Limbo

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Los días siguientes se sucedieron entre la minuciosa grabación del resto de los temas y la ingesta compulsiva de tarrinas de helado de té verde, que, una vez vacías, íbamos dejando sobre mesas, sintetizadores, pianos o en el propio suelo. Grabamos, así, en la primera semana, las 9 canciones de nuestro repertorio habitual, con algunos pequeños añadidos, a las que había que sumar la grabada el primer día, producto de los ruidos fetales, La exhibición de atrocidades, y que nos valdría como una de las dos inéditas a las que por contrato estábamos obligados. El plano del salón que yo había confeccionado nos fue de mucha ayuda en todo ese proceso; siempre dejas cosas fuera de su sitio, despistes producto del cansancio. Cuando eso ocurría, no había más que echarle un vistazo para recordar la ubicación de tal o cual objeto. Con los días, ayudado de una cinta métrica que hallé en el cobertizo, fui perfeccionándolo hasta incluirle cotas de medida. La meteorología mejoró, podríamos haber salido a merodear, pero no tuvimos interés en conocer las antiguas ganaderías, ni lo que habían sido las casas del servicio, ni mucho menos la campiña. Algunas noches, cuando soplaba viento del norte, se oía el batir del mar, y eso nos relajaba. Mi habitación, sobre la que en un principio había tenido serias reservas, resultó ser cálida. Lo único que nos fastidiaba era que con la humedad producto de la lluvia aumentaba en intensidad el perfume de las alfombras del estudio. Pensé que el agua del subsuelo estaba siendo absorbida por los cimientos. Un día levanté una de las alfombras, palpé la piedra, pero la noté totalmente seca.

—Hacemos bien en no salir al exterior —le dije a Juan—, así nos acostumbramos a este perfume. No creo que pudiéramos soportarlo a nuestro regreso.

—Sí —contestó—, ahora que aquí dentro tenemos las cosas controladas, salir es arriesgarse a tirarlo todo por la borda. De hecho, he tomado la decisión de no volver a ir a por helado de té verde al pueblo. Por cierto, me he deshecho de toda la comida.

—¿Cómo?

—Sí, sólo he dejado arroz, huevos y tomate. Al fin y al cabo, es lo único que comemos.

No obstante, en una ocasión rompí la clausura. Salí a la parte trasera de la finca por la puerta que, desde la cocina, comunicaba directamente con el huerto, un amplio rectángulo de malas hierbas. Caminé entre la casi maleza hasta llegar a la antigua casa de los guardas, construcción de piedra típicamente rural. Empujé la puerta, sostenida por tan sólo una bisagra, y accedí a una estancia vacía que, sin duda, había constituido el cuarto de estar de la casa. Una chimenea presidía en el fondo. En las paredes se distribuían cuatro radiadores metálicos, de aceite. A la derecha, una puerta, abierta. Avancé hasta encontrar un dormitorio, cama de madera, muy trabajada, y poco más: pósteres de campañas publicitarias de aceites corporales de los años treinta, un par de bacinillas oxidadas, atravesadas por perdigones, en las que habían anidado pájaros, y trozos de madera procedentes de desguaces de muebles. Distinguí en el suelo, junto a la ventana, la caja de un CD. Sólo al acercarme pude ver que se trataba de un ejemplar del disco Distortion, de The Magnetic Fields. Me agaché a cogerlo. Polvo, muy adherido, cubría la portada. Le pasé varias veces por encima la manga del anorak, lo que no resultó eficiente. La froté entonces contra el pantalón, de material electrostático similar al Gore-Tex, y entonces sí pude observar bien el característico rosa fucsia de la portada. De inmediato llamó mi atención el hecho de que la lista de temas indexados en la contraportada informaba de una canción más que las incluidas en las habituales copias de ese disco. Tal tema adicional venía titulado como The Echo of the Stomach, que traduje como El eco del estómago. Le di vueltas en las manos, los créditos eran los correctos, no parecía pirata. Lo abrí; el CD se hallaba en buen estado, sólo leves rayaduras atravesaban su diámetro. Con intención de inspeccionarlo más tarde a fondo, lo guardé en el bolsillo del anorak. Abandoné la casa.

Continué atravesando el prado, ganado por peores hierbas que el huerto. De pronto lució el sol, alcé la mirada; tan sólo un claro en una confusa masa de nubes. Llegué a la antigua vaquería. Sus puertas, dos hojas correderas, de hierro, doblaban mi altura. No sin dificultad descorrí una de ellas. Antes de poner un pie dentro observé la luz interior, presente a través de las aberturas de ventilación laterales, y que dibujaba haces prismáticos para iluminar multitud de establos de verja metálica en el lateral opuesto, así como buena parte de un montón de mesas corridas en las que, con poco orden y bastante suciedad, se acumulaba material de laboratorio. Fui viéndolo a medida que caminaba hacia el fondo. Tubos de ensayo, probetas, matraces calibrados, termómetros de mercurio, microscopios, termas de destilado y otros útiles que no sabría nombrar se sucedían sin que en el extremo final de la bancada hubiera algo que me aclarara su porqué. Retrocedí entonces sobre mis pasos. En uno de los establos, medio oculta entre la paja del suelo, distinguí una piel de vaca, me acerqué. La empujé con el pie; sequísima, se movió acompañada de lo que parecía ser el esqueleto que cubría. En el extremo opuesto asomaron los huesos de una cabeza de vacuno. Ayudado de una barra de aluminio que encontré en el suelo, aparté la paja hasta que todo quedó al descubierto. Aquella masa de piel y huesos recordaba vagamente a una silueta de chicle pisado. A su lado, también entre la paja, un preservativo seco y usado, puede que de 1 metro de largo y no muy grueso, que al contacto con la leve presión de mi zapato crujió como una galleta. Presioné un poco más, se redujo a polvo bajo mi zapato. Me limpié la suela en la hierba seca y salí con cuidado de cerrar bien la puerta. El sol se había ocultado tras el nubarrón. Inicié el regreso, el viento de cara, cayeron un par de gotas. Entré por la puerta de atrás del chateau. Me dirigí al estudio. Juan, sentado en la mesa de mezclas, con los cascos puestos, ecuali-zaba algún tema. Sin decir palabra, destapé el Rotring y me senté a perfeccionar el plano de los objetos del estudio.

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