Limbo

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2. Eco, él » 11

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Las semanas siguientes, cuando salíamos a alguna cena, a nuestro regreso siempre miraba disimuladamente la fachada del edificio y, en efecto, fuera la hora que fuera nunca había una luz encendida. De pronto cogí miedo a abandonar el apartamento a esas horas, como si no quisiera ver todas esas ventanas vacías. Tomé entonces la costumbre de ver la televisión siempre que ella se ausentaba, o a esas horas nocturnas en las que, estando ella dormida, yo podía deambular por la casa sin ser molestado. No es que a ella le hubiera parecido mal, se trataba sólo de pudor personal; no quería que me viera perdiendo el tiempo ante la pantalla. Creo que buscaba en el televisor un anclaje a la materia, algo que me devolviera gravidez. Mi falta de costumbre a televisores de 999 canales hacía del visionado una especie de laberinto. Comienzas deteniéndote en todos los canales, pero terminas yendo de uno a otro sin parar hasta que al cabo de una hora aparece en tus pupilas un mosaico de imágenes que levanta una barrera entre tú y la realidad. Entonces apagas el aparato, esperas unos minutos, algo se resetea en tu cabeza, lo enciendes y vuelves a empezar. Es un loop que recuerda al de las mareas. Un amanecer, ella aún dormía, me levanté a beber agua, fumé un cigarrillo en la terraza, del fondo del cielo manaba un resplandor que no tenía catalogado; parecía fuego. Me senté en el sofá, encendí el televisor. En el primer canal en el que caí se hacía memoria del terremoto, de magnitud 8,8 —no dejó de llamarme la atención la duplicada cifra—, que en 1985 asoló México D. F. Supe que había dejado a su paso 10 mil muertos, 30 mil estructuras destruidas y más de 60 mil edificios con daños parciales. Las imágenes mostraron escombros que se contaban por montañas, en ninguna de ellas hacía sol, como si se hubiera retirado para siempre. Hubo escasez de agua durante meses, también de sangre. Fue necesario utilizar hielo para retrasar la descomposición de los cuerpos. El reportaje se extendió en el dramático caso del Hospital General de México, donde entre adultos y recién nacidos habían muerto 290 personas. La única buena noticia había sido el rescate de tres bebés, salvados una semana más tarde de entre los escombros porque estaban en la incubadora, la cual había actuado de parapeto. Los apodaron Bebés Milagro. No había terminado de decir el locutor «bebés milagro» cuando oí un grito que me hizo dar un salto en el sofá. Me levanté, fui corriendo a la habitación. Era ella, en la cama, medio incorporada. A mi pregunta de qué ocurría respondió que nada, sólo un mal sueño, le había parecido oír bisbíseos dentro de la habitación, y el pomo de la puerta, que parecía girar, pero que no me preocupara, ya había pasado. La dejé unos instantes para ir a la cocina, serví un vaso de zumo de naranja rebajado con agua, regresé y prácticamente lo encajé en su mano. Sobre la mesilla de noche, vertical contra el pedestal de la lámpara, se apoyaba la fotografía que habitualmente guardaba en el interior del armario del baño. Le pregunté por qué había puesto esa foto allí. Terminó de beber, dejó el vaso junto a la foto y contestó que por qué no, que aquélla era su familia. Tomó la imagen con las dos manos, la observó unos instantes.

—Mi madre, mi hermana pequeña y mi padre —dijo señalando cada una de las figuras con el dedo—. Nunca mi padre volvió a mirarme así. Es el recuerdo más hermoso de mi vida.

Dejé pasar unos segundos antes de decir:

—No sabía que ésa eras tú, estás muy cambiada.

—Tenía 6 años —hizo una pausa y añadió—: ¿Haces el desayuno?

Fui a la cocina, puse la cafetera al fuego y tortillas en el horno. Le gustaban con miel y un poco calientes. Sentado, esperé a oír la emersión del agua. Ella no tardó en aparecer, vestía un traje de flores amarillas. Echó un trago al café, pero no quiso las tortillas. La noté especialmente animada, dos días más tarde emprendería otro de sus viajes a Noé, tenía una bolsa que miniaturizar, quizá la mejor bolsa que jamás había diseñado, dijo, y para celebrarlo me proponía ir a desayunar fuera, pero no a El Conejo Blanco, sino a una nueva crepería, en la colonia Juárez, y después quería ir al mercado a comprar dos pescados para cocinarlos al horno, y un buen vino, un vino gallego, dijo.

Yo hacía días que no salía al exterior, me pareció una excelente idea. Por primera vez en varias semanas tomamos juntos el ascensor. Poco antes de llegar a la planta baja, concretamente al pasar por el segundo piso, dijo:

—Se me olvidaba, he ido a la agencia de viajes a preguntar precios de pasajes a Estados Unidos.

Abrió el bolso, no tardó en encontrar un folleto informativo que me tendió.

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