Lincoln

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TERCERA PARTE » Siete

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En el dormitorio del presidente, Hay ayudaba a Lincoln a colocar el gran espejo de modo que la luz de la ventana le diera de lleno. Lincoln luego movió el espejo hacia atrás y hacia delante, hasta encontrar el ángulo exacto que deseaba.

—Sí —dijo—. Más o menos así estaba ayer. —Miró de reojo su propia imagen reflejada—. Y como estaba en Springfield. —Acercó un sillón y lo puso apenas desplazado del centro. Luego se sentó—. Y ahora, John, póngase de modo que pueda verme por el espejo, pero sin que yo lo vea. —Hay se movió hacia la derecha, hasta que Lincoln le dijo que se detuviera—. ¿Puede ver mi reflejo?

—Sí, señor.

—Ahora… —Lincoln miró fijamente su imagen en el espejo.

Hay observó que el pelo y la barba del Anciano necesitaban un buen cepillado; además estaba más delgado que nunca, y tenía más que nunca el color del pan tostado.

Lincoln ladeó la cabeza y cerró un ojo. Luego cerró el otro. Por fin frunció el ceño.

—No lo veo —dijo—. Es muy extraño. ¿Usted ve algo?

—No, señor. Sólo a usted en el sillón.

Lincoln estaba decepcionado.

—Ayer pensé que volvía a ocurrir, como hace cuatro años en Springfield. Por un instante, me vi repetido; una imagen era clara y la otra más borrosa y sombría. En Springfield,

fue como si yo estuviera junto a mi propio fantasma.

—¿Cree en fantasmas, señor?

Lincoln sonrió.

—No, soy demasiado terrenal para eso. Pero no se lo diga a Mrs. Lincoln. Ella obtiene gran consuelo de los charlatanes. Si piensa que Willie la visita todas las noches, pues que lo crea. Pero a mí me interesan los fenómenos, los fenómenos fisicos. Esperaba demostrar éste con un testigo. Porque si yo me veía y veía a mi otro yo, y usted también, bueno, ambos seríamos dos maravillas de la ciencia. Pero usted no los ve, y yo tampoco.

—¿Qué produce ese efecto, a su juicio? —Hay también creía en los fenómenos; categoría que para él incluía cualquier cosa, y todas las cosas.

—Eso es lo que me proponía descubrir. Sospecho que es la forma en que la luz incide sobre el espejo que duplica la imagen; pero le aseguro que el efecto es el de ver al propio fantasma. —Lincoln se puso de pie—. Debo reconocer que tengo alguna fe en los sueños. Pero, desde luego, los sueños son uno mismo hablando con uno mismo. Hay un sueño recurrente que siempre aparece en mi mente la víspera de un acontecimiento importante. Lo soñé la noche anterior a la caída de Atlanta. —Lincoln se miró en el espejo, como si lo que veía fuera realmente el fantasma de sí mismo; o como si él fuese el fantasma que se enfrentaba a un ser encarnado en el espejo—. Me veo en una balsa, sin un remo ni un palo. Estoy en el centro de un río tan ancho que no puedo ver las riberas; y como la corriente es muy veloz, voy a la deriva…, a la deriva… —Miró, abstraído, el espejo.

—Y luego, ¿qué ocurre?

—¿Luego…? Ah, me despierto. —El Anciano sonrió—. Para descubrir que, mientras soñaba, la balsa ha llegado a la costa triunfalmente, y que Atlanta es nuestra.

—¿Y no lo soñó anteanoche, señor? ¿Cuando Sheridan estaba masacrando a Jubal Early en Winchester?

—No. Creo que ese sueño está racionado. Solamente los grandes cambios de dirección lo evocan.

Luego el presidente fue a la reunión de gabinete de todos los viernes, mientras Hay entraba en el despacho de Nicolay. Nico estaba en NuevaYork, tratando de hallar a ThurlowWeed, que acababa de desvanecerse. Stoddard estaba ante la mesa que usaba Hay cuando Nico ocupaba el escritorio del secretario. La pila de correspondencia había sido colocada, como siempre, en el suelo. En la mesa estaba amontonada la última remesa de periódicos. Los peticionantes caminaban de un lado a otro en la sala de espera. Algunos pedían hablar con el mayor Hay. A veces, las mujeres bonitas flirteaban con Hay. Nico aseguraba que nunca una mujer había flirteado con él en ese lugar. Hay le había respondido que eso era porque podían ver en su frente, escrito en letras de fuego, el nombre sagrado: Therena.

—¡Mira! —La habitual expresión preocupada de Stoddard se agravó por el ceño fruncido. Dio a Hay una hoja de papel de aspecto oficial; era una carta de Frémont, fechada el día anterior, 22 de septiembre. Frémont retiraba su candidatura a la presidencia. Apoyaría a Lincoln. Pero no podía aprobar el camino seguido por Lincoln, que había sido un fracaso… Hay no siguió leyendo. Salió a la carrera y atropelló a un almirante, que echó mano a la espada. Pero antes de morir de una estocada, Hay llegó a la seguridad de la sala del gabinete. Todas las cabezas giraron hacia él. En silencio, dio el mensaje al Tycoon. En silencio, el Tycoon lo leyó. En silencio, Hay salió.

Seward hizo lo posible por imaginar el contenido de la carta.

—Evidentemente era importante; de otro modo, Hay no habría interrumpido la reunión. Si tenía algo que ver con los militares, Hay se la habría entregado a Stanton o a Welles. Entonces, era un mensaje político. Pero Sherman y Farragut le habían quitado el sentido a la convención de Chicago. McClellan estaba acabado. Aún quedaba alguna probabilidad de que los radicales designaran a Butler, que estaba más que dispuesto. Quizás era eso. Mientras tanto, Seward tenía clara conciencia de la irritación con que lo miraba Montgomery Blair desde el comienzo de la reunión. Aunque los Blair tendían a mirar con irritación a todo el mundo, Seward veía con incomodidad que sólo él era el inocente objeto de la ira colectiva de la familia.

Lincoln concluyó la reunión de gabinete leyendo pasajes del último libro humorístico de Petroleum V. Nasby. Todo el inundo rió de los chistes, excepto Stanton, que miró un despacho y murmuró, para asombro de Seward: «Maldito sea, que se vaya al infierno». Era obvio que Chase no había completado la conversión al cristianismo del dios de la guerra. Cuando todos salieron, Seward se dirigió hacia el presidente; pero antes de que pudiera llegar, Lincoln y Monty Blair desaparecieron en el despacho presidencial.

Mientras Lincoln cerraba la puerta del gabinete de reuniones, dijo:

—Siento que haya sido tan bruscamente.

—También yo. —Blair sostenía en alto una carta firmada por Lincoln—. Me estaba esperando cuando llegué de Silver Spring.

—No tenía opción, Monty. Su padre está de acuerdo conmigo.

—Esta tarde le enviaré mi dimisión oficial. Veo aquí la mano de Seward.

Lincoln movió la cabeza.

—No tiene nada que ver con esto. Yo dejé ir a Chase, y ofendí a todos los radicales. Desde entonces, me están persiguiendo para que usted se marche. Después de todo, es necesario unir el partido; y para una cantidad de gente, usted y Frank son como un trapo rojo para un toro.

—Entonces me voy.

—Monty, si yo pudiera, lo tendría a mi lado hasta el fin. No he recibido de usted otra cosa que bondad, y se lo agradezco profundamente.

—También yo estoy agradecido —dijo Blair.

—¿Qué hará?

—Discursos en favor de usted. ¿Qué otra cosa podría hacer?

—No puede usted hacer más, ciertamente. Gracias. No lo olvidaré. —Con esas palabras, se separaron.

—Hay entró en el despacho.

—¿Es cierto que Mr. Blair dimite?

—Sí, John. Es cierto.

En el mismo momento en que Frémont se retiraba de la carrera, Blair abandonaba el gabinete. Era obvio que el Tycoon empezaba a conducirse como Maquiavelo, y ya era hora, pensó Hay.

—¿Ya sabía que Frémont pensaba hacer eso?

Lincoln asintió.

—Lo supe anoche. Mr. Stanton me acaba de dar esto. —Lincoln desplegó el telegrama—. «John G. Nicolay, sin empleo, ha sido enrolado en el ejército en la ciudad de NuevaYork. Firmado, General Dix».

—¡Dios mío! Pobre Nico. ¿Qué haremos?

Nosotros no haremos nada excepto guardar silencio. Ya he avisado a Nicolay, por intermedio de Dix, que busque, tan secretamente como pueda, un sustituto, y que le pague la suma legal.

—Esperemos que Mr. Greeley no se entere.

—Ahora Greeley es el menor de nuestros problemas. —Era cierto. Desde la desastrosa historia de Niágara, Greeley apoyaba sin reservas a Lincoln. Hay había encontrado al periodista extraño, pero encantador. Apenas se comprobó que la misión de paz era pura invención, y que el mismo Jefferson Davis negó tener conocimiento de ella, Greeley volvió a apoyar a Lincoln.

El Tríbune era ahora un periódico absolutamente leal, y lo era desde antes de Atlanta, o

a. de A., como llamaba Nico a la edad oscura de la administración, en tanto que

d. de A. era el nombre de la actual era de triunfo. Otra cosa había ayudado:

se le había sugerido a Greeley que, si Blair salía del gabinete, él sería el próximo jefe general de correos. Un grupo de neoyorquinos había preguntado al Tycoon si consideraría el nombre de Greeley, y Lincoln había respondido que, después de todo, otro periodista, llamado Benjamin Franklin, había desempeñado con bastante éxito ese mismo cargo. Greeley, que codiciaba un cargo público, había mordido el anzuelo y ahora rezumaba miel.

Seward estaba en la puerta. Lincoln le indicó que entrara.

—Contenga a la muchedumbre por otros veinte minutos —dijo a Hay, que cerró la puerta. Seward felicitó a Lincoln por la decisión de eliminar a Blair.

—Y ahora supongo que pronto tendremos entre nosotros a Horace Greeley, heredero de Franklin así como el Papa lo es de Pedro.

Lincoln rió.

—Me temo que eso no sucederá. Acabo de enviar un telegrama a William Dennison, de Ohio, en que le comunico que será el nuevo jefe de correos, y que lo espero aquí enseguida.

—Seward frunció el ceño.

—Es amigo de los Blair.

—Es amigo de mucha gente, gobernador —dijo dulcemente Lincoln.

—¿Cómo tomará eso Greeley?

—No le he prometido nada. Y de todos modos, lo peor ha Pasado. A menos que Butler se presente, el

Tribune no tiene a nadie más que a mí. En ese sector,

su sector, Mr. Seward, en más de un sentido, el problema no es el

Tribune sino el

Herald.

—James Gordon Bennett. —Seward pronunció los tres nombres como si estuviera enumerando las brujas de

Macbeth.

—El mismo. —Lincoln abrió la ventana. El viento venía del norte; y el aire era por una vez fresco y saludable. Lincoln respiró hondo—. Me dicen que como ya posee todo lo que se puede comprar con dinero, ahora querría lo que el dinero no puede comprar.

—¿Hay algo así sobre la tierra? Y si lo hay en la tierra y no está en el cielo, dígame por favor qué es.

—Yo tampoco soy una autoridad en estas cosas, pero creo que algo llamado posición social es muy valioso para él, o para su esposa.

Seward asintió.

—No tengo la menor duda. Pero eso también está a la venta, como todo, en NuevaYork.

—Quizás el precio sea un poco excesivo, o él no pueda esperar. Necesitamos el

Herald de nuestro lado.

Seward asintió.

—Podría apoyar fácilmente a McClellan. O al emperador Maximiliano.

—El secretario de Estado, gobernador, podría nombrar a Mr. Bennett, a cambio del apoyo de su periódico, embajador en Francia o donde se le antoje.

Seward silbó.

—No es una bicoca.

—Tampoco es una bicoca la tirada del

Herald. Y como Bennett y Weed no se hablan en este momento, le sugeriría que enviara a Weed a decírselo. —Seward jamás había visto tan directo a ese hombre indirecto.

—¿Y qué ocurre si el

Herald lo apoya y usted es reelegido?

Lincoln sonrió.

—Bueno, el emperador Napoleón tendrá que mirar durante cuatro años los ojos más bizcos que jamás ha visto. Eso quizá le parezca horrible, pero siempre será mejor que una guerra por México.

—Y de todos modos una cosa no excluye la otra —dijo Seward.

—No, no. Con la inflación actual, Bennett cuesta casi tanto como una guerra. No podemos permitirnos las dos cosas. Y además, primero debemos ganar

nuestra guerra.

—Y las elecciones…

—Y las elecciones —dijo Lincoln—. Empiezo a sentir que ya casi hemos llegado… a la margen opuesta del Jordán.

Chase estaba en la orilla equivocada de su Jordán, no sabía cómo cruzarlo. Pero Sumner lo sabía. Esa mañana, el 12 de octubre, el espíritu del juez supremo de los Estados Unidos, Roger B. Taney, huyó de su envoltura terrenal de ochenta y siete años.

—Le aseguro, Mr. Chase, que tendrá mi apoyo. Ya tiene el de Mr. Fessenden. Y también el más importante, el de Mr. Stanton, que está más cerca del presidente que ningún otro hombre.

—Pero no el de Seward. —Chase estaba lleno de melancolía, muy al contrario del busto de yeso que representaba su imagen y descansaba sobre la repisa del hogar. Cuando aún estaba en el Tesoro, Chase, generosamente, según pensaba, había permitido a un escultor que hiciera un busto; ese busto sería luego fundido en bronce y costeado por una suscripción de los empleados del Tesoro. Y no se le había ocurrido que pudiera haber objeciones, puesto que la escultura sería propiedad de la nación y adornaría para siempre el vestíbulo del Tesoro. Pero las desgracias tienden a venir juntas. Maunsell Field temía ahora que el busto no fuera jamás fundido, porque la suscripción era hasta el momento insuficiente y Mr. Fessenden mostraba cierta indolencia al respecto—. Según me han dicho, Seward quiere a Montgomery Blair, que lo odia con verdadera pasión.

—Podemos ignorar las artimañas de Mr. Seward. Y a Mr. Blair. Nada significan para nosotros.

—Welles está a favor de Blair. —El ánimo de Chase estaba tan sombrío como el anochecer. La casa, desocupada durante todo el verano, estaba húmeda y poco acogedora; los hogares no tiraban bien; era preciso limpiar las chimeneas. Kate estaba en el Norte, con una tos que duraba desde la primavera. No se atrevía Chase a pensar qué podía significar eso. El matrimonio con Sprague era un desastre; marido y mujer habían discutido furiosamente en su presencia, en Narragansett. Chase se acusaba de todo. Pero ¿de qué podía servir ahora?—. Y Bates apoya a Bates —añadió.

Sumner no lo escuchaba.

—¡Sí! ¡Acepte! —exclamó—. ¡Complete sus grandes reformas purificando la Constitución, y sosteniendo las medidas que salvarán nuestra república!

—Mr. Sumner, aún no me han pedido que acepte nada. He visto dos veces al presidente desde mi regreso, y nunca a solas. Ha sido amable. Pero no dice nada. Creo que no lo conozco.

—Yo sí —dijo Sumner, con sencillez olímpica—. Y me ocuparé de esto.

Pero Sumner tomó la precaución de visitar primero a Mrs. Lincoln. La encontró en el Salón Azul, poco antes de su hora de recepción de la tarde. Hablaba, muy concentrada, con un hombre grave, de barba.

Mary se sorprendió al ver al hombre que, tres semanas antes, había pedido al presidente que se retirara de la elección. Pero Mr. Sumner era Mr. Sumner. Aunque ella era capaz de defender a Lincoln hasta la monomanía, era natural tolerar a ese hombre a

veces insoportable, que también era brillante y cosmopolita. Y que le había ofrecido a Mary su amistad en aquel primer año terrible en la ciudad que ella a veces llamaba Ciudad Secesión.

—Mr. Sumner. Un honor, señor. Permítame que le presente a Mr. Wakeman, el nuevo inspector del puerto de NuevaYork.

Ella sola, Iary, había logrado que Wakeman fuera designado en septiembre; ahora venía a expresar su gratitud. Entre los buenos oficios de Wakeman y la reelección segura de su marido, el ánimo de Mary había mejorado mucho. Después de la caída de Atlanta, las tiendas habían dejado de perseguirla, así como la correspondencia. Poco antes, incluso había ido a Lothrop’s y en el agradable salón privado había encargado cien pares de guantes franceses de cabritilla, a pesar de las advertencias que murmuraba Elizabeth Keckley. Estaba a salvo por cuatro años. No tenía necesidad de mirar más allá.

—Mary gozaba de la victoria; y era verdaderamente una victoria la que había obtenido su marido. Mientras el Salón Azul se llenaba de invitados —dos veces más que antes de Atlanta— ella hacía los honores.

Cuando el presidente apareció en el salón repleto, Sumner ya estaba listo. Lincoln estaba tan amable como si aquella escena de mediados de agosto nunca hubiese ocurrido. Pero cuando Sumner empezó a alabar a Chase, Lincoln lo detuvo.

—Sumner, siento la mayor admiración por Mr. Chase. Como usted sabe, también admiro a Mr. Blair. En realidad, quizá la simetría exigiera que Blair, abogado defensor del esclavo Dred Scott, fuese el sucesor del juez supremo que dio un fallo adverso contra Scott, me trajo a mí aquí, y nos trajo a todos este enorme trastorno.

Sumner se tornó elocuente. Cuando amenazaba con ser también interminable, Lincoln lo interrumpió con un gesto.

—Debo saludar a los invitados. En cuanto a Mr. Chase, tengo un solo temor. Es algo obsesivo en el tema de la presidencia. ¿Cómo puedo saber, si lo designo juez supremo, que no pasará el tiempo trazando planes para ser presidente?

—Me desconcierta usted, señor…

—También me desconcertaría yo si eso ocurriera. Como el cargo de juez supremo es un fin en sí mismo, no se puede situar en él a alguien que no aplique a su cumplimiento la atención más completa.

—Yo podría garantizar que Mr. Chase…

—No podemos dar garantías por ningún otro, y a veces, en política, ni siquiera por nosotros mismos. Dirá usted a Mr. Chase que mi mente está abierta. —Se acercó Mrs. Gideon Welles con dos señoras que deseaba presentar al presidente—. Y también —agregó Lincoln, como si sólo ahora lo hubiese pensado— que le agradecería algunos discursos a favor de nuestro partido en Ohio, y quizá también en Indiana. Mrs. Welles —dijo con una gran sonrisa—, ¿a quiénes me trae usted?

En la medida en que cabe decir de un monumento a la dignidad del estadista que se desliza, Sumner se deslizó de la Casa Blanca y fue a Seis y E, donde la desesperación reinaba y crecía. Sin embargo, Sumner se mostró optimista; y también inflexible. Chase debía preparar su maleta y partir a Ohio. Había cosas, dijo al desventurado Chase, más importantes que la mera conveniencia personal.

Pero Sumner no explicó cuáles eran. No quería. Fuera como fuese, era solamente una más de las voces que atormentaban a Chase, quien se consolaba con las curiosas palabras de san Pablo a los corintios: «Hay quizá muchas clases diferentes de voces en el mundo, y ninguna de ellas carece de sentido».

El martes 8 de noviembre de 1864 llovía en Washington. El Parque del Presidente era un mar de barro amarillo. Sólo Welles Y Bates habían acudido esa mañana a una breve reunión de gabinete. Fessenden estaba en Nueva York, negociando un empréstito. Usher y Dennison habían ido a votar en sus estados de origen. Seward estaba en Nueva York, donde se había ocupado de la campaña, y Stanton en cama, con una grave fiebre biliar. Mary también estaba en cama con un dolor de cabeza que estaba a mitad de camino entre los habituales y La Migraña. Tad, en uniforme de coronel, había sido enviado a Georgetown, a casa de unos amigos cuyos hijos eran parte de su regimiento privado. Elizabeth Keckley revoloteaba por el sector residencial de la Casa Blanca y se ocupaba de Madam. La sala de espera estaba desierta. Edward se había marchado. Nicolay estaba en Illinois, en busca de votos. El general Dix le había ayudado a encontrar un negro que pudiera ocupar su sitio en el ejército; no había habido escándalo en la prensa.

Sólo el Tycoon y Hay se movían en la sombría casa el día de las elecciones. No habían venido visitantes, aparte de un periodista californiano que había gustado al Anciano y disgustado a Hay. Lo que debía hacerse ya estaba hecho, pensaba Hay, mientras ponía los nombres de los estados en un cuaderno. Luego, a medida que llegaran los informes, registraría los votos, distrito por distrito. Los estados habían sido ordenados alfabéticamente, pero descubrió de pronto que había olvidado el estado de Nevada, que sólo tenía ocho días de edad.

Hay había anotado también los resultados de una elección preliminar en los estados de Pennsylvania, Indiana y Ohio, en el mes de octubre. El más dudoso de los tres, Indiana, había sido el más favorable a Lincoln. Merced a los confusos esfuerzos de Cameron y Stevens, la victoria de Pennsylvania había sido mucho más ajustada. Afortunadamente, se había permitido votar a los soldados de Ohio y Pennsylvania que estaban en los hospitales de Washington; los primeros estaban diez a uno a favor de la Unión; los de Pennsylvania, tres a uno. El resultado más adverso fue el del hospital Carver, por donde pasaban todos los días Lincoln y Stanton. Cuando se conocieron los datos, Stanton se indignó y Lincoln se echó a reír. «Nos conocen mejor que los demás, Marte». La guardia militar de Lincoln votó por él, 63 votos contra 11.

Era evidente para todo el mundo que el voto de los soldados era la clave de la elección. En un esfuerzo extraordinario para asegurar todos los votos militares posibles, Stanton se había fatigado a tal extremo que ahora estaba enfermo. Los estados que permitían a sus soldados votar donde estuvieran no ofrecían dificultades. Pero Illinois, de importancia esencial para Lincoln, no lo permitía. Por este motivo, no quedaban en el ejército de Grant soldados de Illinois; y los trenes estaban abarrotados de hombres con permisos para volver a su hogar a votar por Lincoln.

Hay no podía comprender por qué esos jóvenes eran a tal punto leales a Lincoln y a la Unión. Si él hubiese sido un soldado raso del ejército, habría sentido la tentación de votar por McClellan y por la paz. Lincoln, en privado, pensaba lo mismo. Estaba seguro de que perdería en Illinois, y no confiaba en el voto militar, a pesar de la experiencia de octubre.

Justo antes de las siete de la tarde, Hay encontró a Lincoln sentado ante su escritorio. También él había preparado una lista alfabética de estados. Y también había olvidado Nevada, como señaló Hay.

—Aunque sólo signifique tres votos electorales.

—Aunque sólo signifique tres votos, los necesito —dijo Lincoln, escribiendo «Nevada». Después mostró a Hay su predicción.

Hay silbó.

—¿Le parece que habrá tan poca ventaja? —Lincoln asintió.

—En el colegio electoral no puedo tener más de 120 votos contra 114 de McClellan.

Hay observó que, entre los estados importantes, Lincoln concedía a McClellan Nueva York, Pennsylvania e Illinois. Se otorgaba a sí mismo Nueva Inglaterra y el Oeste.

—Entonces el voto de los soldados decidirá todo —dijo Hay devolviéndole el papel.

—Así como ellos deciden la guerra —dijo el Anciano—. Vamos a la oficina de telégrafos a enterarnos de nuestro destino.

Juntos, con Lamon, atravesaron la calle oscura y vacía hasta el Departamento de Guerra. La lluvia había escampado por un momento, y a la luz de las farolas de gas la acera mojada brillaba como el ónix, pensó Hay, en cuyos últimos poemas abundaban las piedras preciosas y semipreciosas. Un guardia con un capote de goma saludó al presidente, quien eludió el fastidioso molinete que controlaba, se suponía, el tránsito desde y hacia el imperio de Stanton, se dirigió a una puerta lateral donde había un empapado centinela y la abrió.

Una media docena de ordenanzas adoptaron brevemente la posición de firmes. El Tycoon los saludó con un gesto de la mano; y todos volvieron a sus tareas. La de uno de ellos consistía en dar al presidente los resultados de Indianápolis: una mayoría de ocho mil votos para Lincoln; como esto superaba las cifras de octubre, el Tycoon se alegró. Pero no podía creer en el mensaje enviado por Forney. «Ganará en Pennsylvania por diez mil votos». Lincoln sacudió la cabeza.

—Forney es un poco atolondrado.

Subieron a la oficina de telégrafos, donde Lincoln se instaló cómodamente en un diván. Originariamente, esa gran habitación había sido una biblioteca vinculada por una puerta al despacho del secretario de Guerra. Una de las primeras disposiciones de Stanton había sido trasladar el cuartel general de las comunicaciones del ejército de las oficinas de McClellan al Departamento de Guerra. Al lado del gran salón había un pequeño despacho donde se guardaban los códigos militares. El hombre que atendía la máquina saludó al presidente, que preguntó por el mayor Eckert.

—Aquí llega —dijo el jefe de telégrafos del ejército. En la puerta estaba el joven mayor, cubierto de barro.

—Gracias a Dios que Mr. Stanton no puede verlo, Eckert.

El Tycoon le estrechó la mano con fingido horror.

—Estas cosas son progresivas, ¿verdad? La primera caída en el barro es pura diversión. La segunda es menos alegre. Y luego ya es imposible detenerse. Iientras quede barro, allí estará uno, mayor, revolcándose y cavando como un marrano.

—Así fue, señor. Miraba a alguien que resbalaba y caía tan cómicamente que me eché a reír, y en ese mismo instante caí al suelo de bruces. —Un ordenanza tendió una toalla a Eckert. Iientras se limpiaba, el Tycoon le habló de la noche en que se resolvía su elección para el Senado en competencia con Douglas.

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