

—¿Fue por tu madre? —pregunté con el mismo tono roto que ella, como si de un dueto se tratara. Ella dijo que sí con la cabeza.

—Mi madre fue la primera artista que descubrió mi padre, aunque claro, a ella jamás le hizo lo que a los demás. De hecho, ella no quería ser conocida. Disfrutaba más estando lejos de los focos, quizá por eso me recuerdas un poco a ella… o me recordabas —añadió, con media sonrisa—. Cuando conoció a mi padre, este le juró que la convertiría en una estrella, pero ella se negó. Era profesora de música en un conservatorio y no pensaba cambiar de trabajo por nada del mundo. Mi padre se dio por vencido con ella, pero siguió trabajando para convertir su empresa independiente y desconocida en la fábrica de sueños de un sinfín de artistas.

—Develstar —dije.

—Sí, Develstar. —Para mi sorpresa, la palabra parecía contener más rencor cuando la pronunciaba ella que cuando lo hacía yo—. Se mudaron a Nueva York poco después de casarse. Allí mi madre siguió dando clases de piano, más por placer que por necesidad, puesto que el negocio de mi padre comenzaba a despegar a una velocidad inesperada. Yo nací un tiempo después, como un complemento más a su perfecta vida. —Soltó una risa triste y se echó el pelo para atrás al tiempo que cogía aire antes de volver a sumergirse en los recuerdos—. Después empezó la decadencia del imperio, o, al menos, de nuestras vidas. Porque mientras Develstar se iba volviendo más conocido, más grande, más poderoso, mi madre se iba marchitando. Era como si la empresa le estuviera robando el alma, te lo juro.

Mi mano se movió sola cuando advertí la lágrima que rodaba por su mejilla, pero antes de que llegara a detenerla Emma se la secó con la suya sin reparar en mis intenciones. Mejor, me dije, porque tal vez, con aquel sencillo gesto habría cruzado una línea que no debía traspasar.

—El cáncer tardó un año y medio en acabar con sus fuerzas. El tiempo que mi padre necesitó para abrir varias sucursales de su empresa por todo Estados Unidos y contratar a la primera decena de artistas que llenarían su cuenta bancaria.

»El día que mi madre murió, me prometí no volver a cantar. Mi padre me pidió que actuara delante de todos los invitados durante su funeral, que interpretara la última canción que había estado ensayando con mi madre. —Emma resopló entre dientes—. No lo hice. Por mí, no habría ni asistido a ese funeral en el que no conocía a nadie excepto a mis abuelos, a mi padre y a mi tío. Los demás invitados eran compañeros de mi padre y gente del mundo del espectáculo. Desconocidos que venían a honrar la memoria de una mujer cuyo nombre, probablemente, más de uno no recordaba.

—¿Y por qué no dejaste también el piano y el baile? —pregunté, intentando no sonar demasiado insensible.

—Lo hice, pero unos años después. De haber cortado con todas mis actividades extraescolares con once años, me habría vuelto loca… y a mi padre le habría dado un síncope. —Se volvió hacia mí y se reclinó hacia atrás, apoyando los brazos en el cabecero del sofá—. Lo que tienes que entender de mi padre es que es igual con todo el mundo. Cuando mi madre murió se entregó en cuerpo y alma a Delvestar. Era lo único que le importaba, para lo único que tenía tiempo. Por eso, si yo quería encajar en su vida, tenía que esforzarme por ser como el resto de sus artistas. O al menos eso pensé durante los primeros años… A los quince, toda la rabia, la impotencia y el rencor que le guardaba por haber dejado que mi madre muriera, él que era tan poderoso, él que se comportaba como un dios para todo el mundo, estallaron de golpe y tuvimos la pelea definitiva. Yo le solté todo lo que había acumulado en los últimos cuatro años y al final decidí marcharme de vuelta a Los Ángeles con mis tíos y mis abuelos. ¿Y sabes qué hizo él? Comprarme los billetes para el día siguiente.

Volvía a haber lágrimas cayendo de los ojos de Emma, como si estuvieran asustadas de lo que habían visto y no quisieran tener que presenciarlo de nuevo aunque fuera en su imaginación. Esta vez no me moví, y ella tampoco. Las lágrimas recorrieron su piel hasta la barbilla y después se precipitaron sobre la falda, fundiéndose con la tela azul a falta de un océano.

—¿Y por qué volviste? —La pregunta se escapó de mi garganta con un gruñido inesperado, un gruñido que confirmaba que, después de todo lo vivido en los últimos meses, aún no había sido capaz de perdonar su traición—. ¿Por qué aceptaste trabajar para tu padre?

Emma aguardó cerca de un minuto en silencio antes de responder. Y cuando lo hizo, fue con gesto grave y voz clara, mirándome a los ojos.

—Le perdoné. Tardé casi diez años, pero le perdoné. Después pensé que si quedaba algo de mi madre en este mundo, tal vez lo encontrase en Develstar. —Soltó una risita cargada de ironía—. Me di cuenta muy rápido de que no era así. Y que en caso de que lo fuera, hubiera sido mejor que se desmoronara hasta los cimientos. Pero claro, para llegar a esa conclusión antes cometí muchos errores, entre ellos, mentiros a tu hermano y a ti. A ti en particular, Aarón. Y sé que no me has perdonado, y que a lo mejor necesites diez, veinte o cincuenta años para hacerlo. O que, tal vez, no lo hagas nunca. Estarías en tu derecho…

—Emma, yo… —«Yo ya te he perdonado», quise decirle. Pero no era cierto. Porque cada vez que echaba la vista atrás y los recuerdos inundaban mi cabeza, sentía la lava de su traición hirviendo en mis venas, en mis pensamientos. Cuando rememoraba los últimos días con ella no había partitura que pudiera contener esa melodía sin arder—. Yo… lo siento… —concluí.

Ella se acercó a mí y me puso una mano en el hombro. Lo apretó tres veces. Y cada vez que lo hizo, me sentí a un tiempo un poco mejor y también un poco más miserable.

—Sé que lo haré —le aseguré, sin atreverme a mirarla a los ojos—. Olvidaré todo, te perdonaré todo… porque sé que es injusto estar todavía así después de lo que hiciste por mí en…

Detuvo mis palabras posando un dedo sobre mis labios.

—Yo no te ayudé en el

reality para buscar tu perdón, Aarón. Lo hice porque quise. Porque sabía que era lo correcto, lo justo… lo que merecías. Y prefiero que seas tú quien me perdone cuando llegue el momento. Mientras tanto, no le des más vueltas, porque no sirve de nada.

Sentía la garganta seca. Como si las últimas palabras me hubieran dejado espinas a su paso. ¿Cómo podía ser capaz de no haberla perdonado aun viendo lo buena que había sido conmigo, lo mucho que se arrepentía de su error? Sus ojos parecían mirar más allá de mis pupilas, más allá incluso de lo que yo me atrevía a observar.

Pero se guardó en secreto lo que quiera que hubiera contemplado y me sonrió. Y esa sonrisa me dolió más que cualquier otra cosa en aquella mañana de confesiones, porque yo no podía devolverle una igual.

Mi teléfono comenzó a sonar en ese instante y ambos nos separamos como pillados en falta. Emma apartó la mano de mi hombro y se alejó antes de ponerse en pie e informarme de que iba al baño. Era Zoe quien me estaba llamando.

—Seguimos en casa —dije cuando descolgué.

—¿Seguimos? ¿Emma está contigo? —Su tono de voz me confirmaba lo que había imaginado cuando apreté el botón verde de la pantalla: que estaba de malhumor—. Pensé que la mandarías con nosotros a la catedral…

—Lo hice, pero insistió en quedarse.

—Yo también he insistido y no ha habido manera…

Tomé aire intentando que no lo advirtiera antes de responder.

—Emma ya había estado en Barcelona antes y prefería quedarse. No te enfades, por favor. Disfruta con Ícaro de la catedral y quedamos después a comer…

—¿No ibas a comer con tus abuelos? Mira, Aarón, no sé… Es contigo con quien querría estar haciendo esta cola infernal, ¿sabes? Es por ti por quien acepté la historia del viaje. Por estar contigo. De haberlo sabido…

—¿De haber sabido el qué? —pregunté, de pronto molesto.

—De haber sabido que íbamos a estar separados, habría escogido la opción de quedarme en Madrid cuando me la ofreciste.

—¡Llevamos menos de una hora sin vernos, Zoe!

Se hizo el silencio al otro lado de la línea y sentí que se me congelaba la sangre en las venas. ¿Estaba siendo nuestra primera disputa? ¿Por qué? ¿Qué había hecho yo para provocarla?

—Lo siento, tienes razón. —La voz de la violinista llegó apagada, pero me hizo suspirar de alivio como nada en ese momento—. Te vemos después.

—Claro que sí. Pasadlo bien. Un beso.

Zoe aguardó un instante, como si esperase que añadiera algo más, antes de contestar:

—Un beso, Aarón.

Colgué y tiré el móvil sobre el sofá antes de hundir la cabeza entre las manos. Los dedos se enredaron en mi pelo y tuve que contenerme para no tirar de él hasta arrancármelo de pura frustración.

«Te quiero».

Eso era lo que Zoe había esperado que dijera. Era lo que encajaba en el guión, en nuestra relación, en mi boca. Pero igual que me veía incapaz de perdonar aún a Emma, tampoco me veía capaz de decirle a Zoe que la quería.

—¿Estás bien? —Levanté la cabeza y me encontré a Emma mirándome con el ceño fruncido—. Tienes la cara roja… ¿quieres que te traiga algo de la cocina?

Negué en silencio y me puse en pie con firmeza.

—Estoy estupendamente. Déjame que confirme si mis abuelos están en casa y si Leo está libre. ¿Cómo te ves para asistir a una velada en la que ninguno de los huéspedes entenderá una sola palabra que digas?

Emma valoró la oferta unos segundos antes de encogerse de hombros y asentir.

—Suena entretenido.

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