Limbo

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2. Eco, él » 4

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Algo que durante el secuestro me molestaba mucho era disponer únicamente de un plato, un plato hondo, de dimensiones normales, pero cuyo interior estaba decorado con dibujos. No me gusta que la comida nade en una escena de carrozas de caballos y una dama que pasea con sombrilla por un descuidado jardín inglés. Comer sobre una cara, comer sobre una sombrilla, comer sobre un caballo resulta un poco repulsivo. No lo digo concretamente por las carrozas de caballos y la mujer con sombrilla, ocurriría lo mismo con cualquier otro tipo de dibujo. Un plato ha de estar fabricado en un solo color, un plato ha de tener apariencia de desierto, sin sombras de interior.

Los cerdos tampoco tienen sombras, pues de ellos todo se aprovecha. Ayudada de prismáticos lo vi muchas veces desde la terraza de mi casa. Entraban al matadero camiones llenos de cerdos vivos y horas después salían los mismos camiones, e igualmente llenos, prueba de que en el cerdo todo se aprovecha.

Las noches de un secuestro son un gran cuarto oscuro donde se revela todo lo que ves cuando amanece. Como esos peces de rarísimas formas que sin jamás ver la luz nacen, viven y mueren a 5.000 metros de profundidad bajo el mar, y un día emergen prendidos a un anzuelo y son monstruos.

También aquellas noches pensaba en el gigantismo. Cómo es posible que dos metros de ADN quepan en el interior de cualquiera de mis células, o que mis pulmones desplegados abarquen una superficie del tamaño de un desierto, por ejemplo este mismo, el de Mojave. No sé qué sentido tiene llevar semejante cartografía dentro. Pero sé que llevo cientos de vulvas dentro. Cada vulva es un jardín y al mismo tiempo un desierto. Echo la vista atrás y veo una fotografía en la que salimos él y yo. Nos la hizo un tipo de una tienda de antigüedades, en Wyoming. Deberíamos haber mirado a cámara, pero no; en el instante de apretar el disparador, él y yo cruzábamos la mirada. Veo esa imagen y pienso que en esa mirada se halla el Sonido del Fin que él andaba buscando. Echo la vista aún más atrás y veo otra fotografía, soy una niña, mi hermana pequeña y yo posamos con nuestros padres, en el jardín de casa. Mi padre aprieta el botón de retardo y viene corriendo a reunirse con nosotras. Cuando la cámara dispara, mi padre y yo nos estamos mirando, la foto recoge ese instante que reúne todo cuanto pueden llegar a reunir una hija y un padre en una mirada. Recuerdo haber visto a mi padre alejarse calle arriba minutos después de esa foto, camino de su trabajo en el matadero. No hubo más fotografías como ésa. Es el recuerdo más hermoso de mi vida.

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