Little Brother

Little Brother


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Barbara me citó en su oficina el fin de semana del 4 de julio. No fui el único que trabajó durante el feriado, pero sí el único cuya excusa fue que el programa de libertad diurna no lo dejaba salir de la ciudad.

Finalmente, me declararon culpable de robar el teléfono de Masha. ¿Puedes creerlo? La fiscalía negoció con mi abogada: retiraban los cargos de «terrorismo electrónico» e «incitación a la violencia» a cambio de que me declarara culpable del hurto. Me dieron tres meses de libertad diurna y me pusieron en un centro de rehabilitación para delincuentes juveniles de Mission. Dormía en ese lugar, compartiendo habitación con un puñado de criminales genuinos, pandilleros, drogones y un par que estaban locos en serio. Durante el día tenía «libertad» para salir y presentarme en mi «trabajo».

—Marcus, van a soltarla —dijo Barbara.

—¿A quién?

—A Johnstone, Carrie Johnstone —dijo—. El tribunal militar a puertas cerradas la eximió de toda culpa. El expediente está cerrado. La pondrán nuevamente en actividad. La enviarán a Irak.

Carrie Johnstone era el nombre de Pelo Corto. Lo revelaron en las audiencias preliminares del Tribunal Superior de California, pero eso fue todo lo que revelaron. No quiso declarar una palabra acerca de quiénes le daban las órdenes, de lo que ella había hecho, a quiénes habían encarcelado y por qué. Se limitó a sentarse en el tribunal, perfectamente callada, día tras día.

Los federales, mientras tanto, se pusieron a bravuconear y a gritar por el cierre «unilateral e ilegal» de las instalaciones de Treasure Island ordenado por el Gobernador y por la expulsión de los policías federales de San Francisco ordenada por el Alcalde. Muchos de esos policías acabaron en prisiones estatales, junto con los guardias de Guantánamo de la Bahía.

La Casa Blanca no hacía declaraciones; tampoco el Capitolio Estatal. Y entonces, un día, se llevó a cabo una conferencia de prensa seca, tensa, conjunta, en la escalinata de la mansión del Gobernador, donde el jefe del DSI y el Gobernador anunciaron su «acuerdo».

El DSI dispondría que un tribunal militar, a puertas cerradas, investigara los «posibles errores de criterio» en los que se había incurrido luego del ataque al Puente de la Bahía. El tribunal echaría mano de todas las herramientas a su alcance para asegurar el castigo apropiado de todos los actos criminales. A cambio, el Senado Estatal pasaría a controlar las operaciones del DSI en California, con el poder de vetar, inspeccionar o establecer nuevas prioridades en todo lo referido a las medidas de seguridad interior del estado.

El clamor de los periodistas fue ensordecedor y Barbara fue la primera en preguntar.

—Sr. Gobernador, con todo el respeto que se merece: tenemos evidencias incontrovertibles, en video, que indican que Marcus Yallow, ciudadano nativo de este estado, fue sometido a una ejecución simulada por parte de oficiales del DSI que aparentemente obedecían órdenes de la Casa Blanca. ¿El estado realmente está dispuesto a abandonar toda pretensión de justicia para sus ciudadanos frente a la tortura ilegal y brutal? —Le tembló la voz, pero no se quebró.

El Gobernador abrió los brazos.

—Los tribunales militares impondrán justicia. Si el Sr. Yallow o cualquier otra persona con motivos para incriminar al Departamento de Seguridad Interior desean más justicia, tienen derecho, por supuesto, a demandar al gobierno federal por los daños y perjuicios que correspondan.

Eso fue lo que hice. Se presentaron más de veinte mil demandas civiles contra el DSI durante la semana posterior al anuncio del Gobernador. La ACLU manejaba la mía y había presentado un petitorio para acceder a las sentencias de la corte marcial. Hasta ahora, los jueces habían simpatizado bastante con nosotros.

Pero yo no esperaba esto.

—¿La eximieron completamente?

—El comunicado de prensa no dice mucho. «Después de un minucioso examen de los acontecimientos ocurridos en San Francisco y en el centro especial de detención antiterrorista de Treasure Island, es decisión de este tribunal que los actos de la Srta. Johnston no ameritan mayores sanciones disciplinarias». Esa palabra, «mayores»… como si ya la hubieran castigado.

Resoplé. Desde mi liberación de Guantánamo de la Bahía, soñaba con Carrie Johnston casi todas las noches. Veía su rostro flotando sobre el mío… su sonrisa socarrona mientras le decía al hombre que me diera «de beber».

—Marcus… —dijo Barbara, pero yo la interrumpí.

—Está bien, está bien. Voy a filmar un video de esto. Lo publicaré el fin de semana. Los lunes son los mejores días para los videos virales. Todos volverán del fin de semana del feriado, buscando algo divertido para enviar a todos los de la escuela o la oficina.

Estaba viendo a un siquiatra dos veces por semana, como parte de mi acuerdo con el centro de rehabilitación. Una vez que superé la idea de que se trataba de una especie de castigo, me pareció bien. Me ayudaba a concentrarme en hacer cosas constructivas cuando estaba alterado, en lugar de carcomerme por dentro. Los videos ayudaban.

—Tengo que irme —dije, tragando saliva con fuerza para evitar que mi voz delatara mis emociones.

—Cuídate, Marcus —dijo Barbara.

Ange me abrazó desde atrás cuando colgué el teléfono.

—Acabo de leerlo en la red —dijo. Leía un millón de resúmenes de noticias, detectándolos con un lector de titulares que sorbía los artículos ni bien circulaban por los cables. Era nuestra blogger oficial y era buena. Recortaba las notas interesantes y las ponía en línea como un cocinero de minutas entrega pedidos de desayunos.

Me di vuelta en sus brazos para abrazarla de frente. La verdad, no habíamos trabajado mucho ese día. No me dejaban estar fuera del correccional después de la cena y ella no podía visitarme allí. Nos veíamos en la oficina, pero generalmente había mucha gente alrededor, por lo que nuestros mimos eran algo indirectos. Estar solos en la oficina todo un día era demasiada tentación. Hacía un calor bochornoso, además, lo que significaba que ambos vestíamos camisetas sin mangas y pantalones cortos: mucho contacto de piel mientras trabajábamos uno junto al otro.

—Voy a filmar un video —dije—. Quiero publicarlo hoy.

—Bien —dijo ella—. Hagámoslo.

Ange leyó el comunicado de prensa. Yo hice un pequeño monólogo y lo sincronicé con la famosa filmación de mí en la cura de agua, con la mirada de desesperación bajo la rigurosa luz de la cámara, con las lágrimas que me corrían por la cara, con el pelo enredado y con manchas de vómito.

—Este soy yo. Estoy en una cura de agua. Me están torturando con una ejecución simulada. La tortura está supervisada por una mujer llamada Carrie Johnston. Trabaja para el gobierno. Tal vez la recuerden por este video.

Pasé al video de Johnston y Kurt Rooney.

—Aquí está Johnston con el Secretario de Estado, Kurt Rooney, jefe de estrategia del Presidente.

La nación no quiere a esa ciudad. Desde su punto de vista, es una Sodoma y Gomorra de maricas y ateos que merecen pudrirse en el infierno. La única razón por la que el país se ocupa de lo que piensan en San Francisco es que tuvieron la buena fortuna de explotar por los aires gracias a unos terroristas islámicos.

—Rooney está hablando de la ciudad donde vivo. Según el último recuento, 4215 vecinos míos murieron el día que él menciona. Pero algunos de ellos pueden no haber muerto. Algunos de ellos desaparecieron en la misma prisión donde me torturaron. Algunos padres, madres, hijos y amantes, hermanos y hermanas nunca volverán a ver a sus seres queridos, porque fueron encarcelados secretamente en una prisión ilegal, aquí mismo, en la Bahía de San Francisco. Los enviaron al extranjero. Todo eso quedó registrado meticulosamente, pero Carrie Johnston tiene las claves de encriptación.

Corté a una imagen de Carrie Johnston, la filmación de ella sentada a la mesa de reuniones con Rooney, riendo.

Corté a la imagen del arresto de Johnston.

—Cuando la arrestaron, pensé que se haría justicia a favor de toda esa gente que ella quebró e hizo desaparecer. Pero intervino el Presidente —corté a una imagen fija de él, riendo y jugando al golf durante una de sus muchas vacaciones— y también su Jefe de Estrategia —y ahora se veía una foto de Rooney, estrechando la mano de un infame líder terrorista que antes había estado de nuestro lado—. La enviaron a una corte marcial a puertas cerradas y ahora ese tribunal la ha exonerado. Por algún motivo, consideraron que no había nada de malo en todo esto.

Puse un fotomontaje, cientos de fotografías de prisioneros en sus celdas, que Barbara había publicado en el sitio del Bay Guardian el día de nuestra liberación.

—Nosotros elegimos a estas personas. Nosotros les pagamos el sueldo. Se supone que tienen que estar de nuestro lado. Se supone que tienen que defender nuestras libertades. Pero estas personas —y allí una serie de fotos de Johnston y los demás que habían enviado a juicio— traicionaron nuestra confianza. Faltan cuatro meses para las elecciones. Es mucho tiempo. Suficiente para que cada uno de ustedes salga a buscar a cinco vecinos, cinco personas que hayan renunciado a votar porque su elección es «ninguno de los anteriores».

»Hablen con sus vecinos. Háganlos prometer que irán a votar. Háganlos prometer que recuperarán el país de manos de los torturadores y los matones. De los que se reían de mis amigos que yacían en sus tumbas, en el fondo del puerto. Háganlos prometer que ellos también hablarán con sus vecinos.

»Muchos de nosotros votamos por “ninguno de los anteriores”. No sirve. Hay que elegir… elegir la libertad.

»Me llamo Marcus Yallow. Me torturó mi propio país, pero todavía me gusta estar aquí. Tengo diecisiete años. Quiero crecer en un país libre. Quiero vivir en un país libre.

Fundí al logo del sitio web. Ange lo había construido con ayuda de Jolu, que nos consiguió más hosting gratuito de Pigspleen del que podríamos necesitar.

La oficina era un sitio interesante. Técnicamente, nos llamábamos Coalición de Votantes por una Norteamérica Libre, pero todos nos decían los Xnet. La organización —sin fines de lucro— había sido co-fundada por Barbara y algunos de sus amigos abogados, inmediatamente después de la liberación de Treasure Island. Los fondos provinieron del aporte de algunos millonarios de la tecnología que no podían creer que un puñado de jóvenes hackers hubieran derrotado al DSI. A veces, nos pedían que fuéramos al sur de la península, a Sand Hill Road, donde estaban los inversores de riesgo, para dar charlas sobre la tecnología Xnet. Había algo así como un trillón de nuevos emprendimientos tratando de hacer dinero en la Xnet.

Como sea, yo no tenía por qué involucrarme en eso. Me conseguí un escritorio y una oficina con escaparate en la calle Valencia, donde regalábamos discos del ParanoidXbox y hacíamos talleres para enseñar a construir mejores antenas de WiFi. Una sorprendente cantidad de gente común pasaba por allí para dejar donaciones personales, tanto de hardware (el ParanoidLinux se puede ejecutar en casi cualquier cosa, no sólo en las Xbox Universal) como de dinero en efectivo. Nos adoraban.

El gran plan era lanzar nuestro propio JRA en septiembre, justo a tiempo para las elecciones, y completar el paquete inscribiendo votantes y llevándolos a las urnas. Sólo el 42% de los norteamericanos se había presentado a los comicios en la última elección; los que no votaban eran la gran mayoría. Yo seguía intentando incorporar a Darryl y a Van en alguna de nuestras sesiones de planeamiento, pero Van insistía en que eran totalmente anti-románticas. Darryl no me hablaba mucho, aunque me enviaba largos correos sobre casi cualquier tema que no fuera Van, el terrorismo o la prisión.

Ange me apretó la mano.

—Dios, odio a esa mujer —dijo.

Asentí.

—Otra porquería más que este país le ha hecho a Irak —dije—. Si la enviaran a mi ciudad, probablemente yo también me volvería terrorista.

—Ya la enviaron a tu ciudad, y te volviste terrorista.

—Es cierto —dije.

—¿Irás a la audiencia de la Sra. Gálvez el lunes?

—Totalmente.

Había presentado a Ange y a la Sra. Gálvez unas semanas antes, cuando mi ex-profesora me invitó a cenar. El sindicato de docentes le había conseguido una audiencia con el Consejo del Distrito Escolar Unificado para defender su moción de recuperar su antiguo empleo. Decían que Fred Benson abandonaría por un rato su (anticipado) retiro para testificar contra ella. Yo estaba ansioso de verla de nuevo.

—¿Quieres comer un burrito?

—Totalmente.

—Buscaré mi salsa picante —dijo ella.

Revisé mi correo una vez más… mi cuenta de Pirate Party, donde aún entraban con cuentagotas algunos mensajes de viejos usuarios de la Xnet que aún no habían descubierto mi dirección de la Coalición de Votantes.

El último mensaje provenía de una dirección de correo desechable, creada con uno de los nuevos anonimizadores brasileros.

> La encontré, gracias. No me dijiste que estaba tan bu3n4.

—¿Quién te envió eso?

Me reí.

—Zeb —dije—. ¿Te acuerdas de Zeb? Le di el correo de Masha. Supuse que, ya que ambos están en la clandestinidad, no vendría mal presentarlos.

—¿Y él piensa que Masha es bonita?

—Dale un respiro. Es obvio que su mente está obnubilada por las circunstancias.

—¿Y la tuya?

—¿La mía?

—Sí… ¿tu mente también quedó obnubilada por las circunstancias?

Sostuve a Ange a un brazo de distancia y la miré de arriba abajo, de abajo arriba. La tomé de las mejillas y la miré a través de sus gafas de marco grueso; miré sus ojos grandes, traviesos, oblicuos. Le acaricié el cabello con los dedos.

—Ange, nunca he pensado con más claridad en toda mi vida.

Entonces ella me besó, y yo la besé, y pasó un rato antes de que saliéramos a comprar burritos.

FIN

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