Lincoln

Lincoln


TERCERA PARTE » Once

Página 88 de 93

O

n

c

e

Elihu B. Washburne jamás había visto al presidente tan curiosamente pasivo. Estaba reclinado en el diván del despacho, el cuello desabrochado y la corbata floja. Había perdido, calculaba Washburne, de quince a veinte kilos. El pelo y la barba renegridos estaban llenos de canas, y el sol de Virginia había dado a su piel el tono cobrizo de los indios. Se quejaba, por una vez, de su salud.

—Siento las manos y los pies como si los hubiera tenido en una nevera todo el verano.

—No estarás enfermo, ¿verdad?

—No me parece. Si lo estoy, soy un enfermo feliz. —Lincoln sonrió despreocupadamente.

—A propósito de enfermos, ¿dimitirá Seward? —Algunos días antes, el secretario de Estado había salido despedido de su coche. Tenía un hombro dislocado y las dos mandíbulas rotas y, metido en una especie de corsé metálico, estaba aún delirante gran parte del tiempo.

—No lo creo. Espero que no. Los huesos se sueldan. Pensar que él y Welles son todo lo que queda de mi famoso, e infame, gabinete de coalición. —Lincoln rió—. Parece que hubiera pasado tanto tiempo… Ahora tenemos una serie de problemas completamente nueva.

Washburne asintió.

—Los jacobinos están decididos a castigar a los rebeldes.

—Habrá que hacer chascar un poco el látigo sobre Mr. Wade y sus amigos… —Lincoln se interrumpió; luego hizo algo que no había hecho durante largo tiempo. Simplemente se alejó del tema en mitad de la frase—. ¿Cuál es la deuda actual del estado de Illinois?

Sorprendido, Washburne movió la cabeza.

—No lo sé con seguridad. Sé que es considerable, gracias a tu Ley de Mejoras Internas.

—Más bien ha sido invención del juez Douglas que mía.

—Si es que se puede creer en tu biografia de la campaña.

—En 1860 Washburne se había asombrado porque Lincoln se negaba a asumir cualquier responsabilidad pública por las deudas de su estado. Sin embargo, como líder de la legislatura, Lincoln había votado con tal descuido caminos y puentes y canales que el Estado acumuló rápidamente una deuda de quince millones de dólares, mientras los bonos del Estado se vendían a quince centavos el dólar. Normalmente, el interés de los bonos superaba la renta total del Estado.

—He observado —dijo Lincoln, mientras recogía un periódico de Springfield— que el Estado empieza ahora a pagar intereses de esos bonos; y que para 1882 estarán completamente pagados. Y mientras tanto, hemos logrado mejoras internas espectaculares.

Washburne gruñó.

—Puentes que no tienen un río debajo, caminos que no van a ninguna parte…

—Meros detalles. —Lincoln se instaló en su silla—. Ahora estoy mirando hacia delante.

—Espero que sea con más realismo que antes. Nuestro estado casi llegó a la bancarrota gracias a la acción de la legislatura.

—Lo sé. Por eso he estado estudiando el asunto. Ninguno de los que hemos favorecido esos gastos puede enorgullecerse de lo ocurrido. Sólo que quizá tengamos que hacer otra vez algo parecido. ¿Sabes?, quiero pagar a los propietarios de esclavos…

¿Todavía piensas en eso? —Washburne no lo podía creer. Como los rebeldes habían decidido resistir hasta el final, no veía ningún motivo para hacer nada por ellos.

—Sí. Me parece meramente justo. Y también será un medio rápido de llevar dinero al Sur para la reconstrucción. —Lincoln suspiró—. Y también se necesitará dinero para crear todas las colonias negras que sea posible en América Central.

Washburne movió la cabeza.

—Cuando te apoderas de una idea, ya no la sueltas, ¿no es verdad?

—No, mientras no encuentro otra mejor. ¿Puedes imaginar cómo será la vida en el Sur si los negros se quedan?

—Será dificil —dijo Washburne—. Pero no parece que quieran marcharse. Y si se van, ¿dónde encontrarás cuatro millones de blancos capaces de hacer el trabajo que hacían los esclavos?

—Mayor motivo aún —dijo Lincoln, razonablemente— para compensar a los propietarios de esclavos.

Hay apareció en la puerta.

—Está aquí Mr. Stanton, señor. Trae un mensaje para usted. Lincoln se irguió en su silla. Washburne advirtió la languidez de sus movimientos; era como un hombre que encuentra resistencia incluso en el aire.

—Es inusitado que Marte me traiga un mensaje, ahora que el mayor Eckert es nuestro Mercurio oficial.

Stanton estaba en la habitación. No saludó a nadie. Acercó una copia de telegrama a sus ojos enrojecidos y dijo:

—Llegó a las cuatro y media de la tarde. Es del general Grant. Leo: «El general Lee se ha rendido esta tarde con el ejército de Virginia bajo las condiciones que yo mismo he establecido. La correspondencia adicional adjunta incluye en su totalidad dichas condiciones». —Stanton entregó a Lincoln el telegrama. Durante un momento, todos guardaron silencio. Luego Lincoln se puso de pie y dijo, con un tono que a Washburne le pareció de asombro:

—Hemos cumplido nuestra tarea.

—Usted nos ha conducido —dijo Stanton, y estrechó la mano del presidente. Muy conmovido, Washburne hizo lo mismo. Era como si su viejo amigo hubiese dejado de existir enteramente como un ser humano, cediendo su sitio a una nueva nación, entera e indivisa, repentinamente encarnada.

Durante el resto del día y la noche una muchedumbre ocupó los terrenos de la Casa Blanca y la avenida. Todos los edificios públicos estaban iluminados, y en la nublada oscuridad brillaban las enormes transparencias. Algunas proclamaban: «U. S. Army, U. S. Navy, U. S. Grant». En la oficina de correos había una con un joven estafeta montado y la leyenda «Traigo noticias felices», en tanto que Jay Cooke & Company, con cierto exceso de autosatisfacción, anunciaban: «Tres abejas laboriosas: Balas, Bombas, Bonos», y también, «Gloria a Dios, que nos ha concedido la Victoria».

Mientras la multitud aguardaba la aparición del presidente, Tad los divertía agitando una bandera confederada capturada. Pero a su vez él fue capturado por Mr. Crook, que lo levantó de la ventana por los pantalones.

En un dormitorio del primer piso, Lincoln releía su discurso, acompañado por Hay y por Noah Brooks. Había trabajado varias horas en él. El texto le había dado mucho trabajo. Quería destacar la nota de triunfo; pero dar aún más importancia a la expresión de la forma en que se reconstruiría ahora la Unión. También deseaba ganar de mano sin demora a los vengativos jacobinos del Congreso. Aunque Noah Brooks escribía aún para un periódico de Sacramento, era de conocimiento público que tornaría el puesto de Nicolay, quien sería cónsul general en París apenas terminara de transferir la secretaría. Hay casi había decidido retornar a su hogar de Warsaw, Illinois, cuando Seward lo había hecho llamar para decirle: «Todo joven debería vivir algún tiempo en París, para mejorar su francés y fortalecer su moral, cosa que es más fácil en una capital donde el vicio no sólo está en todas partes, sino que es tan repelente que la tentación es imposible. Por lo tanto, he ascendido a Mr. Bigelow al rango de ministro (James Gordon Bennett ha declinado este honor), y le ofrezco a usted el antiguo cargo de Bigelow como secretario de la Legación. Tampoco me parece justo que se separe usted de Nicolay».

Hay había aceptado el cargo con regocijo. La idea de París hacía más tolerable la separación del Tycoon. Había pasado con Lincoln la mayor parte de su vida adulta. Hay había llegado a la Casa Blanca como un novato de ventidós años; ahora tenía veintiséis y no había nada que ignorase acerca del mundo político americano. Extrañaría al Tycoon, pero no a la mansión de las miasmas, como solía llamar a la destartalada casona infestada de ratas y termitas, recubierta de damasco y pan de oro con la vana intención de esconder su progresiva decadencia. Por otra parte, Nicolay y Hay no tenían muy buen concepto de Noah Brooks ni de los demás jóvenes que pronto los reemplazarían. En cierto momento, Hay había considerado la posibilidad de quedarse como asistente de Brooks. Brooks era diez años mayor que él, y un antiguo amigo de Illinois del Tycoon. Pero la idea de otros cuatro años con la

Gata Montés lo decidió. La vida cotidiana se había tornado dificil en la mansión de las miasmas, y era hora de partir. Hay temía por el Anciano, atrapado en una casa encantada con una mujer que se había vuelto loca, y sin otra persona con quien hablar que el obsequioso Noah Brooks.

Brooks miró la multitud por la ventana.

—Creo que ya es hora —dijo.

Lincoln asintió. Luego, con un candelabro en la izquierda y el discurso en la derecha, las gafas sobre la nariz, Lincoln se acercó a la ventana. La muchedumbre lo aclamó. Mientras la figura alta y delgada se recortaba contra el brillo de las transparencias del parque, Hay vio a Lincoln como a una especie de pararrayos humano, que absorbía el fuego del cielo para todo su pueblo.

La ovación no cesaba, observó Hay, asombrado, como solía ocurrir antes de un discurso. Se tornaba, por el contrario, cada vez más intensa, e incluso violenta. Hay tuvo otra imagen. No era aquélla una multitud tanto como un mar tormentoso, cuyas olas rompían contra la Casa Blanca. Tad, sentado en el suelo a los pies de su padre, se cubrió las orejas con las manos. El Tycoon se mantenía muy quieto ante la ventana abierta, con el rostro grave iluminado desde abajo por el candelabro que sostenía en la mano.

Por fin, tan bruscamente como se acaba una tormenta, las aclamaciones se acallaron; y Lincoln empezó a hablar. Hay sabía que ése no era el discurso adecuado para una reunión tan exuberante. Pero Lincoln había insistido en que debía explicar sin demora su punto de vista acerca de los estados recuperados.

Lincoln leyó la primera página, llena de esperadas referencias a la victoria. Luego tuvo dificultades con el candelabro; y Brooks se adelantó para sostenerlo. Cuando Lincoln terminó la primera página, la dejó caer.

—Dame otra —dijo Tad, que la recogió.

El presidente expuso luego a la multitud, y al país que había detrás, sus ideas sobre la aceptación de Louisiana en la Unión, aunque pudiera haber objeciones a algún aspecto de la forma en que se estaba organizando el gobierno del estado.

—Concediendo que el nuevo gobierno de Louisiana sólo es, en relación con lo que debería ser, como un huevo comparado con una gallina, antes tendremos la gallina si empollamos el huevo que si lo rompemos. —Así respondía a los radicales del Congreso. Dijo también que Louisiana votaría a favor de la Decimotercera Enmienda, que abolía la esclavitud. Sobre el escabroso punto del voto de los negros, Lincoln dijo—: No satisface a algunos que no se otorgue al hombre de color el derecho electoral. Yo preferiría que por ahora se concediera a los más inteligentes, y a los que sirven como soldados a nuestra causa.

John Wilkes Booth y Lewis Payne estaban debajo de un farol en el borde del Parque del Presidente.

—¡Dios mío! ¡Dejará votar a los negros! —Booth estaba horrorizado. Susurró al oído de Payne—: Tírale.

Payne movió la cabeza.

—Ahora no. Es demasiado peligroso. Y está muy lejos.

El presidente concluyó su discurso. Hubo menos aplausos que al principio. La banda tocó hasta que empezó a llover, y la multitud se dispersó.

—Pues bien —dijo Booth, mientras corría con Payne por la avenida de Pennsylvania hacia el bar de Sullivan—, no pronunciará otro discurso. Porque ahora lo liquidaré.

Sobre el Capitolio había una leyenda en inmensas letras: «Ésta es la obra del Señor, maravillosa a nuestros ojos». Booth leyó en voz alta y rió.

—El Señor puede hacer todavía nuevas maravillas, con instrumentos que todavía nadie imagina.

David Herold y Atzerodt aguardaban en el fondo del bar. David nunca había visto tan excitado a Wilkes como estaba mientras les contaba el discurso del presidente.

—Es lo que todos temíamos desde el principio: pondrá a los negros por encima de nosotros.

—¿Dónde está John Surratt? —preguntó Atzerodt.

—Se ha ido a Canadá —dijo David—. Nos ha abandonado.

—No lo necesitamos —dijo Booth—. Nosotros, solos, somos suficientes para redimir nuestra causa.

A medida que fracasaban los sucesivos intentos de secuestrar a Lincoln, Surratt había considerado más críticamente a Booth. Después de la caída de Richmond, dijo a David que no veía la utilidad del secuestro. Y cuando Booth empezó a hablar de asesinato, Surratt dijo que eso no tenía para él el menor sentido; y para evitar todo ulterior compromiso con la conspiración, se marchó a Canadá. Por lo menos, ésa era la historia que John había deseado que David creyera. Wilkes guardaba silencio al respecto.

Mientras Booth bebía coñac y otros se dedicaban a la mejor cerveza de Sullivan —quien había ido a visitar viejos amigos en Richmond—, se planeó la última batalla de la Confederación, ante una mesa baja de pino, en el salón lleno de humo.

Booth tenía en vista dos representaciones: una en el Teatro Ford, otra en el Grover.

—El servicio secreto espera que el presidente y el general Grant vayan juntos al teatro a fines de esta semana. Si es el viernes, como supongo, será a la reunión patriótica del Grover, o a la función de Laura Keene en el Ford. Estaremos preparados para las dos opciones. —Booth miró a David con sus ojos de color miel oscura—. Yo me ocuparé del presidente y del general Grant. Lewis matará, exactamente en el mismo momento, a Mr. Seward, y Atzerodt al vicepresidente, en el Kirkwood House Hotel. Con un solo golpe fulminante, descabezaremos al gobierno. Luego escaparemos a Carolina del Norte y nos uniremos a los hombres de Johnston, que todavía combaten en las sierras.

—Si llegamos —dijo Atzerodt, el menos entusiasta de todos.

—Si no, igual da. Pero creo que llegaremos. En particular si van al Teatro Ford, donde ya tengo preparados dos caballos, al cuidado de Ed Spangler. Con David cruzaremos el río y, con su conocimiento de los caminos de Maryland, pronto estaremos con nuestros amigos de Richmond, a pesar de los yanquis.

Para ese momento, David se había convencido a sí mismo de que conocía todos los caminos a Maryland. En realidad, durante los últimos seis meses, había pasado bastante tiempo en Maryland con John Surratt, y estaba razonablemente seguro de que podía llevar a Wilkes a Richmond. Estaba sorprendido de sentir tan poco temor. Pero ¿acaso no había tratado de envenenar al Viejo Abe en dos oportunidades? Por lo menos, las personas que más le importaban lo creían, y eso era casi tan bueno como si fuera verdad.

Entonces Lewis Payne, con su voz suave, propuso que bebieran a la salud del capitán.

—Es el último de los héroes de nuestra causa, y el más inmortal. —Todos bebieron.

Mientras ellos brindaban por Booth y por la inmortalidad, Abraham Lincoln soñaba con la muerte. Como siempre, dormía con sueño ligero en la pequeña habitación anexa al gran dormitorio donde Mary dormía en la vasta cama de madera labrada.

De pronto, Lincoln despertaba a causa del silencio poco habitual en la vieja casa donde los tablones jamás dejaban de crujir ni las ratas de merodear. Abría los ojos en la oscuridad. Por un instante, se preguntaba si no estaba muerto y en la tumba. Luego oía sollozos. Salía de la cama e iba a la habitación de Mary. Las luces estaban encendidas; pero ella no estaba allí. En camisa de noche, salía al pasillo. No estaban Crook ni Lamon.

—Miraba en la habitación del secretario; la cama estaba vacía.

—Bajaba y encontraba igualmente desierto el salón principal: no había criados, ujieres, mensajeros ni porteros. Finalmente, entraba en el Salón del Este, repleto de gente. En el centro había, sobre un catafalco cubierto de terciopelo negro, un cuerpo envuelto en una sábana y con el rostro cubierto.

Personas de rostro sombrío desfilaban junto al cuerpo. Algunas lloraban; otras meramente miraban, horrorizadas. Lincoln se acercó a un soldado que montaba guardia en la entrada del salón.

—¿Quién ha muerto en la Casa Blanca? —preguntó.

—El presidente —dijo el soldado, mirando a través de él, como si no fuera visible—. Lo ha matado un asesino. —Entonces una mujer gritó junto al catafalco; y Lincoln despertó en su propia cama, cubierto de sudor. ¿Qué significa esto?, se preguntó. ¿Soy yo o es otra persona? ¿Los sueños son iguales al futuro o no lo son? Permaneció largo tiempo en la oscuridad, meditando.

El viernes 14 de abril de 1865, a las once de la mañana, se reunió el gabinete. Asistía el general Grant, y Fred Seward, en representación de su padre.

—En el despacho del secretario, el capitán Lincoln estaba sentado ante el escritorio de Hay y éste ante el de Nicolay, vacante mientras el futuro cónsul general recorría el Sur en misión encomendada por el Tycoon. Robert Lincoln había colocado sobre el hogar un bello retrato de Robert E. Lee.

—Se lo mostré a padre durante el desayuno.

—¿Le gustó?

—Dijo que Lee estaba hermosamente pintado, y que él se sentía feliz de que la guerra hubiese terminado.

—Ahora tenemos una nueva guerra con los radicales, y con Ben Butler.

Desde el discurso de Lincoln acerca del regreso de Louisiana a la Unión, los radicales estaban en plena actividad. Sencillamente querían derrocar al poder ejecutivo y dictar, en el Congreso, una paz muy dura para el Sur. El infinitamente ambicioso y deshonesto Ben Butler se había aliado con el otro Ben —Wade— y también con Chandler, Stevens, Sumner y demás fariseos. Hay estaba convencido de que intentarían alguna clase de golpe de Estado contra la administración. Pero cuando habló de sus temores al Tycoon, él se echó a reír.

—Tengo a mi lado al general Grant, al general Sherman y al general Sheridan. No veo qué puede hacer contra ellos el Congreso.

Pero Lamon estaba preocupado. Hablaba de conspiraciones para matar o expulsar al presidente. Incluso Hay consideraba improbable que Ben Butler llegara al extremo de intentar un golpe militar. Pero el Congreso era capaz de toda clase de artimañas legislativas, que recibirían el apoyo del juez supremo Chase quien, según Lamon, poseía todas las características de los perros excepto la lealtad.

—¿Dónde está Lamon? —preguntó Robert.

—Ha ido en misión a Richmond. —Edward entró en el despacho—. Ya está confirmado, esta noche, Tad y sus amigos…

—Que son legión —dijo Robert.

—Irán al Teatro Grover; y el presidente, el general Grant y sus esposas, al Ford. ¿Desea ir, capitán?

—¿Laura Keene?

—En

Nuestro primo americano —dijo Hay.

—No, gracias. —Edward salió del despacho. Robert se volvió hacia Hay—. Podríamos explorar juntos las Marble Alleys de la ciudad.

—¿Por qué no? —dijo Hay.

—En la reunión de gabinete, el presidente hablaba de sueños.

—Es sorprendente con qué frecuencia se mencionan los sueños en el Viejo y en el Nuevo Testamento…

—Y en Shakespeare —agregó Welles, más familiarizado con ese autor.

Lincoln asintió, ausente. Luego se dirigió al general Grant, del otro lado de la mesa cubierta por un tapete verde.

Le pedía noticias de Sherman en Carolina del Norte porque creo que pronto nos enteraremos de una victoria importante. ¿Sabe usted?, antes de cada uno de los acontecimientos importantes de la guerra, he tenido el mismo y curioso sueño. Me encuentro en una embarcación singular, indescriptible, navegando rápidamente entre costas invisibles, y sin remos, y voy a la deriva. He tenido ese sueño antes de Sumter, Bull Run, Antietam, Gettysburg, Stone River, Vicksburg y Wilmington.

—Bueno —dijo Grant—, Stone River no fue ciertamente una victoria, gracias a Rosecrans, y nada bueno se ganó. En realidad, unos cuantos combates como ése nos hubieran llevado a la ruina.

—Podemos no estar de acuerdo —dijo Lincoln—, pero de todos modos tuve el sueño la víspera.

—En este momento —dijo Welles— el sueño no puede presagiar una victoria o una derrota, porque la guerra ha terminado.

—Aún quedan algunos rebeldes —dijo Lincoln, quien no quería abandonar la idea de una noticia militar.

—Quizá, señor —dijo Fred Seward—, tenga usted ese sueño antes de algún gran cambio o desorden, y siente usted una incertidumbre que penetra en sus sueños.

—Eso es posible —reconoció Lincoln.

Luego Stanton demostró la habitual impaciencia que sentía ante los sueños y las cosas intangibles en general. Entregó al presidente una copia de su propio plan para la reconstrucción de la Unión. También había preparado copias para los demás miembros del gabinete. Lincoln tomó el documento, lo miró y dijo:

—Éste es, por supuesto, el único gran problema al que nos debemos enfrentar, y lo antes posible. Antes de que el Congreso se reúna en diciembre. Nos quedan… nueve meses. —Sonrió—. Para dar a luz una nueva Unión.

—Algo que no podríamos hacer si Ben Wade y el Senado estuvieran en funciones —dijo Welles.

—Por eso presento esta propuesta —dijo Stanton—. Lo principal es la organización de Virginia. Una vez resueltas las cosas allí satisfactoriamente, tendremos un modelo para el resto de los estados rebeldes.

Welles no estaba de acuerdo.

—Virginia es una anomalía. Durante cierto tiempo hemos controlado algunos condados de frontera, y tenemos un gobernador pro Unión. Aunque no haya sido elegido por el resto del estado, pienso que deberíamos actuar como si así hubiera ocurrido.

Lincoln asintió.

—Los problemas empezarán, por supuesto, en diciembre. Si al Congreso no le agrada la forma en que hemos organizado esos estados, puede negarse a aceptar sus delegaciones. Yo no puedo controlar las acciones del Congreso. Pero tengo la facultad de mantener el orden en los estados, y de apoyar a sus gobernadores, y así lo haré.

—Apenas lo haga, el Congreso se volverá contra usted.

—Eso imagino. —Lincoln pensaba en voz alta—. Ciertamente, no quiero derramamiento de sangre, ahora que la guerra ha terminado. Nadie debe esperar que yo acepte que se cuelgue o mate a más hombres, ni siquiera a los peores de ellos.

—¿Ni siquiera a Jefferson Davis? —preguntó Fred Seward.

—Bueno… —Lincoln miró por la ventana, como si pudiera vislumbrar a su antiguo enemigo huyendo río abajo.

El jefe general de correos sugirió que el presidente seguramente no lamentaría que los líderes rebeldes abandonaran el país.

Lincoln asintió.

—No lo lamentaría; pero haría todo lo posible para asegurar que se marchen realmente.

—El gabinete concluyó la reunión a la una en punto. Fred Seward recordó al presidente que había llegado de Londres el sucesor de lord Lyons, quien deseaba presentar sus credenciales.

—Podría ser mañana —dijo Lincoln—. A las dos. En el Salón Azul. Pero antes quiero leer el discurso que usted me ha escrito. No conviene que les demos una mala impresión, si tropiezo en las palabras dificiles.

Luego Lincoln indicó al general Grant que lo acompañara a su despacho.

—Lamento —dijo— que no pueda venir esta noche. La prensa ha hablado mucho de que estaremos allí, juntos, y todo el mundo irá para verlo.

—Lo sé. Quiero decir, señor —Grant vaciló—, que irán para vernos a ambos, pero Mrs. Grant insiste. Debemos tomar por la tarde el tren a Baltimore. Los niños… —Grant se interrumpió.

—Comprendo. Pues bien, si no se puede hacer otra cosa… Yo sólo he dicho que iría por usted, por Mrs. Grant y por la multitud.

—¡La multitud! —exclamó bruscamente Grant—. Estoy harto de tanta exhibición. Nunca me han manoseado tanto.

—Haría mejor en acostumbrarse a eso, general.

—¿Usted cree?

—Sí, lo creo. —Lincoln le tendió la mano—. Adiós, general.

—Adiós, señor presidente. —Grant se marchó. Lincoln entró en el cuarto de baño y se lavó la cara, cuando entró Hay.

—He invitado al presidente de la Cámara para esta noche. Pero tiene otro compromiso.

—Bueno, busque a algún otro. Y pida el coche para las cinco.

—Sí, señor. Mr. Johnson está aquí.

—¿Quién? —Lincoln se secaba la cara.

—El vicepresidente, señor. ¿Lo invito a

él para esta noche? Lincoln hizo un gesto negativo; y Hay salió.

Cuando Andrew Johnson entró en el despacho, Lincoln estudiaba el memorándum de Stanton. En privado, Johnson era más callado que en público: la visión del auditorio lo estimulaba en exceso. El hecho de que Lincoln y él apenas se conocieran tornaba algo embarazosa la relación, a pesar de los mesurados intentos de franqueza de Lincoln.

—Habría debido invitarlo a la reunión de gabinete de hoy —dijo el presidente—. Estamos estudiando la reorganización de los estados del Sur, tema en que es usted una autoridad. Pero debo confesarlo —Lincoln hizo un gesto cómico—: estoy tan acostumbrado a un vicepresidente que sólo muy de tarde en tarde venía a visitarme, que ahora deben recordarme su existencia.

—Haré todo lo que pueda, señor presidente. Yo no soy amigo de los propietarios de esclavos.

—Como es bien sabido. —Era notorio el deseo de Johnson de colgarlos a todos.

—Pero —agregó Johnson cuidadosamente— no deseo hacer daño a nuestros ciudadanos de a pie.

Lincoln asintió.

Ir a la siguiente página

Report Page