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Capítulo 3 Un marido de cera blanca

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Capítulo 3

Un marido de cera blanca

Desconcertada por mi repentina decisión y por la rapidez con que se sucedían los acontecimientos, yo no había abierto la boca desde que nos fuimos de los estrados montados en el patio del palacio. La dama Euphemia se apoderó de mi brazo con energía y salimos de las habitaciones de messire Finch. Había tomado las riendas de aquel asunto de manera decidida y eficaz, y yo la observaba con discreción, preparada para la discusión con ella que mi conducta no tardaría en provocar. Pero por el momento la condesa de Ross no parecía tener prisa en pedirme explicaciones, tanto la absorbían los preparativos que exigía su plan.

Durante la hora siguiente, estuvo pendiente de la puerta de la gran sala y, al mismo tiempo, de las idas y venidas de señores y comerciantes, a los que interpelaba cuando los veía pasar por los pasillos. Por las preguntas que les hizo, comprendí que preparaba mi fuga: así, negoció con un banquero una letra de cambio por el valor de los noventa marcos de mi dote; con un abogado, un contrato de matrimonio, y por boca de otros señores averiguó más cosas sobre MacNèil, el clan al que pertenecía su familia, su plaza fuerte y el nombre de su padre.

—No es bastante que te escapes del hijo de mi marido —me dijo confidencialmente—. Hemos de asegurarnos de que tu futuro esposo está en condiciones de ponerte a buen recaudo en un lugar seguro. Sabes muy bien, Lite, que no puedes volver a Dinkeual a vivir. Es allí donde irá el conde a castigarte por haberte casado sin su consentimiento. Me duele grandemente separarme de ti, pero al mismo tiempo me consuela que hayas encontrado el medio de evitar ir a Lochindorb. No es sitio para ti. ¡Ya lo creo que no! Esa fortaleza en esa isla supone una condena sin remedio.

Aquella última observación me hizo estremecer y, con el corazón desbordante de gratitud por su comprensión, oculté mi aflicción cuando me estrechó contra ella.

Las escasas informaciones que recogimos sobre el clan MacNèil vinieron de un armador que se dedicaba al transporte de mercancías diversas. Nos contó que la única familia MacNèil que conocía estaba afincada en el estrecho de Sleat, explotaba una fábrica de sal que extraía de las marismas y pertenecía al clan del mismo nombre que tenía como jefe a cierto Manas, propietario de rebaños de vacuno y de un buen castillo y que había perdido a su hijo mayor en la batalla de Otterburn. Esa última noticia complació mucho a la dama Euphemia; la batalla de Otterburn, que tuvo lugar dos años atrás en la frontera inglesa, había segado la vida de muchos escoceses reclutados en todos los rincones del país, y muchas familias se habían visto privadas de uno o varios hijos sacrificados por la causa.

—Si tu cateran pertenece a esa familia —apuntó ella—, bien podría haberse convertido en heredero de los dominios del clan, después de la muerte de su hermano... No es cosa desdeñable, Lite. Puede que hayas hecho mejor negocio de lo que parecía...

Hice una mueca al oír el posesivo que utilizó para designar a MacNèil: «tu» cateran. Mi «negocio», para emplear sus palabras, no me inspiraba ninguna simpatía, no sentía por él la menor estima y no le encontraba ningún atractivo especial. Muy al contrario, sentía cierta aversión por el hombre que había elegido salvar con el fin de escapar de los malos tratos de otro. De pronto me resultaba penoso ver a MacNèil como la persona a la que iba a unirme de por vida. Mi repugnancia debía de reflejarse aún en mi expresión cuando MacNèil salió del apartamento de messire Finch con Alasdair, porque evitó mi mirada y pareció dolorido. Sin embargo, me sorprendió su transformación: había recogido sus largos cabellos húmedos en la nuca dejando al descubierto un rostro bien rasurado de mejillas enjutas, nariz fina y recta, mentón poderoso y labios delgados, crispados por el esfuerzo. Una capa de lana echada sobre una sobrevesta de sarga de color pardo con el cuello escotado se completaba con un cinturón ancho de cuero negro y medias calzas sujetas con cintas que envolvían sus largas piernas. Calzaba un botín en el pie izquierdo, en tanto que el derecho iba encerrado en una especie de bota de caña alta y rígida que cubría la pierna hasta la rodilla. Probablemente debía de llevar dentro unas tablillas destinadas a inmovilizar el tobillo, porque MacNèil caminaba muy tieso. Sin embargo, se apoyaba en ese pie y se movía, con lentitud ciertamente, pero sin la ayuda de Alasdair.

En cuanto los vio, mi tutora se acercó a ellos y Alasdair le comunicó que, a petición de MacNèil, quería proporcionarle un arma antes de salir de Scone.

—Seguramente tendré tiempo de encontrar algo para equiparlo de momento —insistió Alasdair—. Voy a dejaros aquí con nuestros hombres; nada puede ocurriros en esta sala, y además eso dará lugar a que Lite y él puedan conocerse un poco antes de que Bur les case...

MacNèil y yo apenas tuvimos tiempo de hablar, porque un chaparrón repentino interrumpió la sesión del patio, que se vació en provecho de la gran sala, en la que nos vimos empujados a un rincón. Los miembros de la tribuna real no aparecieron, sino que fueron directamente al piso superior para el banquete con los dignatarios. Sólo el chambelán, después de localizarnos, se abrió paso hasta donde nos encontrábamos. Quería asegurarse de que seguíamos a la disposición del obispo para la celebración del matrimonio, a lo que la dama Euphemia tuvo la satisfacción de responder mostrándole el certificado que había hecho redactar a toda prisa al abogado, y dos alianzas que sacó de su bolsa.

—Estamos dispuestos, maese —dijo—. Vedlo: documento oficial, anillos, mi pupila y vuestro querido jefe cateran aquí juntos, ¡todo está listo y sólo esperamos que Su Eminencia tenga la bondad de hacer acto de presencia!

—No tiene intención de quedarse mucho tiempo a la mesa, y me ha encargado que os diga que bajará en cuanto... —empezó a decir el chambelán con aire malhumorado.

—En ese caso, ¿podría traer algunos bocados de pollo? —lo interrumpió MacNèil con descaro—. No he comido nada desde hace días, y me temo que voy a desmayarme si no le hinco el diente a alguna cosa pronto.

—Tal vez nuestro condenado querrá además un vaso de vino, debe de estar sediento... —dije yo en tono sarcástico, mirándolo a los ojos.

—Preferiría cerveza o uisge-beatha* —dijo él, sosteniendo mi mirada con ironía.

—¡Desvergonzado! ¿Dónde crees que estás, para reclamar nada? ¿En la posada? ¿En las cocinas de Lochindorb? Estás aquí bañado, vestido de pies a cabeza, con el tobillo curado, armado muy pronto, todo gracias a las bondades de la condesa de Ross, ¿y tienes el descaro de mendigar? —dije, furiosa.

Ante la vehemencia de mi intervención, mi tutora retrocedió con el chambelán, al que tomó del brazo para alejarlo. Me quedé sola, temblorosa de cólera, delante de MacNèil, que me sonreía imperturbable.

—No te enfades, Armiño —dijo en voz baja—. No pido limosna, digo tan sólo que tengo hambre. Sé muy bien que debo todo lo que tengo a tu tutora y a su hijo, y a ti te debo la vida misma que me ha dado el Creador. Ya ves, estoy arrepentido. Y si sigues lanzándome rayos con tus ojos de terciopelo azul, caeré fulminado...

Mi mano reaccionó más prontamente que mi pensamiento, y una soberana bofetada fue a caer sobre la mejilla de MacNèil, que ladeó la cabeza por la fuerza del choque. Las personas más próximas a nosotros dejaron de hablar para observarnos. Me sentí espiada. MacNèil se apoderó de mi muñeca con la misma fuerza que había exhibido en el techo de Dinkeual y arrimó tanto su cuerpo al mío que sentí su aliento en mi sien cuando replicó con una voz sorda y amenazadora:

—Basta ya. Vas a decirme lo que queréis de mí tú, la condesa o su hijo, y por qué te rebajas a casarte conmigo.

—¿De verdad me rebajo, MacNèil? Soy la hija de una sirvienta que no tenía marido. ¿Y tú? ¿Quiénes son tus padres? —le respondí, desafiante.

Me soltó enseguida y apartó la mirada. Por el silencio que siguió, adiviné que sus orígenes o su pasado lo incomodaban. Tal vez no tenía relación con el jefe del clan MacNèil, sino con otra familia peor que la del conde de Buchan... Empecé a sentirme aprensiva y acabé la conversación. Pedí a un hombre de Alasdair, que estaba cerca de nosotros, que buscara algo de comida para MacNèil y lo dejé allí para volver junto a la condesa. El chambelán se había marchado ya y ella, al ver mi cara de preocupación, se apresuró a tomarme las manos y a consolarme.

Transcurrió así otra hora larga, en una espera opresiva. Nuestro grupo localizó unos bancos libres en un ángulo de la sala, y allí nos sentamos. Yo me quedé junto a mi tutora, mientras que MacNèil quedó bajo la vigilancia de Alasdair, que había comprado para él una larga daga, y por uno de nuestros hombres que trajo pan y queso, que todos compartimos. Por su manera de engullir la comida, comprendí que el cateran estaba realmente famélico. Al observarlo, lo imaginé en las condiciones horribles de la prisión y sentí un poco de compasión por él. Decidí responder a la pregunta que me había hecho en cuanto nos fuese posible de nuevo hablar a solas. Lo cual ocurrió cuando el obispo Bur vino en nuestra busca para llevarnos a la pequeña capilla del otro extremo del palacio, donde iba a tener lugar la bendición del matrimonio. Mientras nos dirigíamos allí, me coloqué al lado de MacNèil y le dirigí la palabra en gaélico, con una voz que me esforcé porque pareciera tranquila, a pesar de mi nerviosismo.

—MacNèil —le dije—, el conde de Buchan ha decidido darme en matrimonio a su hijo para apoderarse de la dote que me había legado sir Leslie antes de morir. Mi tutora y yo no lo supimos hasta ayer, de manera que no encontramos ninguna manera de evitar esa unión aborrecible. Si en el orden de la asamblea que acaba de tener lugar, las condenas a muerte hubieran estado colocadas después de la proclamación de los matrimonios, yo no habría podido invocar la clemencia del rey y reclamarte como esposo. Irías al cadalso con tus compinches, y yo sería la prometida de Alexandre Stewart hijo, debido a una declaración real.

»Digamos que he apostado mi destino y el tuyo para desbaratar los planes del marido de la condesa de Ross —añadí, ante su silencio.

—He comprendido de sobra que la condesa y Buchan se hacen la guerra —dijo—. Pero tú podías elegir entre ocho condenados. ¿Por qué has elegido al que se encontraba físicamente en peor estado?

—Porque tú eres probablemente quien más deseos tiene de vengarse del conde. Ese hombre me repugna tanto como su hijo. Con la afrenta que acabo de hacerles me he convertido en su próximo objetivo, y mi vida valdrá muy poco si permanezco en estos parajes sin un protector. Mi tutora y su hijo no pueden seguir desempeñando ese papel. MacNèil, voy a ser sincera contigo, me caso contigo para que me defiendas y me mantengas lejos del alcance del conde de Buchan. Cuento con tu propio deseo de venganza; ésa es la razón por la que he decidido salvarte de la horca.

—Tu cálculo es bueno, Armiño. Si hay una sola cabeza que querría ver ensartada en una pica, es la del Lobo de Badenoch. De modo que en lo que respecta a la venganza, soy tu hombre. Tu dote tiene que ser apetitosa para haberle tentado, ¿a cuánto asciende?

—Escucha, MacNèil, no es un contrato de cateran lo que estamos ajustando aquí, no vas a ganar una suma de dinero por eliminar a mi perseguidor. Te he salvado la vida para que protejas la mía, y mi dote nos servirá para instalarnos en una fortaleza segura, alejada de sus territorios. Ese es el verdadero programa de nuestro matrimonio. ¿Está claro? ¿Crees que podrás cumplir tu misión?

—Creo que seré capaz de arreglármelas, Armiño. Además, sería un mal nacido si renegara de mi suerte; vale más ser un hombre casado y tener una manceba rica entre las sábanas, que seguir soltero y dormir bajo tierra con los gusanos.

—¡Cuidado, MacNèil! Nada de holganza entre nosotros dos. No me tocarás, no dormirás conmigo y nunca seré tu mujer. Óyelo bien, porque es la condición que pongo a nuestro acuerdo. Si no te comprometes en ese punto, si no me das tu palabra, no me caso contigo.

—Lo que quieres es un marido de cera blanca.* Así, cuando quieras librarte de mí podrás alegar una unión no consumada...

Sentí que enrojecía al escuchar aquella observación. El aspecto carnal del matrimonio, que había omitido hasta ese momento al preparar mi estrategia, acababa de aflorar a la superficie, y me había cogido desprevenida. Mi rechazo a MacNèil, tan violento como instintivo, me sorprendió al revelarme el fondo de repulsión que seguía sintiendo por él en mi corazón. No encontré nada que responder a su insinuación, y él no añadió nada más. Entramos los últimos en la capilla y no cruzamos una sola palabra hasta que hubo terminado la corta ceremonia.

Creo que el obispo de Moray sentía tanto afecto por mí como desprecio por el conde de Buchan. Así pues, me recibió felicitándome por la audacia de que había dado prueba ante el rey en el patio. Tuvo también palabras amables hacia mi tutora y Alasdair y nos garantizó a todos su protección. Luego se dirigió a MacNèil con altivez, gruñó un saludo e hizo seña al secretario para que procediera a la lectura del contrato de matrimonio. Así lo hizo éste arrastrando la voz y con pausas en los pasajes dejados en blanco por el abogado, en los que habían de constar precisiones sobre los futuros esposos. MacNèil dio las informaciones que faltaban en un tono seco, y el secretario fue completando de ese modo el documento.

Supe en ese momento, al mismo tiempo que mi tutora, y con alivio, que el cateran era en efecto hijo de Manas, jefe del clan MacNèil afincado en el castillo de Mallaig. Sin embargo, no era el segundo, sino el tercer hijo, y no poseía ni título ni bienes de ninguna clase. Finalmente, MacNèil reveló su nombre de bautismo: Baltair, el equivalente gaélico de «Walter», como sir Leslie, una casualidad que me pareció extraña. La lectura del contrato informó a mi futuro esposo del montante de mi dote, que quedaba colocada bajo mi propia gestión y había de servir para mi mantenimiento; mi edad y el nombre de familia de mi madre: «MacGugan.» Vi que fruncía el entrecejo al oír aquello, pero por lo demás se mantuvo impasible. Cuando pronunció su promesa de fidelidad, me sentí conmovida a mi pesar por el acento cálido de su voz. La mirada penetrante que me dirigió en el momento en que yo pronuncié la mía estaba cargada de sobreentendidos.

Tan pronto como los anillos estuvieron colocados en nuestros dedos, se bendijo rápidamente nuestra unión y mi tutora pudo organizar con el obispo nuestra marcha a Perth en el seno de su delegación. Alasdair recuperó su anillo prestado a MacNèil, pero la dama Euphemia no dejó que le devolviera el suyo.

—Hija mía, guárdalo en recuerdo mío —me dijo—. En mi corazón, como en el de sir Leslie, Dios lo tenga en su reino, eres nuestra hija y siempre seguirás siéndolo.

Al día siguiente de la coronación de Roberto III, un fuerte viento sacudía las numerosas embarcaciones ancladas en el puerto de Perth. Los mástiles oscilaban cadenciosamente y las olas chocaban contra los cascos con un ruido ensordecedor. Entre las primeras delegaciones en abandonar el burgo real se contó la del obispo de Moray y la condesa de Ross, que se embarcaron juntos al romper el día, tanto para aprovechar la marea alta como con el deseo de evitar un encuentro fastidioso con el conde de Buchan. La condesa iba abrazada a su pupila, consciente de que se separaría de ella en Inverness, donde había de desembarcar con su marido para desde allí continuar su travesía hasta Mallaig bordeando el norte de Escocia por el mar del Norte en otro barco.

MacNèil cerraba la marcha de la escolta, arrastrando una pierna. Sus ojos iban sin cesar, con disimulo, de los miembros de la delegación de la condesa a los pascantes de los muelles, que se apiñaban alrededor de los grandes cestos de mercancías. Temía la llegada imprevista de su enemigo, y estaba tenso como un arco, con todos sus sentidos en alerta. Cuando estuvo seguro de que era el último pasajero en subir a bordo, trepó y se quedó junto a la pasarela, listo para bajar de nuevo antes de que la retiraran. Alasdair Leslie le hizo una seña de entendimiento y se acercó a la proa del navío para distraer la atención de su madre y la pupila de ésta. Hasta el momento en que el navío dobló la punta de Elcho no se dio cuenta la joven de la ausencia de su marido a bordo, y se alarmó.

—El lo ha querido así —le explicó con calma Alasdair—. Prefiere vigilar de cerca a Buchan que imaginarlo a punto de aparecer a su espalda en cualquier momento. Considera que es la mejor forma de asegurar tu protección con eficacia y de llevar a cabo su venganza. Hemos acordado que uno de nuestros hombres te acompañará a Mallaig, y me ha asegurado que allí, con el contrato de matrimonio y tu dote en el bolsillo, serás recibida con los brazos abiertos por su padre Manas. Vamos, Lite, sabes muy bien que yo no habría permitido ese arreglo si hubiera creído, aunque fuera sólo por un segundo, que tu seguridad estaba amenazada...

La pupila de la condesa no dijo nada. Se dirigió con pasos rígidos hacia la popa del navío y se apoyó en la borda para contemplar el horizonte, en el que el puerto de Perth desaparecía poco a poco. Apretó contra su pecho el envoltorio de piel que contenía todos sus bienes y se preguntó si la desaparición de su marido la contrariaba o la tranquilizaba.

Desde su puesto de observación, en un recodo de una callejuela en cuesta que subía desde el puerto, MacNèil observaba el navío que se llevaba a Lite MacGugan. Estaba satisfecho por haberse librado de ella a tan poca costa. Alasdair Leslie había mordido el anzuelo con una facilidad asombrosa. El hijo de la condesa incluso había pagado de su propio bolsillo el precio de un buen caballo con sus arreos. Como su pie vendado no soportaba el estribo, había dicho a su mecenas que montaría sin silla, a pelo. Alasdair Leslie le había dedicado entonces una mirada llena de admiración y había añadido algunos marcos suplementarios para sus gastos inmediatos. Luego los dos hombres se habían separado, como cuñados en cierto modo, con la promesa de volver a verse y de ayudarse mutuamente en todo lo que estuviera en su mano. Empezó a caer una lluvia fina y MacNèil se puso en marcha. Con un salto ágil, saltó a lomos del caballo, se agarró a la crin y partió al trote. «Adiós, pequeña Armiño —pensó—. Lo siento, pero no puedo guerrear con Buchan con una fierecilla colgada de mi cintura. Y además, ¿qué utilidad puede tener para un marido su mujer si no puede follar con ella?»

El antiguo jefe cateran había convivido con su enemigo lo bastante para poder prever sus intenciones. Sabía que viajaba a caballo con su delegación, porque Buchan tenía un santo horror a los viajes por mar, de modo que MacNèil supuso que se encaminaría directamente a sus tierras al salir de Scone, para llegar a Dinkeual, donde entre tanto ya habría llegado la condesa de Ross. Aquel recorrido de más de ciento sesenta kilómetros estaba jalonado por varias fortalezas que pertenecían al conde, entre ellas la principal, en el lago de Lochindorb, que MacNèil conocía a la perfección por haber residido allí con su tropa de caterans durante los últimos años. De modo que trazó su propio itinerario de persecución en función de aquellas etapas, y tomó la dirección de Scone al salir de Perth.

Además, tenía intención de sondear con habilidad al chambelán sobre Tadéus Fair, uno de los caterans capturados con él en Elgin, al que no había vuelto a ver ni durante el proceso ni en el patio de Scone. En efecto, desde que fue encarcelado en los calabozos del sheriff de Elgin, Tadéus había desaparecido. Si, por la mayor de las casualidades, aquel compañero no estaba muerto y había conseguido escapar, MacNèil intentaría encontrarlo en su camino hacia el norte en persecución de Buchan. En la encarnizada lucha que se preparaba, un amigo a su lado sería bien recibido. A MacNèil rara vez le fallaba la intuición, y mientras galopaba a lo largo del río Tay tuvo la certeza de que volvería a ver a Tadéus Fair.

En el momento en que se disponía a alejarse del río para tomar el camino de Scone, MacNèil vio una multitud apiñada al pie de una colina. Un poco apartados se mantenían alineados cuatro jinetes inmóviles a los que reconoció de inmediato, y desvió su montura para evitar ser visto por el conde de Buchan y sus capitanes. Se adentró con la mayor discreción posible entre los árboles que bordeaban el río, agachado sobre el cogote de su caballo, y muy despacio dio la vuelta a la colina. La lluvia, que había cesado una hora antes, volvió a caer, y MacNèil esperó un momento antes de guiar a su caballo hacia el lugar de la concentración, que ahora se dispersaba. Vio alejarse el grupo de Buchan al galope en dirección a Scone, seguido por campesinos que caminaban apiñados, con las ropas empapadas. Al acercarse vio un espectáculo que le atravesó el corazón: en un gran cadalso se balanceaban sus siete compañeros desnudos y rígidos, con el cuello quebrado por la cuerda de la que colgaban; siete hombres a los que había querido como hermanos.

Una bandada de cuervos codiciosos planeaba sobre la colina y MacNèil los habría matado a todos de haber tenido un arco. Notó de pronto un gusto amargo en su saliva, y no pudo reprimir los sollozos que se le agolpaban en la garganta. Hundió el rostro en la crin de su montura y dio libre curso al dolor hasta que un sentimiento de rebeldía y de odio asaltó su ánimo y lo agitó. Entonces, para evitar volver a ver el cadalso, dio media vuelta hacia la ribera arbolada y penetró en ella.

No había dado aún una decena de pasos cuando escuchó un silbido estridente que venía de la copa de los árboles, y alzó hacia allí la cabeza, ofreciendo a la lluvia su rostro bañado en lágrimas.

—¡MacNèil, eres tú! —dijo de inmediato una voz.

Luego, con la agilidad de un gato, un hombre bajó de un pino majestuoso, sacudiendo una tras otra las ramas a medida que descendía. MacNèil apenas se sorprendió al ver aparecer a Tadéus Fair delante del morro de su caballo. El cateran, cinco años más joven que él, era más alto y robusto, con músculos más voluminosos y salientes. Una cabellera rubia enmarcaba su rostro firme, de frente amplia iluminada por grandes ojos grises. MacNèil echó pie a tierra y abrazó a su compañero con la emoción de la desesperación.

Las primeras impresiones que cruzaron los dos hombres se refirieron a los compañeros a cuya ejecución había asistido Tadéus desde su escondite en lo alto del árbol. Luego contaron cómo habían escapado los dos, MacNèil por su matrimonio y Tadéus porque se fugó de la carreta de los presos pocos kilómetros antes de llegar al burgo de Perth. Sin preocuparse de su nueva situación matrimonial, MacNèil expuso a Tadéus su plan para vengar la muerte de sus compañeros, que se limitaba a perseguir a Buchan hasta que se presentara una ocasión de pasar al ataque.

Al final de la jornada, en el camino forestal que bordeaba el río Tay en dirección norte, y a buena distancia de la delegación del conde de Buchan que se dirigía a sus tierras, los dos hombres cabalgaban apretados el uno contra el otro sobre una sola montura, con la sangre agitada por una rabia sorda.

La barcaza de quilla plana, cuyos únicos pasajeros éramos mi escolta y yo, tardó tres semanas en entrar en el estrecho de Sleat por el paso de Kyle. Se había detenido en todos los puntos de avituallamiento dispersos a lo largo de la costa del norte de Escocia, recortada por los fiordos, porque su capitán comerciaba con todo aquello que pudiera transportar en su ancho puente, ya fuera madera, lana o incluso ganado, y cargaba en un puerto mercancías que desembarcaba en el puerto siguiente, para izar a bordo otras nuevas.

Sir Bertram, a cuya guardia me había confiado Alasdair, era un hombre poco hablador. Su gran estatura y su aire de autoridad un poco gruñón habían bastado para mantener a distancia al personal de la tripulación, que me miraba con curiosidad al zarpar de Inverness pero me ignoró durante el resto de la travesía.

A bordo apenas conversé con nadie a excepción de sir Bertram y el capitán, pero en todos los lugares en los que hicimos escala pude ampliar mis conocimientos sobre los habitantes de la Escocia gaélica en la que nos internábamos.

Mis primeras informaciones me tranquilizaron en cierta medida sobre la posibilidad de que el conde de Buchan se lanzara en mi persecución: toda la costa del noroeste, hasta la isla de Yle, se hallaba situada bajo el dominio del señor de las Islas, y el conde de Buchan, antiguo justicia de las Highlands, nunca se había aventurado a pisar aquellas tierras. Por otra parte, descubrí con asombro que la familia real, incluidos el rey, la reina y los príncipes, no significaban gran cosa para las buenas gentes que habitaban la costa. Casi siempre era yo quien les informaba del nombre del nuevo soberano, y en muchos casos, también de la muerte del anterior. Para ellos sólo parecía existir la monarquía del clan MacDonald, y únicamente contaban las relaciones que mantenían con ella.

Así, mucho antes de que arribáramos a la vista del puerto de Mallaig, yo había descubierto la posición del clan MacNèil entre los gaéls:* por su notoriedad y por la situación estratégica de su plaza fuerte, gozaba de una independencia que difícilmente podían reivindicar los demás clanes de la costa y de las islas. Comprendí que los MacNèil no estaban sometidos realmente a la soberanía del señor de las Islas, ni a la de Roberto III. Eran dueños de un territorio que, al parecer, bastaba para cubrir sus necesidades desde hacía varias generaciones y que no les disputaba ninguno de sus vecinos. No sé si me gustó aquella información. Habría preferido que los MacNèil fueran súbditos del señor de las Islas, y que de ese modo yo quedara formalmente al resguardo de una reivindicación del conde de Buchan. Pero sobre todo, desde el instante en que me separé de la condesa de Ross y de Alasdair en Inverness, había esperado encontrarme con Mariota en la costa occidental, y los lazos de vasallaje entre los MacNèil y los MacDonald habrían favorecido ese deseo mío.

La bruma matinal se despejó finalmente, y desde mi puesto de observación en la proa del navío vi con claridad el castillo de Mallaig. El edificio ocupaba la plataforma superior de un montículo rocoso y se componía de un torreón macizo, cuadrado, de sillería,* que asomaba sobre una empalizada de madera de unos diez metros de altura en tres de sus lados, y colgaba en el cuarto sobre el acantilado. A sus pies, había algunas chozas esparcidas en torno a la bahía en la que se abría el puerto, y en un estrecho llano bordeado por juncos verdes de lo que debían de ser marismas pantanosas. Aquella primera imagen del lugar que había de ser mi próxima morada me decepcionó, porque el castillo no podía compararse con Dinkeual.

Aparté la vista y no pude reprimir una mueca de desilusión, que advirtió sir Bertram.

—Éste es el lugar en el que tu marido cateran te tendrá a salvo, Lite —me dijo como si hubiera leído en mi pensamiento—. No es Dinkeual, pero no le falta casi nada para estar a su nivel: una muralla defensiva de piedra con torres de centinela y un bastión, un foso tal vez, contrafuertes del lado del escarpe y un piso más en el torreón...

Sir Bertram tenía razón, hube de admitirlo. Tal como era, Mallaig tenía las hechuras de una plaza fuerte, y su situación ofrecía todo el potencial necesario para convertirla en una verdadera fortaleza. Me sentí más tranquila al pensarlo, y media hora más tarde bajé del navío con paso entusiasta. La suma que poseía como dote tal vez me permitiría financiar un proyecto de reforma del castillo de mi familia política, y me pareció que sólo dependería de mí recrear allí mi querido Dinkeual, si ése era mi deseo.

La prueba de que a los MacNèil no les preocupaba la posibilidad de ataques a su península es que ningún soldado vino a nuestro encuentro, y hubimos de dejar mi equipaje en el puerto para subir a pie el camino que llevaba al castillo. Allí tampoco encontramos ningún sistema defensivo que nos impidiera entrar en el patio interior por las puertas abiertas de par en par de la empalizada. Como no había ningún guardián, sir Bertram manifestó su contrariedad por no poder hacerse anunciar con la solemnidad adecuada a la ocasión. Sin embargo, cuando pudo declamar nuestros nombres y títulos al primer criado que encontró en el vestíbulo, despertamos un vivo interés, que se convirtió en conmoción cuando apareció la castellana unos minutos más tarde. Acudió desde la gran sala donde había ido a buscarla el sirviente. Era una mujer esbelta, vestida con mucha sobriedad y cubierta con una sencilla toca, con rasgos regulares que revelaban vivacidad y simpatía. De inmediato le encontré cierto parecido con MacNèil.

—¡Ah, mi señora! —exclamó, presurosa—. ¡Sois la esposa de Baltair! ¡Es inimaginable, prodigioso, extraordinario! Figuraos que no hemos vuelto a verlo desde que se fue de Mallaig..., hace ya más de diez años. ¿Por qué no ha venido con vos? ¿Qué le ha sucedido?

»Venid, venid y os presentaré a mi marido... ¡Ah, sí! Yo soy la dama Egidia, la castellana, vuestra suegra, querida... Entrad por aquí, vamos. Baltair habría podido escribir, advertirnos de vuestra llegada, en fin..., ha sido tan repentino, tan increíble...

Con voz entrecortada siguió calificando su alegría de «prodigiosa» y «extraordinaria» con exclamaciones continuas que no me dejaron la oportunidad de pronunciar una sola palabra de cortesía. Subimos así precipitadamente una escalera y avanzamos por una serie de pasillos del primer piso del torreón hasta la estancia que ocupaba Manas MacNèil, su esposo, jefe del clan MacNèil, padre de Baltair y mi flamante suegro.

Allí fui objeto de un recibimiento más receloso. Manas MacNèil era un hombre de estatura media, con la cabeza calva cubierta por un sombrero blando y un rostro de rasgos angulosos. Sobre su cuerpo rechoncho vestía un sencillo plaid del que emergían unas rodillas huesudas por encima de las botas de piel de cuero. No debía de sentir una gran estima o confianza por su hijo Baltair, porque, antes incluso de responder a mis saludos y a los de sir Bertram, quiso ver los documentos oficiales del matrimonio, después de declarar abiertamente que no lo creía.

Al verlo examinar el montón de papeles que había sacado de mi alforja con una mano nerviosa, sentí que mi cara se ponía de color púrpura por la indignación. En ese momento recordé la actitud cerrada de MacNèil cuando le pregunté por su familia, y deduje que debía de ser la oveja negra. Muy pronto me lo confirmó la dama Egidia, al susurrarme al oído que ella y su marido sabían desde hacía varios años que su hijo era un cateran, y que el clan lo había expulsado en razón de las fechorías que se le atribuían. Como el tono en que me habló no expresaba reprobación ni resignación, llegué a la conclusión de que el comportamiento de MacNèil no la afectaba en absoluto.

La lectura de los documentos borró las sospechas del señor Manas, cuyo rostro se animó con una gran sonrisa al leer la información sobre mí dote. Sus cejas se unieron de una forma curiosa, y se avino a observarme con ojos amistosos.

—Ruad MacGugan de Finiskaig es un vasallo mío —dijo—. ¿Estaba relacionada vuestra madre con su familia? En todo caso, tenéis su cabeza pelirroja. Me alegra que Baltair se haya acordado de las personas que están bajo nuestra protección al elegir una esposa... Pero que nos la envíe y él no aparezca, me disgusta... Sin embargo, me siento feliz al conocer a mi segunda nuera; sed bienvenida a este lugar, con o sin marido.

Tuve alguna dificultad para explicar la ausencia de MacNèil, y me atuve a la versión que había estado preparando durante el viaje: MacNèil había sido reclamado por mi tutora, que le había encargado alguna misión en el condado de Ross. Di a entender, sin insistir en ello, que su situación de cateran le había creado cierto número de enemigos, entre ellos el conde de Buchan, lo cual le había obligado a ponerme en un lugar seguro, y que su familia le había parecido el mejor posible. Evidentemente, guardé silencio sobre su condena por el incendio de la catedral de Elgin, un detalle que sus padres parecían ignorar y que tampoco aparecía en los documentos.

—¿Por qué vuestra tutora, Baltair o vos misma no nos enviasteis ningún mensaje para anunciarnos la boda y vuestra llegada, señora? Os habríamos hecho un recibimiento mejor —volvió a la carga con sensatez la dama Egidia.

Me mordí los labios, porque la pregunta señalaba de forma inequívoca lo precipitado de mi boda y dejaba en el aire dudas sobre las circunstancias que la habían rodeado. Empecé a inventarme una historia de una carta que se había perdido cuando el señor Manas propuso una versión vergonzosa que, tan pronto como fue expresada, pareció tan evidente que la adopté sin rechistar:

—No os canséis más, dama Lite —dijo con aire de estar al tanto de todo—. Probablemente Baltair os forzó y por añadidura os dejó preñada, y cuando la condesa se dio cuenta, ha tenido que arreglar las cosas a toda prisa para encontrar el medio de alejaros de su corte. No hace falta ser un gran adivino, y eso se ajusta bastante bien a los modales de salteador de mi hijo...

—Os exijo que retiréis de inmediato esas frases abyectas, señor —intervino de inmediato sir Bertram en tono ofendido y llevándose la mano al pomo de su espada.

—No, Bertram, dejadlo —dije, al tiempo que le sujetaba la muñeca—. El señor Manas lo ha adivinado. Pero —añadí volviéndome hacia la dama Egidia—, lamento mucho deciros que he perdido el niño durante la travesía, mi señora.

Aquella revelación, hecha en tono mortificado, tuvo el efecto previsto. La dama Egidia abrió la boca y puso los ojos en blanco, incrédula; su marido calló y hundió la cabeza entre los hombros, y sir Bertram se puso rojo de confusión. Yo les sonreí con desánimo y pedí que me indicaran un lugar al que poder retirarme, lo que sacudió la letargia de mis suegros. Me llevaron de inmediato a una habitación de los pisos superiores del torreón y enviaron a un criado a recoger mi equipaje con sir Bertram.

Cuando, una vez sola, me senté en la que en adelante iba a ser mi cama, me sorprendió la facilidad con que había mentido para adoptar el disfraz de mujer ultrajada, deshonroso para MacNèil. Convencida de que él no iba a perdonármelo con facilidad, deseé que no apareciera demasiado pronto por Mallaig. Y mis deseos fueron escuchados, porque pasaron dos años antes de que volviera a ver a mi marido.

Sin embargo, recibí noticias suyas con regularidad a través de la condesa de Ross, con la que mantuve una correspondencia asidua. En efecto, un mes después de la marcha de sir Bertram de vuelta a Dinkeual, recibí de ella mi baúl, en el que encontré con emoción todos mis objetos, mis vestidos, mis libros y una larga carta con la escritura elegante de su propia mano. La dama Euphemia me daba, en un orden adecuado a su mente disciplinada, noticias de sí misma, que aún no había sufrido ninguna represalia del conde de Buchan por mi actitud; noticias de Alasdair, que piafaba de impaciencia por el deseo de venir a las Islas para visitarnos a Mariota y a mí; noticias de su eminencia Bur, que había obtenido del rey fondos para restaurar la mansión de Forres destruida por los caterans; noticias de nuestro proyecto de traducción de la Biblia, que ella continuaba con la ayuda del amanuense de Dinkeual; y por fin, noticias de MacNèil, respecto del cual corría el rumor de que había vuelto a formar un grupo de caterans y se escondía en las mismas tierras del conde de Buchan.

La perspectiva de volver a ver a Alasdair me dio alas. Esperaba con ardor que me llevara con él a ver a Mariota al castillo de Finlaggan, en la isla de Yle, porque no había conseguido que el señor Manas me concediera esa salida, que le pedí desde que conseguí entablar contacto por carta con mi hermana. Aunque la negativa de mi suegro nunca fue muy firme, me pareció que sería mejor no insistir. Era un hombre de temperamento adusto, al que todos procuraban no contrariar.

Por lo demás, tuve buen cuidado de no chocar con nadie en el castillo de Mallaig. Mi familia política me trataba con una frialdad cortés, y yo sentía que pisaba terreno resbaladizo cada vez que hacía una observación. A los ojos de todos yo seguía siendo la «pupila de Ross», cortesana, instruida, admitida en el entorno de obispos y condes, y, sobre todo, rica. Les era tan imposible como a mí misma imaginarme como esposa de Baltair, el hijo renegado que había salido de sus vidas hacía más de un decenio. Todas las mujeres (la dama Egidia, que ejercía una influencia constante sobre todos los habitantes del castillo; su hija mayor Rosalind, inteligente y sensata; Maud, la hija menor, una joven de mi edad, sensible y discreta; y su nuera Morag, amable pero ceñuda) sentían por mí una secreta admiración y la expresaban tratándome en toda ocasión como una invitada de importancia.

El mejor partido que yo podía sacar de su disposición estaba en el poder que me concedía, y no tardé mucho en comprenderlo así. Jugué a hacer cumplidos a las damas de Mallaig en cada ocasión que se presentaba, y prodigué con generosidad mis consejos y opiniones cuando las pidieron. Muy pronto me convertí en su modelo y guía en materia de buenas maneras y en la forma de vestir, y mis libros fueron tema principal de las actividades y las conversaciones en la habitación de las damas.

Pero la estima que conseguí por parte de las damas de la casa no tuvo el menor eco entre los hombres, indiferentes a mis cualidades. Además del jefe, que sólo hablaba conmigo cuando era estrictamente necesario, estaba Parthalan, el heredero y caballero de la casa, un hombretón desconfiado que no tenía por las mujeres más interés que el de soltarles el manotazo cuando alguna de ellas merecía una tunda, ya fuera una de sus hermanas o una sirvienta; el cuñado Griogair, esposo de Rosalind y que no tenía atenciones sino para ella, llevaba también el título de caballero y el sobrenombre de «el Pacífico», que describía a la perfección su forma de ser; Aindreas, el impetuoso esposo de Morag y el más voluble de todos; y finalmente Aonghus, el benjamín de la familia, dotado de una mente prosaica y disciplinada, casi militar. Además de los hijos MacNèil estaba el secretario de la familia, messire Saxton, un anciano arisco que desdeñaba a la parte femenina de la creación, incluida la castellana, a la que ni siquiera saludaba, y finalmente su hijo Guilbert, un joven triste y aplicado que llevaba los libros en lugar de su padre, cuando el viejo levantaba los ojos de ellos.

En el torreón vivían pocos niños, pero tan turbulentos que parecían el doble de numerosos. Rosalind tenía una hija, y Morag, dos; y a ese trío de nietos MacNèil se unían dos varoncitos hijos de la administradora y un bastardo de once años, atribuido a Parthalan. Todo aquel pequeño mundo alborotador recorría el castillo en todas direcciones, desde las cuadras hasta el techo almenado del torreón pasando por las cocinas, empujándose unos a otros en las escaleras de caracol, y a veces rodando por ellas. Pero aparte de la mayor de Morag, despierta y coqueta, ninguno de los demás niños prestó atención a mi llegada.

En cuanto a la servidumbre del castillo, aunque muy reducida desde mi punto de vista, me manifestaba un respeto un tanto afectado y no atendía mis peticiones más que después de haber satisfecho las de las cuatro damas que me precedían en la jerarquía femenina de Mallaig. Tuve la sensatez de no protestar y seguí mostrando mi aprecio por los servicios que me dispensaban, por mínimos que fuesen.

Durante los primeros meses pasados en Mallaig, no conocí del castillo más que mi habitación y algunas estancias en las que las damas vivían más o menos encerradas. Esos apartamentos se contaban entre los más cómodos del torreón, pero a pesar de ello me parecieron rudimentarios en comparación con los de Dinkeual. En primer lugar contábamos con la habitación de las damas, situada en la fachada sur del segundo piso, larga, bien caldeada e iluminada por tres ventanas, aunque amueblada y decorada muy pobremente; luego, en el primer piso, disponíamos de un cuarto de aseo y una habitación abarrotada de baúles con dos telares que servían para confeccionar los vestidos de la familia, y otra sección caldeada por los fogones de las cocinas había sido acondicionada como sala de baños y letrina; finalmente, teníamos acceso a la gran sala de la planta baja, que compartíamos con los hombres de la casa a la hora de las comidas o con motivo de fiestas y recepciones. Esa sala de estar ocupaba las dos terceras partes de la planta cuadrangular del torreón, mientras que el otro tercio, cerrado por medio de pesadas cortinas polvorientas, era la sala de armas en la que el señor Manas impartía justicia y recibía.

A mí no me gustaba en absoluto la gran sala. La encontraba inútilmente grande y especialmente mal calentada por su único hogar. Tiritábamos en ella tanto en invierno como en verano, y los muros rezumaban humedad de forma permanente. El suelo enlosado nunca se recubría con paja y se respiraba el olor de la orina con la que un número incalculable de perros habían regado los pilares. La primera vez que entré allí, no pude evitar arrugar la nariz, y apenas había pasado una hora entre sus muros cuando decidí invertir una cantidad extraída de mi dote para reformar aquella sala enorme cuando mi posición en el seno de la familia se consolidara.

Los alrededores del castillo me resultaron muy pronto familiares gracias al gran número de salidas que hice en compañía de la castellana y su séquito. Cada una de las damas de Mallaig tenía su propia montura, y la utilizaba con mucha frecuencia a lo largo del año. La dama Egidia era una excelente amazona y exigía un paseo diario con sus hijas y sus nueras a lo largo del litoral o de las colinas que dominaban el puerto, y un día a la semana practicaba la caza con halcón en los bosques vecinos.

Me confiaron una hacanea* gris no muy joven pero dócil que monté como mis acompañantes, a horcajadas y no a mujeriegas. En cuanto a las aves de presa que se criaban en las halconeras para las necesidades de los cazadores y las cazadoras del castillo, no me asignaron ninguna en los primeros tiempos de mi estancia, por ser yo demasiado inexperta en esa clase de actividad. Pero mi interés fue creciendo, y más tarde compré un gavilán joven que pude llevar con orgullo sobre mi puño enguantado y que me dio grandes alegrías.

A diferencia de los dominios de la condesa de Ross, donde era inconcebible que las damas viajaran sin escolta masculina, las tierras de los MacNèil estaban enteramente abiertas y prácticamente sin vigilancia. La dama Egidia y su séquito circulaban por ellas con toda libertad, sin la escolta de una guardia de cualquier tipo. En raras ocasiones fuimos acompañadas por el señor Griogair o por Aonghus, el hijo preferido de mi suegra. Cada vez que eso ocurría, la presencia de aquellos hombres magníficamente armados tenía el efecto de relajarme y me permitía saborear mejor los momentos pasados fuera del recinto del castillo de Mallaig. De hecho, tardé casi un año en librarme de la sensación de inseguridad que me invadía en el momento de marchar de Perth, y a olvidar por completo la amenaza de una venganza por parte del conde de Buchan.

Lo cierto es que el aspecto de las defensas del castillo de Mallaig me preocupó desde mi llegada y siguió haciéndolo mucho tiempo después. En primer lugar, los efectivos destinados a esas tareas me parecían demasiado reducidos: la guarnición del castillo se limitaba a dos jóvenes capitanes salidos de la parentela de los MacNèil y únicamente media docena de mesnaderos* procedentes de los distintos feudos integrados en el territorio de la familia. La función de esos soldados se limitaba a acompañar al jefe y a sus hijos cuando realizaban alguna expedición, y llegó a mis oídos que se peleaban entre ellos para librarse de su turno de guardia en la empalizada, a la que habitualmente se asignaban dos hombres durante el día, y uno sólo de noche. Desde las ventanas del torreón, a menudo podía observar con preocupación la cohorte de perros gordos y babosos, demasiado bien alimentados para estar alerta, a los que parecía haber sido delegada la protección de los muros.

Por lo demás, estos últimos eran un segundo motivo de inquietud para mí; la empalizada de madera que rodeaba el torreón flanqueado por el cuerpo de guardia, la capilla, las cuadras y las demás dependencias, aunque era muy alta y bastante sólida para una construcción de esa naturaleza, no podía equipararse con una buena muralla de piedra de buena altura y tan gruesa como para incluir un camino de ronda provisto de torres de centinela y barbacanas. Cada vez que, al volver de algún paseo, contemplaba el castillo al aproximarme a él, a la visión de Mallaig se superponía la de Dinkeual, con sus gruesas fortificaciones y su imponente bastión dominando el puente levadizo. Entonces sonreía decepcionada al imaginar un ataque del conde de Buchan contra el recinto de madera que nos protegía a la familia MacNèil y a mí; lo habría atravesado con la facilidad con que los villanos entran en un molino, o bien lo habría derribado al primer asalto, como los novillos levantan entre los cuernos las gavillas de cebada.

Estaba claro que el castillo de Mallaig y los jefes MacNèil que se habían sucedido al frente del clan no habían tenido que sufrir un gran número de ataques a lo largo de su historia, porque su plaza fuerte seguía siendo una ciudadela modesta, más acogedora que disuasoria para sus enemigos. Pero ahí residía, de hecho, la clave del enigma: al parecer, los MacNèil no tenían enemigos. Fue algo que descubrí poco a poco a lo largo del invierno siguiente, al hilo de las conversaciones que ocupaban las largas veladas alrededor del hogar en la gran sala en la que los miembros de la familia se complacían en narrar las historias de las proezas pasadas. Yo me quedaba en un discreto segundo plano y escuchaba con avidez todo lo que los hombres decían de sí mismos, de los acontecimientos en los que habían participado y en los que tenían intención de emprender. Así fui haciéndome una idea bastante ajustada del clan MacNèil, de su fuerza y de la situación estratégica que ocupaba en la península de Mallaig.

En cambio, en aquella avalancha de información que recibí sobre la familia, no hubo ningún elemento que ampliara mis conocimientos sobre Baltair MacNèil. Apenas se aludía a él, y cuando ocurría, me asombraba al oír evocar a mi marido como si fuera un difunto. Nadie en el castillo parecía creer en su regreso ni desearlo, y eso a pesar de las pocas noticias que sobre él enviaba la condesa de Ross, y que yo comunicaba gustosa a la dama Egidia y a mis cuñadas.

La explicación de aquella actitud de rechazo me llegó de pronto, durante una reunión en la gran sala, una noche en la que alguien recordó la batalla de Otterburn, la participación heroica del primogénito MacNèil y su muerte. La discusión acalorada que siguió me aclaró muchas cosas respecto del otro hijo, Baltair, porque me hizo comprender hasta qué punto tenía importancia la reputación del clan a los ojos de los MacNèil. Tanto si las guerras en las que participaban eran conducidas por los partidarios de los Stewart o de los MacDonald, encumbraban todos sus intereses personales. Manas MacNèil tenía como un punto de honor respetar la palabra dada en los compromisos que consideraba necesario asumir para su clan, cuyo renombre se basaba en el de cada uno de sus miembros. Por esa razón, la menor tacha en la reputación de un MacNèil se extendía sin remedio al conjunto de todos ellos, como una manzana podrida en un cesto. Así pues, la vida de cateran de mi marido provocaba una irritación tan grande en mi familia política que le había valido ser expulsado de ella o poco menos.

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