Limbo

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Cuando llegamos al aeropuerto Charles de Gaulle, René ya nos esperaba. Sonrió al vernos. Espigado y pelirrojo, con un pelo como de Tintín, vestía un traje barato —los pespuntes del bolsillo superior, en zigzag, daban cuenta de ello, un tipo de puntada que sólo grandes corporaciones como Inditex, H&M o Mango utilizaron entre los años 2002 y 2009, y que después, con la aparición de la crisis financiera, abandonaron en beneficio de la «puntada de cirujano», como es llamada en jerga por ser más económica en cuanto a producción y más resistente, lo cual resulta muy lógico si pensamos que la cirugía maximiza la resistencia del cosido minimizando el tiempo de intervención en la mesa de operaciones—. De cualquier modo, a René le sentaba fenomenal aquel traje barato. Tras el apretón de manos nos ofreció un cigarrillo, francés, del que nunca habíamos oído hablar. En tanto la ceniza iba formando a nuestros pies tres perfectas pirámides, charlamos de obviedades del viaje. No hacía viento, eso llamó mucho mi atención. Habitualmente, el despegue y aterrizaje de aviones genera turbulencias que al propagarse generan a su vez movimientos de aire superpuestos al natural. Allí nada de eso ocurría, la ceniza de los cigarrillos caía en estricta verticalidad. Metimos las maletas en el coche, René arrancó. Me pregunté cuánto tiempo tardarían en desaparecer las tres pirámides del suelo. Nada más salir del recinto aeroportuario, René introdujo un CD en el lector del coche; se trataba, precisamente, de la grabación de nuestro concierto en Toulouse que había obtenido en el mercado pirata.

Entramos en París por una punta y salimos por la opuesta. No entendimos por qué no usó la carretera de circunvalación. Ver el cielo de esa ciudad y el flujo del Sena desde un Audi de cristales tintados te incita a pensar que dominas el cielo y asimismo el Sena.

Tomamos la autopista y tras cuatro horas sin detenernos tan siquiera para ir al lavabo o comprar agua, desembocamos en una carretera nacional de doble sentido. En ese momento ya íbamos en silencio.

Tras 23 kilómetros de asfalto cuarteado, atravesamos un pueblo de no más de cien casas y tomamos una pista terrosa. Pronto llegamos al altiplano, sobre el que, sin maleza que lo impidiera, se veía el cháteau. Intuí la presencia del mar, cercano. Atravesamos el linde. El coche rodó sobre una extensión de gravilla color beis, flanqueada de setos que antecedía a la puerta principal. Apagó el motor.

—Aquí está, ésta es la casa en la que se hará el mejor disco de los últimos diez años —dijo René.

Sin salir del coche, permanecimos los tres en silencio en tanto observábamos la fachada. Piedra granítica, ventanas de arco simple y múltiples tejadillos de pizarra, a dos aguas. Hasta que Juan abrió su puerta y, también en silencio, todos abrimos las nuestras. Descargamos el equipaje, las ruedas de las maletas resultaban inoperantes en la gravilla; tuvimos que llevarlas a pulso.

El interior era lo que se espera de un lugar con una fachada como aquélla, con la salvedad de que en cada uno de los cuatro salones de que disponía, decorados en un estilo que por pura ignorancia yo llamaría «casi-barroco», se incrustaba un estudio de grabación. Y digo «se incrustaba» porque tales estudios parecían literalmente clavados en mitad de cada uno de los salones. Las guitarras y los bajos, apoyados contra la pared; habría más de treinta guitarras y diez bajos por estudio. También ocho amplificadores Marshall. Entre las mesas de centro y otras mesas auxiliares, dos baterías, una Pearl acústica de excelente combinación de platos Sabian y Paiste, y una eléctrica Roland TD9-Pro, así como diferentes pianos y teclados, todos ellos Yamaha, dispersos entre sillas y demás elementos del mobiliario. Cuatro grandes lámparas de araña, más otras de pie de calidad de hipermercado, eran necesarias para alumbrar correctamente cada estancia, «en Bretaña la falta de luz natural es un problema», dijo René antes de hacernos pasar a la cocina, bien abastecida de comida preparada por un servicio de catering y congelada en dos arcones frigoríficos. Una mesa rectangular, para unos doce comensales, ocupaba el centro. Subimos a las habitaciones, que, si bien menos cargadas en cuanto a decoración, conceptualmente seguían los mismos patrones que lo visto hasta el momento. Tanto la habitación de Juan como la mía, contiguas, daban a la parte de atrás del cháteau. Descorrí una pesada cortina, eché un vistazo a un campo sin cultivar y a dos modestas viviendas que parecían haber pertenecido al servicio. Al fondo, observé lo que quedaba de unas naves que, dijo René, entre vacas y ovejas en su día habían albergado más de cien cabezas. Juan se fijó en que cada una de las habitaciones disponía de un libro de visitas. Tras los pasos de René, bajamos las escaleras hasta un despacho, donde nos tendió dos copias de un contrato —Juan y yo, por motivos estrictamente fiscales, preferíamos firmar por separado— mediante el cual nos comprometíamos a grabar, en el plazo de un mes, las 9 canciones que durante un año habíamos venido tocando en directo, así como 2 más, inéditas. De ese extra no nos había hablado, pero nos dio igual. Firmamos aquello con un Rotring de punta 0,5 mm que René extrajo de un estuche de piel. Desde los años de estudio de dibujo técnico en el colegio no había vuelto a tener uno entre las manos, ni tan siquiera había vuelto a verlos. Le di vueltas entre los dedos. Plástico negro nacarado, de calidad hoy día impensable.

Pasamos a uno de los salones, nos sentamos, mediaba entre los tres una colección de pies de plato de batería. Parecían lanzas. Charlamos de lo agradable que era esa región, y de que sería un disco magnífico. No habían pasado más de diez minutos cuando René consultó el reloj. Tenía que irse.

—No vendré a veros, no quiero interferir en vuestro trabajo, sabéis de sobra lo que tenéis que hacer y cómo lo queréis hacer —dijo, y añadió—: Si necesitáis ir al pueblo, en el garaje hay dos ciclomotores y una furgoneta, la Citroen. Todos con el depósito lleno.

Quedamos emplazados para un mes más tarde. Sin muchas más palabras, se fue. Serían las tres de la tarde. Nos sentamos a contemplar el arsenal que teníamos a nuestra disposición.

—Esto no es un estudio de grabación, esto es la madre de todos los estudios de grabación —dijo Juan—. Con esto podríamos hacer una guerra sonora y ganarla.

Y abrimos unas cervezas para celebrar que, tal como era nuestro método de trabajo, con aquello haríamos cuatro o cinco discos en un mes.

Aquella tarde la empleamos en comprobar el sonido de buena parte de los instrumentos, incluidas las funciones básicas de las guitarras sintetizadas, que eran las que teníamos pensado usar con más frecuencia. Lo interesante casi siempre ocurre cuando, no sabiendo usar un instrumento, tiras directamente a la papelera el libro de instrucciones y haces cosas al tuntún, «el hombre primitivo inventó el fuego también al tuntún», nos decíamos a menudo. Para nosotros era importante ese tuntún que, si lo repites un número suficiente de veces, se convierte en inmejorable ritmo en cuanto a comportamiento investigador. Aunque Juan poseía muchos más conocimientos técnicos y musicales que yo, teníamos claro que la mayoría de las ideas interesantes siempre nos habían venido de un conocimiento limitado del modo en que deben usarse las cosas. Enchufamos los ordenadores, las mesas de mezclas, probamos la sonoridad de las baterías y los pianos en relación al espacio. Teníamos cuatro salones para elegir, cada uno con su correspondiente dotación, nos decidimos finalmente por el salón del ala izquierda. Tenía el inconveniente de estar muy lejos de la cocina, pero la ventaja de que muebles, sillas y cuadros se disponían de manera que la expansión y rebote del sonido entre las cuatro paredes era la más adecuada para las canciones de Artwork, y más si tenemos en cuenta que teníamos pensado grabar la mayoría de los temas con sonido ambiente, a micro abierto.

Serían las siete de la tarde cuando, mientras Juan ajustaba los niveles de entrada en la mesa de sonido, me acerqué a la cocina a por agua con hielo. Solía exprimirle un limón. En mi ausencia, Juan había abierto un cajón de una cómoda repujada con pequeños ángeles, y cuando le entré hojeaba con interés el libro de grabación, especie de bitácora donde los responsables de grabación de turno suelen detallar aquello que de cada sesión consideran relevante. Nadie de fuera de Francia distingue una banda de pop francesa de otra, así que pasamos páginas de grupos franceses que ni conocíamos ni jamás llegaríamos a conocer, hasta que nos detuvimos ante un nombre, The Magnetic Fields. Sí, no era broma: se trataba de la banda norteamericana liderada por Stephin Merritt. En casi treinta hojas, escritas por ambas caras, se detallaba el plan de grabación de su disco Distortion. En ese momento entendimos el porqué del especial sonido de aquel disco, uno de los mejores de la primera década del siglo xxi, y entendimos también la razón por la que horas antes, y de manera intuitiva, habíamos percibido la sonoridad de aquel salón como un guante perfectamente ajustado a las canciones de Artwork. Decidimos entonces no tocar ningún mueble, ni cuadro, ni cambiar de sitio instrumento alguno en lo que quedara de mes. Digámoslo de este modo: si el Mundo es A, y la Música es B, el resultado de cada canción depende en gran medida de la resta A-B, de la parte del Mundo que no está en la música, los alrededores de la música. De modo que si la sonoridad de un espacio te gusta, mejor no tocar los objetos ni los muebles. Estuvimos comentando todo eso mientras, con intención de merendar, nos dirigimos a la cocina. Concluimos que cuando llevas a cabo un proyecto, cualquier clase de proyecto, sonoro o de la índole que sea, todo lo importante radica en lo que está fuera del proyecto.

—Eso es así —le dije a Juan.

—Eso es así —repitió él mientras abría la nevera, llena al máximo de su capacidad, para decir a continuación—: Creo que hay que ir a comprar comida al pueblo.

No negaré que fue una casualidad, pero Juan dijo esa frase, «creo que hay que ir a comprar comida al pueblo», en el preciso momento en que concluíamos que lo importante de las cosas está fuera de las cosas, lo que me hizo pensar que a partir de entonces apenas comeríamos de lo que contenía la nevera. A mí no me apetecía salir, así que decidí esperarle. Oí la furgoneta arrancar, y el típico sonido Citroen amortiguarse en la campiña.

Por hacer tiempo, enchufé el disco duro portátil al ordenador del estudio y comprobé que todos los insertos y samples de sonido traídos, en su mayoría poco armónicos y abstractos, funcionaban correctamente. Me situé en diferentes puntos del salón para comprobar las texturas; fluían de maravilla entre las paredes. Me acerqué a la ventana, orientada al norte, en dirección al mar. Inspeccioné el cielo, ligeramente oscuro. Cuando volví a centrar mi atención en la audición, sonaba ya otro sample, concretamente el que usábamos en la canción La línea azul. Se trataba de una especialísima grabación, el sonido del interior de un útero durante un embarazo, el ruido que oyen los fetos durante nueves meses y que, contra lo intuitivamente esperado, es parecido al sonido de unos pulmones afectados de enfisema: primero un ciclo de pulsos roncos, y un agudo pitido final. La grabación, muy precaria, la había realizado un ginecólogo amigo de Juan, un genio en cuanto a la interpretación de imágenes ecográficas pero sin la menor idea de cómo realizar una grabación sonora del interior de un útero, y eso nos hacía mucha gracia. Así, en tanto esperaba el regreso de Juan, la mala calidad de dicha grabación me obligó a subir el volumen al máximo para oír en detalle lo que oía el feto. Los cristales del salón retumbaron en la parte del sonido ronco, y en la parte final, el pitido o silbido fue de tal intensidad que las cuerdas de las guitarras del salón, incluso las cuerdas del piano, vibraron para entrar en resonancia, originando todo ello un nuevo sonido. Cogí entonces una pequeña grabadora, le enchufé un micro, y recogí ese nuevo sonido producto de lo que la respiración del feto producía en el salón. «Ya tenemos un sample más», me dije tras casi 10 minutos de registro. Fantaseé con la idea de que parecía el sonido de la respiración de un astronauta cuando, en su regreso a la Tierra, se enfrenta a la gravedad de nuevo. Oí el motor de un coche, descorrí la cortina, era Juan. Descargaba un carrito de supermercado de la parte trasera de la furgo. No tardó ni un minuto en aparecer por la puerta del salón. Empujaba el carrito, lleno hasta el borde de tarrinas de helado.

—Pero qué traes ahí —dije sin disimular sorpresa.

—Setenta y siete tarrinas de helado de té verde.

—Pero ¿sólo has comprado eso?

—Sí —contestó—, lo único que nos faltaba.

Abrió allí mismo una tarrina, me la pasó. Abrió otra para él. Con la cuchara que traen incorporada comenzamos a comer helado de té verde mientras yo le contaba mi hallazgo sonoro. Admito que el helado de té verde fabricado en Francia sabe de maravilla.

—¿Qué tal en el pueblo? —pregunté con la boca llena.

—Muy bien, tendrías que verlo, parecen todos druidas.

Juan posó la tarrina en una mesita, dijo querer escuchar mi grabación. Abrí el programa de sonido, apreté el play y la grabación de la respiración y latidos del feto en el salón ocupó el salón. Sin decir palabra, enchufó una guitarra a un amplificador y arpegio de manera continua. Me senté en la batería electrónica y él, sin dejar en ningún momento de tocar, puso el ordenador a grabar en tanto yo comenzaba a golpear el bombo y los platos de la batería. Él fue evolucionando por el mástil a secuencias menos armónicas, pero siempre caía en la nota precisa que todo lo salva y al mismo tiempo activa una nueva secuencia improvisadora. Sobre mi cabeza colgaba un micrófono de ambiente, mi mano derecha atacaba el plato, alcé el cuello en dirección al micro y grité unas frases, las primeras que se me ocurrieron, que resultaron pertenecer a La exhibición de atrocidades, libro de J. G. Ballard que por aquellas fechas estaba leyendo. Nos miramos de la manera en que miras cuando no quieres que algo se detenga, y no nos detuvimos hasta que la grabación del sonido del feto en el salón llegó a su fin. Todo ello fue recogido por los once micrófonos de ambiente, estratégicamente repartidos. Teníamos material suficiente para cortar y pegar y montar una nueva canción. Porque nosotros —esto hay que dejarlo claro— cortábamos y pegábamos, puro trabajo de estudio. No era nuestro estilo ese de las jam sessions, que se ponen a tocar lo que se les pasa por la cabeza y después editan el resultado sin tratar ni cortar ni pegar porque se creen genios. A nosotros esa práctica nos parecía propia de momentos históricamente premusicales. Juan y yo manipulábamos los sonidos, el verdadero músico no es el intérprete, sino el que modela el sonido como si de barro se tratara. Así, en cuanto terminamos la grabación, que con el tiempo se convertiría en la canción denominada por la prensa española La exhibición de atrocidades, Juan dijo en tanto señalaba el carrito de la compra, atravesado aún en la puerta del salón:

—Las setenta y cinco tarrinas de helado de té verde han provocado una variación de sonoridad en la sala, y queda muy bien; mira, escucha esa reverberación en la frecuencia de los 30 Hz.

Pegué el oído al bafle al mismo tiempo que observaba las curvas de sonido en la pantalla. En efecto, era un sonido nuevo para mí.

—No sólo no hay que mover ese carrito —dijo Juan—, sino que sugiero que hagamos un plano de todas las cosas que hay en el salón, la ubicación exacta de los instrumentos, de las mesas, de las sillas y sofás, de todo, así lo recordaremos para futuras sesiones, obtendremos siempre este sonido. Incluso podemos luego adjuntar ese dibujo al CD que nos edite René, como curiosidad extra, a la gente le gusta esta clase de detalles íntimos.

Me encantó la idea.

Mientras, a fin de pulir y ecualizar el tema, Juan se aisló tras los 4 ordenadores y la mesa de mezclas, yo abrí el libro de grabación del salón y, en la primera página en blanco que encontré, valiéndome del mismo Rotring de punta 0,5 mm con el que habíamos firmado el contrato, me puse a dibujar el plano del salón con todos sus objetos no sin antes fechar el registro y escribir en la parte superior: Vista en planta del estudio de grabación, Artwork (nombre del disco, por determinar).

Comencé por los muebles e instrumentos, preferí dejar los tabiques y muros externos para el final; trabajar por expansión, de dentro afuera. Levantaba la cabeza y veía a Juan, enfrente. Su mano derecha manejando el ratón, los ojos muy fijos en las pantallas. A su izquierda, una tarrina de helado de té verde vacía y un cenicero. Los cascos, abrazando el cráneo. Comenzó a llover con fuerza, amplificada por el viento. Juan ni siquiera levantó la vista de la pantalla cuando tras dejar el Rotring sobre la mesa extraje la grabadora de bolsillo y registré el repiqueteo de las gotas al golpear el cristal y la madera de los marcos de las ventanas. Después, traspasé la puerta —para lo que tuve que sortear el carrito de los helados—, fui hasta la entrada principal y salí. Bajo un paraguas caminé hacia la furgoneta, que Juan no había guardado en el garaje. Sentado en el asiento del piloto, grabé los golpes de la lluvia sobre la chapa del techo, miré durante esos minutos la fachada del cháteau, la miré tal como la habíamos mirado los tres aquella misma mañana, y me pareció distinta. Salí de la furgoneta; antes de entrar de nuevo en la casa, junto a la puerta, acerqué la grabadora a uno de los charcos. Una vez en el interior, caminé hacia el salón. Juan levantó la vista cuando pasé junto al carrito de los helados, y dijo sin quitarse los cascos, casi lo gritó:

—Si vuelves a ir a la cocina, podrías traerme una cerveza.

Asentí.

Me senté, desenrosqué la tapa del Rotring, continué con el dibujo del plano. No tardé en notar que las alfombras que cubrían la totalidad del salón desprendían un agradable olor floral, pareciera que hubieran sido perfumadas. Pude comprobarlo al acercar la nariz, momento en el que Juan levantó la cabeza, se quitó los cascos, apoyó el cigarrillo en el labio inferior, y dijo:

—Pero qué haces ahí a cuatro patas.

—Nada —contesté.

Me incorporé, y él continuó:

—¿No hay un olor extraño?

—Sí, es de las alfombras, parece que la humedad de la lluvia activa en ellas un perfume remanente.

Juan olfateó el aire.

—Está bien, no molesta, voy a la cocina —dijo.

Con cuidado de no tocarlo ni moverlo, sorteó el carrito de la compra con las setenta y cinco tarrinas de helado de té verde.

Regresó a los pocos minutos con una lata entre las manos, echó un trago.

—Voy a terminar de ecualizar la parte final del tema, y me acuesto —dijo, y añadió—: Oye, ahora que hablas del perfume, siempre he pensado que los perfumes de las flores son el olor de su descomposición. Lo que con gusto olfateamos es en realidad un proceso de podredumbre.

—Parece lógico —dije mientras trazaba el último lado del rectángulo del carrito de la compra—. Jamás volveré a echarme agua de colonia, ni a comprar una flor.

—Pero ¿alguna vez te echas agua de colonia o entras en una floristería? —preguntó mientras se ponía los cascos.

Cuando contesté «no», él ya había apretado el play y miraba la pantalla. No volví a oírle hasta que media hora más tarde se levantó para ir a acostarse. Aunque su habitación se encontraba justamente sobre el salón, no oí sus pisadas, ni el agua del grifo ni la cisterna del váter. La supuesta insonorización del estudio era real.

Creo que debido al perfume de las alfombras, me quedé dormido en el sofá.

Me despertó la luz al entrar por los ventanales. Oí el ruido de un coche. Di un salto, mi reloj marcaba las once de la mañana. Me acerqué a la ventana. Era Juan, que descargaba un carro de la compra de la parte trasera de la furgo. No tardó en atravesar la puerta principal.

—¡Despierta, perezoso, yo ya he ido a hacer la compra!

—Pero ¿qué traes ahí?

—Setenta y siete tarrinas de helado de té verde. Las de ayer no podemos tocarlas, han de estar en esa posición hasta el final de la grabación —dijo señalándolas con el brazo extendido.

—Ah, es cierto —comenté con un bostezo—. ¿Qué comemos hoy?

—Propongo arroz blanco con huevo y tomate.

—¿Lo mismo que ayer?

—Sí.

—¿Te encargas tú?

—Sí. ¿Terminaste ayer el plano?

—No, quedan retoques.

Fue ésta la única conversación que mantuvimos en todo el día.

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