Lincoln

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TERCERA PARTE » Diez

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Diez

La noche del 24 de marzo de 1865, el Ríver Queen fondeaba en el río James, frente a City Point. En la cubierta estaban el presidente, Mrs. Lincoln y Tad, que tenía una pistola en una mano y una bandera americana en la otra. Alrededor había naves de diversos tamaños ancladas, y en la orilla del río se amontonaban armas y provisiones. En una elevación se veía, a la luz de las hogueras y las lámparas de petróleo, una ciudad improvisada de tiendas, cabañas y cobertizos. Desde la cubierta inferior, el capitán Robert Lincoln saludó a sus padres; luego se apresuró a desembarcar.

—Va en busca del general Grant. —Lincoln señaló la elevación—. Allí está el cuartel general.

—¿Robert es un capitán de verdad? —preguntó Tad, apuntando con su pistola al comandante en jefe.

—Por supuesto, Taddie —dijo Lincoln—. Y no debes apuntar a nadie con un arma.

—Poco después, un bote de remo traía al general, a Mrs. Grant y a Robert al Ríver Queen.

—Qué vulgar parece ella —murmuró Mary.

—Madre. —A Mary no le agradó que Lincoln usara con ella exactamente el mismo tono que había empleado con Tad.

Mary abrazó a Robert, y Tad se encaramó sobre los hombros de su hermano. Grant estrechó primero la mano del presidente, luego la de Mary. Ella advirtió que no los miraba a los Ojos. Por su parte, Julia Grant no podía mirar a nadie a los ojos, porque uno contemplaba permanentemente su nariz aquilina y el otro parecía querer huir de la loca mirada del primero. Lincoln condujo a los Grant al salón, donde se habían encendido todas las lámparas.

—Nos intoxicamos con el agua del barco durante el viaje —dijo Lincoln—, pero conseguimos agua algo mejor en la fortaleza Monroe.

—Aquí el agua es malsana —dijo Grant—. Nosotros la hervimos. —Mary se preguntó si el general bebía realmente tan insípida sustancia. Lo estudió cuidadosamente a la plena luz del salón. Parecía sobrio. Por supuesto, se sabía que la presencia de Mrs. Grant garantizaba esa sobriedad.

—Bienvenida a City Point, Mrs. Lincoln. —Julia Grant era, a juicio de Mary, desagradablemente generosa, como si City Point y el ejército le pertenecieran.

Mary sonrió y se inclinó; no respondió. Lincoln quería bajar a la orilla de inmediato; y aunque Grant dijo que poco se podía ver de noche, el presidente insistió.

—Mary se quedó sola entonces con Mrs. Grant, quien procedió a sentarse en el único sofá del salón. Mary nada dijo, pero estaba segura de que su mirada de indignación era suficiente para informar a Mrs. Grant de su terrible infracción a la etiqueta. Nadie podía sentarse, sin ser invitado, en presencia de la primera dama. Silenciosa y lentamente, Mary se dejó caer en el sofá. Las dos mujeres estaban tan cerca que sus faldas se rozaban.

Mary estaba muy erguida, y miraba directamente al frente.

Después de un instante de incómodo silencio, Mrs. Grant pasó del sofá a una pequeña silla que había enfrente.

—¿Ha tenido buen viaje? —preguntó.

—Sí —dijo Mary.

Hubo otro silencio, algo más prolongado, y Mrs. Grant dijo:

—Creo que el general Sherman llegará mañana. Viene por mar desde Carolina del Norte. Será la primera vez que lo veremos desde que ocupó Atlanta y Savannah.

—Se alegrarán ustedes mucho —dijo Mary. Y no pudo resistirse a agregar—: Espero que pueda explicar por qué, tres meses después de ocupar Atlanta, la incendió.

—Consideró que era necesario proteger su retaguardia mientras avanzaba hacia el Norte.

—Sin duda lo consideró necesario. Pero hizo mucho más dificil a mi marido negociar la paz.

—No creo que pueda haber ahora una paz negociada. La guerra no terminará hasta que mi marido entre en Richmond.

—¡Cuántas veces lo hemos oído! —Mary dedicó a Julia Grant una amplia sonrisa y parpadeó para demostrar de qué buen humor estaba. Le encantó que Mrs. Grant enrojeciera levemente. Hubo entonces un silencio muy satisfactorio en el salón, que duró hasta que entró Tad a la carrera y dijo que había estado en la orilla.

—Pero volví enseguida. Los soldados nos detuvieron, a Mr. Crook y a mí, y nos dijeron «¿Quién va?», «Santo y seña» y esas cosas. Y cuando les dije «Soy yo» no me reconocieron. Entonces le pedí a Mr. Crook que volviéramos antes de que nos mataran.

—Es un chico… encantador —dijo Mrs. Grant.

—Sí —dijo Mary, consciente de la calculada vacilación antes del adjetivo—. Hemos conocido a su hijo mayor —añadió, sin caracterizar de ningún modo a ese joven absolutamente insignificante.

Tres días más tarde, Lincoln, Grant, Sherman y el almirante Porter se reunieron en el salón del barco mientras Mary se iba a la cama con ciertos signos preliminares de La Migraña.

—No puedo expresar el placer que siento al estar fuera de Washington —dijo Lincoln.

—Por eso le pedí que viniera, señor —dijo Grant—. Tenía la impresión de que le agradarían un viaje y un poco de descanso.

—¿Qué lugar más descansado que el frente? —Lincoln sonrió.

—Esperamos a Sheridan en cualquier momento. —Grant había puesto sobre la mesa un mapa de Virginia—. Describe un arco desde aquí, en el valle, hasta Harrison’s Landing, aquí. En este momento está cruzando el río James justamente al sur de donde estamos nosotros. Una vez que llegue con la caballería, podremos ocupar, finalmente, Petersburg.

—Finalmente —repitió Lincoln. Se dirigió a Sherman—. Sin duda, cuando su ejército se reúna con el del general Grant, todo llegará al fin.

—Sí, señor. —Sherman era un hombre delgado y flexible, con despeinado pelo rojo y los ojos claros de un ave de presa—. Ya nada queda de la rebelión, excepto Johnston en Carolina del Norte y Lee aquí, y Lee no puede tener más de cincuenta mil hombres.

—Entonces ahora nuestra superioridad numérica es de tres a uno. —Lincoln miró a Grant, que asintió—. Y por lo menos habrá todavía una batalla.

Grant asintió de nuevo.

—Sería muy bueno evitarla, si fuera posible. Ha habido tanta sangre derramada… —Lincoln se volvió a Grant—. Cuando caiga Richmond, e incluso antes, ¿qué impedirá a Lee y a su ejército subir al tren e irse hacia el sur, hacia Carolina del Norte, a reunirse con Johnston? Allí podrían cultivar las tierras y resistir durante años.

—En primer lugar, señor, no podrán tomar el tren. —La voz de Sherman era serena pero enfática.

—¿Qué puede impedirlo? Todavía retienen dos líneas férreas, hacia el sur y hacia el oeste.

—No en las partes donde hemos estado nosotros; y hemos estado en todas excepto en este último tramo, desde Carolina del Norte hasta aquí.

—Sí —dijo Lincoln—. Pero no están allí ahora. Ustedes están aquí, o lo estarán muy pronto. Y la línea férrea sigue en su sitio. —Ya no, señor. La hemos desmantelado. No se puede usar.

—No es muy dificil volver a poner en su lugar raíles y traviesas. Lo hicimos nosotros en Annapolis al principio de la guerra.

Sherman rió.

—Creo que usted no comprende a mis hombres. Las traviesas de madera han sido quemadas. Y los raíles, los han echado al fuego y han hecho con ellos sacacorchos. No hay en Virginia una vía férréa que Lee pueda usar.

Lincoln silbó cómicamente.

—No hacen ustedes las cosas a medias, ¿verdad?

—No, señor —dijo Sherman—. ¿Recuerda usted la primera vez que nos vimos, hace cuatro años?

—Por supuesto. —Lincoln habló demasiado deprisa—. Con su hermano el senador Sherman, ¿verdad?

Sherman ignoró la vacilación de Lincoln.

—En ese momento le dije que ésta sería una guerra larga y terrible, y usted respondió que no tan larga, según esperaba, y que incluso en ese caso lograría de algún modo resistir.

—¿Dije eso? —Lincoln movió la cabeza con asombro—. Bueno, soy sólo un político, y los políticos tendemos a decir cosas estúpidas. Y lo peor es que además las hacemos. Ha sido usted, entonces, el mejor profeta. ¿Qué predice ahora para nosotros?

—Esta vez, señor, el profeta deberá dirigir la mente hacia usted mismo. Porque apenas la guerra termine, el futuro será lo que usted haga con él.

Grant miró a Lincoln fijamente.

—Sherman tiene razón. Usted deberá decidirlo todo. ¿Qué haremos con los ejércitos rebeldes? ¿Con los generales? ¿Con los políticos? ¿Qué haremos con Jefferson Davis?

—Mr. Davis… —El rostro de Lincoln se animó—. Eso me recuerda la historia de aquel hombre que hizo voto de templanza. Entonces fue a casa de un amigo, bebedor, que trató de inducirlo a beber. El hombre se negó. Pidió limonada y se la dieron. Entonces el amigo señaló una botella de coñac y dijo: «¿No tendría mejor sabor con un poco de eso?». Y el flamante abstemio respondió: «Bueno, siempre que lo pongan sin que yo lo sepa».

Los tres hombres rieron. El almirante Porter dijo:

—En otras palabras, si Mr. Davis escapa a otro país, usted no se opondrá, ¿verdad?

Lincoln se limitó a sonreír; luego dijo:

—Deseo que la Unión vuelva a ser lo que era del modo más rápido e incruento que sea posible.

—Tendrá problemas con el Congreso —dijo Sherman, hermano de un senador.

—Después de todo, ése es mi trabajo. Y debo decir, Sherman, que me sentiría más tranquilo si usted estuviera de regreso con su ejército en Carolina del Norte.

Sherman rió.

—Le prometo que no se desintegrará tan rápido. Lincoln estiró los brazos hasta que se oyó un crujido cerca de los omóplatos. Luego dijo, bruscamente:

—Sherman, ¿sabe por qué me gustan usted y Grant?

—No lo sé, señor. Sólo sé que le debo a usted más bondades de las que merezco.

—Porque no me censuran, como hacen todos los demás generales. —Lincoln se puso de pie—. Por lo menos, de forma que yo me entere.

Luego sacó de sus soportes en una mampara una larga hacha para incendios.

—Veamos si pueden ustedes hacer esto mismo. —Lincoln aferró el hacha por el extremo del mango y la mantuvo, con el brazo extendido, paralela a la cubierta. Los generales intentaron hacerlo, pero hallaron excesivo el peso—. Es un truco de equilibrio —dijo Lincoln.

—Y de músculos —dijo Sherman.

Al día siguiente, el presidente y los generales fueron hasta el campamento principal del ejército del río James para asistir a una gran revista. Mrs. Lincoln y Mrs. Grant les seguían en una ambulancia por el camino de tablones tendido a través de un mar de ciénagas y fango rojo de Virginia. Mary jamás en su vida había padecido incomodidad comparable, aparte del dolor: detrás de sus ojos había surgido un dolor de cabeza que no cesaba.

En la parte posterior de la traqueteante ambulancia, Mary y Julia compartían los barquinazos en un banco, cuando no eran arrojadas una contra la otra. Un edecán del general Grant, sentado frente a ellas, se excusaba por el estado del camino.

—Nunca es cómodo —dijo Mrs. Grant, aferrada a lo que podía.

—Podemos soportar la incomodidad —dijo Mary, en el tono de una reina—. Pero, seguramente —se dirigió al oficial—, llegaremos tarde a la revista.

—Creo que no —dijo él—. Por supuesto, el conductor iba despacio deliberadamente.

—Dígale que nos gustaría ir más rápido.

—Eso no me parece prudente —dijo Julia Grant; el ojo que tenía más cerca de ella se alejó con toda insolencia.

—Pero debemos ir más rápido —exclamó Mary. El oficial dio la orden al conductor, y los caballos saltaron hacia delante en el preciso instante en que una extensión llana y cenagosa daba paso a un trecho hecho de troncos de distintos tamaños. La ambulancia volaba. Las dos señoras, como una sola, abandonaron su asiento y habrían abandonado la ambulancia si no hubiese tenido techo en la parte posterior. Pero sólo los espléndidamente decorados sombreros impidieron que se rompieran las cabezas, al elevado precio de dos maravillosos ejemplos del arte del tocado. Cuando Mary volvió a caer en el banco, gritó:

—¡Paren! ¡Quiero bajar! ¡Iré a pie!

La ambulancia se detuvo. El faisán ornamental que era la decoración central del sombrero de Mrs. Grant se había deslizado hacia su frente, y ahora un ala brillante le acariciaba patéticamente la mejilla.

—¡Mrs. Lincoln! ¡No! ¡Por favor!

Mary casi había descendido cuando el oficial la sostuvo.

—Madam —dijo en tono tranquilizador—, el barro tiene un metro de profundidad aquí. No es posible ir a pie.

—¡Oh, Dios! —le gritó Mary directamente a la deidad, que no respondió. Mientras volvía al banco, los ojos cerrados y la cabeza palpitante, sintió que las cerezas de cera de su sombrero se desprendían y caían una por una al suelo de la ambulancia como si fueran verdaderas y maduras.

Pero Mary había formulado una predicción exacta. Llegaron tarde a la revista. En un gran campo fangoso, una división del ejército desfilaba. Mrs. Grant identificó a la distancia al general al mando, James Ord. Mientras la ambulancia se acercaba al estrado erigido para la revista, pasó al lado una mujer delgada en un gran caballo.

—¿Quién es? —preguntó Mary—. Creí que no se permitía la presencia de mujeres en el frente.

—Así es —dijo Julia Grant—, pero ella es la esposa del general Ord. Tiene un permiso especial.

—Del presidente —dijo el edecán, con una sonrisa que era, para Mary, la obscenidad misma escrita en rojo sobre el aire. Respondió con un grito, y le alegró ver que parte de ese rojo huía de esos horribles labios burlones.

—¿Ella ha tenido una audiencia con el presidente? ¿Es eso lo que usted sugiere? ¿Una audiencia privada? —Mary oyó una risita burlona de Mrs. Grant a su lado. Sí; estaban todos de acuerdo—. Eso es lo que quisieran ustedes que la gente creyera. Pero ninguna mujer está jamás a solas con el presidente. Así que pueden decir tantas mentiras como quieran…

Ahora el general Meade estaba al lado de la ambulancia.

—Mary se volvió hacia él en demanda de apoyo. Mientras él la ayudaba a descender, ella le preguntó —como le pareció— con gran astucia:

—General Meade, me han sugerido que esa mujer del caballo ha recibido un permiso especial para estar en el frente concedido por el presidente en persona.

Meade dijo:

—No, Mrs. Lincoln. No por el presidente. Quien concede esos permisos, y muy rara vez, es Mr. Stanton.

—¿Ven? —Mary giró y se enfrentó a sus enemigos. Se dirigió al oficial corrompido—. El general Meade es un caballero, señor. No ha sido el presidente, sino el secretario de Guerra, quien ha dado un permiso a esa mujerzuela. —Mary saboreó su triunfo. Afortunadamente, el general Meade era realmente un caballero, perteneciente a una de las más tradicionales familias de Filadelfia, de modo que actuó como si nada hubiera ocurrido mientras la escoltaba hacia el estrado de la revista. Mary sabía que sus dos enemigos mortales estaban justamente detrás de ella, con las cabezas juntas, intercambiando susurradas obscenidades. Ya se encargaría de ellos a su tiempo.

Mientras Mary ocupaba su silla ante una división entera que presentaba armas, vio al presidente que, flanqueado por los generales Grant y Ord, empezaba su cabalgata a lo largo de la extensa hilera azul oscuro. Cuando el presidente pasaba delante de un regimiento, los hombres lo aclamaban y él se quitaba el sombrero. Detrás de los tres hombres, había una docena de oficiales de alto rango, y una hermosa mujer a caballo.

—¿Quién es? —preguntó Mary.

Mrs. Grant respondió:

—Es Mrs. Ord, la esposa del general.

—Está al lado de mi marido.

—En realidad —dijo suavemente Mrs. Grant—, está al lado del marido de ella, el general Ord.

Mary se volvió hacia el general Meade en busca de ayuda, pero él había ido a la mesa del telégrafo, en el punto más alejado del estrado. En su lugar estaba un solícito coronel.

—Señor, ¿esa mujer ha acompañado al presidente durante toda la revista? —Mary examinó el rostro del coronel atentamente: ella sabría de inmediato si mentía, como si pudiese ver con perfecta claridad el cerebro del hombre, más allá de su cara estólida.

—Bueno, sí —dijo el coronel.

—Está con el general Ord, Mrs. Lincoln… —empezó Julia Grant.

—Soy capaz de calcular la distancia… ¡Mire ahora! —Mrs. Ord estaba realmente a la par del presidente—. ¡Dios mío! —exclamó Mary—. Esa mujer pretende hacerse pasar por mí. Los soldados pensarán que soy yo. ¿Acaso cree que él quiere estar al lado de ella?

Un joven mayor se acercó. El coronel dijo rápidamente:

—Aquí está el mayor Seward, sobrino del secretario de Estado.

—Mrs. Lincoln. —El mayor saludó a Mary.

—Ya conozco a Mr. Seward —empezó Mary, observando la nariz en forma de pico de loro del joven, tan parecida a la del premier, otro enemigo.

El mayor Seward advirtió que todos miraban al presidente y a Mrs. Ord.

—El caballo del presidente es muy galante —dijo el mayor Seward, con el corrompido desenfado de su tío—. No quiere alejarse del caballo que monta Mrs. Ord.

—¿Qué quiere usted decir? —gritó Mary, en el extremo mismo de la humillación pública.

La respuesta del mayor Seward fue una instantánea retirada. Mientras tanto, el presidente y los generales se alejaban hacia el frente de Petersburg, y Mrs. Ord se acercaba al estrado de revista. Mary no podía creer lo que veía. La insolencia de la mujer estaba más allá de todo lo que había visto en su vida. Mrs. Ord desmontó, subió al estrado y se acercó.

—Bienvenida, Mrs. Lincoln —dijo.

Mary se irguió. Se sentía exaltada. Por fin podía asestar a sus enemigos un golpe mortal.

—Puta —dijo Mary, feliz por lo bien que podía controlar su voz. Luego explicó a esa perdida lo que pensaba de ella y de su conducta. Mary se sentía flotar sobre el paisaje como una nube, quizás una nube de tormenta, pero absolutamente serena. Todo lo que era preciso decir a esa mujer, ahora con la cara roja, fue dicho. Desde su altura de nube, Mary vio las lágrimas correr por el rostro vicioso, y al coronel que intentaba poner obstáculos a esa tarea necesaria, y a Julia Grant que osaba interrumpir.

En cierto sentido, Julia Grant era la peor, desde luego. Había putas en todas partes, después de todo; y una buena esposa siempre podía avergonzarlas o, si eran del todo desvergonzadas, hacerlas a un lado. Pero Mrs. Grant era una amenaza. Mrs. Grant era la esposa de un héroe. Un carnicero, por supuesto, pero aun así un héroe para el estúpido pueblo. Mrs. Grant era, además, insolente. Se había sentado sin permiso en presencia de la primera dama un día.

—Supongo —dijo Mary, con increíble astucia y la más dulce de las sonrisas— que piensa llegar pronto a la Casa Blanca, ¿verdad? Mrs. Grant, cuyos ojos eran tan defectuosos como su carácter, se atrevió a responder:

—Estamos muy felices donde estarnos, Mrs. Lincoln.

—Pues bien, consígala si puede. —Mary estaba encantada con su propia sutileza. Sólo le sorprendía oír a una mujer que gritaba. ¿Podía ser Mrs. Ord? No: ésa lloraba en silencio. Mary se preguntó de dónde venían los gritos mientras decía fríamente: «Es muy bonita la Casa Blanca». Entonces Mary vio la cabeza de Julia Grant rodeada por un nimbo ardiente; comprendió que era ella misma quien gritaba, y perdió toda conciencia de dónde estaba.

Pero no era La Migraña, porque esa misma noche, a bordo del River Queen, Mary era de nuevo ella misma, casi. Había sido públicamente humillada por Mrs. Ord, e insultada por Mrs. Grant en privado. Pero Mary presidía la mesa de la cena con lo que juzgaba admirable señorío. No podía recordar cómo había regresado de la revista al barco, y eso le causaba cierta desazón. En verdad, mientras cenaban con seis oficiales del estado mayor, con Mrs. Grant a la derecha del presidente y el general Grant a la derecha de Mary, ella no sabía con certeza cómo había comenzado la cena. Pero ahora que todo marchaba tan bien, le pareció que podía murmurar a Grant:

—Espero que en el futuro pueda usted dominar a Mrs. Ord, cuya exhibición de esta tarde, al lado de mi marido, ha merecido tan desfavorables comentarios.

La respuesta del general Grant fue poco clara. Pero el presidente dijo:

—Madre, yo apenas reparé en la presencia de la señora.

—No porque ella no quisiera —dijo Mary—. ¿Por qué debe haber mujeres aquí?

—Ord la necesita.

—Así como me necesita en algunas ocasiones el general Grant —dijo Mrs. Grant.

—Oh, sabemos todo acerca de esas ocasiones —empezó Mary. Pero el presidente interrumpió.

—Madre, después de la cena subirá a bordo la banda del ejército. Tendremos baile.

—Pensamos que sería alegre —dijo Mrs. Grant—. En medio de tantos horrores. Olvidar por un instante.

—Seré feliz si ustedes lo son. —Mary era consumadamente generosa. Se volvió hacia Lincoln—. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que el general Ord es la principal razón de que el ejército del río James haya estado parado aquí tantos meses. —Mary pensaba que había sobrepasado por el flanco a los Grant—. ¿No ganaríamos más rápido la guerra si él fuera reemplazado?

—Madre… —Lincoln parecía muy lejano en el otro extremo de la mesa. Ella oía con dificultad su voz, pero oyó claramente al general Grant, que dijo:

—Ord es un oficial magnífico. No puedo prescindir de él. Mientras Mary insistía en la conveniencia de reemplazar a Ord, sintió un brusco éxtasis que inundaba su mente y su cuerpo. Al mismo tiempo flotaba alto, muy alto sobre la mesa, como una nube o quizá la luna. Era de nuevo una niñita en Lexington, muy lejos, jugando a tornar el té con sus muñecas.

El primero de abril, Mrs. Lincoln regresó a Washington por breves días. Tanto ella como el presidente se habían alarmado por un vívido sueño que él había tenido: la Casa Blanca estaba en llamas.

Ése había sido el pretexto para el retorno. Ella se reuniría después con él, acompañada por algunos amigos y por Elizabeth Keckley.

Lincoln se había instalado en el despacho telegráfico anexo a la cabaña de troncos que era el cuartel general de Grant. Le encantaba enviar personalmente noticias a Stanton, en el Departamento de Guerra; y había muchas noticias. Las tropas de la Unión se movían hacia Richmond desde todas las direcciones. En efecto, la llegada de Sheridan había completado el cerco de la ciudad.

—Me alegro —dijo Grant, mientras se preparaba para ir al frente— de que Sherman no participe en la última batalla. Lincoln miró al general, de baja estatura, con cierta sorpresa.

—Sin duda, hay gloria suficiente para todos.

—No la hay —respondió Grant—. Ése es el problema. El ejército que tenemos aquí es el ejército del Este. Mejor dicho, el del Norte. Y la guerra tiene especial importancia para el Norte; y este ejército ha fracasado siempre. Si Sherman se une a nosotros, el país entero dirá que el Este empieza las guerras, y que el Oeste debe terminarlas.

—¿Sabe, general? —dijo Lincoln, pensativo—, usted tiene todas las dotes de un excelente político.

Grant casi sonrió.

—Y usted, señor, las de un excelente táctico militar.

—No sé cómo debo interpretar eso —respondió Lincoln, mientras iban desde el despacho telegráfico hasta el cuartel general.

—Dígame una cosa. —Grant se detuvo ante la puerta de la cabaña de troncos. Parecía muy joven al cálido sol de primavera, con los ojos azules ardientes y la barba brillante como piel de zorro—. ¿En algún momento, durante los últimos cuatro años, dudó usted del éxito final?

—Nunca —dijo Lincoln—. En ningún momento.

Grant asintió.

—Es lo que le dije a Sherman.

Un gatito apareció en la puerta de la cabaña. Ausente, Lincoln lo alzó y le rascó las orejas mientras entraban en la habitación llena de actividad. Los asistentes entraban y salían; sobre el mapa de Virginia, todas las líneas convergían en Richmond.

El 2 de abril el general Grant ocupó Petersburg. Lee se retiró a Richmond. Era urgente ahora impedir que Lee lograra salir de la zona.

—Nuestro temor —dijo el almirante Porter al presidente, mientras se dirigían a Petersburg— es que se retire a Carolina del Norte, y se reúna con el ejército de Johnston. Juntos, podrían resistir largo tiempo.

Lincoln asintió.

—Es necesario terminar ahora, de una vez por todas. —Miró por la ventanilla del vagón de tren los árboles con hojas nuevas verde claro, y las señales de la guerra: trincheras abandonadas, caballos muertos, cápsulas de granadas.

En la estación de Petersburg el capitán Robert Lincoln recibió a su padre.

—Bien venido a Petersburg, señor —dijo, mientras hacía el saludo militar al presidente.

Lincoln dijo:

—Hemos tardado, pero finalmente hemos llegado. —Montó en el caballo que le había traído su hijo y, rodeados por un contingente de caballería, ambos cabalgaron por las calles desiertas de la ciudad, donde sólo se veían algunos tímidos negros.

—Grant los recibió en la galería de la casa donde había emplazado su cuartel general.

Lincoln estrechó la mano de Grant.

—Hace días que sospechaba —dijo al general— que finalmente pensaba usted rematar este asunto. Ahora lo está haciendo.

Grant se tomó su tiempo para encender un enorme puro.

Luego dijo:

—Señor presidente, esta mañana, a las ocho y quince, el generalWeitzel ha aceptado la rendición de Richmond. Anoche Mr. Davis y su así llamado gobierno se retiraron a Danville. El general Lee intenta en estos momentos huir hacia el sur. Pero no se lo permitiremos. Ahora lo tenernos donde queremos.

Lincoln miró, con el ceño fruncido, el suelo de barro duro y seco de la calle. Seguía perdiendo misteriosamente peso, y estaba algo encorvado. Se había convertido, como él mismo solía decir, en un estudioso de la tierra. Pero en ese momento, alzó la mirada y dijo:

—Parecería, general, que estamos a punto de terminar nuestra tarea.

—Nos ha llevado demasiado tiempo, señor. Pero cuando empezamos éramos perfectamente ignorantes. Los dos bandos.

—Ahora no somos ignorantes —dijo Lincoln—. Sabemos demasiado de la guerra y de cuánto cuesta… Yo mismo telegrafiaré la noticia a la nación. Yo, que he dado tantas malas noticias a tanta gente, por lo menos puedo anunciar el fin de esta vasta aflicción.

Al día siguiente, a bordo del buque insignia del almirante Porter, el Malvern, Lincoln y su comitiva se dirigían río arriba hacia el puerto de Richmond, donde el barco fondeó. El almirante Porter se presentó de inmediato con un bote de doce remeros para llevar al presidente a la capital enemiga.

En el muelle había una gran multitud de negros que se preguntaban mutuamente «¿Quién es?». Cuando se les dijo que era el presidente Lincoln, no podían creerlo. Pero Lincoln se puso de pie y bajó a la orilla, llevando de la mano a Tad, y empezaron a aplaudir. Algunos pidieron permiso tímidamente para estrecharle la mano y otros sólo querían tocarlo.

Con el almirante Porter a su lado, Lincoln avanzó por la calle, custodiado por doce vigorosos marineros armados con carabinas.

Mientras avanzaban por el centro de las calles sin tránsito, empezaron a formarse muchedumbres, ahora de blancos también además de negros. Había hombres subidos en todos los postes de telégrafo, resueltos a ver a la encarnación del demonio yanqui, elViejo Abe, o el Viejo Nick, en persona. El guardia de Tad, Mr. Crook, no dejaba de repetir al oído de Lincoln: «No me gusta el aspecto de esta gente». Pero, aunque no había señales de bienvenida, tampoco expresiones notables de hostilidad. De todos modos, en cierto punto, el nervioso almirante Porter dijo:

—Señor, ¿no podríamos detenernos en este hotel, y esperar a los hombres del general Weitzel?

—Encuentro más interesante caminar, almirante. —Lincoln señaló una parte de la calle principal: un edificio público había recibido tal cantidad de bombas que sólo la fachada ornamentada se mantenía en pie—. Hemos hecho mucho daño a esta ciudad —dijo Lincoln, con cierto asombro.

Mientras pasaban junto a las ruinas, se inició un leve viento y de pronto empezaron a girar en la calle miles y miles de documentos oficiales, como grandes hojas cuadradas caídas.

—Lo que empieza en el papel —dijo irónicamente Lincoln, mientras los documentos del gobierno se amontonaban alrededor de sus tobillos— termina en el papel.

Doblaron una esquina y vieron, en su colina, el intacto templo griego que era el Capitolio del estado. Cuando izaron en el mástil la bandera de la Unión, la escolta de marinos aplaudió, y Crook se puso de un salto ante el presidente, amparando con su enorme cuerpo el delgado de Lincoln.

El presidente alzó la vista a la ventana donde Crook había visto un peligro.

—No hay nadie allí —dijo.

—Había un hombre con un fusil, señor.

—Yo tengo mi pistola —dijo Tad, satisfecho.

—Hoy no la necesitarás, Taddie —dijo Lincoln, reiniciando el paseo.

Más cerca del Capitolio, se detuvieron ante la famosa prisión de Libby. Cuando alguien gritó «¡Echémosla abajo!», Lincoln dijo:

—No. La conservaremos como un monumento. —Y entonces, para alivio del almirante Porter, apareció una escolta de caballería, de modo que el presidente pudo recorrer montado el resto del camino hasta una austera casa de estuco gris con un portal de pilares.

Allí se detuvo el comandante de caballería.

—Ésta es la casa de gobierno de la Confederación, señor presidente. Ahora es suya.

Lincoln desmontó. Se detuvo un instante para secar su cara con un pañuelo; luego él, Tad y el almirante Porter entraron en la casa de Jefferson Davis.

Acudió a recibirlos un negro anciano, que dijo:

—Yo trabajaba para Mr. Davis, quien ordenó que tuviera la casa en orden para los yanquis.

—Ya veo que así está. —Lincoln abrió una puerta que daba a una habitación con una larga mesa rodeada de sillas. Lincoln entró y, por la fuerza de la costumbre, se sentó a la cabecera de la mesa.

—Ésa era la silla de Mr. Davis —dijo el anciano.

—Ahora es la de Mr. Lincoln —dijo el almirante Porter.

—¿Podría traerme un poco de agua, por favor? —pidió Lincoln.

Mientras el anciano salía deprisa, entró el general Weitzel, quien sudaba copiosamente y saludó al comandante en jefe −Richmond es suya, señor. Lamento no haber podido recibirlo en el muelle, pero llegó usted antes de tiempo.

—Está bien. ¿Qué noticias hay del frente? —Tad y Crook fueron a explorar la casa, y Weitzel informó a Lincoln sobre las actividades del día. Lee estaba todavía en las proximidades, y Grant se disponía a una confrontación militar final.

El anciano regresó con agua para el presidente y whisky para el general y el almirante. Mientras brindaban por la victoria, Weitzel dijo que había setecientas casas destruidas en la ciudad, y muchos blancos y negros sin hogar.

—¿Cuáles son sus instrucciones, señor, acerca del trato a la población local?

—No conozco suficientemente la situación para dar una opinión definitiva; pero si yo fuera usted los trataría bien. —Lincoln asintió y repitió—. Trátelos usted bien.

De pronto, Lincoln miró a su alrededor como si por vez primera tuviese conciencia de la magnitud de la situación.

—Se parece mucho a un sueño —dijo por fin—. Aunque en estos días he soñado tanto que a veces no sé bien qué es real y qué no lo es.

—Esto es real, señor —dijo el almirante Porter—. Está usted sentado en la silla de Jefferson Davis, y él es sólo un fugitivo de su justicia.

Lincoln sonrió.

—Si eso es todo lo que debe temer, está perfectamente a salvo. Yo no tengo en este momento justicia, ni cosa alguna. Es el destino lo que nos guía; y la necesidad. Yo debo estar aquí, así como él debe huir, así como la guerra debe terminar. —Lincoln pasó la mano por la lisa madera de la mesa—. Y la Unión será restaurada de tal modo, que nadie podrá advertir la menor cicatriz de este gran trastorno, que pasará como pasan los sueños cuando uno despierta al cabo de una larga noche.

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