Limbo

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Todo cuanto alguna vez ocurrió está condenado a repetirse. Si todo lo que existe no hubiera ya existido, moriríamos de susto una vez que lo tuviéramos delante. Predecimos lo que ya ha ocurrido. Son tales repeticiones las que crean adaptaciones a una cotidianidad que de otro modo sería invivible. A esta ley tampoco se escapan los secuestrados. Entre cuatro paredes llenas el día con repeticiones. Caminas por el apartamento y tus pies son un salvapantallas; cuando has pasado por todos los puntos, cuando ya has pisado todas las baldosas, la pantalla se actualiza y vuelves a empezar. Esto ocurre varias veces al día.

Durante los meses iniciales del secuestro se dibujó insistentemente en mi cabeza el último cuadro que recordaba haber visto, Ofelia, de Sir John Everett Millais, pintado en 1852. Podría haber sido otro cualquiera, pero fue ése; lo reproducía una revista de interiorismo. Ofelia yace muerta en el río, boca arriba, los ojos abiertos y los labios también abiertos, pero no con expresión de estar muerta, sino de gozo. Los brazos de Ofelia se hallan ligeramente separados, como atrapada en el momento de realizar una ofrenda a Ias nubes, al cielo, a algo que no vemos. En una de sus manos aún sostiene las flores que había ido arrancando en las cercanías del arroyo antes de que, no se sabe, fuera arrojada al agua o simplemente se cayera.

Recordaba a Ofelia y acto seguido uno de mis poemas preferidos, que recitaba a la carrera:

Metafísica

El tiempo ha terminado.

(Una de las respuestas que da una cocina fabricada en Estados Unidos dotada de voz sintética a través de ordenadores.)

Es de un escritor llamado Esteban Peicovich, aparece en su libro Poemas plagiados. Yo leía mucho ese libro.

Se supone que entre la imagen de Ofelia y ese poema existe una relación, la del inesperado fin, la de la muerte no anunciada, pero inmediatamente después podía recordar la mirada de mi padre en la fotografía que todos nos habíamos hecho en el jardín, cuando yo tenía seis años, y cómo minutos después lo había visto irse, caminando calle arriba hacia el matadero. Su silueta haciéndose pequeña en el asfalto se me dibujaba entonces como la de un animal en un desierto. Había presentido aquello como una amputación; y así sería. Los años siguientes él estaría pero yo lo percibiría como los amputados sienten el miembro fantasma. Un día entró en mi habitación, arrancó todas las fotografías, las introdujo en la parrilla de barbacoa del jardín —tardaron horas en arder, pareciera que lo que ahí se quemara fuera realmente carne—, y me dijo que debía dejar de hacer esas fotografías del matadero. Naturalmente, no le hice caso. Dejé de colgarlas en la pared, pero las fui almacenando en el fondo del armario ropero.

Otra clase de recuerdos durante el cautiverio tienen que ver con mi comida preferida. Echaba de menos el mole de Puebla, o las cabezas de pollo en escabeche, también de Puebla, localidad situada al sureste de México D. F. y de la que eran originarios mis padres. O imaginaba que tenía la ropa que me gustaba, por ejemplo unos téjanos que ponían muy nerviosa a mi madre pues estaban rotos aposta. O cantaba canciones. Es curioso cómo la imposibilidad de oír música te va desarrollando el sentido de la afinación y la armonía, y cantas y lo haces mucho mejor de lo que lo hacías. Recuerdo haber cantado, y creo que perfectamente afinado, todo el disco The Soul Cages, de Sting, y el Yankee Hotel Foxtrot, de Wilco, y también todas las voces del primer disco de Parker & Lily, que nunca recuerdo cómo se llama porque el título es largo; o quizá es corto, no lo sé. O de pronto recordaba esta frase: «Hay una pesadilla que se me repite. Sueño que una película mía fracasa en un cine de arte y ensayo», dicha por Walt Disney pocos días antes de su fallecimiento, en 1966. Pero no la repetía mecánicamente, no se trataba de un mantra, tan sólo venía de vez en cuando, suelta, y no entendía por qué, ni siquiera sabía dónde la había oído o leído. Después recordé que Walt Disney había sido secuestrado por un fan, y que así lo certifican las tramas y breves alusiones que en sus películas posteriores a 1949 hay a ese acontecimiento.

Y entonces esa frase dejaba de tener gracia.

Otras veces, durante un encierro vienen a tu memoria pasajes más amplios, recuerdos extendidos, por llamarlos de algún modo. Uno que persistía era el de la temporada en la que prácticamente había dejado de comer. Tenía 19 años. Mi cuerpo estaba bien hecho, pero el espejo me devolvía siempre una silueta abombada. Dejar de comer es un proceso lento y, por eso mismo, adictivo, en el que se te aparecen pensamientos luminosos, un estado de constante euforia, una euforia dirigida hacia dentro, como si tal luminosidad naciera en tu interior y ahí se quedara.

Y ese error no lo ves. Después, cuando el cuerpo agota sus reservas de grasa comienza a consumir sus propios músculos, el cuerpo hace esas cosas, la digestión lenta de sí mismo, que alimenta aún más si cabe la lucidez y la inercial euforia. Hay un momento en el que no puedes parar. Lo único que te salva es verbalizar la frase: «En ausencia de comida, el cuerpo se come a sí mismo», sólo así, a través de esas palabras, consigues persuadir a tu cerebro del cese de tal carnicería y autocanibalismo selectivo, y digo selectivo porque el cuerpo no se come músculos como el corazón, sino otros menos vitales, por ejemplo los de las piernas y brazos, aunque terminará por devorar también su propio corazón si lo pones a prueba. Esa etapa anoréxica se me apareció muchas veces durante el cautiverio, y me pareció incomprensible. Recuerdo haberme odiado por aquello.

Y entonces no entendía cómo era posible que mi cuerpo pudiera cambiar tan radicalmente de punto de vista.

Hubo un momento, al año y medio de secuestro, en el que la imagen de Ofelia se retiró de mi mente y otro cuadro del mismo pintor comenzó a aparecérseme con insistencia. Se trataba de su último óleo, pintado meses antes de fallecer. Muestra a un explorador blanco, yace muerto en un paraje de Africa y con total indiferencia está siendo contemplado por dos africanos. Esta visión del hombre blanco también me pareció un radical cambio de punto de vista.

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