Live

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And I knew if I had my chance

That I could make those people dance

And maybe they’d be happy for a while.

Don McLean, ‹‹American Pie››

Mi abuelo fue quien abrió la puerta. Giró el cuello y con un grito ronco avisó a mi abuela de que estábamos allí.

—¡Es el otro! Y también viene acompañado. Esperemos que esta al menos hable castellano…

Fui a darle un beso, pero en el último segundo recordé que desde hacía años le saludábamos con un apretón de manos por decisión suya.

—¿Qué tal, abuelo?

Tenía unos dedos nudosos y largos que te atrapaban como un cepo. Los ojos oscuros no permitían diferenciar casi la pupila del iris y su nariz aguileña era idéntica a la que mi madre tenía antes de dejarse operar por mi padre. Aunque yo le sacaba una cabeza de altura, y él parecía mucho más delgado de lo que en realidad era por la ropa tan holgada que vestía, intimidaba como un gigante hambriento.

—Bien, bien… —contestó gruñón, dejándome pasar—. Como siempre. Vivo, que es lo que cuenta, o eso dicen.

—Esta es Selena —dije, y a ella sí le dio los dos besos reglamentarios que tanto detestaban ambos.

—Pues mucho gusto. ¿Eres la novia?

Ella soltó una risa comedida y negó con la cabeza.

—Su nieto tiene demasiadas pretendientas como para competir contra ellas.

—Será porque no saben lo hueca que tiene la mollera —concluyó, dando un portazo que nos incitó a avanzar por el estrecho pasillo hacia la luz del fondo. Las paredes estaban cubiertas de cuadros con fotos de la familia de mi madre y pinturas de una de mis tías, que también tenía una vena artística, como nosotros.

El salón-comedor era una habitación amplia en la que, con dificultad, entrábamos todos los primos, nietos y tíos en las celebraciones. La mesa se encontraba en un extremo del cuarto, al otro había un par de sillones formando una «L» y la televisión en medio. Desde los ventanales se podía ver el parque donde hacía unos minutos Selena y yo habíamos estado a punto de besarnos sin venir a cuento.

Aarón y Emma se levantaron y se acercaron a nosotros.

—¿Y Zoe? —pregunté en inglés, extrañado.

—Con Ícaro, de turismo —contestó mi hermano. En breves palabras me explicó lo que había sucedido en el parque Güell y yo torcí el gesto. No por su temeridad, sino porque se hubiera traído a Emma en lugar de a su

novia a casa de los abuelos.

En ese momento, mi abuela hizo su aparición estelar con una olla humeante entre las manos y disculpándose porque no sabía si habría suficiente comida para todos.

—¡La próxima vez avisadme con más tiempo! ¿Qué van a pensar estas jovencitas?

Cuando la dejó sobre el salvamanteles, se quitó los guantes y vino a darme unos ruidosos besos.

—¡Lo que has crecido! —dijo—. La tele no te hace justicia, hijo. —Volvió a agarrarme de las mejillas y a tirar de mí para besarme de nuevo.

La mujer pertenecía a la maravillosa estirpe de abuelas que te marcaba con pellizcos y besos los mofletes, te inflaba a comida siempre que podía y traficaba con propinas por debajo de la mesa cuando nadie miraba. Era el doble de complexión que su marido y tenía un pelo gris perfectamente moldeado bajo capas y capas de laca que se sostenía en alto con la seguridad de un rascacielos. Sus ojos, ya de por sí grandes, parecían dos lunas azuladas tras los cristales de las gafas que no se quitaba ni para dormir (comprobado).

—Y tú eres la novia —dijo tomando entre sus manos las de Selena. Aarón se rió entre dientes—. Yo soy Àngels.

—No, abuela, esta es Selena. Una amiga de Madrid. Es periodista.

—¿Periodista? —La palabra le provocó un calambre que le hizo soltar las manos de la chica—. Estamos muy hartos de los periodistas —añadió, más para ella que para los demás.

Mi abuelo apareció entonces por la puerta subiéndose la cintura de los pantalones y asintiendo con vehemencia.

—¡Hartos nos tienen los muy condenados! Siempre que creemos que se han olvidado de nosotros, va alguno y nos agría la tarde con una llamada. A saber de dónde sacan nuestro teléfono. Demonio de cotillas chupasangres…

Mi abuela chasqueó la lengua.

—Mientras estaba el programa ese de la tele nos tuvieron fritos con entrevistas para que les contáramos cosas de vosotros. No se daban por vencidos ni con las amenazas de demanda de vuestro tío. ¿Tú no serás de esas, no niña?

—No, señora. Nada que ver.

—Ella es de las buenas —añadí.

—Eso está bien. Se necesitan buenos periodistas en los tiempos que corren.

—¿Comemos o qué? —gruñó mi abuelo sentado ya a la cabeza de la mesa.

—Comemos, comemos —le dijo mi abuela poniendo los ojos en blanco.

Durante la velada, que Aarón se encargó de traducir íntegramente a Emma del castellano al inglés, pusimos al día a nuestros abuelos de nuestra situación actual. Si bien les contamos que estábamos pasando por una época de descanso en la que ninguno tenía trabajo, hicimos hincapié en las noticias positivas como el carnet de conducir de mi hermano o el nuevo piso al que nos habíamos mudado.

—¿Y la serie, Leo? ¿No me digas que ya se ha acabado? —preguntó.

—Han… decidido prescindir de mis servicios —le dije, y me metí en la boca una buena cucharada de lentejas para no tener que añadir nada más.

—Pues es una pena, porque lo hacías de maravilla. Como en el anuncio de Nadiur. ¿Ya no lo ponen? Lo simpático que aparecías así vestido y con la vaca y todo…

—Simpático sobre todo —dijo mi hermano con una sonrisa que quise borrarle de un guantazo.

—Ahora pienso hacerme famoso por internet. Y solo —aclaré, aunque ya había perdido su atención en cuanto pronuncié la sexta palabra de la frase.

—Dichoso

intrenet y dichosa insistencia la tuya de hacerte famoso, niño. ¿Por qué no te sacas una carrera como cualquier persona decente y te dejas de mamarrachadas que solo te hacen perder el tiempo?

—¡Eso, Aarón! —exclamé yo, esquivando la pregunta y volviéndome hacia mi hermano.

—¿Yo? Porque a mí todavía no me han echado de ningún trabajo —respondió el muy listillo—. Además, ¿quién ha dicho que no vaya a estudiar algo dentro de unos meses?

Para cambiar de tema, aproveché y le agradecí a mi abuela que me hubiera facilitado el teléfono de los padres de Simpa. Resultaba que aún seguía viviendo con ellos, y había podido quedar con él antes de ir a comer.

—Nos ha invitado a una fiesta que da un colega suyo esta noche —informé a mi hermano, que a su vez tradujo a Emma.

—Nunca me ha gustado ese chaval —comentó mi abuelo con el morro arrugado—. Siempre anda metido en líos y trae a gente muy rara al barrio. Con pendientes y chupas de cuero.

—Cómo te pasas, abuelo —dije—. Simpa siempre ha tenido una mala fama muy inmerecida.

—Como otro que yo me sé —masculló Selena a mi lado.

—¿Quién quiere postre? —preguntó mi abuela. Después miró nuestros platos y su sonrisa se ensanchó al ver el de Emma completamente vacío—. Tu amiga es un encanto, Aarón. Díselo. ¿Te ha gustado, hija? —preguntó alzando la voz, como si así fuera a entenderla mejor.

Aarón le tradujo sus palabras rápidamente y Emma asintió encantada.

—Delicioso —dijo con un acentazo americano que nos hizo reír a todos.

Me levanté para ayudar a recoger la mesa y, cuando estaba en la cocina, mi abuela se acercó para preguntarme en voz baja de qué le sonaba la cara de Emma.

—Tiene la típica cara de americana. A lo mejor crees haberla visto en alguna película, pero no —le dije, para escurrir el bulto.

Como se enterasen de que Emma era la que había salido en las revistas del corazón junto a mi hermano cuando todo el asunto de la

première de

Castorfa, y más tarde cuando los medios descubrieron la ruptura, seguramente le habría dejado de parecer tan encantadora. Nadie, bajo ningún concepto, tenía derecho a hacer daño a sus nietos predilectos. Y menos una mujer.

De vuelta a la mesa con el café y una selección de pasteles, mi abuelo se entretenía practicando con Emma y Aarón el poquísimo inglés que sabía y que había aprendido de joven. Para mi absoluta incredulidad, el hombre soltaba palabrejas sueltas y frases a medio completar entre tacos en catalán y una risa contagiosa que yo había dado por perdida.

Nuestra abuela aprovechó para preguntarnos cuáles eran los planes para el resto del viaje, y después de decirle todas las ciudades que íbamos a visitar, hizo una mueca de preocupación idéntica a la de su hija, o sea, mi madre.

—Id con cuidado, por Dios. Que la gente conduce como loca. ¿Y no queréis quedaros mejor aquí en Barcelona unas semanas con el buen tiempo que hace? Habitaciones hay…

Le puse una mano sobre el brazo y le dije que se lo agradecíamos, pero que no.

—Te mandaremos una postal desde cada ciudad que visitemos.

—Déjate de postales, Leo. Vosotros tened cuidado y ya está —insistió ella—. ¿Entendido?

—Entendidísimo.

Nos despedimos de ellos media hora después, tras recibir de nuestra abuela veinte euros Aarón y otros veinte yo «para algún caprichito durante el viaje». Insistimos que no era necesario, pero nos obligó a guardarlos bien.

Como siempre, la mujer tenía los ojos brillantes cuando nos abrazó, como si fuera la última vez que nos íbamos a ver. Mi abuelo, por el contrario, se limitó a estrecharnos la mano de nuevo. Pero esta vez, por primera vez en la historia, cuando las separamos teníamos un billete de cincuenta euros en cada una. Mi hermano y yo nos miramos alucinados, después nos volvimos hacia el anciano, que nos guiñó un ojo sin cambiar un ápice su expresión seria y se dio la vuelta como si no hubiera sucedido nada.

En cuanto estuvimos fuera, Aarón llamó a Zoe y les contó las novedades para la noche. Ícaro y ella estaban de paseo por las Ramblas. Cuando terminaran lo que se estaban tomando, irían para el piso.

—¿Qué? ¿Ha sido muy horrible? —le pregunté a Selena mientras esperábamos a que pasara algún taxi.

—Todo lo contrario. Ha sido muy… ilustrativo.

—Espero que no les dediques ningún reportaje o se enfadarán —comentó Aarón, acercándose a nosotros.

—Tranquilo. Por el momento seguiré centrándome en tu hermano, que hoy hemos hecho muchos avances. —Miró su reloj y añadió que en poco más de una hora se colgaría el primer vídeo—. Veamos qué tal arranca…

—Espero que para cuando haya datos, esté perdidamente borracho.

Dicho y hecho.

A las doce de esa noche, ya en la fiesta, cuando Selena se conectó desde el móvil para ver las estadísticas y las visitas del vídeo, yo ya llevaba una cogorza de campeonato.

Después de reunirnos con Ícaro y Zoe en el piso por la tarde, descansamos un rato, cenamos frugalmente comida china y nos adecentamos un poco.

La dirección que Simpa me había facilitado se encontraba en el municipio de Montcada i Reixac, al noroeste de la ciudad. Antes de apearnos de los taxis que nos llevaron hasta allí, ya escuchamos la música tronando desde el primer piso de un edificio de viviendas que, por lo demás, parecía completamente desierto, como los alrededores.

Varios grupos de personas bebiendo y riéndose estridentemente decoraban el camino de entrada al piso bajo, que tenía la puerta abierta de par en par a pesar del frío de fuera.

Nadie reparó en nosotros cuando entramos. Cruzamos el vestíbulo, atestado de gente, para llegar a un cuarto amplio e igual de abandonado que el resto del lugar. La gente se apelotonaba junto a las paredes, apoyando las bebidas en los alféizares de las ventanas o en el suelo. Habían tirado algunos colchones en condiciones bastante cuestionables en las esquinas donde fumaban y conversaban, y algunos se contoneaban al son de la música que tronaba a través de unos altavoces conectados a un reproductor de música.

—¡Habéis venido!

Nos dimos la vuelta para encontrarnos con Simpa, que me recibió con un fuerte abrazo antes de proceder a saludar a los demás en un inglés más que aceptable. Nos pidió a continuación que le siguiéramos y nos llevó hasta la cocina, o la habitación que al menos hacía las veces de cocina, y en la que había una mesa y una encimera a rebosar de botellas de alcohol, hielo, vasos y refrescos.

La primera ronda de calimochos nos la sirvió el anfitrión. Después de brindar como merecía la ocasión, nos dimos una vuelta en grupo por el resto de la casa, que contaba con un cuarto de baño que apestaba bastante cada vez que alguien abría su puerta, y tres habitaciones igual de llenas de gente y vacías de muebles que el resto.

Cada uno estaba tan pendiente de su propia historia, de sus propios amigos y su propia bebida que nadie reparó en quiénes éramos, o, mejor dicho, quiénes eran mi hermano y la violinista.

—Me encantan las casas okupas —comentó Zoe al cabo de un buen rato. Nos habíamos acomodado en una esquina libre y Aarón, Ícaro y yo teníamos los ojos puestos en un par de tías que se estaban dando el lote a nuestro lado sin ningún pudor—. ¡Eh! ¿Volvéis con nosotras? —Y chasqueó los dedos delante de nuestras caras.

Selena le dio un codazo a mi hermano y señaló un hueco de un futuro armario empotrado con un par de fundas de guitarra y otra más pequeña y dura, muy parecida a la que viajaba siempre con Zoe.

—Parece que no sois los únicos artistas de la fiesta —comentó justo cuando nos llegó desde el salón el sonido de un par de guitarras y un violín.

Sin decir más, nos dirigimos allí para encontrarnos a dos chicas y un chico tocando, rodeados por buena parte de los invitados, que los escuchaban en completo silencio.

—Mira, ahí tienes a tu futuro compañero de conciertos —le dije a Zoe, señalando al chico que arrancaba la melodía a las cuerdas de su violín con mucha menos maña que nuestra amiga.

Supuse que era un tema original porque no me sonaba de nada, pero al menos pude disfrutar de lo increíblemente guapas que eran las dos chicas, una morena y la otra castaña. No sé si era el morbo de verlas tan concentradas en la música o el alcohol y la emoción de la fiesta, que empezaba a hacer efecto en mí, pero con un gesto le dejé claro a Ícaro que, de pasar algo, yo me pedía a la morena. Él sonrió y se acercó para decirme al oído:

—Las dos para ti. Yo prefiero al joven Bach. Tan mono, con su camisa de cuadros y sus gafas con lentes falsas, seguramente.

—Vosotros seguid tratando a las personas como objetos de subasta, veréis lo bien que os va —añadió Emma en voz baja, apoyando las manos en nuestros hombros y metiendo la cabeza entre ambos.

Cuando acabó la canción, aplaudimos junto al resto del público. Fue entonces cuando el joven Bach reparó en Zoe y los ojos se le salieron de las órbitas. El resto de la gente siguió su mirada hasta nosotros. Un tanto incómoda, Zoe levantó la mano y saludó al chico. Este, aún en estado de shock, se acercó a nosotros y, sin abrir la boca, le cedió el instrumento con una veneración casi religiosa.

Cuando la chica lo cogió y se volvió hacia Aarón, al joven Bach casi le da un infarto allí mismo.

—Tú eres Aarón Serafin —dijo con un hilo de voz—. No me lo puedo creer. ¿Qué hacéis vosotros aquí?

La gente seguía la conversación como si fuera una obra de teatro, repitiendo cada vez más alto nuestros nombres y el de Zoe.

—¡Que cante algo! —gritó una chica entonces.

—Sí, eso, toca algo, por favor —pidió la morena que me había cautivado, tendiéndole la guitarra a mi hermano con una mirada de éxtasis que se me atragantó en el pecho.

—Y tú también. Por favor —le dijo en inglés el violinista a Zoe.

Sin tener otra opción, ella y mi hermano avanzaron unos pasos hasta el centro y comentaron algo entre ellos mientras la gente les vitoreaba y la habitación terminaba de llenarse del todo. Enseguida aparecieron los móviles y las cámaras.

A mi alrededor, el nombre de mi hermano volvió a difundirse como el oleaje, chocando contra las cabezas de los allí presentes y obligándoles a estirarse sobre las puntas de sus pies, no para tomar aire, sino para comprobar con sus ojos que era verdad que Aarón Serafin estaba en aquella fiesta y que iba a cantar.

Comenzó Zoe liberando del violín una nota que dejó mudos a todos los presentes. Cuando el sonido estaba a punto de desvanecerse en el aire, mi hermano comenzó a cantar…

A long, long, time ago… I can still remember…

El murmullo se acrecentó con el final de la estrofa.

American Pie, iban a cantar «American Pie». Entre Ícaro y yo, Emma esbozó una sonrisa titubeante.

Cuando llegó el estribillo, Aarón, que hasta entonces solo nos había cautivado con su voz, con ese tono cálido y decidido que tan bien controlaba, incluso cuando cantaba en un arrullo, cogió la guitarra y marcó los acordes. Zoe, a su lado, sonrió y comenzó a bailar alrededor de él, con el violín en alto, sin dejar de dibujar melodías complementarias a la principal. El ritmo marcado por los aplausos del público no se hizo esperar, y para cuando llegó el segundo estribillo, todos estábamos cantando:

Bye-bye, Miss American Pie… Drove my Chevy to the levee but the levee was dry…

Para cuando me quise dar cuenta, la gente estaba siguiendo a Zoe en su baile. Agarré entonces la mano de Emma y esta giró sobre sus talones al tiempo que se unía con todos a la voz de mi hermano. Selena e Ícaro comenzaron a repetir pasos más propios de los años ochenta entre carcajadas. La bebida se desparramaba por el aire con toda la gente agitándose encantada con la música, pero a nadie le importaba. Alguien había abierto las ventanas y con el frío también se colaban las voces de otros siguiendo la canción desde fuera. Incluso la otra chica castaña que todavía tenía su guitarra, se unió a Aarón y a Zoe y complementó la canción con su instrumento.

Yo también cantaba a pleno pulmón cuando una melodía disonante proveniente del exterior enturbió el ambiente y fue transformando las voces cantarinas en exclamaciones de alerta. Para cuando Zoe y mi hermano dejaron de tocar, la gente estaba saliendo escopeteada por donde podía a un ritmo bien distinto: el de las sirenas de los coches policiales que se acercaban al edificio por la carretera.

—¿Qué hacemos? —preguntó mi hermano devolviéndole el instrumento a mi ansiada presa, que se iba corriendo.

Zoe hizo lo mismo con el joven Bach, que a pesar de la situación le pidió a la chica que le firmara la tapa inferior del violín con un rotulador mientras Simpa, que había salido de la nada, nos dirigía a los seis hacia la puerta trasera del edificio.

Cuando salimos al exterior, los coches de policía también habían dado la vuelta y sus sirenas tronaban al son de las luces que quemaban la noche.

—Separémonos. Nos encontraremos en el piso —propuse antes de volverme hacia Simpa y darle un abrazo y agradecerle una fiesta tan genial y prometerle que le llamaría y que nos pondríamos al día con nuestras vidas. El tío se despidió de nosotros y también se esfumó en la oscuridad con un grupo de chicas.

La policía salió de sus coches y comenzó a perseguir a la gente como gatos a ratones. Al principio fuimos los seis juntos, pero era evidente que llamábamos demasiado la atención, así que, unos minutos después, cuando un coche nos cortó el paso, Aarón agarró la mano de Zoe y se alejaron de allí mientras los demás tirábamos por otro camino.

Mientras corríamos, no dejábamos de sonreír como estúpidos. Dos calles más abajo, un milagroso taxi apareció de la nada. Nos montamos entre carcajadas. Le di la dirección del piso y después me eché hacia atrás para recuperar el aire entre Emma y Selena. Fue entonces, todavía anestesiados por el alcohol, cuando Selena miró el móvil y dijo:

—Joder, Leo… —Su tono me hizo bajar dos grados de alcohol en sangre de golpe. Me recliné para mirar el móvil y encontrarme con el vídeo que habíamos subido hacía unas horas—. Treinta y cinco mil visitas, Leo. ¡En una tarde!

—Estás de coña —dije, quitándole el aparato de la mano y comprobándolo con mis propios ojos. No era mentira, no. Ahí estaba: 35.102 visitas, para ser exactos. 35.102 espectadores que en una sola tarde habían visto mi vídeo y escuchado mis palabras. Pero lo mejor de todo no era eso. Lo mejor era que, justo debajo, ponía que 2.980 personas lo habían valorado positivamente y solo 150 negativamente.

—Enhorabuena —me dijo la francesa.

Y como recompensa, me dio un beso en la mejilla.

Inconscientemente, agarré el colgante de Tonya y lo apreté entre los dedos. Por primera vez sentía que sin guión ni grandes parafernalias, había encontrado mi voz… y mis palabras.

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