Lincoln

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TERCERA PARTE » Ocho

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Tres días más tarde, Lincoln se reunió con todo el gabinete, excepto Stanton, cuya enfermedad empezaba a despertar alarma. Lincoln había vencido en todos los estados menos tres: Nueva Jersey, Delaware y Kentucky. Con su medio millón de votos, era, aunque el margen era pequeño, presidente por la mayoría de votos populares.

Seward estaba eufórico. No podía dejar de hablar; hubiera querido pero sufría una especie de ataque.

—Aunque hemos ganado en Nueva York por cuatro mil votos, y no por los cuarenta mil que creíamos, ha sido un éxito extraordinario, dadas las fuerzas que se nos oponían, desde la prensa hasta el gobernador y los Cabezas de Cobre.

Entró Hay.

—Señor, un mensaje de Nicolay, desde Illinois. Ha vencido usted por veinticinco mil votos. —El gabinete aplaudió. Lincoln miró el mensaje y luego rió—. Veo que he perdido en mi condado natal, Sangamon. Y también ha ganado McClellan en mi estado, Kentucky. Es obvio que soy menos popular cuanto mejor me conocen.

—Sin duda, eso explica su triunfo en Nevada —dijo Seward.

Hay entregó también al presidente los últimos despachos del Departamento de Guerra. El Tycoon anunció:

—El general McClellan ha renunciado a su cargo de mayor general del ejército y parte de inmediato a Europa, de vacaciones.

Hubo nuevos aplausos del gabinete. Mientras tanto, Lincoln entregó a Hay un papel plegado y sellado.

—¿Recuerdan, señores, que el verano pasado les pedí que firmaran en el dorso de una hoja plegada cuyo contenido no revelé? Pues bien, aquí está. —Lincoln la sostuvo en alto y se la dio a Hay—. Ahora, Mr. Hay, vea si puede usted abrirla sin desgarrarla. —Hay buscó un cortapapeles y, como un cirujano, hizo varias complejas incisiones. El Tycoon había pegado los bordes en dobleces arbitrarios.

Cuando la hoja quedó desplegada, Lincoln la leyó en voz alta:

—«Esta mañana del 23 de agosto de 1864 parece muy probable, como desde hace varios días, que esta administración no será reelegida». —Lincoln miró a Seward, que se vio obligado a asentir—. «En ese caso, será mi obligación cooperar con el presidente electo de tal modo que sea posible salvar la Unión entre la elección y la toma de posesión, puesto que el presidente electo habrá ganado las elecciones con una plataforma que le hará imposible salvar la Unión posteriormente». —Lincoln depositó el documento en la mesa—. Escribí esto aproximadamente una semana antes de que McClellan fuera designado candidato. Como estaba bastante seguro de que él ganaría, resolví que lo invitaría a venir aquí y le diría: «Tenemos casi cinco meses antes de que usted asuma el mando. Yo conservo el poder ejecutivo, y usted posee la confianza del pueblo. Llamemos entonces a las tropas que sea posible reunir y terminemos juntos esta guerra».

Los miembros del gabinete escucharon gravemente; Seward dijo:

—El general hubiera dicho «sí, sí»; y al día siguiente hubiera agregado «sí, sí», y jamás habría hecho nada.

—Pero al menos —respondió el Tycoon— yo habría cumplido con mi deber y mantenido mi conciencia limpia.

—No necesitamos preocuparnos por Little Mac —dijo Fessenden, que acababa de regresar de NuevaYork—. Me dicen que le han ofrecido la presidencia del Illinois Central Railroad, con un salario anual de diez mil dólares.

—Se apresurará a aceptar —dijo Seward.

—También lo haría yo —dijo Lincoln—, si estuviera en su lugar, donde creí en agosto que estaría.

Gideon Welles se refirió, complacido, a la inminente partida de Washington del ahora exsenador Hale, hombre corrompido que había creado graves problemas al Departamento de Marina. Quizá le correspondía un castigo mayor, o una investigación a cargo del fiscal general. Pero Lincoln alzó una gran mano y dijo:

—En política el plazo para la acción legal debe prescribir muy pronto.

Como Seward nunca había conocido un buen político que no fuera vengativo, Lincoln debía de ser o un mal político o una anomalía. Seward se inclinaba a pensar que era una anomalía.

Después de la reunión de gabinete, Lincoln recibió a Francis P. Blair.

—Pensará usted, señor —dijo el Viejo Caballero, ahora realmente muy viejo, pero con toda su fogosidad, y también su caracterización, jacksoniana—, que estoy aquí en nombre de Monty, que merecería ser el próximo juez supremo.

—Sospechaba que podía usted pensar en eso —dijo el presidente, mirando el truncado obelisco a Washington—. Ciertamente, yo lo he pensado.

—Si es así, no diré más. Usted ha hecho ya bastante por los Blair para merecer eternamente nuestra gratitud y la de nuestros descendientes. —La vehemente afirmación produjo gotitas de saliva que el anciano secó reflexivamente, los ojos clavados en el retrato de su amigo Jackson—. Pero me trae otro asunto.

—Como usted sabe, yo tenía, en otros tiempos, buenas relaciones con Jefferson Davis.

—Lo sé —dijo Lincoln.

—Quiero ir a Richmond. —El Viejo Caballero era directo: jacksoniano—. Quiero hablar con él. Y terminar esta guerra.

—¿Cómo?

—Quiero persuadirlo de que firme la paz, de que retorne a la Unión, y se una a nosotros para expulsar de México a los Habsburgo y a los franceses.

Lincoln no se comprometió.

—Ése es también el sueño del gobernador Seward. Pero ¿es el de Mr. Davis?

—Permítame que lo averigüe. Tengo una excusa perfecta para ir a Richmond. Esos bastardos que saquearon mi casa se llevaron todos mis papeles, y deseo recuperarlos. Davis lo comprenderá. Me dejará ir a Richmod. Y allí le diré mi plan.

Lincoln asintió, con aire de profunda reflexión. Luego dijo:

—Espere hasta que caiga Savannah. Entonces vuelva y le daré un salvoconducto a City Point, o a dondequiera que esté Grant en ese momento.

—¿Sólo entonces? —El Viejo Caballero parecía algo decepcionado.

—Creo que debernos apretar un poco más la soga. Y para ese momento también debería de estar resuelta la cuestión de la esclavitud. Pienso que este Congreso pedirá un enmienda de la Constitución para abolir de una vez por todas la esclavitud. Cuando esto ocurra, Mr. Davis sabrá, para bien o para mal, cuál es, exactamente, su situación.

David conocía con toda exactitud su situación en la farmacia Thompson. Le habían dado la patada, como dirían los gamberros; ¡echado!, despedido.

—Durante algún tiempo, David, he sentido que no estabas del todo presente cuando estabas presente; y muchas veces he necesitado tu ayuda y no estabas presente de ningún modo. —Mr. Thompson parecía triste; estaba de pie delante de la larga hilera de brillantes frascos de porcelana con inscripciones en latín. Las rizadas letras góticas de oro resplandecían a la clara luz de la mañana—. He tratado de pasar por alto tus ausencias, por amistad a tu madre. Además, debo decirte que he visto en ti desde el comienzo las dotes de un excelente farmacéutico. Cualquiera que pueda aserrar un tronco es capaz de ser doctor en medicina; pero un artista en la combinación de medicamentos nace, no se hace. Nosotros somos científicos verdaderos; y en nuestros polvos y elixires, y en sus sutiles mezclas, está la salud y está Dios. Ruego porque reflexiones acerca de esto antes de que sea demasiado tarde. —Mr. Thompson sacó su billetera—. Tu salario hasta el día anterior de las elecciones, que era festivo, aunque nuestra tarea nunca se interrumpe.

—Pero ayer trabajé todo el día… —David logró arrancar otros cinco dólares a Mr. Thompson. En cierto sentido, le alegraba marcharse. Pasar la vida entera en la trastienda era aún peor que en la parte delantera, recibiendo a todo el mundo, como hacía Mr. Thompson. Durante el año anterior, tantas veces había dicho a Mr. Thompson que no se sentía bien que se le habían acabado las enfermedades. Durante cierto tiempo, David había trabajado algunas horas en una farmacia del Astillero, cerca de la casa de su madre. Mr. Thompson había hablado con su colega, y durante una de las varias «convalecencias» de David, ambos habían acordado que le convendría trabajar más cerca de su casa. Pero eso terminó cuando los dos farmacéuticos se reunieron y comprobaron que, muchos días, David no había trabajado para ninguno de los dos. Ahora, pensó David dramáticamente, el telón caía para siempre sobre su carrera de preparador de recetas. Por suerte había mucho trabajo en los teatros; y lo que era aún mejor, su amigo wilkes había regresado a Washington.

Por última vez, David cerró la puerta de la farmacia Thomp son y oyó por última vez el repique de la campanilla atada al picaporte en el interior. Hombre libre ahora, echó a andar por la calle Quince. La lluvia había cesado y el cielo estaba claro. La brisa olía a invierno. El barro había vuelto a convertirse en tierra dura, y los cerdos de los callejones parecían más alerta que de costumbre. De excelente humor, David fue por la avenida de Nueva York hasta la casa de los Surratt en la calle H.

La ciudad estaba colmada de exesclavos desocupados, y también, veía David con mirada dura, de blancos del Sur que habían prestado el juramento y no tenían trabajo ni un sitio adonde ir. En los terrenos vacíos hacían hogueras de desechos y bebían alcohol de maíz. No debían estar armados, pero todos llevaban cuchillos y los usaban a la menor provocación. Había partes de la ciudad adonde ni siquiera David se atrevía a ir por la noche.

Un regimiento de caballería pasó por la avenida, interrumpiendo el tránsito. David ya no reparaba siquiera en las tropas yanquis. Como todos los verdaderos habitantes de Washington, sabía que se encontraba en una ciudad ocupada por el enemigo y nada podía hacer al respecto aparte de ocuparse de sus propios asuntos, el principal de los cuales era secuestrar al presidente Lincoln y pedir como rescate cien mil soldados confederados prisioneros.

Justamente antes de las elecciones, toda la familia Surratt se había trasladado a la casa de la calle H. Mrs. Surratt había alquilado la casa de Surrattsville a un hombre llamado Lloyd por quinientos dólares anuales. Como John no trabajaba ya en el correo, no había ninguna razón para que se quedaran en el campo, cuando podían vivir en la ciudad y Mrs. Surratt podía ganar algún dinero convirtiendo el 541 en una casa de pensión. John no quería abandonar sus tareas de jinete nocturno. Pero Mrs. Surratt lo había convencido de que el futuro de todos estaba en la ciudad, y no en un cruce de caminos rurales de Maryland. Annie era la que estaba más complacida.

David entró en la casa; en el salón donde había muerto el anciano Mr. Surratt estaba ahora la muy viva Mrs. Surratt, que recibió a David con afecto y premura.

—Annie está afuera, dando clases…

—¿Está John?

—Aquí estoy. —John entró en mangas de camisa. Llevaba ahora una barbita puntiaguda en el mentón, a la manera de Jefferson Davis—. Soy el criado para todo —se quejó.

—¿Has encontrado trabajo?

—Trabajo, sí. Uno adecuado, no. Hay una vacante en la Adams Express Company. Me he presentado. —Se echó en el sofá—. Querría volver a Surrattsville, donde podía servir para algo.

—Puedes hacer muchas cosas aquí —dijo David, significativamente. Pero nada que dijera sonaba significativo, como lograbaWilkes sólo con bajar la voz. De todos modos, nadie tornaba en serio a David E. Herold, y nadie escuchaba con atención o respeto sus palabras excepto Wilkes, cuando trazaban sus planes por la noche, muy tarde. La chica rubia de Booth había ido a la farmacia el día después de las elecciones. «Está en el National Hotel», había susurrado. Luego se había marchado, presumiblemente a la avenida de Ohio, donde su hermana tenía una casa de chicas. David había sabido por Sal que Ella Turner estaba enamorada de Booth, quien pagaba a la hermana para que mantuviera a Ella relativamente pura. El sueño de Ella era casarse con Booth algún día.

David encontró a Wilkes desasosegado por la elección.

—¿Para qué sirve ahora matar al tirano, si le sucederá otro nuevo tirano, en la repulsiva forma del traidor Johnson? —Muchas veces, en el restaurante de Scipione Grillo, Booth hablaba como si representara una tragedia. David encontraba esos momentos fascinantes, sobre todo si él figuraba en el reparto—. Nuestra última oportunidad fue el 13 de agosto, cuando tú debías darle la bebida fatal; yo grabé la fecha con un diamante en la ventana del fonducho de Meadville donde me alojaba, feliz ante la idea del glorioso tiranicidio que, por desgracia, fracasó. —David se había disculpado extensamente. Era cierto. Una vez más se había planeado que David envenenara al presidente; y en esa ocasión se sabía por anticipado la fecha en que actuaría el veneno.

Lincoln no había dormido durante una semana. El 12 de agosto por la tarde, el médico del presidente había pedido a Thompson un somnífero que debía entregarse a la mañana siguiente para que Lincoln lo probara por la noche. Era el momento, declaró Sullivan. David estaba de acuerdo; Booth lo respaldaba en Meadville; detrás de Booth estaba el gobierno confederado de Richmond, y la historia los respaldaba a todos…

Pero David no se había atrevido. La mañana del 13 de agosto, se envió a la Casa Blanca láudano puro, y esa noche el Viejo Abe gozó de un sueño reparador. David fue igualmente aclamado por Sullivan como un soldado valiente, aunque infortunado, cuyo fusil había fallado por segunda vez.

Por el momento el presidente no corría peligro de muerte. Andrew Johnson, el renegado de Tennessee, era considerado aún más peligroso que Lincoln. Pero la Confederación vacilaba ahora por el impacto de la demoledora estrategia de Grant. Casi no quedaban hombres para pelear.

Aparece en escena John Wilkes Booth, a la hora undécima.

Aparece en la puerta una pareja, Mr. y Mrs. Holohan.

—¿Dónde está tu madre, Johnny? —pregunta la mujer.

—Está arriba, preparando sus habitaciones, Mrs. Holohan.

—Dijo que subieran ustedes en cuanto llegaran. —La pareja desapareció en la escalera—. Pensionistas —dijo John con tristeza—. También se aloja aquí una amiga de Annie. Y un compañero mío del seminario, que duerme en mi habitación. Cama y comida, treinta y cinco dólares. Es todo. ¿Por qué no vienes tú también? En esa cama caben tres.

David movió la cabeza.

—Ahora estoy viviendo en casa. Acaban de despedirme. De modo que no sé cómo haré para subsistir, aunque de vez en cuando trabajaré en los teatros.

—Entonces, somos dos sin nada que hacer.

—No te apresures. —David le habló luego de un amigo, cuidando de no decir el nombre, que tenía un plan para salvar a la Confederación. Al principio, John se mostró escéptico.

—La ciudad entera es un cuartel. ¿Cómo vas a secuestrar al jefe de todo esto en mitad de su ejército y de su marina? Matarlo de un tiro no sería dificil. Pero secuestrarlo… —John movió la cabeza.

—Habla con mi amigo. Tiene buenas relaciones. Es rico. Sólo necesita una persona que conozca bien los caminos de Maryland. Por eso he pensado en ti. Yo quería que lo conocieras el mes pasado, pero él tenía que viajar a Mountroyal.

—¿Adónde? —John parecía bruscamente interesado.

—Es una ciudad de Canadá. Pues bien, cuando estaba en Mountroyal…

—Montreal —corrigió John. Se puso de pie—. Desde allí vigila a los yanquis nuestro servicio secreto. ¿Dónde se aloja tu amigo?

En el vestíbulo del National Hotel, Wilkes Booth estaba en un sofá de crin junto a Bessie Hale, que lloraba discretamente detrás de un pañuelo. Booth parecía consolarla. Mientras ella se Sonaba la nariz, él advirtió a David. Booth hizo un gesto para indicar que John y David lo esperaran junto a las ventanas. Mientras ellos iban hasta la gran palmera debajo de la cual habían conspirado alguna vez Wilkes y David, Booth llevó a Miss Hale hasta la escalera principal. Ella empezó a subir lentamente.

Booth atravesó la muchedumbre del vestíbulo hacia la palmera.

David presentó a John Surratt sin mencionar el nombre de Booth. Arrimaron tres sillas a la ventana que daba a la populosa calle Seis. La corrección obligó a Booth a explicar la presencia de Miss Hale en el vestíbulo de su hotel.

—El padre no ha sido reelegido en el Senado, de modo que han dejado su casa y se alojan aquí. Pobre muchacha. No soporta la idea de regresar a Rochester, Nueva Hampshire. Estaba tratando de darle ánimos. —Se volvió a John—. ¿Es usted de los Surratt de Surrattsville?

—Sí. Sólo que ahora vivimos en la calle H, cerca de aquí.

—Han servido bien a su país —dijo Booth—. He oído hablar de ustedes en muchos lugares interesantes. Quisiera comprar una granja por allá.

—Las conozco todas, en esa zona.

—Me gustaría que estuviera en un camino, retirado pero bueno, a Richmond.

—Conozco todos los caminos que llevan a Richmond. Booth clavó sus ojos del color de la miel oscura en Surratt, y luego pareció que había llegado a una conclusión.

—Subamos a mi habitación y compartamos las especialidades de la casa: el ponche de leche y los puros.

La mañana del 6 de diciembre de 1864 William Sprague entró en el bar medio vacío del National Hotel. Estaba ansioso por una ginebra, y algo menos ansioso de encontrarse con el hombre que en una nota sin firma se identificaba como «un amigo de Harris Hoyt, con noticias urgentes».

Sprague eligió el rincón más oscuro del bar y pidió su ginebra; luego examinó el orden del día del Senado. El fiscal general, Mr. Bates, había dimitido a fines de noviembre. Lincoln había nombrado a James Speed, de Kentucky. Como James Speed era hermano de Joshua, un amigo de Springfield del presidente, la comisión judicial del Senado había decidido que podía ejercer un efecto saludable sobre el presidente recientemente reelegido verse obligado a esperar unos días mientras los senadores averiguaban quién era Mr. Speed. Por otra parte, los radicales no veían con placer que en un cargo tan importante hubiera un hombre de un estado de frontera, Kentucky, que había votado por McClellan. Sprague no pensaba participar en ese asunto. Sprague no se interesaba por los fiscales generales. Sprague se interesaba por el algodón.

Un sureño de tez oscura, vestido como un sacerdote baptista en gira, se sentó al lado de Sprague.

—Senador, me alegro de conocerlo. Mr. Hoyt habla muy bien de usted. Como Mr. Prescott. Y Mr. Reynolds. Y su primo Byron.

—Es natural que Byron hable bien de mí —dijo Sprague. El sureño pidió ron. Permaneció en sacerdotal silencio hasta que el ron pasó, de un solo trago, a su estómago. Luego dijo:

—Usted sabe que el

Sybil cayó en manos de la marina hace dos semanas.

—Sí —dijo Sprague—. Lo sé muy bien. —El

Sybil era un barco británico que navegaba desde Matamoros hacia Nueva York. Las bodegas estaban llenas de algodón para Sprague y sus asociados. Como de costumbre, no había a bordo un registro que indicara el destinatario del cargamento, consignado sencillamente a la Aduana de Nueva York, que presidía el cordial Hiram Barney. En el pasado, cada vez que llegaba una remesa, Byron o Reynolds o Prescott visitaban a Barney, que les entregaba el algodón. Pero en los últimos tiempos había habido dificultades. En respuesta a acusaciones de irregularidades y sobornos, una comisión parlamentaria estaba investigando los procedimientos aduaneros. Como probablemente la guerra terminaría mucho antes que la investigación, Sprague no estaba demasiado preocupado. Además, la Aduana era una prebenda republicana; y el Congreso era decididamente republicano, así como el presidente. No había motivo de alarma. Pidió su segunda ginebra.

—Supongo que entonces sabrá usted también que nuestro amigo Mr. Charles L. Prescott ha sido arrestado por las autoridades militares de Nueva York.

Sprague estaba boquiabierto. Los quevedos cayeron sobre la mesa; una lente se quebró.

—Se le han roto las gafas —dijo el portador de malos presagios.

—¿Cómo…? —fue todo lo que Sprague logró decir.

—No lo sabemos. Quizás el ejército haya descubierto la procedencia del cargamento por medio del propietario del barco, que vive en Londres. O también puede ser que alguien de la Aduana les haya dado la información. De todos modos, conseguí hablar con Prescott. Está aterrorizado. Cree que Hoyt lo ha engañado. Está dispuesto a hacer una confesión completa.

—¿Completa? —Los ojos miopes de Sprague bizquearon como si su vida dependiera de distinguir el contorno del peligro inminente.

—Le explicará al general al mando del departamento del Este toda la historia.

—Dix.

—¿Quién es, senador?

—El general John A. Dix. Lo conozco. Yo no dirijo la empresa. Es Byron quien lo hace. Yo no me ocupo de negocios. Y no lo hago desde el sesenta y uno. He sido el primer voluntario de esta guerra. No sé nada de algodón. No me importa.

—Quizás a usted no le importe, senador. Pero a otros les importa… su propia piel. Prescott lo ha nombrado.

—No puede. —Sprague era presa del pánico. Se puso los quevedos rotos—. Iré a ver a Dix. ¿Dónde está Hoyt?

—Creo que en Nueva York.

—Búsquelo —dijo Sprague, arrojando unas monedas a la mesa—. Yo no sé nada. Lo que se hacía en Texas era ayudar allí ala gente de la Unión. Eso es todo. —Sprague estrechó la mano del mensajero y salió.

Había una multitud ante la puerta de Seis y E. Dos policías se acercaron a Sprague, que estuvo a punto de huir. Pero los dos hombres saludaron, sonrientes, y uno dijo:

—Felicitaciones, senador.

Sprague entró. Kate, que no le hablaba desde hacía unos días, le echó los brazos al cuello.

—¡Lo mejor posible, a falta de otra cosa! —exclamó—. Al menos, por ahora.

—¿Qué?

—Padre es juez supremo. El presidente envió el mensaje al Senado esta mañana. —De pronto, olió la ginebra en el aliento de Sprague—. ¿Por qué no has ido al Senado?

—Tenía una reunión de negocios. —Sprague se acercó a su radiante suegro—. Felicitaciones, señor.

—¡Querido muchacho! —Feliz, Chase abrazó a Sprague. Sumner y Wade aplaudieron. Kate se les unió. Dijo a Sumner, burlon.

—Usted tiene la culpa de esto, por aceptar que padre se retirara de la competición. Pero aún no hemos dicho la última palabra.

—Kate —dijo Chase—, si no hay crema, nos contentaremos con leche.

—Más vale que sea juez toda la vida —dijo Wade—, y no presidente por cuatro años, sin hacer más que en las próximas elesciones, como cierta persona que no quiero nombrar…

—Y que, sin embargo, ha visto la luz —dijo Sumner—. No es tonto. Lincoln comprende que usted deberá afrontar dos monetaria des cuestiones: la abolición constitucional de la esclavitud, que ya está planteada, y la defensa de nuestra política mon durante la guerra, que usted mismo ha creado.

—En cierto modo

ad hoc —respondió Chase, quien empezaba a preguntarse si podía o no anular, como juez supremo, lo que había hecho como secretario del Tesoro. Fuera como fuese, era aquél un momento de perfecta alegría para él. Kate podía pensar que lo habían retirado de la carrera presidencial; pero ninguna ley prohibía que un juez supremo fuera presidente. Cuatro años no era un tiempo muy largo. Después de aclarar perfectamente sus posiciones en el estrado olímpico, podía, si lo deseaba, descender al campo de batalla y apoderarse de la presa máxima.

El viernes por la mañana el Senado confirmó por unanimidad a Chase como juez supremo. Por la tarde, Chase y su familia fueron al Capitolio para la ceremonia del juramento. Chase llevaba una toga flamante de seda negra, regalada por Sprague pero elegida por Kate. Justamente antes de que entraran en la cámara de la Corte Suprema, donde estaba todo el esplendor de Washington reunido, Mr. Forney los detuvo en la rotonda. Debajo de la nueva cúpula pintada de blanco y lila, Forney dijo:

—Lo siento, Mr. Chase, pero aún no tenemos fiscal general, y si él no firma el certificado, no podernos tomarle el juramento. Sólo cuando la comisión judicial apruebe a Mr. Speed.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó Kate.

—Supongo que mañana. Sí, con seguridad mañana a mediodía.

—Muy bien —dijo Chase, mirando de reojo su propia imagen en el espejo que cubría un enorme cuadro de Pocahontas. Ciertamente, la toga negra causaba un majestuoso efecto. Juez supremo de los Estados Unidos, se dijo en voz muy baja; luego canturreó, desafinando, un himno a esa antigua roca que tan milagrosamente se había hendido ante él.

Aunque al día siguiente no había aún fiscal general, la muchedumbre se volvió a congregar. Pero esta vez avisaron a Chase que no acudiera al Capitolio. La ceremonia se posponía hasta el lunes 12.

Ahora había una procesión permanente de visitantes a Seis y E, hasta poco antes una casa evitada por los ambiciosos. Todos los abogados conocidos de los Estados Unidos consideraban necesario felicitar personalmente al heredero de Jay, Marshall y Ta ney.

Desde el nacimiento del país, sólo había habido cuatro jueces supremos; y dieciséis presidentes. De las tres ramas equivalentes del gobierno —el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial— sólo este último, cuyo supremo escalón era la Corte Suprema, era vitalicio; y sólo la Corte Suprema podía determinar el significado misteriosamente elástico de la Constitución. Ése era el poder definitivo en una república, pensó Chase. Sin embargo…

El sábado por la mañana, Sprague recibió un telegrama de un amigo de NuevaYork. Por orden del general John A. Dix, el jefe de policía había arrestado a Byron Sprague y a William H. Reynolds «por proporcionar ayuda y apoyo al enemigo». Los dos hombres residían en el mismo hotel de la ciudad de Nueva York. Ahora estaban en la fortaleza Lafayette, con Prescott.

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