Lincoln

Lincoln


TERCERA PARTE » Nueve

Página 61 de 67

Nueve

Estaba oscuro cuando el presidente, acompañado sólo por un criado, subió al vapor River Queen, amarrado en Hampton Roads. El capitán saludó al presidente, mientras Seward y el mayor Eckert salían a recibirlo.

—Ha llegado usted pronto, señor —dijo Eckert, mirando su reloj.

—Salimos temprano —dijo Lincoln—. Y en el más absoluto secreto, es decir, que nadie en la Tierra sabe que estoy aquí, excepto, probablemente, el New York Herald.

—Esperemos que no —dijo Seward—. Pase adentro, o como se diga esto mismo en un barco.

El salón de techo bajo era muy grande y agradable. Seward, que había llegado el día anterior, actuaba como anfitrión. El presidente pidió café y se acomodó en un sillón atornillado al suelo. A través de los ojos de buey se veían las luces de la fortaleza Monroe.

El mayor Eckert estaba sentado, muy erguido, en un taburete, mientras que el presidente y el premier parecían más relajados. Eckert había actuado como mensajero entre la administración y los tres comisionados sureños que se encontraban, en ese momento, en otro vapor, fondeado muy cerca, el Mary Martin.

—Se reunirán con nosotros mañana, a la hora que usted desee —dijo Eckert.

—Cuanto más temprano mejor. Digamos, enseguida después del desayuno. Ahora bien ——Lincoln se volvió a Seward—; sólo he venido aquí por la insistencia del general Grant. Comoquiera que ellos no aceptarán nuestras condiciones previas, no creo que tengamos muchas cosas más que decirnos. Pero Grant argumenta que sus intenciones son buenas, sea lo que fuere lo que esto signifique.

—He dicho al general Grant que él no debía participar en las conversaciones preliminares con los comisionados —dijo Eckert—. Ésas son las instrucciones que he recibido de Mr. Stanton. Me parece que el general está enfadado conmigo, aunque insistí en que si él comete un error las repercusiones pueden ser terribles, en tanto que si yo me equivoco a nadie le importará.

—Supongo —dijo Lincoln con una sonrisa— que aún está muy enfadado con usted.

—Sí, señor. —Eckert también sonrió—. Por suerte, cuando acabe la guerra, volveré a los negocios… fuera de su alcance. Seward se pasó la mano por el pelo rebelde.

—Parece —dijo— que Jefferson Davis concede libertad de negociación a estos hombres hasta cierto punto; pero no sé cuál es ese punto.

—Deben aceptar las leyes de la Unión y la abolición de la esclavitud. —Lincoln se atenía a su punto de vista—. Si lo hacen, la guerra ha terminado, y yo trataré de compensar a los propietarios de esclavos.

—Mr. Blair cree que estarán de acuerdo —dijo Seward—. Yo no. Lincoln movió la cabeza.

—El Viejo Caballero es como un joven que pasa a caballo a través de las líneas de ida y vuelta a Richmond. Y también sueña mucho, como un hombre joven. ¿Qué impresión tiene usted, gobernador, acerca de los tres negociadores?

—No creo que cedan en el asunto de la esclavitud. Pero la compensación puede tentarlos. Después de todo, están en bancarrota y se han quedado sin hombres. Yo diría que el fin se aproxima. Pero…

—Pero no cederán en los que ellos consideran sus principios —dijo Eckert—. He hablado largamente con los tres.

Él es un hombrecillo curioso, ¿no es verdad? —Lincoln tomó la taza de café que Seward le ofrecía—. Alexander Stephens era una gran figura en la Cámara cuando yo estaba en el Congreso. Bueno, intelectualmente. Tiene el tamaño de una muñeca grande…

—Es muy brillante —dijo Eckert, con desaprobación.

—Terno —dijo Seward— que el Viejo Caballero haya dado a los rebeldes una imagen errónea de nuestras intenciones.

—¿El plan mexicano?

Seward asintió.

—Aunque es excelente, no es, ay, la política del presidente. —Lincoln suspiró.

—Será un diálogo de sordos. En particular, si insisten en el mito de Mr. Davis de que somos dos países en guerra, cuando el único fin de nuestra guerra es demostrar que somos un solo país.

La mañana siguiente Alexander H. Stephens, de Georgia, vicepresidente de los Estados Confederados de América, John A. Campbell, antiguo juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos y el exsenador R. M. T. Hunter, entraron en el salón donde los esperaban Lincoln y Seward. Con los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas a causa del frío, Stephens estaba envuelto en varios metros de grueso tejido de lana, que ahora procedía a desenvolver. Cuando finalmente emergió del capullo, y se acercó a Lincoln con la mano tendida, el presidente dijo:

—¿Se ha visto alguna vez una mazorca más pequeña después de tanto deshojar?

—Stephens rió mientras le estrechaba la mano.

—Me alegro de ver que sigue siendo el mismo, Mr. Lincoln.

Temía que estuviera usted aún más alto con toda esta eminencia.

Sólo mis problemas son eminentes.

—Entonces —dijo Stephens— una cosa tenemos en común.

Seward hizo lo posible por encauzar la conversación. Pero como ocurría siempre con Lincoln, había historias que contar y aparentes divagaciones ociosas que, como ahora Seward sabía, eran muy significativas evasiones y sutiles retiradas. La primera nota discordante surgió en relación con la esclavitud. Al principio, Lincoln se había mostrado muy comprensivo; incluso había especulado sobre lo que haría si estuviera en lugar de Stephens y fuera, como él, un político de Georgia. En ese caso, sugeriría una emancipación gradual de los esclavos, a lo largo, por ejemplo, de cinco años, de modo que ambas razas tuvieran tiempo para encontrar una forma de vida en común en tan alteradas circunstancias.

—Quizá mis coterráneos de Georgia dirían que prefieren conservar sus esclavos. —Stephens se calentaba las pequeñas manos con la taza de café.

—Eso no es posible —dijo Lincoln.

—Sin embargo, si he comprendido bien, usted ha liberado a nuestros esclavos por necesidad militar, y no porque favoreciera usted, en principio, la abolición.

Lincoln asintió.

—Es verdad.

—Entonces, si se hace la paz, ya no hay necesidad militar, y seguiremos como antes, ¿verdad?

Seward intervino.

—Si se ratifica la Decimotercera Enmienda a la Constitución, eso cambiará.

—¿Qué es —preguntó Campbell— la Decimotercera Enmienda? Cuando yo estaba en la Corte sólo había doce.

—Hace tres días, el 31 de enero, el Congreso aprobó una enmienda que impone la abolición de la esclavitud en todos los Estados Unidos —respondió Seward—. Naturalmente, dos terceras partes de los estados deben ratificarla. Si estuvieran ustedes dentro de la Unión, podrían votar por el «no». Pero si no lo están…

—Esto cambia todo —dijo Stephens. Dejó la taza en la mesa—. Mr. Blair nos dio a entender que había una… una alternativa continental.

Lincoln movió la cabeza.

—Ésa es la solución de Mr. Blair. No es la mía. Es posible que un día nos veamos obligados a ir a la guerra con los franceses en México; pero antes de eso debemos volver a integrar la Unión.

—Parecería —dijo Stephens, consternado— que nosotros debemos pagar el precio de esa integración.

—No, eso no es del todo exacto. Creo que puedo reunir cuatro millones de dólares para compensar a los propietarios de esclavos. Se me ha ofrecido, para este fin, considerable apoyo extraoficial, procedente de personas cuyos nombres les asombrarían.

—Si eso ocurriera —dijo Hunter—, si se pagara por los esclavos y éstos fueran liberados, ¿cómo vivirían? Siempre han tenido supervisores. Están acostumbrados a trabajar bajo coacción. Si no hay quien los dirija, no se hará ningún trabajo. No habrá campos cultivados, y tanto los negros como los blancos morirán de hambre.

—Ustedes saben mejor que yo cómo es vivir en una sociedad esclavista. Pero lo que acaba de decir me recuerda a aquel granjero de Illinois que…

Seward rezó porque la historia fuera pertinente. Estaban en ese momento en el centro mismo de la negociación; y había empezado a abrigar esperanzas.

Lincoln hablaba ahora de un mítico Mr. Case, que había adquirido gran cantidad de cerdos y se preguntaba cómo alimentarlos. Finalmente, tuvo la inspiración de plantar patatas en una vasta extensión; así, cuando los cerdos hubiesen crecido lo suficiente, sacaría toda la piara al campo y se ahorraría dos tareas: cosechar las patatas y dar de comer a los cerdos. Pero un vecino le recordó que en Illinois las heladas eran tempranas, y la matanza se hacía en invierno; y que el suelo estaría helado hasta los dos palmos de profundidad durante bastante tiempo. ¿Cómo harían entonces los cerdos para arrancar del suelo las patatas? Esto sorprendió a Mr. Case. Pero finalmente exclamó: «Bueno, quizá sea cruel para sus hocicos, pero es muy sencillo: ¡tendrán que hozar y cavar o morir!». Lincoln rió; pero él solo.

Seward pensó que la historia era de peculiar mal gusto, y hasta ruda. Empezó a cambiar de tema cuando Lincoln, consciente del error, agregó:

—Sólo quería decir que, incluso si las cosas fueran tan complicadas como ustedes piensan, tengo la impresión de que se sorprenderían ustedes al comprobar qué bien pueden sobrevivir los blancos y los negros.

Hablaron durante cuatro horas, inútilmente. En cierto momento, Lincoln dijo que, si bien toda persona que decidiera prestar juramento de lealtad a la Unión sería bien acogida, quizá ciertos individuos merecerían castigo por incitar a otros a la rebelión.

Hunter respondió a esto.

—Señor presidente —dijo. Era la primera vez, observó Seward, que los sureños concedían ese título a Lincoln. Como Lincoln no llamaba vicepresidente a Stephens, y menos presidente a Davis, los comisionados habían tenido buen cuidado de devolver la omisión—. Si hemos comprendido correctamente, usted piensa que nosotros, los confederados, hemos cometido traición, que somos traidores a su gobierno, que hemos perdido nuestros derechos y que quien debe ocuparse de nosotros es el verdugo. ¿No es eso, en realidad, lo que dice?

—Sí —dijo Lincoln, sin ningún énfasis—. Eso es lo que he estado repitiendo desde el principio de esta gran perturbación. Stephens miró la cubierta. Nadie habló durante largo tiempo. Seward intentó pensar en algo que permitiera escapar del impasse; pero no lo encontró.

Finalmente, Hunter observó, tratando de mostrar ligereza:

—Entonces, mientras sea usted presidente, no nos colgarán… siempre que nos comportemos bien.

—Si hubiera… o si hubiera habido… un camino sencillo para salir de esto —dijo Lincoln lentamente—, hace mucho que habría echado a andar por él.

—Confiábamos —dijo Stephens— en la solución mexicana.

—Por cortesía hacia usted, la reconsideraré. Pero no es probable que cambie de idea.

La conferencia había terminado. Seward pidió que se sirviera champán.

—Si no podemos celebrar la reunión de los estados —dijo Seward—, al menos celebraremos nuestra reunión personal. Lincoln y Stephens evocaron los viejos tiempos, mientras el anterior juez de la Corte Suprema, Mr. Campbell, decía a Seward:

—No puedo pensar en nadie menos adecuado que Mr. Chase para el cargo de juez supremo.

—Es lo mismo que cree Monty Blair —dijo Seward, muy divertido.

—No hablo de sus puntos de vista políticos. Por supuesto, me opongo a ellos. Pero Chase no sabe nada de leyes.

—Aprenderá sobre la marcha, como hacemos todos.

—No lo hará —dijo Campbell, quien, confederado o no, conocía perfectamente a la gente de Washington—. Estará muy ocupado preparándose para la presidencia. Conozco a ese viejo embaucador.

—Personalmente, y en privado, creo que tiene usted razón —dijo Seward. Luego agregó maliciosamente—: ¿Por qué no se lo dice al presidente?

—Ya es muy tarde. Y no quiero que me cuelguen por lése majesté además de traición.

En la cubierta, el presidente se despedía de los sureños. Soplaba un viento frío del oeste, y el cielo estaba oscuro a mediodía.

—Bueno, Stephens —dijo Lincoln, inclinándose para mirar la cara del hombre casi como había hecho, pensó Seward, cuando le habían presentado a Tom Thumb—, ya que no hemos podido hacer nada por nuestro país, ¿hay algo que pueda hacer por usted personalmente?

—No. —Stephens hizo una pausa; luego dijo—: Pero no me molestaría recuperar a un sobrino que tienen ustedes prisionero en Johnson’s Island.

—Lo tendrá. —Lincoln escribió el nombre en su agenda. Después de las despedidas, los comisionados descendieron a su bote. Lincoln y Seward miraron a los sureños, que un remero llevaba de regreso al Mary Martín.

—Pues bien, gobernador, parece que tendremos que seguir con esto hasta el fin.

Seward asintió.

—Yo no tenía verdaderas esperanzas. No pueden ceder después de todo lo que… ha sucedido.

—Los comisionados subían a bordo de su barco. El bote del River Queen estaba aún junto al casco del Mary Martín, y el remero negro alcanzaba a un marino de este último una caja de botellas de champán. Seward se dirigió a un oficial.

—¿Puedo usar su megáfono, señor? El oficial se lo dio. Seward aulló por él:

—¡Les hemos enviado un regalo!

—Los comisionados se lo agradecieron agitando los brazos.

—¡Quédense con el champán! —La voz de Seward resonó sobre las aguas invernales—. ¡Pero devuélvannos al negro!

—Eso sólo, gobernador, casi vale el viaje —dijo Lincoln, con un último adiós a su amigo de otros tiempos, Alexander Stephens. Mientras daba la vuelta para entrar en el salón, se sopló los dedos, que ahora siempre estaban fríos. Luego agregó—: No les queda mucho tiempo.

—Ésa es mi impresión. ¿Cuánto, diría usted?

—Unos cien días —dijo Lincoln—. Sólo que no me atrevo a pensar en el número de vidas que todavía se perderán.

Tres días más tarde, Lincoln propuso al gabinete su plan de reembolso a los propietarios de esclavos. Todos los miembros se opusieron. Lincoln empezó a argumentar, y muy pronto cedió. Hay se preguntó si el Tycoon defendía realmente ese proyecto. Había ocasiones en que parecía empeñado en un complejo juego que exigía toda clase de amagos y paradas. Lincoln también escribía así sus discursos. Primero anotaba frases sueltas en rectángulos de cartón, y no de papel común, que era más dificil de manejar, y luego ordenaba y reordenaba largamente esos cartones durante la preparación de un discurso importante, como el que preparaba ahora para la inauguración de su segunda presidencia. Cuando Lincoln tenía listo el borrador, Hay llevaba los cartones a la imprenta en el orden que esperaba fuera definitivo; una vez impresa la maraña de palabras e ideas, Lincoln reiniciaba nuevamente su elaborado proceso de composición.

—Hay nunca había visto al Anciano tan preocupado por un discurso. Quería justificar la guerra y describir, sin entrar en mayores detalles, cómo reconstruiría la Unión cuando concluyera la guerra.

—Quiero que este discurso sea bastante duradero —dijo a Hay, mientras empezaba a hacer anotaciones en la primera prueba de imprenta—. Será mi testamento político.

Algo muy parecido se esperaba en el salón de la casa de pensión de Mrs. Surratt la mañana del 4 de marzo, día de la Inauguración. Mientras Annie enseñaba a una niña a tocar el piano en un ángulo, John Surratt y David discutían en otro los últimos cambios en los planes. Durante el invierno, Booth había reunido una banda más o menos adicta de hombres, en su mayoría jóvenes y sureños. Ed Spangler era el mayor; y el menor, Lewis Payne, había sido uno de los jinetes de Mosby. Payne había conocido a Booth en Richmond, en 1861, y había llegado a tener una estrecha relación con el actor. Cuatro años más tarde, Booth había encontrado por casualidad a Payne, medio muerto de hambre, en las calles de Baltimore. Payne había sido herido en Gettysburg; había prestado el juramento; no tenía una vida que vivir hasta que Booth lo incluyó en la conspiración. Integraban también el grupo otros dos soldados confederados, ambos de Baltimore; uno había ido a la escuela con Booth. Y George Atzerodt, un barquero nacido en Alemania, que se especializaba en el contrabando entre ambos márgenes del Potomac.

Como David sospechaba, Booth agradó a John Surratt. Ciertamente, su pasión por la Confederación los unía; y durante el invierno David llegó a sentirse algo celoso de su intimidad. Con frecuencia Wilkes y John enviaban a David a algún recado y se desvanecían escaleras arriba, en el National Hotel. Pero cada vez que se sentía abandonado, Wilkes hacía o decía algo que le encantaba y le recordaba que había hallado el hermano mayor que nunca había tenido, tanto más necesario ahora que vivía de nuevo en su casa con sus siete hermanas. Incluso las casadas habían regresado al hogar, momentáneamente descasadas; y Mrs. Herold no cesaba de llorar y cocinar, rezar y hacer reproches.

Cuando se anunció que el presidente iría al Teatro Ford el 18 de enero a ver a Edwin Forrest enJack Cade, una figura adecuadamente revolucionaria, Booth se lanzó a la acción. Habría dos caballos junto a la puerta trasera del teatro. La barca de Atzerodt aguardaría en la costa. Los dos soldados de Baltimore y Booth irían al palco presidencial, mientras Lewis Payne y David se quedaban detrás de los bastidores. A una señal de Booth, un actor amigo cortaría el gas para apagar todas las lámparas. El presidente sería capturado, atado y llevado al escenario, desde donde el vigoroso Payne lo transportaría hasta los caballos. Durante dos días todos ensayaron cuidadosamente el plan. Pero la noche del 18 de enero, el presidente no fue al teatro.

Hubo gran descontento entre los conspiradores, y Booth consideró mejor pasar fuera de Washington la mayor parte de febrero. Pero los dos de Baltimore y Payne seguían viviendo en la ciudad, a expensas de Payne; John Surratt, a quien le negaron unos días de licencia en Adams Express, se marchó sin despedirse; y David continuaba ayudando a Spangler en el Teatro Ford.

Booth reapareció, más ferviente que nunca, mientras la Confederación se desintegraba entre los golpes demoledores de Grant al norte de Richmond y el fuego de Sherman al sur.

—Sólo temo que sea demasiado tarde —dijo John Surratt.

—Entonces será lo último que podremos hacer por nuestro trágico país —dijo David, que se había habituado a la grandilocuencia de Booth.

—No comprendo por qué quiere secuestrarlo en el teatro, donde será bastante dificil llevar a un hombre, y menos a un hombre custodiado, desde un palco al escenario y desde el escenario al exterior. —John no se dejaba arrastrar tan fácilmente como David por la teatralidad de Booth. John se inclinaba a las acciones prácticas y secretas, como convenía a un jinete nocturno.

—Sólo habrá un hombre de Pinkerton —dijo David, que había oído todos los argumentos—. Y nadie sabrá qué ocurre si todas las luces están apagadas.

—Pero también nosotros estaremos a oscuras. —En el ángulo opuesto del salón, Annie tocaba «Dixie», para diversión de su pequeña alumna—. No hay mejor sitio que el camino que va desde la calle Siete hasta el Hogar del Soldado.

—Todo el verano lo han acompañado los soldados. Yo pensé que nuestra mejor oportunidad era el otro día, en el hospital…

—Al que no fue —dijo John.

—Bueno, pero casi capturamos a… ¿quién iba en el coche?

—Una presa equivocada —respondió John—. La otra noche dijo algo raro.

—¿Mr. Chase?

—No, Mr. Booth. Fuimos juntos al Capitolio, cuando terminaba la sesión…

—El día que yo tuve que ir a ocuparme de Spangler y de los caballos. —Como de costumbre, David había sido excluido. Se preguntó por qué Booth prefería la compañía de John. ¿La educación podía hacer tanta diferencia? Sin embargo, cuando se trataba de teatro, David sabía más que John Surratt; y cuando se trataba del actor Wilkes Booth, David sabía casi más que nadie. Por otra parte, John conocía a la perfección los caminos de Maryland y ya se había decidido que John guiaría a Booth y al presidente cautivo por senderos ocultos hasta Richmond.

—Mientras nos abríamos paso entre la gente hacia la galería de la Cámara de Representantes, vimos esa estatua de Lincoln contra la pared. Y Booth dijo: «¿Quién es éste?». El parecido no es grande; pero lo reconocí y se lo dije, y Booth preguntó: «¿Qué hace él aquí antes de su hora?».

—¿Y qué estaba haciendo? —preguntó David, a quien la pregunta no le parecía descabellada.

—Es la forma en que lo dijo. Y más tarde, en el restaurante de Skippy, donde nos emborrachamos, no dejó de citar Shakespeare, acerca de la muerte de los tiranos…

Julio César —dijo David, bien informado—. Sólo que esta vez Booth hará de Bruto, que es el papel que su hermano Edwin siempre consigue, como el otoño pasado en Nueva York, donde los tres hermanos, Wilkes en el papel de Marco Antonio y Junio Bruto…

—Creo que Booth intentará matarlo hoy en el Capitolio —dijo John, bruscamente.

—¿Matarlo? —David miró a Surratt, que jugaba con el mango del cuchillo Bowie que acostumbraba a llevar en la bota. David también había tratado de llevar ahí un cuchillo, pero sus botas eran muy ajustadas y se había hecho un rasguño en el tobillo; ahora llevaba el cuchillo en el cinturón—. ¿Y para qué? Vivo, vale por medio millón de soldados de la Confederación. Muerto no sirve para nada.

—Eso es lo que le dije. Pero no me escuchó. Me preguntó si iría con él a la inauguración y si, en caso de necesidad, lo acompañaría a cruzar el río. Le contesté: «Y si no voy, ¿qué?». Entonces dijo que tú lo harías.

—Pero yo no conozco tan bien los caminos. —David repetía lo que John no ignoraba.

—Él piensa que sí. Yo le dije que cuente conmigo para un secuestro, pero no para un asesinato.

—¿Por qué ha cambiado de idea? Surratt se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero pienso, y puedo equivocarme, que ha recibido de Richmond la orden de no hacer nada. Y también sé que hay otra conspiración para matar al Viejo Abe…

—¿Quién?

—Tengo una teoría. Pero no te la diré. —Surratt sonrió—. De todos modos, me figuro que si Richmond no quiere su colaboración, él bien podría hacer por su propia cuenta lo que quiere, a su modo, antes de que lo haga otra persona.

—¿Así que intentará, como Bruto, matar a Lincoln con un cuchillo?

—Tiene una pistola.

Lewis Payne entró en el salón; parecía llenarlo. Annie y su alumna trataron de no mirarlo; lo miraron y tocaron teclas equivocadas. El rostro de Payne era como los de las estatuas del Capitolio, y su cuello suave y musculoso era casi como el pecho de David. Se movía como un león en el zoo, listo para saltar por encima de la reja y matar a todo el mundo, excepto a Wilkes, a quien amaba. Muy tarde, por la noche, en el restaurante de Skippy o dondequiera que todos estuvieran, Payne parecía siempre solo en mitad de una peligrosa jungla, alerta los ojos gris azulado, visibles los fuertes músculos de sus brazos incluso a través de la gruesa tela de su flamante chaquetón azul oscuro con muchos botones. Aun en reposo, los músculos se relajaban y contraían como los de un felino. Era un verdadero asesino, pensaba David con admiración. Y no era extraño: Payne había adquirido fama como uno de los jinetes de Mosby con su nombre real, Lewis Powell, que había cambiado al prestar juramento por temor a alguna represalia especial del ejército al que tanto había asediado en los tiempos en que Mosby era el amo del valle del Shenandoah y Lewis Powell «el terrible Lewis».

Su voz era sorprendentemente suave, y tenía el marcado acento del sur de Florida.

—El capitán quiere que vayan al Capitolio —dijo—. Nos quedaremos al pie de esa plataforma que han construido para que suba el Viejo Abe. El capitán estará en la escalera del Capitolio, justamente detrás del Viejo Abe.

John preguntó en tono cortante:

—¿Para qué nos quiere?

—David se preguntó si John estaría tan celoso de Payne como él mismo estaba de John.

—Spangler tiene un caballo listo —dijo Payne—. Un solo caballo. Si el capitán quiere llegar hasta ese caballo, le ayudamos.

—¿Piensa matarlo? —susurró John, aunque Annie y su alumna no podían escuchar nada bajo los vigorosos compases de «Maryland, my Maryland».

—El capitán hará lo que él quiera. Nosotros cumplimos órdenes. Vamos.

—Dócilmente, David y John Surratt cumplieron órdenes y siguieron al joven gigante.

En el vestíbulo del National Hotel, Booth miró por la ventana la lluvia que caía desde la madrugada. Por el resbaladizo barro amarillento de la avenida de Pennsylvania corrían locamente empapados marranos y gallinas, mientras personas y caballos, en número aún mayor, se movían hacia el Capitolio, ocultos por la venenosa niebla que se había levantado del río.

El vestíbulo del National estaba lleno de gente. Los paraguas causaban grandes daños cuando se abrían o cerraban; o cuando se negaban a abrirse y cerrarse. En los salones del primer piso se habían dispuesto camas para acomodar a los forasteros.

Finalmente, apareció Bessie Hale.

—Lo siento, Mr. Booth. He llegado tarde…

—No importa —murmuró él—. Aquí está.

—Me recuerda usted a su Romeo del invierno pasado. ¿Cómo es, realmente, Avonia Jones?

—Sólo una actriz demasiado mayor para el papel de Julieta.

—No me gustó nada, en particular en la escena del balcón.

—Lo dejaba a usted abandonado. Yo no lo he abandonado. He tenido toda clase de dificultades con las entradas. Finalmente tuve que ir a ver al mayor French; él está a cargo de la ceremonia.

Bessie hurgó en su bolso hasta que encontró una tarjeta, que entregó a Booth.

—Es una entrada para el Capitolio y para la escalinata del pórtico del este, pero no para la plataforma donde estará el presidente, y también padre y yo. ¿Sabe? —la voz de Bessie bajó un poco—, ¡nos vamos a España!

—¿Sí? —Booth miraba, pensativo, la tarjeta—. ¿De vacaciones?

—No, no. Padre será embajador en España. ¡Estamos tan contentos! Quiero decir, por no tener que regresar a Nueva Hampshire… ¿Vendrá a visitarnos?

Booth, con un amplio gesto, se inclinó y le besó la mano.

—Sólo debe enviarme una sola línea, una sola palabra, «venga», e iré a cualquier parte del mundo en que esté usted.

—Será a Madrid, entonces, si viene —dijo Bessie. Luego se unió a ellos el amigo de Booth, el portero de noche del National Hotel. La sabiduría de Booth se condensaba en una frase emblemática y reiterada hasta la saciedad: «Siempre hay que hacerse amigo del portero nocturno». Bessie fue a reunirse con sus padres.

A las diez continuaba lloviendo, pero el viento del norte, que acababa de levantarse, había disipado la niebla. Enjoyada y espléndidamente vestida, Mary entró en el despacho de Hay.

—¿Dónde está Mr. Lincoln?

Hay tuvo el discreto placer de informar a Madam que el Tycoon y Nicolay habían ido más temprano y sin avisar a nadie al Capitolio, donde el presidente debía firmar algunos documentos.

—¡Dios mío —exclamó ella—, no es posible! Tenemos que desfilar por la avenida.

—Mr. Lamon piensa que el presidente no debe exponerse a pasar entre la muchedumbre. De modo que Mr. Lincoln se reunirá con usted en el Capitolio, apenas haya prestado juramento el vicepresidente. —Para sorpresa de Hay, Madam aprobó razonablemente el plan de Lamon. Entonces Hay le dijo que ella iría al Capitolio en compañía del capitán Robert Lincoln, miembro notorio de la plana mayor del general Grant: Robert había ganado finalmente la batalla contra su madre, aunque con la condición de no estar nunca fuera del alcance de la vista de Grant.

Poco antes de mediodía la lluvia cesó y la pequeña multitud que aguardaba ante el pórtico este del Capitolio se convirtió en una muy grande. Había una plataforma de sencillos tablones sobre los escalones. En el centro de la plataforma, cerca del borde delantero, había una mesa redonda con un vaso de agua. El presidente diría su discurso desde detrás de la mesa; y detrás de él, en una larga hilera de sillas, se instalarían los miembros del gabinete y los jueces de la Corte Suprema. Más atrás, los parlamentarios, los diplomáticos y las señoras, que tendrían la hermosa visión de varios miles de paraguas en la plaza y los vivos colores de las banderas empapadas que colgaban de las ventanas.

David recordó la pequeña muchedumbre de cuatro años atrás; y los soldados que aguardaban en las ventanas, listos para disparar. Hoy había incluso más soldados que entonces; pero la gente no era ya secesionista. En realidad, había allí muy pocos nativos de la ciudad, en comparación con las personas venidas de todos los puntos de la Unión, incluso de la lejana California. David estaba al lado de Spangler, algo a la izquierda de donde hablaría el presidente. Gracias a Payne, estaban tan cerca de la plataforma que sólo podían ver tablones y soldados yanquis, que no parecían tener instrucciones concretas. Uno de ellos, un chico irlandés con cara de mono, pisaba constantemente los pies de David.

Spangler murmuró:

—Ruego a Dios que Johnny no haga ninguna locura.

—Si la hace —dijo David—, es lo último que hará. Hay diez mil soldados aquí.

—Y sólo dispone para salvarse de un caballo del otro lado. —Spangler movió la cabeza—. No saldrá vivo de la plataforma.

—Eso si llega. —Normalmente, Wilkes tenía muy buen sentido, aunque muchas veces daba la impresión de representar una obra de teatro que aún no había aprendido. Pero en los últimos días los discursos de Wilkes habían empezado a alarmar a David. Era evidente que Wilkes era perfectamente capaz de matar al Viejo Abe delante de todo el mundo y hacerse matar después, dejando un testamento que su hermana se ocuparía de publicar; un sobre cerrado, le había dicho a David, que sólo debía abrir ella cn caso de que él muriera. David estaba deslumbrado por tanto esplendor. Eso era historia. Así se vivía la vida plenamente hasta el estruendoso final. Pero David no estaba totalmente seguro de que él mismo quisiera participar en lo que, después de todo, no era la apoteosis de David Herold, sino la peculiar muerte en escena del astro más joven del mundo.

La presa de Booth estaba ahora en la galería del Senado, con el mentón apoyado en la mano y el rostro inexpresivo. Debajo de él se encontraba, frente a la silla del vicepresidente, el vicepresidente electo de los Estados Unidos, el gobernador Andrew Johnson, de Tennessee, completamente borracho.

El antiguo sastre Johnson era un hombre lampiño de mandíbula cuadrada y aspecto severo. Seward lo había conocido cuando ambos estaban en el Senado, antes de la guerra, y siempre lo había encontrado afable aunque algo gris. Pero ni el rostro —rojo subido— ni su ánimo desatado eran hoy grises. Junto a Johnson estaba el vicepresidente saliente, Mr. Hamlin, que no parecía saber adónde mirar. Justamente antes de la ceremonia, Hamlin había susurrado a Seward que Johnson estaba ebrio desde que llegara a Washington. Johnson acababa de recobrarse de la fiebre tifoidea, y la combinación de whisky y convalencia había demostrado ser letal. Los miembros de la Corte Suprema, situados a la izquierda y a la derecha de Johnson, parecían asombrados, con excepción de Chase, que parecía esculpido en mármol y, por ello, indiferente a la oratoria rural que brotaba de los labios de Johnson.

La distinguida concurrencia, vestida en ropa de gala y charreteras doradas, espada y sombreros emplumados, empezaba a gozar ahora de la confianza de Johnson, quien repitió cuatro veces que él era plebeyo. La cuarta vez que usó la palabra, Seward murmuró a Welles, que estaba a su lado:

—Insistente, ¿verdad?

—Deplorable —dijo Welles. Parecía el punto de vista unánime. En la Cámara surgió un murmullo mientras el discurso seguía y seguía. Aunque Lincoln no cambiaba de expresión, Seward advirtió que se encogía en su silla, como si quisiera estar en otro sitio. Hamlin tironeaba enérgica y visiblemente de los faldones del frac de Johnson.

Johnson, impávido, gritaba:

—Tennessee ha roto la vara del tirano y el yugo de la esclavitud. —El secretario del Senado, Forney, avanzaba tácticamente hacia Johnson, con una sonrisa humilde en los labios—. ¡Ningún estado puede dejar esta Unión! —proclamó Johnson.

—Eso es ortodoxia —dijo Seward, encantado con el horror de Welles y la letanía constante de Stanton: «Este hombre está loco».

—Y, además, el Congreso no puede expulsar un estado de la Unión. —El vigoroso rebuzno prosiguió hasta que, con un súbito movimiento concertado, el vicepresidente, el secretario del Senado y el juez supremo lograron hacer girar a Johnson, quien quedó de espaldas al público y frente a Chase, que así podía proceder al juramento. Pero Johnson, decidido a no dejar que se perdiera para siempre un momento tan maravilloso, se volvió una vez más hacia el público, y con la Biblia en alto rugió: ¡Beso este libro ante los Estados Unidos!

El presidente ya estaba a mitad de camino por el pasillo. Cuando pasó al lado de Seward, el premier dijo:

—Creo que Mr. Johnson está abrumado por la emoción de haber regresado, tan dramáticamente, al Senado.

Lincoln alzó un instante ambas cejas; luego se dirigió al mayor French, que debía acompañarlo hasta el pórtico.

—No permita que Johnson hable fuera —dijo. Luego salió de la Cámara, seguido por Seward y el resto del gabinete.

En la rotonda se detuvieron a esperar a la Corte Suprema, y a Andrew Johnson, asistido por Forney.

—Su sombrero, señor vicepresidente —dijo Forney, entregando al estadista su sombrero de copa de seda. Johnson tomó el sombrero y, con una sonrisa beatífica, se lo puso no en la cabeza, sino delante de la cara.

—Horrible —dijo Stanton.

—Quizá sea lo mejor, después de todo —dijo Seward, mientras salían, entre dos hileras de policías, al pórtico: soplaba un viento frío y el cielo estaba salpicado de nubes plomizas. Booth, que no había encontrado asiento, estaba entre la multitud al pie de un grupo estatuario, a unos diez metros del gobierno de los Estados Unidos. La mano de Booth estaba en el bolsillo derecho de su abrigo, apretando con los dedos la culata de una pistola.

Cuando Lincoln se puso de pie para hablar, presentaba un blanco perfecto que era imposible de errar. Pero le distrajo, como a todo el mundo, la súbita aparición del sol. El presidente estaba rodeado ahora por un deslumbrante halo de luz inesperada.

—¡Compatriotas! —La voz familiar de tono agudo generó ecos y reverberaciones en la plaza. Desde donde estaba, David podía distinguir solamente la mano derecha de Lincoln, que sostenía un folio cortado por la mitad donde estaba su discurso, impreso a dos columnas—. Esta segunda vez que me presento para prestar el juramento de mi cargo presidencial, hay menos motivos para un largo discurso que la primera.

Un discurso breve, pensó Seward, mirando, complacido, los paraguas oscuros, los sombreros de copa, las gorras militares, las brillantes bayonetas. Era dificil creer que hubiesen pasado cuatro años desde la última vez que había asistido a esta misma ceremonia. Por supuesto, con la edad, el tiempo parece fluir más rápidamente que en la juventud. Aun así, Seward casi esperaba ver al viejo Winfield Scott en su coche, en la colina opuesta, y también al joven zuavo…, ¿cómo se llamaba?, que había muerto al principio de la guerra. Un héroe. Pero luego habían muerto tantos otros que Seward ya no podía tornar en serio la muerte de nadie. Sin duda, los hombres debían de haber respondido de esa misma forma alucinada a la peste negra, en Europa. En cuanto a la supervivencia política, sólo continuaban en sus cargos dos miembros del gabinete original: él mismo y Welles. Incluso el recién llegado Fessenden se marcharía pronto; había sido reelegido para el Senado, y ocuparía su sitio Hugh McCulloch, que…

Seward empezó a escuchar, y no meramente a oír, el discurso de Lincoln:

—Mientras se pronunciaba aquel discurso inaugural dedicado a salvar la Unión sin guerra, había en la ciudad insurgentes que deseaban destruirla sin guerra: trataban de disolver la Unión y dividir sus bienes por medio de la negociación. —Con qué seriedad, pensó Seward con asombro, se habían tornado a aquellos necios y arrogantes virginianos—. Ambas partes desaprobaban la guerra; pero una estaba dispuesta a hacer la guerra antes de permitir que la nación sobreviviera, y la otra a aceptar la guerra antes de permitir que pereciera.

Hubo de pronto una lenta pero creciente ola de aplausos en la plaza. Lincoln se interrumpió, como si no estuviera preparado para esa respuesta. Miró a la muchedumbre hasta que hubo nuevamente silencio. Entonces, en silencio, aguardó hasta que Seward temió que hubiera olvidado el punto en que estaba. Pero Lincoln halló el momento para decir cuatro palabras que atrajeron lágrimas incluso a los ojos de Seward.

—Y la guerra llegó.

Más atrás, Hay se sonó la nariz. No había visto el texto final, y tampoco Nicolay. Habían estudiado los trozos de cartón, pero eran un rompecabezas, como la guerra misma.

—Ninguna de las partes esperaba que la guerra alcanzara la magnitud y la duración que ya tiene. Ninguna imaginaba que la causa del conflicto pudiera cesar antes que el conflicto mismo. Ambas esperaban un triunfo más fácil, y un resultado menos fundamental y sorprendente.

Mary estaba al lado de Robert y escuchaba atentamente, como hacía pocas veces porque, como decía su padre, en Kentucky, la mayoría de los oradores son meros sacos de viento.

—Ambas leían la misma Biblia y rezaban al mismo Dios; y ambas invocaban su ayuda contra la otra parte. —A Mary le gustaba que el presidente uniera constantemente el Norte y el Sur—. Puede parecer extraño que un hombre se atreva a pedir la ayuda de un Dios justo para obtener su pan con el sudor de otros hombres; pero no juzguemos para no ser juzgados. —Mary empezó a llorar. ¿Acaso no había dicho lo mismo Ben durante la última sesión de Mrs. Laurie?— No era posible responder a las plegarias de ambas partes; ninguna ha obtenido una plena respuesta. El Todopoderoso tiene sus propios designios; «Ay del mundo, a causa de la iniquidad». —En su toga de seda negra, Chase murmuró con el presidente el texto bíblico. Siempre había pensado que Lincoln era un ateo, pero en esta ocasión solemne parecía verdaderamente dispuesto a volver a la religión de sus padres. Sin embargo, era curioso: aunque el presidente hablaba de Dios y del Todopoderoso, jamás mencionaba al Hijo crucificado y resucitado. Chase se preguntó si Lincoln no se vería a sí mismo como el Hijo, pero se apresuró a alejar la idea. La simplicidad y la humildad esenciales de Lincoln, combinadas con la ausencia total de imaginación histórica y sobre todo religiosa, apartaban de él una ambición semejante. Lincoln era la astuta mediocridad, pensó Chase, en su punto más alto y deprimente.

El índice de Booth estaba sobre el gatillo. No era nada morir en el escenario. En realidad, era más bien ridículo, como su padre había demostrado en una oportunidad. Pero matar y morir en un sitio como éste, y en ese momento…

La voz resonó, más alta y más clara que el eco de la plaza.

—Sin malicia hacia nadie; con caridad para todos; con firmeza en el bien, ya que Dios nos permite ver el bien, trataremos de concluir esta guerra, de curar las heridas de la nación, de cuidar de aquellos que han sufrido el peso del combate, de sus viudas y huérfanos; de hacer todo lo posible para alcanzar una paz justa y duradera entre nosotros y con todas las naciones.

El presidente dejó el discurso en la mesa. Entre los atronadores aplausos, Booth apuntó la pistola desde el bolsillo hacia el más visible de los blancos y apretó el gatillo. Nada ocurrió.

El presidente se volvió hacia Chase, que se había puesto de pie, con la Biblia abierta en la mano. En voz alta, Chase solicitó el juramento. Había practicado el breve discurso tantas veces que no ceceó una sola vez. Y por segunda vez, Lincoln declaró Con nueva resonancia, ensombrecida por la sangre derramada, pensó Chase, el famoso juramento registrado en el cielo:

—Juro solemnemente que cumpliré con fidelidad el cargo de presidente de los Estados Unidos y que, con toda mi capacidad, he de preservar, proteger y defender… —Esta vez, advirtió Hay, la palabra clave, «defender», fue menos estridente que la anterior— la Constitución de los Estados Unidos, con la ayuda de Dios.

Durante la salva de veintiún cañonazos, los dedos de Booth examinaron el arma dentro del bolsillo: había olvidado quitar el seguro.

Ir a la siguiente página

Report Page