Literatura

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FROZEN DEAD DOG, CZECHOSLOVAKIA

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FROZEN DEAD DOG, CZECHOSLOVAKIA

Días tristes en el cuento, y aquí también. Es como el caimán, el virus, como Aníbal Barca o Escipión el Africano, no retrocede. ¿Qué puedo hacer yo, mientras tanto? Quedarme en casa. Hablar con los que lo necesitan. Levantarles, en la medida de lo posible, el ánimo.

Tu tío abuelo Aurelio me dice que en estas casi cinco semanas que llevamos de confinamiento prefiere una llamada de teléfono a diez mil euros. En enero del año pasado fui a visitarle con la intención de que me contara cosas de tu abuelo.

Pasamos juntos una semana. El primer día me acuerdo que jugaba el Madrid. Ahí estábamos los dos, delante de la tele, presenciando una oda al tiempo perdido en forma de prórroga. Muchísimo menos habladores de lo que me habría gustado.

Le pregunté por sus cosas, por sus vértigos. Se quejaba. Se quejaba con razón, pero se quejaba. Hicieron falta un par de botellines de Ámbar para que me hablara de su tío P., que se escapó una vez del psiquiátrico de las Delicias y llegó hasta Carcastillo y desde allí se fue andando a casa diciéndole a todo el que se cruzó por el camino que no comiera huevos, que las gallinas estaban intoxicadas. Decía también que había gas. En el rodapié de las casas, en el tendido eléctrico, en las carreteras. Esto pasó hace setenta años, mucho antes del coronavirus, cuando el tal P. volvió de la guerra. Cuando le pregunto a mi tío en qué bando luchó, dice: No lo sé, los dos tiraban con balas. Me habla también de la F., la sobrina del notario, a la que le engañaba el marido. Me habla de R., el camarero del Berlanga, que me invitaba de niño a gambas con gabardina. Dice que ahora está en una residencia, que no se habla con su hijo, que no se acuerda ni de cómo se llama. Dice que su amigo S. está desahuciado. Que se pasa el día borracho y drogado, que se casó con una rusa que también se droga. Dice que en la perfumería Vícar venden ajos de siembra y queroseno. Dice que trabajó dos veranos como electricista en el balneario de Panticosa, que ahora el barrio está lleno de chinos. Que con la china de la esquina tiene mucha amistad y que una tarde le preguntó qué pasaba con ellos, con los chinos, por qué no envejecían. Porque cuando envejecen, le dijo ella, se vuelven a China. Me habla de M., que antes de comprar la pescadería fue apoderado de un torero de Calatayud al que apodaban El Tato. De la médico del ambulatorio, que según él es medio tartamuda. De J., el protésico dental, al que le gusta mucho el vino. De un vecino que es de Ateca y se ha comprado una furgoneta nueva. Me habla de tres amigas suyas que intentaron una noche convencerle para ir a ver a un adivino.

De tu abuelo, en cambio, me cuenta poco, o nada.

Que vivió medio año en Valladolid, me dice, o en Palencia, no está muy seguro. Que antes de casarse tuvo una novia en Andalucía. Una medio novia, dice. Lo mismo por eso le gustaba tanto el sur.

Me cuenta que corría mucho y que quiso ficharle un equipo de atletismo que se llamaba Amistad. Que en casa tenían un mastín del Pirineo que se había comido no sé cuántas gallinas, que tu bisabuelo le tuvo que pedir a tu abuelo que lo matara. Matar a un perro con una barra de hierro, con trece o catorce años, le parece a tu tío abuelo una cosa como otra cualquiera. Y es ahí, justo en ese momento, cuando paro de preguntar.

Ahora me arrepiento. De parar, digo. Es porque me han educado en la religión católica, es decir, en el miedo y la culpa. Hazme caso: ninguna de las dos cosas sirve de nada.

En la Fundación Van Gogh, en Arlés, vi hace dos inviernos una fotografía de Juergen Teller titulada Frozen Dead Dog, Czechoslovakia. No es bonita de contar para un niño, pero tengo que hacerlo. Imagina un cubo de basura en un callejón de la antigua Checoslovaquia, en 1990, y dentro, con el hocico mirando al cielo, un Jack Russell congelado. A la foto la acompañaba un texto que decía: «Fui en busca de mis orígenes y encontré un perro muerto congelado en un contenedor de basura».

A lo mejor es eso lo que encuentro yo, pensé, si sigo buscando.

Me despedí de mi tío, adelanté la vuelta, volví a Madrid antes de tiempo.

Hoy, al teléfono, me pregunta por ti. Le digo que estás bien, que te aburres pero que estás bien. Él también se aburre. El virus le ha pillado en casa con su hermano José Luis, que es medio mudo. Voy a sacar la baraja, dice, a ver si se quiere echar un guiñote tu tío. O voy a ver si me veo la película del oeste, a ver si hoy ganan los malos.

Dice que, cuando nos vio en la televisión y nombramos a mi padre, se acordó mucho de él y se acordó también del suyo, de su padre, de mi abuelo, que aprendió a leer con setenta años y no sabía escribir.

Una vez hicimos con tu padre una pared, dice. La hicimos en La Mora, en el campo, detrás de un olivo. Tu abuelo quería guardar por allí cosas, una perdiz, un Santo Cristo, ya no lo sé. Nos mandó hacerla y la hicimos. Ahí está.

¿La pared?, pregunto, porque a veces no le entiendo cuando habla.

Sí, sí. Ahí está. La hicimos entre los dos.

Te voy a decir la verdad, me suelta después, de repente. Ayer cogí un taxi y me fui a la librería que hay en la plaza de San Francisco a comprar el libro de tu hermano. Estaba cerrada. Dieciséis euros me costó el taxi.

No se puede salir, le digo.

Ya lo sé.

Prométeme que no vas a salir.

Quería leerlo.

Cuando pase todo esto te lo llevamos.

¿Qué?

El virus. El confinamiento. Cuando pase te compro el libro y te lo llevamos.

No contesta. Escucho, atravesando el patio interior, las sirenas de la policía. Ahora contesta. Dice:

¿Estaré yo o no?

Claro que estarás, respondo, no digas tonterías.

Pero nadie me asegura que sea verdad.

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