Lincoln

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TERCERA PARTE » Ocho

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Un segundo telegrama, media hora más tarde, comunicaba el arresto de Harris Hoyt. ¿Podía ser arrestado un senador? Ese era, para Sprague, el tema constitucional de más agudo interés. Cuando se lo preguntó casualmente a su suegro, que resPondía su correspondencia, Chase, ausente, dijo:

—No, nunca. Por supuesto, hay dos excepciones: homicidio…

—Chase sostuvo en alto una carta.

—¡Un autógrafo de Mr. Whitittier! ¡Por fin! ¿Dónde estaba? Ah, sí. Homicidio y traición. Katie Sprague fue deprisa a su propio estudio, en el otro extremo de Seis y E, donde escribió doce versiones de un telegrama destinado al general Dix. La idea central: no haga usted nada hasta que reciba mi carta de explicación. Evidentemente, él sería el próximo arrestado.

Esa tarde, ya despachado el telegrama, Sprague se hallaba sentado ante su escritorio, escribiendo al general Dix que su único interés en ese asunto era político y, desde luego, familiar. No tenía vinculación con el negocio del algodón desde el principio de la guerra, en la que había sido el primer voluntario. La empresa estaba en manos de su primo Byron, y por eso escribía. Pensaba que una reunión entre él mismo y el general Dix aclararía un asunto evidentemente intrincado. Estaba seguro de que su primo no había infringido ninguna ley. En cuanto a los asociados de Byron, no podía responder por ellos. Era innecesario agregar que las ramificaciones políticas eran de tal magnitud que convenía proceder con cautela para no crear dificultades añadidas al presidente o al nuevo juez supremo. Sprague tuvo buen cuidado de excluir toda referencia a Harris Hoyt.

A las cinco en punto, la carta estaba terminada. Ya había dispuesto que un amigo la llevara en tren a Nueva York. También había dado a su amigo instrucciones verbales para Hoyt, que constituía el único peligro real para él. Si Hoyt decía que el único interés de Sprague en el asunto había sido ayudar a la Unión, Hoyt recuperaría la libertad. Sprague no decía cómo. Sprague no sabía cómo. Pero Hoyt no debía decir lo que sabía, por lo menos hasta después del lunes. Chase debía prestar juramento antes.

Kate entró en el estudio, con un periódico plegado en cada mano.

—¿Qué has hecho? Los periódicos… Lo único que no ponen es tu nombre.

—Nada. Es una confusión. Han arrestado a Byron. A Reynolds. Y a Prescott. Algo relacionado con que recibían algodón de Texas, un disparate. No sé nada. —Sprague selló la carta con mano temblorosa.

Kate advirtió el temblor.

—Tú lo sabes.

—No. Lo sabré. Le he escrito al general Dix, pidiendo una explicación.

Kate leyó en el

Providence Press:

—«Nuestras calles están llenas de rumores acerca de la participación de ciertos ciudadanos prominentes en un contrabando con los rebeldes». Esto es traición.

—No se refiere a mí. No puede ser. Yo gobierno el

Providence Press.

—¿Y también el

New York Times, que dice…?

—¿Desde cuándo crees en los periódicos? Mira lo que escriben acerca de tu padre…

—Byron está en la prisión. Tu propio primo. El hombre que tú has elegido para dirigir la empresa,

tu empresa. Oh, sí, estás metido en esto.

Sprague se puso de pie.

—Si estoy metido en esto, también lo está Mrs. Sprague.

—¿Qué quieres decir? —El rostro de Kate estaba rojo de furia. Sprague fue glacial.

—Que eres mi esposa. Para lo bueno y para lo malo. Pues bien, aquí está lo malo. Sí, he recibido algodón de Texas. ¿Cómo crees que he mantenido en marcha las hilaturas? Tu padre no me quiso dar un permiso. Entonces, traje ilegalmente el algodón por la Aduana de Nueva York, con la ayuda del amigo de tu padre, Mr. Hiram Barney.

—Eres… —Kate respiraba con fuerza, como después de un tremendo esfuerzo físico—. ¡Eres un traidor!

—Ése es el término legal. Pero no me van a colgar si puedo evitarlo.

Kate lo miró como si él hubiera dejado bruscamente de existir para ella como marido e incluso como conocido. Luego dijo con toda deliberación:

—Pero mereces que te cuelguen.

—No me gusta eso, Kate. —Sprague escribió su propio nombre en la carta, para franquearla—. Es una ingratitud. He hecho mucho por ti. Por tu padre…

—¡Por ti mismo!

—Bueno, ¿por qué no? ¿No puedo ser tan egoísta como vosotros dos? Siempre habéis hecho planes con mi dinero.

—¡Dinero! —Kate lanzó la palabra como si fuera el desafio definitivo—. ¡Maldito sea tu dinero!

Desde el alejado salón, Chase oyó la asombrosa frase gritada por su hija. Afortunadamente, nadie más podía oírlo. Estaba solo, leyendo el juramento que debería recitar el lunes.

Chase se dirigió deprisa hacia el estudio de su yerno; no quería oír más, pero era incapaz de no oír más.

—Es un poco tarde para maldecir algo que has gastado en abundancia. Yo pagué la campaña por la presidencia. Pagué esta casa. Yo pago todo. Y bien, cuando pago, espero algo a cambio. Así son los negocios.

—Quieres que te protejamos, ¿verdad? ¿Que el juez supremo te proteja…?

—Todavía no es juez supremo; y si esto se sabe antes del lunes, nunca lo será… —Chase, inadvertido por ambos, estaba en la puerta del estudio. ¿Por qué disputaban? Sonaba todavía peor que la explosión de Narragansett el verano pasado. ¿Y qué tenía que ver

él con nada que se supiera?

—Has sido nuestra ruina —dijo Kate, como asombrada de que algo tan insignificante como Sprague pudiera causarles a

ellos tanto daño.

—Quizá. Quizá no. —Sprague tocó la campanilla para llamar al criado.

Chase eligió ese momento para entrar.

—Creí oír palabras irritadas —dijo con suavidad—. En un momento tan feliz.

—No es nada, padre. —Chase dirigió la mirada, por la fuerza de la costumbre, a los periódicos que tenía Kate en las manos. ¿Qué nuevos horrores desencadenaba la prensa? Pero Kate arrojó los periódicos al fuego como si fuera ésa la única razón de su visita al estudio de su marido.

Apareció el criado. Sprague le dio la carta y le indicó adónde debía llevarla. Luego Sprague se sirvió una copa de coñac.

—Hablábamos de dinero —dijo a Chase—. Un tema tedioso. —Vació la copa sin pestañear.

—Lo sé. Lo sé. —Chase sintió repentina inquietud. Ocurría algo. Algo muy grave. Se excusó y se retiró a su propio estudio, esperando que Kate lo acompañara. Pero ella no lo hizo, y él ordenó que la llamaran. Mientras tanto examinó su ejemplar de uno de los periódicos que ella había arrojado al fuego, el

New York Times, y leyó el último despacho de Providence. A Chase le pareció no tan escandaloso como sorprendente que Sprague hubiera sido tan torpe. En la peligrosa jungla donde ambos habitaban, el primer deber era cubrir las Propias huellas.

—Kate había estado enferma, por épocas, desde el verano. Había perdido peso; estaba pálida; tosía de un modo que sugería alguna forma de asma. Desde el martes había recuperado su antigua luz. Pero ahora había vuelto a perderla.

—¿Qué ocurre, padre?

—Dímelo tú, Katie. —Empujó hacia ella el periódico sobre el escritorio—. Pero creo que ya lo sé. Kate asintió.

Hubiera querido que no lo supieras, especialmente ahora.

—Me alegro de saberlo, especialmente ahora. ¿Te ha dicho si es culpable?

—«Ayuda y apoyo al enemigo» es la descripción de lo que ha hecho.

Chase sintió un leve dolor de cabeza.

—Traición.

—Sí. —Mientras Kate narraba la historia, el dolor de cabeza se convirtió en una brecha en el cráneo. Cuando terminó, Chase casi no podía hablar.

—No prestaré juramento el lunes.

—¡Debes hacerlo!

—No puedo. He sido acusado de corrupción, falsamente, por Blair. He sido acusado, falsamente, de vender permisos de comercio.

—No le has dado ni le has vendido uno a mi marido…

—¿Quién lo creerá? He apoyado, equivocadamente, ahora lo veo, a Hiram Barney en la Aduana, aunque es más amigo de Mr. Lincoln. —Chase se puso de pie—. Iré a ver al presidente. Debo rechazar el cargo.

—¡No! Hemos trabajado muy duro para llegar hasta aquí…

—¿Hasta aquí? Al abismo caeremos si presto juramento al mismo tiempo que mi yerno es acusado de traición.

—Tú no lo sabías en el momento de la designación…

—Pero lo sé ahora. No hay nada que hacer, Kate.

—¡No! —Esta vez la voz era un grito—. Si no aceptas, no volveré a hablarte. De verdad. Somos una misma cosa, tú y yo. Él no es nada. Olvídalo. Que lo cuelguen. No tiene nada que ver con nosotros. Nunca ha tenido. Yo lo he odiado desde el principio… —Entonces, para absoluta sorpresa de Kate y horror de su padre, vomitó. Ambos de pie, frente a frente, ella trataba de contener el brusco torrente con las dos manos.

—¡Dios mío, Katie! ¿Qué te ocurre?

Pero la náusea cesó tan súbitamente como había comenzado.

—Ella se limpió la cara con un pañuelo.

—No, padre, no estoy enferma. Estoy embarazada de tres meses. Debía habértelo dicho.

—Oh, Dios. —Esta vez Chase no sintió que estuviera pronunciando el nombre de Dios en vano. Era más bien una plegaria en voz alta por tres almas inmortales. Y entonces, finalmente, aceptó seguir adelante y prestar el juramento.

Aparentemente, Sprague controlaba la situación. Esperaba, dijo, «buenas noticias» de Nueva York. En cuanto a Chase, estaba muy cerca del derrumbamiento. Había pasado su vida al servicio de los principios morales. Ahora debía simular ante el mundo, y peor, ante sí mismo, que ignoraba los delitos de su yerno. Afortunadamente, se dijo con amargura, la justicia es ciega. En un platillo de la balanza, el honor; en el otro, tres vidas.

A mediodía del lunes, cuando se disponían a salir hacia el Capitolio, donde había una gran muchedumbre, Mr. Forney avisó que todavía no se había designado al fiscal general; pero que al día siguiente se procedería al juramento sin más dilación. Lo único que podría hacer Chase era leer los periódicos buscando en ellos alguna noticia sensacional de Providence, Rhode Island.

La mañana del martes, la tensión en Seis y E había llegado casi hasta la histeria. En cinco ocasiones se había congregado la multitud en el Capitolio para asistir al juramento del primer juez supremo después de Taney, que había asumido su cargo en 1836; y en las cinco, se había enviado la concurrencia a su casa. La gente no hablaba de otra cosa. Y sin embargo, peo saba Chase, todavía no hablaban de Sprague. Cada mañana, después de sus oraciones, se prometía enviar la renuncia al presidente. Cada mediodía, después de ver a Kate, olvidaba su promesa. Lo esencial era la felicidad de Kate, y la de su nieto. Pero vivía hora tras hora en el terror a la prensa y a Sprague, que demostraba inusitado tacto. No aparecía nunca en las habitaciones de Chase, y rara vez en las propias. Sprague, según parecía, intentaba persuadir al general Dix con todos los recursos a su alcance.

El martes por la mañana Hay se encontraba en el despacho de Stanton por encargo de Lincoln. Hay cumplió con su cometido y se dispuso a marcharse. Stanton lo detuvo.

—Un momento, mayor. Tengo aquí un asunto que me gustaría… compartir con usted.

Desconcertado, Hay se sentó ante el escritorio de Stanton, su fortificación privada. Era insólito que el reservado Marte compartiera nada. Stanton abrió un archivador; lo miró con sus ojos acuosos.

—El general Dix ha arrestado a cuatro hombres acusados de comercio ilegal de algodón con el Sur. Uno es Byron Sprague.

Hay asintió; también él había leído los velados informes de los periódicos.

—He conocido a Byron Sprague. Cuando yo estudiaba en Brown. Dirige los negocios del senador Sprague.

—Stanton miró pensativo a Hay.

—Es un asunto delicado, como le he dicho al general Dix. El primer conspirador apresado ha hecho una confesión completa, en que involucra a los otros tres, y también al senador Sprague. Un segundo conspirador, arrestado posteriormente, afirma que el senador Sprague

no está implicado, conscientemente. El general Dix quiere saber si debe formular cargos contra el senador Sprague. Hay sentía gran desasosiego. Stanton, deliberadamente, le daba participación en ese asunto a él, y no al presidente. Hay sacó su reloj.

—Dentro de una hora Mr. Chase será el juez supremo.

—Sí —dijo Stanton; y esperó.

—Evidentemente, si esto fuera del conocimiento público, no podría ser el juez supremo.

—No —dijo Stanton; y esperó.

—Una vez que haya jurado, quizá, si su yerno fuera acusado de traición, estaría obligado, o se sentiría obligado, a renunciar.

—Sí —dijo Stanton; y esperó.

Hay era una de las pocas personas en Washington que conocía el viejo sueño de ser juez supremo de Stanton; éste había llegado, incluso, a hacer que amigos comunes intercedieran por él ante el Tycoon. Pero Lincoln quería a Stanton donde estaba y, lo que era aún más importante, allí lo quería también Grant. Cuando Stanton comprendió que no tenía posibilidades, trabajó esforzadamente a favor de Chase; y no fue un esfuerzo pequeño. Si alguien en el mundo provocaba el disgusto del Tycoon, era Salmon P. Chase. Lincoln había dicho en una ocasión: «Me tragaría ese sillón de crin antes que nombrar a Chase». Pero el Tycoon había cedido ante la presión radical, y ante Stanton.

—Concretamente —dijo Hay, pensando con toda la velocidad posible—, la administración necesita a Mr. Chase en la Corte Suprema. Se debe considerar la enmienda constitucional de la esclavitud, y además…

Hay se interrumpió y miró a Stanton, que lo miró a los ojos.

—Tal como yo lo veo —agregó con gran cuidado Hay—, el problema inmediato consiste en decidir si se cree en la confesión del primer hombre o en la del segundo. —Stanton asintió de modo apenas perceptible—. Como esto impone una decisión tajante al general Dix, sospecho que él debería inclinarse por la segunda confesión hasta que descubra toda la verdad, lo que puede exigir cierto tiempo. Mientras tanto, acusar de traición a un senador de los Estados Unidos, un senador

republicano, en mitad de la guerra —Hay estaba encantado con su propia y sublime piedad—, no beneficiará al interés público, en particular si se compromete también al juez supremo y al presidente que lo ha nombrado.

Stanton asintió y cerró el archivador.

—Aconsejaré al general Dix que mantenga fuera de esto al senador Sprague hasta que sepamos más de lo que sabemos ahora.

—¿Se lo dirá usted al presidente?

Hay respondió en el mismo tono imperioso de Stanton.

—¿Se lo dirá usted?

—No. No me parece indispensable —dijo Stanton—. Ya tiene bastantes preocupaciones.

—Entonces nada diré, exactamente por la misma razón. Con dificultad, Hay logró deslizarse a la pequeña pero elegante cámara de la Corte Suprema, donde, en otros tiempos, se reunía el Senado. Se amontonaban en la cámara y en la galería no sólo los elegantes de Washington sino también el contingente íntegro de los jacobinos del Congreso. La Corte Suprema llevaba a cabo sus tareas sobre un estrado, en el ábside situado frente al público, sentado en un semicírculo entre delgadas columnas de mármol. Hay se situó junto a una de esas columnas, donde estaba Charles Sumner, muy agitado.

—Es el día más grande en la historia de la Corte —anunció Sumner.

—Es un gran día —dijo Hay con reserva, buscando con la mirada hasta que encontró a Kate, muy pálida pero espléndida con su vestido morado, entre Sprague y Nettie. El rostro pálido de Sprague parecía algo enrojecido. ¿Ginebra o coñac?, se preguntó Hay. ¿Miedo a un arresto durante la ceremonia?

En el estrado apareció un ujier; dijo en voz baja y eclesiástica:

—Los honorables jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos. —Se abrió una puerta lateral y entró el juez de mayor edad, cogido del brazo de Chase. Los seguían los otros siete jueces, entre ellos un viejo amigo de Lincoln, el enormemente grueso juez Davis de Springfield, responsable del desastroso acuerdo que había convertido a Cameron en secretario de Guerra. Sin embargo el Tycoon había perdonado a Davis, pensó Hay, y lo había llevado a ese alto cargo.

Cada uno de los jueces se situó ante su propia silla, y se inclinó hacia la derecha y hacia la izquierda. Luego Chase se adelantó al centro del estrado, donde el anciano juez le entregó un folio que él tomó con mano temblorosa.

Hay miró fijamente a Chase mientras leía:

—«Yo, Salmon P. Chase, juro solemnemente que, como juez supremo de los Estados Unidos, administraré justicia igual y exacta a los pobres y a los ricos…».

—Hay miró a Sprague, a Kate, a Chase. Los tres tenían conciencia del peligro común. Eso era, verdaderamente, valor, pensó Hay; o locura colectiva. ¿Qué voluntad, se preguntó, era la que había prevalecido?

—«… de acuerdo con la Constitución y las leyes de los Estados Unidos, según mi mejor capacidad». —Chase entregó el folio al juez; luego respiró hondo, alzó la mirada al cielo y proclamó—: Y con la ayuda de Dios.

Y de Abraham Lincoln, añadió Hay para sus adentros, en tanto que Ben Wade, sentado muy cerca, decía en una voz que todos pudieron oír:

—«Señor, permite ahora a tu siervo marcharse en paz… porque mis ojos han visto tu salvación».

Al lado de Hay, Charles Sumner dijo:

—Amén.

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