Little Brother

Little Brother


Capítulo 21

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Capítulo 21

Nos dejaron solos a Barbara y a mí. Usé el duchador para enjuagarme… de pronto, me sentía avergonzado por estar cubierto de pis y vómito. Cuando terminé, vi que a Barbara le saltaban las lágrimas.

—Tus padres… —comenzó.

Sentí ganas de vomitar otra vez. Dios, mis pobres papás. Lo que debían de haber pasado.

—¿Están aquí?

—No —dijo ella—. Es complicado —agregó.

—¿Qué?

—Todavía estás bajo arresto, Marcus. Igual que todos los de aquí. No se puede irrumpir aquí y abrir las puertas de par en par. Todos tendrán que ser procesados por la justicia penal. Podrían tardar… bueno, podrían tardar meses.

—¿Tendré que quedarme aquí durante meses?

Me tomó de las manos.

—No. Creo que podremos lograr que inicien el proceso y te liberen bajo fianza bastante pronto. Pero bastante pronto es un término relativo. No espero que ocurra nada hoy mismo. Pero las cosas no serán como lo fueron con esta gente. Será un trato humanitario. Con comida de verdad. Sin interrogatorios. Con visitas de los familiares.

»Que hayan expulsado al DSI no significa que ustedes pueden salir de aquí sin más. Lo que ha ocurrido ahora es que nos hemos librado de la versión mundo bizarro del sistema de justicia que habían implantado y que lo hemos reemplazado con el viejo sistema. El sistema con jueces, con juicios públicos y abogados.

»Podemos intentar que los transfieran a un correccional juvenil en el continente pero, Marcus, esos lugares pueden ser muy duros. Muy, muy duros. Puede que este sea el mejor lugar para ustedes hasta que consigamos la fianza.

Fianza. Por supuesto. Yo era un criminal; todavía no me habían acusado, pero seguramente se les ocurrirían muchos cargos. El solo hecho de albergar pensamientos impuros contra el gobierno era prácticamente ilegal.

Barbara me apretó las manos de nuevo.

—Es desagradable, pero así tiene que ser. Lo más importante es que se terminó. El Gobernador expulsó al DSI del estado, desmanteló todos los puestos de control. El Fiscal General emitió órdenes de arresto para todos los integrantes de fuerzas de seguridad que intervinieron en los «interrogatorios bajo estrés» y en los encarcelamientos secretos. Irán a prisión, Marcus, y todo fue obra tuya.

Estaba atontado. Escuchaba las palabras, pero apenas les encontraba sentido. De alguna manera, había terminado, pero no había terminado.

—Mira —dijo ella—. Probablemente tenemos una o dos horas antes de que todo esto se calme, antes de que regresen y vuelvan a encerrarte. ¿Qué quieres hacer? ¿Caminar por la playa? ¿Comer? Esta gente tenía una sala increíble para el personal… pasamos por allí cuando entramos. Totalmente gourmet.

Por fin una pregunta que podía responder.

—Quiero encontrar a Ange. Quiero encontrar a Darryl.

Traté de usar una computadora que encontré por ahí para buscar los números de celda, pero me pedía una contraseña, de modo que nos limitamos a recorrer los pasillos, gritando sus nombres.

Detrás de las puertas de las celdas, los prisioneros nos devolvían los gritos, o lloraban, o nos rogaban que los dejáramos salir. No comprendían lo que acababa de ocurrir, no veían que los equipos SWAT del estado de California estaban arreando hacia los muelles a sus ex-guardias, ahora con esposas de plástico.

—¡Ange! —llamé por sobre el bullicio—. ¡Ange Carvelli! ¡Darryl Glover! ¡Soy Marcus!

Habíamos recorrido todo el largo del pabellón de celdas y no habían respondido. Sentí ganas de llorar. Los habían enviado al extranjero; estaban en Siria, o peor. Nunca volvería a verlos.

Me senté, me apoyé contra la pared del corredor y me cubrí la cara con las manos. Vi el rostro de Pelo Corto, vi su sonrisa de suficiencia mientras me preguntaba cuál era mi nombre de usuario. Ella había hecho esto. La enviarían a la cárcel, pero no alcanzaba. Se me ocurrió que, cuando la viera de nuevo, quizás la mataría. Se lo merecía.

—Vamos —dijo Barbara—. Vamos, Marcus. No te des por vencido. Hay más por aquí, vamos.

Tenía razón. Todas las puertas de las celdas que habíamos pasado eran cosas viejas, oxidadas, que databan de la época de la construcción original de la base. Pero al final del corredor, combada y entreabierta, había una puerta nueva, de alta seguridad, gruesa como un diccionario. De un tirón, la abrimos del todo y nos aventuramos al interior de un pasillo oscuro.

Allí había cuatro puertas más, puertas sin códigos de barras. Cada una tenía montado un pequeño teclado electrónico.

—¿Darryl? —dije—. ¿Ange?

—¿Marcus?

Era Ange, llamándome desde detrás de la puerta más alejada. Ange, mi Ange, mi ángel.

—¡Ange! —grité—. ¡Soy yo, soy yo!

—Oh, Dios, Marcus —dijo con voz ahogada, y luego sólo se escucharon sollozos.

Golpeé las demás puertas con los puños.

—¡Darryl! ¿Darryl, estás ahí?

—Aquí estoy. —La voz era muy débil y muy ronca—. Aquí estoy. Lo siento muchísimo. Por favor. Perdóname.

Sonaba… roto. Hecho pedazos. Destrozado.

—Soy yo, D —dije, apoyado contra su puerta—. Soy Marcus. Ya terminó… arrestaron a los guardias. Echaron al Departamento de Seguridad Interior. Iremos a juicio, a juicio público. Y podremos testificar contra ellos.

—Perdón —dijo—. Por favor, lo lamento mucho.

En ese momento, los policías de California se acercaron a la puerta. La cámara seguía filmando.

—¿Sra. Stratford? —dijo uno. Tenía el visor levantado y parecía un policía más, no mi salvador. Parecía alguien que venía a encerrarme.

—Capitán Sánchez —dijo ella—. Hemos localizado a dos de los prisioneros de interés. Me gustaría que los dejaran salir para examinarlos con mis propios ojos.

—Aún no tenemos los códigos de acceso de esas puertas, señora —dijo el hombre.

Barbara levantó una mano.

—Ése no fue el arreglo. Yo tengo acceso total a las instalaciones. Fue orden directa del Gobernador, señor. No nos moveremos hasta que abran estas celdas. —Su rostro estaba perfectamente relajado, sin un solo indicio de querer ceder o flexibilizarse. Hablaba en serio.

El capitán tenía cara de sueño. Hizo una mueca.

—Veré qué puedo hacer —dijo.

Consiguieron abrir las celdas una media hora después. Tuvieron que hacer tres intentos, pero al final ingresaron los códigos correctos, aparejándolos con los RFID de los distintivos identificatorios que les habían quitado a los guardias arrestados.

Primero entraron en la celda de Ange. Tenía puesta una bata de hospital, abierta en la parte de atrás, y su celda era aún más despojada que la mía: toda acolchada, sin lavabo, sin cama, sin luz. Emergió en el corredor pestañeando y la cámara de la policía la enfocó, apuntando la brillante luz a su rostro. Barbara, para protegernos, se colocó entre nosotros y la luz. Ange dio un paso tentativo fuera de la celda, arrastrando los pies un poco. Había algo en sus ojos, en su cara, que parecía no estar bien. Estaba llorando, pero no era eso.

—Me drogaron —dijo—. Porque no paraba de pedir un abogado a los gritos.

Fue entonces cuando la abracé. Ella se hundió contra mí, pero me devolvió el apretado abrazo. Olía a rancio, a sudor, pero mi olor no era mejor que el suyo. No quería soltarla nunca más.

Entonces abrieron la celda de Darryl.

Había convertido en jirones su bata de hospital. Estaba hecho un ovillo, desnudo, en el fondo de la celda, protegiéndose de la cámara y de nuestras miradas. Corrí hacia él.

—D —le susurré al oído—. D, soy yo. Marcus. Terminó. Arrestaron a los guardias. Saldremos bajo fianza; nos iremos a casa.

Tembló y cerró los ojos con fuerza.

—Perdón —murmuró, y giró la cabeza para no mirarme.

En ese momento me llevaron, un policía blindado y Barbara. Me llevaron a mi celda, echaron el cerrojo y allí pasé la noche.

No recuerdo mucho del viaje a los tribunales. Me encadenaron a otros cinco prisioneros; todos habían estado presos mucho más tiempo que yo. Uno hablaba solamente árabe; era un anciano y temblaba. Todos los demás eran jóvenes. Yo era el único blanco. Cuando estuvimos todos juntos en la cubierta del ferry, vi que el color de la piel de casi todos los prisioneros de Treasure Island era de algún tono de marrón.

Yo había estado dentro una sola noche, pero aun eso era demasiado. Caía una ligera llovizna, algo que normalmente me hace alzar los hombros y hundir la cabeza, pero ese día hice lo mismo que todos los demás: elevar la cara hacia el infinito cielo gris y deleitarme con las punzadas húmedas mientras avanzábamos a toda velocidad por la bahía, rumbo al atracadero de ferrys.

Nos llevaron a unos autobuses. Ascendimos torpemente a causa de los grilletes y tardaron mucho tiempo en acomodar a todos. A nadie le importó. Cuando no estábamos luchando por resolver el problema geométrico de seis personas, una cadena y un autobús con pasillo angosto, sólo mirábamos la ciudad que nos rodeaba, colina arriba, y a sus edificios.

Yo sólo pensaba en encontrar a Darryl y Ange, pero no se los veía. Había mucha gente y no nos permitían movernos libremente. Los policías estatales nos habían traído hasta allí con bastante gentileza, pero eran corpulentos y llevaban armas y trajes blindados. Constantemente, creía ver a Darryl entre el gentío, pero siempre era otra persona, con la misma mirada abatida, retraída, que le había visto en la celda. Darryl no era el único roto.

Ya en los tribunales, hicieron marchar a nuestro grupo, aún con grilletes, hacia las salas de entrevistas. Una abogada de la ACLU tomó nota de nuestra información y nos hizo unas preguntas —cuando llegó mi turno, me sonrió y me saludó por mi nombre— y luego nos llevó ante la presencia del juez, en el tribunal. El hombre tenía puesta una toga de verdad y parecía estar de buen humor.

La cuestión era que cualquiera que tuviese un familiar que pagara la fianza podía irse y el resto volvería a prisión. La abogada de la ACLU habló mucho con el juez, pidiéndole unas horas más para reunir a los familiares de los prisioneros y traerlos al tribunal. El juez fue muy benévolo con todo eso, pero cuando me percaté de que algunas de estas personas estaban encerradas desde la explosión del puente sin juicio previo; que sus familias las habían dado por muertas; que las habían sometido a interrogatorios, al aislamiento, a la tortura… tuve ganas de romper las cadenas con mis propias manos y liberar a todos.

Cuando me pusieron frente al juez, me miró desde arriba y se quitó las gafas. Parecía cansado. La abogada de la ACLU parecía cansada. Los alguaciles parecían cansados. Detrás de mí, escuché un repentino murmullo de conversación cuando el alguacil pronunció mi nombre. El juez golpeó el martillo una sola vez, sin dejar de mirarme. Se frotó los ojos.

—Sr. Yallow —dijo—, la fiscalía lo ha identificado como persona riesgosa para viajar en avión. Creo que con fundamento. Sin duda, usted tiene más, digamos… historia que las demás personas que hay aquí. Estoy tentado a dejarlo encerrado hasta el juicio, sin importar el monto de la fianza que sus padres estén dispuestos a pagar.

Mi abogada comenzó a decir algo, pero el juez la silenció con una mirada. Se frotó los ojos.

—¿Tiene algo que decir?

—Tuve la oportunidad de escapar —le dije—. La semana pasada. Alguien me ofreció llevarme lejos, sacarme de la ciudad, ayudarme a asumir una nueva identidad. Pero yo le robé el teléfono, escapé del camión y salí corriendo. Entregué el teléfono, que contenía evidencia sobre mi amigo Darryl Glover, a una periodista y me escondí aquí, en la ciudad.

—¿Robó un teléfono?

—Decidí que no podía fugarme. Que tenía que enfrentar a la justicia… que mi libertad no valía nada si era un prófugo, si la ciudad continuaba bajo el control del DSI. Si mis amigos seguían encerrados. Para mí, esa libertad no era tan importante como liberar a mi país.

—Pero robó un teléfono.

Asentí. —Sí. Tengo planeado devolverlo, si alguna vez encuentro a la joven en cuestión.

—Muy bien, gracias por su discurso, Sr. Yallow. Es un muchacho que sabe hablar muy bien. —Miró al fiscal echando fuego por los ojos—. Algunos dirían que también es un muchacho muy valiente. Esta mañana, en los noticieros, se vio cierto video que sugiere que usted tenía una razón legítima para evadir a las autoridades. Considerando eso, y su pequeño discurso, le concederé la fianza, pero también le pediré al fiscal que añada a la lista un cargo de delito menor por hurto… por el asunto del teléfono. Agregaré otros 50 000$ de fianza por ese hecho.

Volvió bajar el martillo y mi abogada me apretó la mano.

El juez me miró otra vez desde arriba y se reacomodó las gafas. Tenía caspa en los hombros de la toga. Dijo unas palabras más cuando sus gafas tocaron su cabello hirsuto, enrulado.

—Ya puede irse, joven. No se meta en problemas.

Me volví para marcharme y alguien se lanzó sobre mí. Era papá. Literalmente, me levantó en el aire, abrazándome tan fuerte que me crujieron las costillas. Me abrazó como yo recordaba que me abrazaba cuando era un niño pequeño, cuando me hacía girar y girar en esos juegos de avión risueños, que me provocaban náuseas y que terminaban con él arrojándome hacia arriba y atrapándome y estrechándome como lo hacía ahora, tan fuerte que casi dolía.

Un par de manos más suaves me arrebataron suavemente de sus brazos. Mamá. Por un momento, me sostuvo de las manos, a un brazo de distancia, buscando algo en mi rostro, sin decir nada, con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Sonrió, comenzó a sollozar y luego también me abrazó. Los brazos de papá nos rodearon a los dos.

Cuando nos soltamos, finalmente logré decir algo.

—¿Darryl?

—Me encontré con su padre en otro sitio. Está en el hospital.

—¿Cuándo puedo verlo?

—Es nuestro próximo destino —dijo papá. Estaba acongojado—. Darryl no puede… —Se interrumpió—. Dicen que se recuperará —agregó con la voz ahogada.

—¿Y Ange?

—Su mamá la llevó a casa. Quería esperarte aquí, pero…

Comprendí. Ahora me sentía lleno de comprensión hacia todo lo que debieron sentir las familias de todos los que habían estado encarcelados. El tribunal estaba colmado de lágrimas y abrazos que ni los alguaciles podían detener.

—Vamos a ver a Darryl —dije—. ¿Y me prestas el teléfono?

Llamé a Ange camino al hospital donde tenían a Darryl —el San Francisco General, calle abajo de donde estábamos— y quedamos en vernos después de cenar. Ange me hablaba rápidamente, en un susurro. Su mamá no estaba segura de si debía castigarla o no y Ange no quería tentar al destino.

Había dos policías estatales en el corredor de la habitación de Darryl. Contenían a una legión de periodistas que se paraban en puntas de pie para mirar y tomar fotos. Los flashes explotaron frente a nuestros ojos como luces estroboscópicas y sacudí la cabeza para despejarme. Mis padres me habían traído ropa limpia y me había cambiado en el asiento trasero del coche, pero todavía me sentía sucio, aunque me había frotado con fuerza en el baño del tribunal.

Algunos periodistas pronunciaron mi nombre. Ah, sí, cierto… ahora era famoso. Los policías también me miraron: reconocieron mi cara, o bien mi nombre cuando los periodistas me llamaron.

El padre de Darryl se reunió con nosotros en la puerta de la habitación, hablando en murmullos muy bajos para que los periodistas no escucharan. Llevaba puesta ropa de civil, los jeans y el suéter que yo normalmente lo veía usar cuando pensaba en él, pero tenía las insignias militares abrochadas en el pecho.

—Está dormido —dijo—. Despertó hace un rato y comenzó a llorar. No podía detenerse. Le dieron algo para ayudarlo a dormir.

Nos hizo entrar y allí estaba Darryl, con el cabello limpio y peinado, durmiendo con la boca abierta. Tenía algo blanco en las comisuras de la boca. Era una habitación semi privada y en la otra cama había un sujeto mayor, de aspecto árabe, de unos 40 años. Lo reconocí como el que estaba encadenado a mí cuando salimos de Treasure Island. Nos saludamos con la mano, algo avergonzados.

Después me dediqué a Darryl. Lo tomé de la mano. Tenía las uñas comidas hasta la raíz. Siempre se mordía las uñas cuando era niño, pero abandonó el hábito cuando entramos en la secundaria. Creo que Van lo convenció; le dijo que era desagradable que tuviera los dedos en la boca todo el tiempo.

Escuché que mis padres y el padre de Darryl se retiraban y cerraban las cortinas a nuestro alrededor. Puse mi cara junto a la de mi amigo, sobre la almohada. Tenía una barba despareja, desgreñada, que me recordó a Zeb.

—Eh, D —dije—. Lo lograste. Te vas a recuperar.

Roncó un poco. Casi le digo «Te amo», una frase que le había dicho a una sola persona que no pertenecía a mi familia, una frase que sonaba rara cuando se la decías a otro hombre. Al final, sólo le apreté la mano otra vez. Pobre Darryl.

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