Limbo

Limbo


1. Matadero, ella

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Desde el minuto cero al último nos acompañan objetos. Incluso en un secuestro. Sonó su celular, ambos dimos un bote en el asiento, hacía más de un mes que no oíamos el sonido del celular. Era de uno de los moteles, querían saber si podíamos contestar a una encuesta rutinaria de evaluación del servicio dado. Dos días más tarde llegamos a Denver, única ciudad verdaderamente importante una vez pasada Kansas City. Estuvimos dando vueltas un par de horas, buscábamos un hotel económico pero confortable; resultó ser el Best Western del downtown. A media tarde salimos a ver la ciudad. Solares abandonados, torres de cristal y casas con aire antiguo, de no más de tres plantas. Por casualidad pasamos por delante de la Dikeou Collection, de la que numerosas veces había oído hablar; jamás la hubiera imaginado en Denver. Pulsé el timbre. A través del telefonillo una voz nos dijo que era martes y que los martes cerraban. Insistí, argumenté que veníamos de México y que mañana ya no estaríamos allí; nos abrió. Se trataba de una chica muy joven, de calculada amabilidad, que nos hizo pasar por la entrada de las oficinas. En una mesa de dibujo reposaba una fiambrera con lo que me pareció una ensalada de pasta. Un pequeño televisor, sobre una mesa de centro, emitía un reportaje de la guerra de Irak, de la BBC, una caravana de cuerpos desnutridos se perdía en un túnel que parecía no tener fin. Pasamos a la zona pública. Nos dejó solos. Estuvimos recorriendo las salas que albergan la colección permanente. Lo noté muy animado cuando pasamos ante el avión gigante de Misaki Kawai, que ocupaba de pared a pared una sala, construido el fuselaje enteramente con tela, papel y lana tricotada, así como también los pasajeros, sus vestimentas y objetos personales. Él se concentró en los detalles: la fecha de los periódicos que leían algunos viajeros, o la comida que una azafata llevaba a los pilotos, huevos fritos con verduras. Metió la mano a través de una ventanilla —cabía justamente el puño—, abrió una de las trampillas del techo, y una mascarilla de oxígeno hecha de lana y algodón cayó ante la cara de un pasajero. Sonreímos hasta que su movimiento pendular se detuvo. Tras más de media hora, supusimos que la chica querría irse. Nos despedimos y no tardamos en salir. Caminamos tres cuadras hacia el sur, entramos en un centro comercial, allí se me ocurrió que podíamos jugar a algo a lo que ya en México habíamos jugado muchas veces: durante media hora, y por separado, cada uno debe comprarle un regalo al otro. El subió al primer piso. Yo me quedé en la planta baja. Treinta minutos más tarde él me tendió una camiseta blanca, con un gran corazón rojo estampado en su centro, y yo le tendí una idéntica, pero de chico. Nunca nos había ocurrido. Ante dos cervezas, en uno de los bares del mismo centro comercial, estuvimos maravillándonos de la coincidencia. Cenamos en una nave de comida típica del West. Básicamente, barbacoa que, según instrucciones de la zona, no debe acompañarse ni con cerveza ni con agua ni, por supuesto, con vino, sino con un superazucarado daiquiri servido en una copa que parece un frutero. Al llegar al hotel hicimos el amor por segunda vez desde que el viaje comenzara. Fue diferente. Hasta esa noche él nunca me había dicho que tengo un buen cuerpo. No es que me hiciera falta oírlo para saberlo, se trataba únicamente de un subrayado. Para mí, el sexo son capas de subrayados o no es nada. Lo repitió varias veces y fue esa repetición lo que terminó por excitarme más de lo habitual. Aunque también contribuyó el modo en que acarició mi vulva, con especial tacto. Lo hizo desde arriba, como si asiera una cornisa en tanto respiraba entrecortadamente. Supongo que a su excitación contribuyó de manera decisiva lo que le había contado durante la cena. Fue pocos meses después del secuestro cuando comencé a fotografiar mi propio sexo en primerísimos planos, lo que equivale a decir que lo que fotografiaba era el aspecto de la vulva. Hice muchas fotos, superaron las doscientas. Lo que me sorprendió, y de tal modo que al principio no pude creerlo, fue que vista en fotografía mi vulva era cada día una vulva distinta. Vulva almohadillada, vulva seca, vulva de hocico de ternera, vulva de hocico de gato, vulva plana, vulva abierta, vulva que parece tronco de palmera, vulva con forma de oreja de ratón, vulva con forma de medallón, vulva con forma de colina, vulva con forma de herida sin cicatrizar, vulva con forma de herida cicatrizada, vulva como un ojo de caballo, vulva como un ojo de búho, vulva con forma de lirio, de clavel, de bellota, de helado en proceso de derretimiento. No sigo. Sólo un lunar que poseo en la cúspide del labio izquierdo podría delatar que se trataba del mismo sexo. Era hermoso colocar todas las fotografías formando un damero y contemplarlas; sólo así apreciabas la aparente imperfección de todas ellas, y eso me gustaba. Entendí que poseo cientos de vulvas. Este hallazgo me ayudó a comprender por qué el último año de mi encierro me había masturbado compulsivamente: buscaba otros sexos que hay en mí, sólo eso. Además, no había nada que pusiera más nerviosos a los secuestradores que mi masturbación, lo que de alguna manera me satisfacía. Ellos se dirigían a mí con el calificativo de hembra —lo habían repetido muchas veces durante mi transporte en el interior de la maleta—, y yo les devolvía la palabra hembra traducida no sólo en mujer sino en cientos de mujeres, cada una con su vulva y correspondiente excitación, contracción, clímax —del cual el rostro es espejo— y relajación, y digo lo del espejo porque a seis meses del fin de mi encierro supe que aquel apartamento se hallaba plagado de cámaras de videovigilancia, ocultas en los plafones. Cuando lo supe, no es que me exhibiera ante ellas, pero sí me daba lo mismo hacerlo que no hacerlo. Aquellas cámaras no tenían suficiente resolución como para recoger en detalle mi sexo, pero sí mi rostro. Si soy sincera, el hallazgo de las cámaras tuvo un efecto ambivalente. Por una parte, no estaba sola, alguien al otro lado me veía y una luz, la luz de mi imagen, alumbraba siquiera mínimamente una zona del mundo. Por otra parte ponía de manifiesto algo que tras año y medio casi había olvidado: no estás allí porque una catástrofe planetaria haya arrasado cuanto conocías, sino que a pocos metros de ti una mujer pasea a un perro, unos estudiantes regresan de las aulas, un hombre bebe un vaso de mezcal mientras ve el fútbol, cincuenta aviones surcan el cielo de México D. F.; el planeta continúa su curso. Espero poder volver a eso más adelante. Antes dije que nunca le conté a él lo del secuestro porque no creo que fuera la clase de hombre que tuviera valor para mirarme al fondo de los ojos y ver aquello, pero no menos cierto es que hay en toda ignorancia un principio de unión; es la parte que desconocemos de los demás lo que nos une a los demás, es ese agujero de ignorancia uno de los lazos más fuertes que pueden llegar a establecer dos cuerpos, y tal agujero yo lo quería conservar. Espero también poder volver a esto más adelante. El aire acondicionado del hotel Best Western era fantástico. Desde la cama, orientada a la ventana —necesito dormir con las persianas abiertas—, se intuían las estribaciones de las Montañas Rocosas, cúmulos de estrellas les daban un aire de postal pasada de moda. Varias veces le pedí que apagara la luz, pero él, sentado en el escritorio, no apartaba los ojos de las páginas de Historia del eco y el sonido en los Estados Unidos de América. Me quedé dormida con el reflejo de su perfil en la ventana; a lo lejos, las ondulaciones de una bandera de Estados Unidos que en la noche era negra y blanca. Creo que soñé con una palmera, y un perro que orinaba en el tronco y después se alejaba. Molestias menstruales me despertaron a las cuatro de la madrugada. A través de los párpados sentí la luz de la lámpara de escritorio. Le pedí que se fuera al lavabo a leer; no contestó. Me levanté, me detuve un momento a su espalda, lo suficiente como para detectar en mitad de un párrafo la frase «el Sonido del Fin». Me metí en el lavabo. El siempre hacía bromas con el precipitado de mi orina en el agua, decía que sonaba a motor de aire acondicionado; era divertido. Esta vez no comentó nada. Me limpié. Pulsé la cisterna. Ni me miró cuando salí. Me detuve a su lado, le dije: «¿Puedes explicarme de una vez qué buscas?, empiezo a estar francamente cansada». Levantó la vista —bajo las gafas, sus ojos parecían dos peces lejanos—, no dijo nada. «Creo que merezco una explicación», insistí. Me senté al borde de la cama con intención de no moverme de allí. Se quitó las gafas, frotó los ojos con un movimiento que dibujó una interrogación —hacía ese gesto siempre que se proponía iniciar una explicación prolongada— y dijo: «El Sonido del Fin ha sido citado por multitud de viajeros de todos los tiempos, Marco Polo no fue el primero, pero desde luego sí quien lo popularizó entre las clases altas y los comerciantes de su época con capacidad de transmisión. Desde entonces, el Sonido del Fin ha ido pasando por multitud de formas y representaciones en todas las capas sociales y culturales del mundo conocido. Se sabe que los comerciantes chinos del siglo xix, ante el acelerado arranque e implantación que entre los filósofos naturales de su época tuvo la teoría darwiniana, validos del arte de la taxidermia construían nuevas especies de animales uniendo, insertando o simplemente yuxtaponiendo partes de especies ya conocidas. Después, a fin de desafiar la ciencia occidental, paseaban esas criaturas por ferias y museos como ejemplos de puntos muertos, eslabones perdidos, derivas o fallas en el seno de la teoría de la evolución de Darwin. Algunos de los comerciantes afirman haber oído emitir sonidos a esas criaturas inertes. No voces ni asertos en lenguaje estructurado, sino simplemente sonidos nunca hasta entonces oídos. Los creyentes en tales hechos lo interpretaron como la manifestación de una realidad distinta a la común, compuesta estricta y únicamente por sonidos, en la que tales animales se hallaban inmersos, y la llamaron el Sonido del Fin. Pero no es ésta la única versión supersticiosa en la que se ha visto envuelto el Sonido del Fin. Por ejemplo, en zonas del norte de México los habitantes de ciertos poblados no sólo no permiten que ningún insecto o animal traspase sus fronteras, sino que cualquiera que lo haga será disecado y puesto a resguardo en un museo construido bajo tierra. El museo se ha visto obligado a ir aumentando sus dimensiones debido al acúmulo de ejemplares disecados; hablamos de siglos. Todos los demás animales o insectos de cada especie son aniquilados en lo que en términos puramente occidentales podríamos llamar refutación de la copia. ¿El motivo? Entienden que sólo una divinidad está autorizada a poseer copias de las cosas que pueblan el mundo. El caso es que al sonido, al ruido de fondo que puede escucharse en ese museo subterráneo, los habitantes de esa región lo llaman el Sonido del Fin. Otro ejemplo: yo mismo, en una zona de Miami denominada Wynwood, antes dedicada al almacenamiento de toda clase de mercancías y ahora reconvertida en zona hipster, en cuyas antiguas naves industríales han proliferado bares y salas de exposiciones, localicé un bar al que todos los grupos musicales de la ciudad llevan sus cintas de casete. Estos grupos no poseen ni página web, ni dominio digital, ni copias en MP3 u otro formato, ya sea físico o digital. De hecho, esas cintas son únicas. Sólo existe una copia por ejemplar. En esa ocasión —primera y hasta la fecha única en la que he pisado las calles de la ciudad de Miami—, entré en el bar y curioseé entre diversos artículos. Vendían fanzines, chapas, parches, revistas tipo Replicante o Zing-magazine, y cuando llegué al estante de las cintas pedí que me dejaran oír alguna, de prueba, por ver de qué iba. La dependienta, también camarera, me preguntó si estaba de broma, y fue entonces cuando, por boca de ella, supe de la peculiar filosofía que rodeaba a aquel bar y aquellas cintas de casete. Cuando salí, un rótulo sobre la puerta decía, en español, Sonido del Fin. Creía que lo sabía todo o casi todo acerca de tal sonido, pero hace pocos meses, a través de la versión digital de la revista especializada en el estudio del sonido Echoes, editada en Zúrich, supe que los astrónomos de la antigua China, excelentes observadores del cielo, prescindieron de los movimientos regulares de los planetas para únicamente documentar fenómenos anómalos, objetos celestes erráticos, eclipses, cometas imprevistos y, en suma, todo lo que la astronomía practicada por sus homónimos occidentales dejaba a un lado —y que, dicho sea de paso, ahora busca como verdaderos tesoros—. Bueno, yo esto ya lo sabía, no en detalle pero más o menos ya lo sabía; de lo que no tenía conocimiento era de que el fin último de los astrónomos chinos era localizar en aquellos fenómenos erráticos el Sonido del Fin, que, según ellos, debía ser emitido por cierta clase de cometas y estrellas. Estaban convencidos de que todas las cosas que no poseen parangón o copia deben llevar dentro de sí el Sonido del Fin y, por lo tanto, tarde o temprano éste ha de salir, manifestarse, ya sea propiamente en forma de sonido o en transformaciones secundarias de carácter fundamentalmente visual. En este sentido, las mil caras que posee tu vulva fotografiada podrían ser un ejemplo, y lo digo por decir algo, para que comprendas a lo que me refiero. Bueno, son éstos sólo unos cuantos casos, podría poner cientos más. Como ves, el Sonido del Fin es un ente que recorre el arco que va de la tradición culta a la mágica, pasando por la underground, así como el arco temporal que va desde Aristóteles a los actuales estudios de digitalismo sonoro, y cito a Aristóteles porque el Sonido del Fin es referido en una de sus obras, concretamente en De las cosas de la audición, injustamente considerada espuria. Sobre si Marco Polo lo tomó de Aristóteles, no hay duda de que no fue así. Fueron los mongoles, entre los siglos xii y xm, artífices del Imperio más grande jamás conocido, quienes habrían propagado la idea del Sonido del Fin desde su Mongolia natal hasta las mismas puertas de Europa, pasando por lo que hoy son China, Rusia e Irak, y sería en algún haz de esta expansión cuando Marco Polo habría sabido de la existencia del Sonido del Fin. Por lo demás, no se entiende cómo un pueblo como el mongol, en absoluto refinado en lo que a cultura sonora se refiere, pudo por sí solo dar a luz tan sofisticado concepto. Con todo, ya digo, el Sonido del Fin data, como poco, de la época helenística. Sin embargo, aquí, en este libro, se dice que el Sonido del Fin es algo genuinamente norteamericano, ¿te lo puedes creer?, éste es un libro serio, no puede permitirse tonterías como ésa. El más importante ejemplo de Sonido del Fin que refieren sus páginas habla de un tipo de origen polaco, llamado Sokolov, afincado en Chicago, que a mediados de la década de los ochenta llegó a Norteamérica a la edad de diez años para ser criado por su abuela. Tras la muerte de sus padres en una explosión de gas que derribó gran parte del edificio donde vivían, en Tarnów, Pequeña Polonia. Fue ésa la forma más fácil que su tía polaca encontró para deshacerse de él, que se había salvado del desastre por estar en ese momento, y como era habitual, en el sótano del edificio grabando en un magnetófono toda clase de ruidos: dar golpes con una cuchara sobre la mesa al mismo tiempo que respiraba con fuerza, o poner a funcionar el taladro y simultáneamente recitar sin entender ni una palabra fragmentos del ejemplar de El capital que el padre, fontanero de profesión, guardaba en la caja de herramientas. Cosas así eran las que en su infancia le gustaba registrar a Soko-lov. Para ello utilizaba una vieja grabadora KVN. Conozco esas grabadoras, es de lo mejor que se ha hecho en cuanto a registro de sonido en cinta magnética. A él le rescataron de entre los escombros tras tres días sin comer ni beber, cuando ya le habían dado por muerto. Una vez que hubo llegado a Chicago, creció y encajó fácilmente en la sociedad local. Su propia abuela se vio sorprendida por semejante ejemplo de adaptación al medio. Tras estudiar electrónica y ejercer de responsable de los sintetizadores en varios grupos de postrock locales, sus intereses fueron derivando hacia aquello en que había ocupado su niñez, la música abstracta y el ruidismo. No era difícil verlo por diferentes barrios de Chicago armado con grabadoras y micrófonos de campo a fin de descubrir texturas en inesperados instrumentos urbanos: desde el clásico clac-clac originado al paso de coches sobre una tapa de alcantarilla mal ajustada, hasta la ventosidad que, de principio a fin del dibujo, emite el bote de espray de un grafitero. Después remezclaba y sampleaba esos sonidos con otras grabaciones, propias o ajenas. Fue así como comenzó a grabar sus primeros CD, que él mismo distribuía por tiendas y mer-cadillos hasta que obtuvo un significativo prestigio como músico de vanguardia. Milagrosamente, en el momento en que aquella desgracia polaca aconteció, llevaba una cinta recién grabada en el bolsillo, la cual conservó y con frecuencia utilizó para extraer e insertar en sus obras sonidos que de otra forma jamás habrían existido en Norteamérica. En su imparable obsesión por la experimentación en la grabación de ruidos y su posterior procesado, Sokolov pidió permiso para grabar los sonidos del World Trade Center. Afirmaba que las entrañas de los edificios se hallan recorridas a cada instante por un canal ramificado de sonidos en apariencia inaudibles. Su abuela, cuyo testimonio también es introducido en el libro, dice que esa obsesión por los edificios le viene del accidente que a los diez años le sepultó en el sótano de su casa en Polonia, pero él afirma que no, que en realidad todo eso se gestó cuando aún era un feto, momento en el que el sentido más desarrollado es el auditivo. En resumen: el 10 de septiembre de 2001 le permiten grabar en las oficinas de la BP, piso 77 de la torre Sur del World Trade Center. Su pretensión es recoger todos los sonidos que en ese piso, totalmente aislado del exterior, jamás llegan a oírse: el vuelo de un pájaro a ras de la ventana, el paso de un helicóptero, el silbido de un lim-piacristales o del viento, así como los imperceptibles ruidos de cañerías, vibraciones de la estructura, el cimbreo de las antenas, las cisternas de los cien apartamentos circundantes, el zumbido parásito que emiten los cables de electricidad, el rodar de las ruedas de los coches del parking del sótano, el timbre de las cajas registradoras de las tiendas situadas en las plantas bajas, y todo así. Coloca pues micrófonos de garza exteriores, micrófonos tipo membrana pegados a los cristales y bajo la moqueta, otros hidrófugos en los desagües, en el interior de los enchufes y —te leo—:

y como cuando por capilaridad el café sube por el azucarillo si mojamos sólo la punta, o como cuando la savia de un árbol sube de las raíces a las hojas impulsada por una fuerza sólo explicable mediante arquetipos vectoriales, todo el sonido oculto del edificio subió también hasta los auriculares de Sokolov, quien escucha entonces los latidos de lo inerte, vive una experiencia íntima con el edificio, devuelve a la habitación los sonidos que le son suyos. Respecto al origen de su obsesión por los sonidos de los edificios, Sokolov ha pensado que quizá tenga que darle la razón a su abuela, porque aquella tarde del 10 de septiembre de 2001, entre la maraña de ruidos del World Trade Center, le pareció distinguir en los auriculares las últimas voces de sus padres.

»A partir de aquí el relato continúa diciendo que, sobre todo en la Costa Este, y por motivos obvios, los creyentes en el Sonido del Fin han tomado esa audición experimentada por Sokolov el día anterior a la caída de las Torres como el único y legítimo Sonido del Fin. Conviene recordar que hasta ahora, y desde que fuera enunciado por las culturas antiguas, es ése su único registro sonoro conocido. La cinta original de la grabación, una TDK doméstica, en absoluto profesional, la conserva la abuela de Soko-lov. Muy poca gente ha tenido acceso a ella. Por qué Sokolov realizó justamente ese día y no otro la grabación ha sido motivo de múltiples especulaciones, pero parece quedar claro que fue casual. Sin embargo, el motivo por el cual aquel día Sokolov utilizó una cinta TDK doméstica, si siempre había usado formatos profesionales, es algo que aún es motivo de gran controversia».

Hizo una pausa. Permanecí callada. Dijo que le apetecía fumar un cigarrillo, me pidió que le acompañara. Me calcé los tenis, me puse la falda, la cazadora de cuero sobre la blusa del pijama, que asomaba por abajo y parecía una doble falda pero quedaba bien. El cogió el libro, le dije que lo dejara, contestó que ni en broma, y salimos del cuarto. El ascensor descendió con extrema lentitud. En el lobby, el recepcionista nos abrió la puerta, bloqueada a esas horas. Las grandes baldosas de la acera le daban a la calle un aire aún más desértico. En los centenares de edificios, conté sólo tres ventanas con luz; una sombra pasó tras una de ellas, portaba algo entre las manos. Sopló un viento intenso y cálido, él se apoyó en el muro de la entrada, encendió un cigarrillo, y para mi sorpresa, continuó: «Lo que yo no sabía es la extensa tradición del Sonido del Fin que hay en este país. En el libro, ya ves, viene todo, en ciertos aspectos es un buen libro, pero si soy sincero, no me ofrece mucha credibilidad la historia de Sokolov, no dudo de que él haya oído algo en el World Trade Center, pero me resulta extraño que la cinta TDK con la que realizó la grabación aquel día fuera similar a aquella otra con la que se vio sepultado en Polonia. En mi opinión, el 10 de septiembre de 2001, Sokolov no grabó nada relevante, y después sencillamente sustituyó la cinta por la de su infancia. Eso es lo que pienso. ¿No crees?». «Sí, sí, es lo más probable», contesté. «Por otra parte, la experiencia más próxima documentada en este país la datan en el año 2008, la leí mientras dormías, ¿quieres oírla?» Consulté el reloj, cinco de la madrugada. Apreté la cazadora en torno al pecho, «sí, adelante —dije—, ¿dónde se ubica?». «En el desierto de Moja-ve —contestó—, en la frontera de Nevada con California, el libro da las coordenadas y todo». El también se ajustó la cazadora, abrió el libro por una página que traía señalada con un lápiz de propaganda del hotel, dio una última calada al cigarrillo, lo aplastó con el pie y comenzó a leer:

Experiencia última (2008): Tony Jacobs (tal como aparece redactada por el propio Tony Jacobs en su diario de rodaje).

38 °C a la sombra tienen su gracia. Christian Mar-clay observa su vieja furgoneta, aparcada un poco más allá de la zona del surtidor. Apoyado en la puerta del bar, bajo un letrero en el que pone Seven-Up, le da el penúltimo trago a una lata de Seven-Up. Es un bar de una carretera plantado en el extremo sur del desierto de Mojave. Pregunta cuánto debe. Como la lata estaba adulterada con ron, el viejo le suma dos dólares y hace un comentario acerca del aspecto desnutrido de Christian. De pequeño comió poca carne y mucha verdura, lo que le formó un cuerpo blanquecino y delgado.

Ese y no otro es el motivo por el que, en Europa, el norte evolucionó más que el sur: sus habitantes comieron más carne, lo que en nuestro país, Estados Unidos, se traduce no en términos cardinales sino musicales: los padres de Christian habían sido fans entusiastas de un grupo llamado The Mamas and the Papas, conocido por sus adicciones cerealistas. Christian ingirió su primer filete de vacuno cuando llegó a la mayoría de edad.

Sale del bar, arranca la furgoneta y rueda en dirección oeste. Tras unos minutos llega a un punto que parece ser el lugar ideal. Frena. Ni árboles ni vallas por delante, una carretera tan recta como su meditada decisión. Abre las puertas traseras, coge la guitarra eléctrica, una Fender Stratocaster roja. Ata una cuerda al parachoques de atrás y, 10 metros más allá, en el otro extremo de la cuerda, anuda la guitarra. Ancla la cámara de vídeo a las puertas traseras, la pone a grabar. Regresa a su asiento y acelera. Al instante la cuerda se tensa, un trallazo que obliga a la guitarra a dar un bote muy elevado para después caer y rebotar contra el asfalto. Christian acelera más. Las cuerdas de la Fender saltan a los pocos minutos, antes ya han compuesto una sinfonía a golpes, registrada por el micrófono de la cámara de vídeo. El esmalte rojo, quemado por el roce, despide humo. Olor a refinería. La cámara también recoge esos sonidos. Las clavijas de afinar se van puliendo, chispean, son cuchillos. Alrededor, el paisaje es un infinito letargo, como dos cuerpos después del coito, se dice Christian mientras se peina el pelo con la mano derecha. En el dedo corazón, un anillo de oro que dice The Sounds ofSilence. La madera de la guitarra ya está a la vista, cientos de astillas dejan rastro, el nácar estalla, el botón del volumen saltó hace tiempo, saltó cuando estaba en el nivel 0; una casualidad, podría haber estado en el 10. Visto desde el horizonte aquello es una nube de cuerdas, metal, madera y chispas que no parará de crecer hasta que el depósito de la gasolina esté a cero. La cámara, anclada a la puerta trasera, siempre captando imagen y sonido.

Cuando a Christian se le acaba la gasolina han pasado dos horas. Ocurre en otro altiplano, pero esta vez cultivado. Allí al lado, una mujer y un hombre de color, sentados en la cabina de su cosechadora, comen carne asada con zanahorias en una fiambrera. También se han quedado sin gasolina.

Christian desciende de un salto, observa la guitarra, que ha tomado una forma que recuerda vagamente a un cuerpo humano.

La pareja agricultora se acerca. El hombre se agacha, deja la fiambrera sobre la carretera, toma la guitarra entre sus manos, le da vueltas, y dice: «¿Sabía usted que por estas tierras hasta hace pocos años a los negros nos arrastraban atados con una cuerda al coche y aceleraban hasta vaciar el depósito de gasolina? No era un acto ni legal ni ilegal, porque los negros no éramos personas. Me parece, señor, que usted acaba de componer una banda sonora en recuerdo de aquella barbarie, y eso le honra».

Entonces grité: «¡Corten!».

Todos nos acercamos a la furgoneta. Había algo en la voz de Leo, el hombre negro, que no me había gustado. Concretamente, cuando en su última frase dice, «y eso le honra», que sobreactúa. Quizá ese error de interpretación viniera de dos motivos, el primero es que Leo no es actor profesional, lo recluté en la calle, vendía películas cerca de mi apartamento, se apoyaba a esperar, nunca le vi ofrecer ni mendigar, su presencia transmitía seguridad, templanza, pensé que era ideal para el papel. El segundo motivo es que Leo es realmente de color, llegó hace tres años de un lugar de Africa cuyo nombre siempre se me escapa, de modo que no puede representar esa escena sin manifestar el sentimiento de rabia. Y ahí, precisamente ahí, yo no quiero rabia.

Christian se hizo a un lado mientras Leo y yo discutíamos. Nos enfadamos de veras. La que actuaba de su mujer, Yasmina, ésta sí actriz profesional, regresó a la cosechadora, creo que dijo que debía hacer una llamada telefónica. Un ayudante de vestuario le echó un abrigo de piel sobre los hombros, hacía frío. Los cámaras, cansados, se sentaron en el arcén a beber cerveza y oír nuestros gritos. Christian decidió entonces ver qué había grabado la cámara fija desde la puerta de la furgoneta, porque aquella cámara realmente estaba grabando. Le había advertido que no lo hiciera, que no quería más grabaciones que la mía, pero él siempre quería registrar también la visión desde la furgoneta. Nos enfadamos.

Esa noche entré a mi apartamento, cubil que la productora me había alquilado a las afueras de Lake Ha-vasu City, pensando en qué demonios pasaba con esa escena, era como un muro, siempre fallaba, con ésta era la séptima vez que la repetíamos. Siempre pido que me alquilen algo aparte, lejos del hotel, así no tengo que aguantar a los actores, ni al equipo de producción ni a los técnicos y puedo pensar con mayor claridad en la marcha del rodaje. Encendí la radio. Sentí hambre. Barnicé el interior de la sartén con un trozo de tocino, la puse al fuego y eché directamente un lomo de cerdo que encontré en un congelador bien abastecido; saltaron chispas, después un vapor de agua que nublaba la vista. Momentos después añadí sólo guisantes, pero para entonces ya lo había visto con extrema claridad, si tuviera que resumirlo diría: el motivo por el que a los humanos nos atrae sentarnos cada día en torno a una mesa y comer es porque la materia prima, cuando la compramos en el mercado, la recibimos muerta, y cocinarla, servirla y paladearla equivale a resucitarla en el plato. Eso me llevó a pensar que en el acto de cocinar hay una conciencia de tiempo marcada por una muerte y una resurrección, y que ese rito es eterno.

Metí el lomo de cerdo y los guisantes en una bolsa, salí y arranqué el coche con intención de regresar al lugar donde habíamos detenido el rodaje. Cuando llegué lucía la luna, el asfalto era un mapa de marcas y astillas que hubiera hecho las delicias de la policía científica. La fiambrera de Leo y Yasmina, en efecto, se había quedado allí, abierta en mitad de la carretera. Ni una sola rueda la había pisado, ni un solo animal la había desplazado. Me agaché, la sostuve con una mano. La carne asada y las zanahorias de poliexpan y plástico brillaron bajo la luz de la linterna. Vertí en la fiambrera el lomo de cerdo y los guisantes que había llevado. La volví a dejar donde estaba. Oí entonces un sonido, miré a todas partes, no conseguí localizar su origen, nunca había oído algo igual, como si al ruido de fondo le hubieran suprimido notas superfluas para dejarlo desnudo. Me senté en el asfalto, tomé la fiambrera con las manos y entonces el sonido desapareció. Posé la fiambrera y el sonido reapareció. Aquello era una especie de interruptor. Regresé al coche. Me alejé pensando que quizá al día siguiente todo cambiaría.

(Este relato de los hechos ha sido cedido por los herederos de Tony Jacobs.)

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