Lincoln

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TERCERA PARTE » Seis

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El 2 de agosto de 1864 Seward, vestido para los trópicos con una camisa ligera que excedía en dos tallas la correcta e informes pantalones de algodón, arrugados, estaba con el presidente en el húmedo despacho de Stanton, escuchando los informes de Pennsylvania. El 30 de julio el ejército de Jubal Early había reaparecido en Chambersburg; había ocupado la ciudad y pedido por ella un rescate de doscientos mil dólares oro. Como no se le dio el dinero, incendió y arrasó Chambersburg. El mismo día, Lincoln, ignorante de lo que ocurría, fue a encontrarse con Grant en la fortaleza Monroe. Ese mismo día —enteramente desastroso— un elaborado túnel que había construido Grant bajo las fortificaciones de Petersburg voló por los aires, causando escasos daños a los rebeldes pero tres mil quinientas bajas a la Unión. Grant admitió ante Lincoln que el proyecto no había sido inteligentemente concebido. Seward sospechaba que nadie había estado bien inspirado ese infausto día. Y ahora, entre los tumultos provocados por la leva —Lincoln acababa de pedir medio millón de hombres— y el éxito de los incursores rebeldes a la vista del nuevo domo del Capitolio, la fortuna de la Unión, incluso en el sentido económico del término, había tocado fondo.

Desde un principio, Grant consideraba erróneo que Lincoln concentrara el mando total de los ejércitos en Grant, que no quería abandonar el sitio de Petersburg, cerca y al oeste de Richmond. Aunque Grant era un excelente general en el campo de batalla, no se podía esperar que comprendiera la confusión de mandos superpuestos ni la incompetencia militar de la capital, donde el Viejo Cerebro pensaba viejas ideas y Stanton actuaba como el conductor frenético de un tren sin frenos a toda marcha. No había un general capaz de lidiar con un hombre lleno de recursos como Early, que además operaba muy lejos de Grant y del grueso del ejército.

Cuando Washington estaba en peligro, Grant se había negado firmemente a acudir a la capital porque Lee habría interpretado eso como un debilitamiento del cerco de Grant. Como Halleck no tenía autoridad y Lincoln había jurado no interferir con las decisiones de Grant, Early había escapado del general Wright, a quien sólo se le había ordenado rechazarlo de Washington.

—Creo —dijo finalmente Lincoln que debemos llamar al general Grant. Debe estudiar nuestra situación y decidir lo que conviene. No podernos pedirle todo el tiempo que nos preste hombres. Es menester que tengamos aquí un ejército adecuado.

—Y también un general adecuado para mandar ese ejército —dijo Stanton—. Grant insiste en enviar a Meade.

Lincoln frunció el ceño.

—Sin duda piensa que, como Meade es totalmente impopular en el ejército del Potomac, bien podría venir a buscar más impopularidad aquí.

—Mis espías me informan —dijo Seward, con el mentón apoyado en el marco de la alta ventana situada detrás del escritorio de Stanton— de que el general Grant está ebrio desde el 27 de julio a mediodía.

Lincoln y Stanton miraron a Seward como si realmente hubiera ido demasiado lejos.

—Yo no he oído nada parecido —dijo por fin el presidente—. Y puedo asegurar que el 31 de julio estaba sobrio, aunque algo deprimido. Y por una vez, no es una broma.

—Aunque tiendo a no tenerlo en cuenta, ese rumor no cesa —dijo Stanton—. ¿Quién se lo ha dicho, gobernador?

—Yo debería saberlo, como dicen. Pero si es cierto, y creo que al menos el día 27 era cierto… Me preocupa.

—Sí —dijo Lincoln—. También a mí.

Llegó un mensajero con una comunicación de City Point, como si el espíritu de Grant —un espirituoso espíritu, a juicio de Seward— asistiera a esa conversación. El general se proponía viajar a Washington pasando por Monocacy Junction, donde se estaban reuniendo fuerzas, con cierto desorden, para atacar a Jubal Early. Mientras tanto, Grant proponía que hubiera, primero, un mando unido de todas las fuerzas de la capital y, segundo, un solo jefe que asumiera la misión de destruir a Jubal Early y limpiar el valle de Shenandoah. Grant ya había enviado a Washington al único oficial capaz de cumplir esta labor.

—El general Meade —dijo Seward, apartándose de la ventana.

—No —dijo Stanton, mirando el telegrama entre sus párpados inflamados—. El general Philip Sheridan.

—Es un niño —dijo Seward.

—No —dijo el presidente—. Es joven, que quizá sea lo que conviene. Grant dice que es nuestro mejor oficial de caballería.

—Es demasiado joven —dijo Stanton—. Debemos disuadir al general Grant.

—O permitir que nos persuada.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Seward.

Stanton volvió las páginas de un cuaderno hasta que encontró el nombre.

—Treinta y tres años, dice aquí, pero…

—La edad de Nuestro Señor. —Lincoln miró piadosamente a Seward, quien se santiguó como el arzobispo Hughes—. El único problema, me parece, es su escasa estatura. Sheridan es treinta centímetros más bajo que yo, y parece un chico flaco que se ha puesto una barba postiza.

—En el Mercado Central, un joven —que no llevaba una barba pegada, pero que quizá lo habría hecho para disfrazarse, a tal punto estaba inquieto— escuchaba, entre los cadáveres de un regimiento de pollos, la descripción de Mr. Henderson del próximo atentado contra la vida del presidente. Desde la supuesta casi muerte de Lincoln por envenenamiento, David se veía tratado con nuevo respeto en el bar de Sullivan y en todas partes. El hecho de que la tentativa fallara no desalentaba a los sureños. Después de todo, un hombre sólo podía hacer lo posible. El curonel mismo había felicitado a David por medio de Sullivan. Y Sullivan había recibido algunas cartas crípticas y sin firma para David. Algunas llevaban el sello de correos de Canadá. Wilkes Booth no se había olvidado de él.

Con gran destreza, Henderson limpiaba un pollo.

—Ahora el plan es disparar contra él a la primera oportunidad.

—Pero ¿para qué molestarse si de todos modos perderá las elecciones? —David sentía creciente afecto por ese hombre al que estaba convencido de haber casi envenenado.

—El coronel dice que es muy astuto. Aún podría ganar. Pero muerto, no podrá ganar. Tenemos un arreglo con McClellan, ¿sabes?

—Lo sabía —dijo David, cuya principal fuente de información era lo que oía decir. Cuando parecía que el viejo Jubal Early estaba a punto de tomar la ciudad, David había recibido la orden de unirse a un grupo de jóvenes en Lookout Point; en el preciso momento en que Jubal entrara en la ciudad, ellos debían Cargar contra la estacada que encerraba a los prisioneros. Pero Early no había logrado pasar del fuerte Stevens; y diecisiete mil soldados confederados estaban todavía enjaulados como… gallinas, pensó David, escuchando atentamente el cloqueo apenas audible de Mr. Henderson mientras las amas de casa se amontonaban alrededor de los Henderson, toqueteaban las aves y se quejaban del precio. David miró su reloj. Era su mañana de reparto de medicinas. Debía volver a la farmacia a mediodía.

—Ahora no podemos dejar nada librado al azar, dice el coronel. Las cosas marchan mal para nosotros. Casi no nos quedan hombres, y los yanquis ya no hacen canjes de prisioneros. Contábamos con eso. —Mr. Henderson miró el hígado de pollo que tenía en la mano como si fuera una joya de gran valor.

—Y entonces, ¿por qué no secuestramos al Viejo Abe y pedimos rescate? —A David siempre le había intrigado esa posibilidad. De todos los planes hipotéticos, éste era el que le parecía más sensato y apropiado. Los yanquis darían una buena cantidad de soldados confederados a cambio del Viejo Abe.

—El coronel piensa que Seward no haría un canje por Lincoln. Le parece inútil. Y en Richmond dicen que eso no agradaría a los extranjeros, y que necesitamos que los ingleses sigan ayudándonos con barcos. No sé. Pero lo mataremos pronto. Lo que quiero saber es cómo son ahora sus movimientos.

—Bueno, ha vuelto a tomar Masa Azul —dijo David, aunque Mr. Henderson no demostró percibir la broma—. Está casi todas las noches en el Hogar del Soldado. Mrs. Lincoln, los hijos y la negra están fuera de la ciudad, como Johnny Hay. El Viejo Abe está solo la mayor parte del tiempo. Sale a caballo o en coche del Hogar del Soldado a la salida del sol y vuelve de noche. Pero ahora siempre va rodeado de tropas.

—¿Y Mr. Lamon?

—Muchas veces lo acompaña. Pero no siempre. —Como Lamon era el jefe de policía de Washington, Mr. Henderson lo miraba con más temor y respeto que a ningún presidente. En estos últimos días, cuando el Viejo Abe se queda por la noche en el Departamento de Guerra, vuelve sin Lamon. Es hombre de cuidado, ¿verdad? Lamon, con todos esos revólveres…

Mr. Henderson asintió. Se limpió las manos con un trapo ensangrentado.

—Vigila bien durante los próximos días. Si descubres que el Viejo Abe volverá tarde una noche, o te enteras de que Mr. Lamon no estará con él, o de cualquier otro dato útil, avisa a Sullivan, que nos lo dirá.

David pensó que eso estropearía sus noches. Poco antes había conocido a una muchacha que hacía los paquetes de la librería Shillington. Era huérfana y vivía con su tía, de modo que era tan libre como el aire, e igualmente ligera. No tenía inconveniente en que él la llevara a cenar a sitios respetables, donde ella comía mucho y hablaba despectivamente de las muchachas que salían con soldados yanquis o iban a sitios donde había borrachos. David tenía la esperanza de invitarla a la habitación trasera de la señora de los jamones, donde dormía, pagando en dinero y no en especie. Pero ahora tendría que acechar noche tras noche la Casa Blanca y el Departamento de Guerra, hasta que elViejo Abe decidiera irse a dormir, lo que, algunas veces, no hacía. Cuando había una batalla, solía pasar la noche en el Departamento de Guerra.

Mr. Henderson, como si comprendiera sus problemas y se compadeciera de él, dijo:

—En el establo de la Casa Blanca trabaja un joven llamado Walter. Él fue quien, por error, provocó aquella caída de Mrs. Lincoln. Le dirás que me conoces. Y le pedirás que te diga cuándo debe tener preparado un coche, o mejor aún un caballo, por la noche, tarde. Eso nos servirá de aviso.

—Así era mucho mejor.

—Me parece que puedo vigilar a Lamon desde la farmacia: Se ve a todos los que entran y salen de la Casa Blanca. Pero ¿qué importa Lamon? No podría detener una bala, ¿verdad?

Mr. Henderson estranguló una gallina vieja con tal velocidad que el animal no tuvo ni un instante de angustia premonitoria.

—Lamon es cuidadoso. El Viejo Abe no lo es. Lamon se ocupa siempre de que el Viejo Abe esté rodeado por una muralla de tropas, lo que hace dificil acertarle. Cuando está solo, el Viejo Abe no se cuida.

David estaba de acuerdo. Así era. Una vez el presidente había entrado, solo, en la farmacia. Mr. Thompson estaba muy emocionado. ¿Qué podía hacer por Su Excelencia? Pero elViejo Abe se había limitado a decir: «Nada, Mr. Thompson. Sólo he entrado porque me gusta el olor».

Ahora Mr. Henderson desplumaba la gallina tan rápidamente que una nube de plumas ocultaba sus manos y el ave.

—También tratamos de ajustarle las cuentas al general Grant cuando estuvo aquí la semana pasada. Pero no pudimos acercarnos.

—Lo vi —dijo David—. Parecía que había bebido. Llegó al galope tendido con ese tipo bajito, Sheridan, a su lado. —A David le había impresionado la juventud de Sheridan. Pero por joven y valiente que fuera, Sheridan no podía competir con el viejo Jubal Early, el primer héroe confederado desde la muerte de «Stonewall» Jackson.

—Pusimos una bomba en el cuartel general de City Point. Estalló el mismo día que regresó desde aquí. —Casi con ternura, Henderson depositó a la gallina sobre la blanca mesa de mármol—. Si hubiera entrado cinco minutos antes… —Mr. Henderson movió la cabeza. Cualquiera que los observara, pensó David, creería que Mr. Henderson rezaba una plegaria por el alma de la gallina muerta.

En el bar de Sullivan, una cantidad de bebedores de media mañana recibió a David. Él quería hablar con Mr. Sullivan para establecer una forma rápida de transmitirle información; pero el irlandés no estaba y el camarero no sabía cuándo volvería.

David estaba al lado de un jinete nocturno; ambos tenían un pie apoyado en la barra de bronce. El jinete dio a David un trozo de tabaco de mascar, que David masticó. Cuando tuvo la boca llena de saliva cargada de nicotina, escupió hacia la escupidera más próxima, a un metro de distancia, e hizo un blanco perfecto.

—Buen disparo —dijo una suave voz sureña con un dejo irlandés. David dio la vuelta y vio a un joven andrajoso de los que abundaban en la ciudad. Un trozo de cuerda sostenía los pantalones, desteñidos pero del inconfundible gris confederado.

—¿Has prestado el juramento? —preguntó David. Esa temporada, era el saludo cortés de rigor en el Sullivan’s Saloon.

—Los yanquis me capturaron y me encerraron. Yo me dije, bueno, de todos modos soy irlandés, así que juré. Mr. Sullivan ha sido muy bueno conmigo.

Aunque el jinete nocturno no pensaba mostrarse amable con un soldado confederado que había renunciado a la sagrada causa, David no pudo dejar de pensar que, si no hubiera sido porque el azar le había dado su trabajo en la farmacia Thompson, él podría ser ahora un joven como él, que buscaba empleo y vivía de lo que le daban. David lo invitó a beber cerveza; se llamaba Pete Doyle. Hablaron un poco de la guerra, pero Pete había perdido todo interés que hubiese podido tener en ella.

—Estoy buscando trabajo —dijo—. He estado en la compañía de tranvías de caballos. Dicen que pronto tendrán algo. Pero no sé. Hay tantos como yo en la ciudad… —Echó atrás su abundante pelo rubio rojizo. Si Pete no hubiera olido tan mal, David lo habría invitado a casa de la mujer de los jamones.

Pero en ese momento apareció en el bar una figura alta y desgarbada. Los clientes de Sullivan lo conocían bien, y habían pensado que era un espía de Pinkerton hasta que Sullivan dijo que no: a pesar del acento yanqui y las maneras excéntricas, era William de la Touche Clancey, editor de un pequeño periódico confederado en NuevaYork, que había eludido allí la persecución militar. David lo había visto varias veces en el bar. Sullivan lo toleraba, pero había advertido a David que se mantuviera a prudente distancia de él; si no, «te asediará como si fueras una gloriosa muchacha recién venida de Cork». Y en efecto, una cantidad de jóvenes sin un centavo habían sido asediados de ese modo, y algunos con éxito. Uno de ellos aún usaba ungüento de copavia y se quejaba de que Clancey le había contagiado la enfermedad. Sullivan no lo compadecía: él había puesto lealmente sobre aviso a todo el mundo, o sea que la culpa era del chico.

—Hola, David mío —silbó Clancey, que conocía los nombres de todos los habituales.

—Cuidado, Pete —susurró David.

Pero Pete se limitó a sonreír cuando Clancey le pasó el largo brazo esquelético por el hombro y pidió cerveza para su nuevo amigo Pete. El jinete nocturno se alejó con disgusto.

—Es maravilloso conocer a alguien que ha pasado indemne por el fuego de una guerra justa. —Clancey, que había abandonado toda esperanza con David, miró el rostro inocente de Pete, donde no crecía aún verdaderamente la barba.

—No vi mucho fuego antes de que me capturaran y prestara el juramento.

—¡Y eres modesto! Es mi virtud favorita después del amor a la patria. —Llegó la cerveza—. Bebamos —dijo Clancey, con los ojos fijos en su tierna presa— por la muerte de Lincoln y por la victoria inevitable. —David bebió también, y como era ya más de las doce, salió del bar. A Mr. Thompson no le gustaba que le hicieran esperar.

Tampoco al senador Sumner. Había enviado un mensaje a Nicolay: ¿podía ver de inmediato al presidente? Sumner estaba dispuesto a encontrarse con Lincoln en cualquier parte, excepto en la Casa Blanca, donde los periodistas podrían verlos juntos. Con cierta malicia, Lincoln sugirió que el sitio más conveniente era la Old Club House del gobernador Seward. El senador aceptó, siempre que el encuentro fuera en privado. Cuando Lincoln preguntó a Seward si podía usar su casa, Seward se había divertido mucho.

—Me quedaré en mi escritorio, peleando contra el emperador Maximiliano y sus artimañas, mientras ustedes dos conspiran con Pericles como único testigo.

Lincoln asintió, mientras tornaba el huevo duro solitario que había en mitad del gran plato blasonado, en su escritorio. Era la comida que había pedido. Seward sospechaba que Lincoln dejaría enteramente de comer si no fuera por Mrs. Lincoln. Cuando ella estaba ausente, como ahora, él no intentaba disimular su absoluto desinterés por la comida. Su único vicio era el agua. Durante el día, hacía varias visitas a la fuentecilla del pasillo, y bebía vaso tras vaso como si fuera el vino más exquisito.

—Mr. Sumner probablemente tratará de competir con Pendes —dijo Lincoln mientras terminaba, con un esfuerzo, el huevo.

—¿Cree que mencionará la bien conocida reunión secreta de Nueva York?

—Creo que no hablará de otra cosa. —Lincoln se sirvió otro vaso de agua de la brillante jarra de cristal de Waterford. Seward se preguntó si el presidente tenía alguna idea de la cantidad de dinero, público y privado, que estaba gastando su mujer. Los periódicos seguían cuidadosamente la huella de sus visitas a las tiendas de Nueva York y Filadelfia. Pero Lincoln no leía esas cosas. La prensa comentaba ampliamente esos días que Lincoln, mientras miraba los muertos en un campo de batalla, había pedido a Lamon que le cantara canciones obscenas. La historia era particularmente repugnante; y por esto muchos la creían. Lincoln no quiso leer ninguna versión y mucho menos responder. «En política», le había dicho a Seward, cuando se habló del tema, «como usted sabe, el buey suelto bien se lame. Y la prensa es libre de fantasear a su antojo. Ahora bien; o yo he conseguido mostrar claramente una personalidad que hace de esto una mentira, o no lo he conseguido. Si no lo he conseguido, éste es el fin».

El fin parecía acercarse, pensó Seward, mientras miraba cómo Lincoln se secaba los labios con una servilleta. Por primera vez en varios meses, bueno, horas, Seward se preguntaba qué habría ocurrido si él, y no Lincoln, hubiera sido elegido en 1860. Sin duda, la guerra ya habría terminado, a causa, aunque sólo fuera ésa, de la astucia superior de Seward. Él habría seducido al Sur a retornar a una Unión más voluptuosa, aunque no perfecta. No podía imaginar a qué precio. Ciertamente, si hubiera tenido que soportar lo que Lincoln soportaba, quizás habría dimitido y regresado a Auburn. Había momentos en que Lincoln le parecía una sustancia que ardía de modo rápido y brillante y que, una vez encendida, no se apagaba hasta extinguirse enteramente, dentro de los límites temporales de su peculiar naturaleza.

—¿Publicará Horace Greeley la correspondencia entre usted y él?

Lincoln movió la cabeza.

—He insistido en que se supriman algunos pasajes. Le he dicho que si da una imagen demasiado sombría de nuestra posición, por no hablar de la posición de los demócratas, tan sólo ayudará a los rebeldes. Ha dado un paso atrás. Y no creo que quiera publicarla. Esas cartas demuestran, más que nunca, que es un tonto. Hay me escribe que la reunión de Niágara fue una comedia. Los supuestos negociadores no tenían autoridad, y Mr. Davis no está dispuesto a aceptar ninguna clase de condiciones. Como de costumbre, Greeley ha hecho perder inútilmente el tiempo a todo el mundo.

—Estuvo la semana pasada en la reunión secreta. —Lincoln sonrió.

—¿Sabe usted quién entraba cuando Johnny Hay salía del despacho de Greeley en el

Tribune?

—¿Chase?

—Tiene usted buena premonición, gobernador. Pero no le doy importancia ahora que Mr. Taney está en su lecho de muerte, aunque respirando interminablemente, desde luego.

—Pues bien, yo no quisiera ser como Casandra (Mr. Blair siempre logra despertar al amante del clasicismo que hay en mí), pero, si usted me perdona, creo que ha caído en una trampa. Yo no creo que Greeley tuviera verdaderamente interés en esos dos rebeldes de Niágara. Yo creo que intentaba hacer que se revelara usted como un abolicionista, y que lo ha conseguido. Le ha obligado a afirmar, más claramente que nunca, que si el Sur no abandona la esclavitud, la guerra continuará. Como consecuencia, ha habido tumultos en Nueva York. El arzobispo Hughes se está mesando los cabellos o, para ser exactos, la mitra, y mis electores irlandeses dicen que jamás pelearán por la libertad de un negro.

—De todos modos, han peleado bastante poco. —La mandíbula de Lincoln se endureció—. De todas nuestras tropas, son las más indisciplinadas y cobardes. Lo único que quieren es una paz inmediata y mal planteada, con IcClellan. —Lincoln apartó su silla de la mesa—. Supongo que tiene usted razón acerca de Greeley; sin duda, quería que yo me descubriera. Pero ya me he descubierto con la proclama de reconstrucción, el último mensaje al Congreso y la respuesta a Wade.

—Nunca había dicho antes que si el Sur se acercaba a usted y le decía «abandonaremos las armas y volveremos a la Unión», no le permitiría hacerlo si no liberaba antes a los esclavos.

—Si el Sur vuelve a la Unión, sus esclavos ya son libres. Yo los he liberado.

—Por necesidad militar. Y esa necesidad habría desaparecido.

—Desde luego, habría que reunir una convención o algo parecido si regresaran como usted dice. Y yo siempre he estado a favor de compensar a los propietarios de esclavos. Todo el mundo lo sabe.

—Yo comprendo lo que usted quiere decir. ¿Pero lo comprenderán los feligreses del arzobispo? Greeley lo ha situado entre los abolicionistas, y eso le costará muy caro.

Lincoln sonrió apenas.

—Estoy muy acostumbrado a esas tretas, gobernador. —Lincoln apartó el plato—. Yo he admirado siempre a Greeley. Él me ayudó a llegar aquí, lo que quizá no favorezca la alegría general ni, para el caso, la mía propia. Pero ahora es como un zapato viejo e inservible. Cuando yo era joven, en el Oeste no había buenos zapateros; entonces, cuando un zapato estaba muy usado el cuero se pudría y se rompían las costuras y había que tirarlo. Pues bien, Greeley está tan podrido que no se puede hacer nada con él. No sirve; tiene todas las costuras rotas.

En el estudio de Seward, Sumner, inmaculado, aguardaba junto al hogar lleno de flores. La ubicua guardia saludó al presidente en el vestíbulo, mientras entraba solo en el estudio.

—Me parece extraño verlo aquí, Mr. Sumner, en terreno enemigo, y no en casa de Mrs. Lincoln. —Lincoln mostraba amabilidad; Sumner, reserva.

—Señor, nada me entristece tanto como verlo aquí, ahora.

—Bueno, el gobernador Seward es a veces un hombre profano, y la templanza no es para él un deleite; pero usted sabe que no es el diablo.

—No quería decir eso, señor. De ningún modo. —Sumner alisó la chaqueta celeste; los botones de plata brillaban a la luz del verano como flamantes monedas. Lincoln llevaba, como siempre, el pelo revuelto—. A propósito, he recibido unas líneas encantadoras de Mrs. Lincoln, desde Saratoga Springs. Posee una consumada gracia epistolar, es una perfecta dama. Debo confesarle que acudo con todo gusto a su salón, y no por mera obligación.

—Esperamos verlo mucho más durante los próximos cuatro años, en que, según pienso, los asuntos exteriores, su especialidad, nos ocuparán más que los internos. —Lincoln era fríamente provocativo.

—Oh, señor, ahí está el asunto. —Sumner estaba frente a Pericles. Un bucle de pelo rubio canoso caía sobre la sien igualmente marmórea de Sumner. Parecía tan histórico como Pericles, y esto no era extraño: una vez había declarado que, incluso a solas, en la intimidad de su propia casa, no adoptaba una sola pose que no pudiera mostrar ante la nación en el Senado.

—Tarde o temprano habrá que ocuparse de los franceses en México. Naturalmente, seguiré, como siempre, el criterio de su comisión de asuntos exteriores. Y también está el problema de España…

—¡Derrota! —Sumner pronunció cada sílaba como si fuera en sí una terrible palabra capaz de abrir el cielo y atraer un rayo que los fulminara.

—Lincoln se había instalado en el sillón de Seward.

—¿Se refiere usted a la elección de ayer en Kentucky?

—No, señor: a la de nuestro partido y nuestra causa en el próximo mes de noviembre.

—Admito que las cosas no van precisamente bien…

—Y menos en lo que concierne a nuestra causa. Señor, no se trata sólo de política. Si fuera eso únicamente… —Sumner trazó con la mano una línea horizontal para expresar su desdén Por toda pequeñez humana—. Pero hay algo más grande. La moral y la justicia de nuestra causa. Para muchos de nosotros, la liberación de los esclavos ha sido la obra de toda la vida. Ahora esa obra podría perderse, si no para siempre, al menos por una generación, porque McClellan hará la paz a cualquier precio, y ya sabernos cuál es ese precio. La libertad para el negro, la dignidad humana para el negro… —La famosa voz del orador resonaba en el pequeño estudio.

Lincoln interrumpió antes de que esa voz se sustrajera a todo control.

—Un momento, Mr. Sumner, no salte por la borda, como le dijo el capitán del barco a la viuda. El general McClellan todavía no ha sido elegido.

—Pennsylvania le dará una mayoría de cien mil votos. —Sumner podía ser tan ágil político como cualquiera—. Me lo ha dicho un partidario de usted, Cameron.

—Hoy podría ser. Pero faltan cien días para las elecciones. Las cosas pueden cambiar.

Sumner apoyó las manos en las rodillas y se mantuvo muy erguido en su silla.

—Sí, eso es lo que todos queremos: que las cosas cambien. Varios líderes republicanos me han encomendado que le pida, con todo respeto, y en mi caso con todo afecto, que se retire usted como candidato de nuestro partido, para que podamos unirnos a alguien que pueda ganar la elección, para la que faltan, en verdad, menos de cien días.

—Con su media sonrisa, Lincoln miraba distraídamente a Sumner; éste hallaba dificil conservar su pose monumental porque sus gruesos muslos se apoyaban sobre el borde cortante de la silla.

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