Lily

Lily


Capítulo 1

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SAN FRANCISCO, 1885

Lily Sterling se detuvo un momento para elevar una silenciosa plegaria al ángel custodio de los desamparados y de los niños abandonados. Aunque sabía que no cumplía los requisitos para estar en ninguna de esas categorías, si el ángel tenía la bondad de velar por ella durante los próximos minutos juraba no volver a invocar jamás su nombre.

Nada de lo que había visto en sus diecinueve años de vida la había preparado para irrumpir en San Francisco, en la Avenida del Pacífico, a las 6.37 de la tarde. La calle estaba llena de hombres. De toda clase de hombres. Todos con prisa. Muchos armados con pistolas. Algunos borrachos. Todos desconocidos para ella.

Con ellos había mujeres que no se parecían a ninguna otra que ella hubiese visto en su vida. La mayoría iban vestidas con trajes de colores brillantes y diseños concebidos para mostrar tal cantidad de anatomía que Lily sintió que se ruborizaba. Se habían teñido el pelo tantas veces y llevaban el rostro tan maquillado que en todas ellas la cara parecía una máscara. Hacían tanto ruido como los hombres y estaban casi tan ebrias como ellos. Lily nunca había visto a una mujer ebria. No sabía que les estuviera permitido embriagarse.

La acera entarimada estaba flanqueada por construcciones de toda clase, y de todas ellas brotaban luz, música y un inconfundible ruido de jolgorio humano. Lily nunca había oído tanta bulla, ni siquiera en el encuentro religioso del último verano, al cual asistieron más de dos mil personas.

Se quedó observando la fachada de la cantina Rincón del Cielo. Pese al nombre, parecía más bien la entrada al infierno. La casa estaba hecha de ladrillo, y toda la decoración era roja y dorada, incluidas las cortinas que cubrían las ventanas.

Lily no podía ver a través de los cristales decorados que adornaban las puertas, pero cuando alguien salía o entraba, cosa que ocurría constantemente, podía echar un rápido vistazo al interior. El humo del tabaco flotaba sobre el salón como la niebla en un valle durante una fresca mañana de otoño. El olor del whisky era tan fuerte que la joven casi podía saborearlo.

Y también sentía el calor que emanaba de tantos cuerpos juntos. Oía la música, veía a las mujeres cantando y bailando, y sentía la energía de la vida que palpitaba de manera tan vibrante y asombrosa para ella en la cantina.

Casi todos los vicios sobre los que su padre le había advertido desde que era pequeña parecían haberse concentrado en aquel lugar. Sin embargo, a despecho de las admoniciones paternas, se sintió fascinada por los destellos de tantos colores, la fuerza de la música, las risas y las voces exaltadas que estallaban en carcajadas, la potente energía, en fin, que salía del bar. Por primera vez en su vida estaba viendo de cerca el pecado y la tentación, y no le parecía tan terrible.

Lily sintió un estremecimiento, algo así como un escalofrío, aunque estaban en julio. El viento procedente de la bahía era fresco. Respiró hondo para calmarse, controlar los nervios, pero no lo logró. ¿Qué iba a decir Zac Randolph cuando ella entrara y anunciara que había ido hasta allí para quedarse con él? Ciertamente, la había invitado, pero la chica sabía muy bien que Zac lo hizo con la boca pequeña, que nunca pensó que ella se tomaría en serio la invitación. Volvió a tomar aire, pero su corazón siguió latiendo al ritmo de una estampida de ganado.

Se encogió de hombros, tragó saliva y se alisó el vestido. Lo bueno de los vestidos negros es que son muy sufridos, disimulan bastante bien el polvo y el hollín. Después de pasarse una semana en el tren, debía de estar cubierta de carbonilla. Solo esperaba no tener ninguna mancha en la cara.

Se bajó el velo, pero se movía tanto con el viento de la bahía que decidió echarlo para atrás. Nunca había estado en un lugar tan ventoso como San Francisco, ni siquiera hacía tanto aire en el valle rodeado de montañas en el que estaba su casa, en el sur de Virginia. Lily sabía perfectamente que no debía de estar muy presentable, pero casi no tenía dinero, y no se lo iba a gastar en alquilar una habitación solo para arreglarse. Si Zac no podía albergarla en su casa —es decir, si decidía no hacerlo—, iba a necesitar hasta el último centavo para sobrevivir hasta que encontrara un trabajo.

Esa era otra preocupación. Desde el día de su nacimiento estaba destinada a ser la esposa de un predicador. Era capaz de llevar una casa, citar la Biblia de memoria y sonreír de manera agradable… y poco más. Y por lo que había visto hasta aquel momento, no creía que su sonrisa o sus citas bíblicas fuesen muy valoradas en San Francisco.

Pero ya era demasiado tarde para replantearse el asunto. La suerte estaba echada. Era hora de enfrentarse al destino, presentarse ante Zac.

Pero sus pies no parecían pensar lo mismo. No querían moverse.

Lily se enfadó consigo misma: se dijo que solo estaba dilatando lo inevitable. Su padre solía decirle que eso solo empeoraba las cosas. Era hora de agarrar el toro por los cuernos y prepararse para afrontar las consecuencias.

Pero eso era más fácil de decir que de hacer. No podía regresar a casa, ni siquiera en el caso de que tuviese el dinero para hacerlo, y desde luego no lo tenía. Su padre la mataría si aparecía por allí, de eso no le cabía duda. Le retorcería el pescuezo, sin más, y arrojaría su cadáver montaña abajo.

Volvió a colocarse el velo. A falta de espejo, trató de imaginarse su aspecto: una mujer delgada, vestida de negro de pies a cabeza. Sin duda, podría pensarse que iba a un funeral. Cuando la vieran, todas aquellas mujeres de alegres vestidos que había dentro del local se iban a morir de risa.

Con súbita determinación, se desató las cintas del sombrero y se lo quitó, junto con el velo, retiró las horquillas que mantenían el pelo recogido y las guardó en el bolso. Luego sacudió la cabeza para soltarse la cabellera que había escondido con tanto cuidado por la mañana. Una magnífica melena rubia, muy clara, le cayó por la espalda, alrededor de los hombros y sobre el pecho.

Lily se dio cuenta de que el ir y venir de gentes a su alrededor se había vuelto más lento. Al levantar la vista, vio que muchos hombres la miraban desde todas partes.

—¡Jesús, María y José! —El que hizo esta exclamación apenas podía tenerse en pie—. Creo que el Señor ha mandado un ángel a buscarme.

—No hay ningún ángel tan estúpido como para poner un pie en San Francisco —replicó el que estaba a su lado, que parecía un poco más sobrio—. Debe de ser el whisky. Esto es una alucinación.

El primer hombre se acercó un poco más y tocó a Lily.

—¡No! ¡Es real!

El menos borracho no pareció creerle.

—¡Como quieras! Pero hasta aquí hemos llegado. No más whisky. De ahora en adelante nos limitaremos al opio.

Si se quedaba allí petrificada iba a llamar todavía más la atención, de modo que Lily se alisó por última vez el pelo, respiró hondo, recogió la maleta del suelo y entró en el Rincón del Cielo.

Zac sintió la mano de Dodie Mitchell apretándole el hombro. Como era usual, ella estaba de pie, detrás de su silla. Zac sacudió los hombros, algo molesto, a modo de advertencia. Era un tahúr muy avezado, había jugado muchas partidas con miles de dólares en juego, había faroleado muchas veces cuando no tenía más que doble pareja, como para permitir que su entusiasmo lo traicionara. Y menos aún iba a consentir que el entusiasmo y el nerviosismo de Dodie lo delataran.

Le molestaba, pero entendía la reacción de su acompañante. Por primera vez en sus veintiséis años tenía una escalera real. Sin ningún comodín en juego, estaba claro que la mano era suya. Se lo llevaría todo, apostaran lo que apostaran. Pero no se trataba del dinero ni del juego. Era el placer de haber conseguido aquella mano, y además al primer reparto. No necesitaba ningún descarte. Era perfecta. La mayor parte de los jugadores no lograban una mano así en toda su vida, morían sin conseguir escalera real a la primera.

Zac levantó la mirada para observar a los demás jugadores. Todos tenían buenas manos, casi todos eran excelentes jugadores, de eso estaba seguro.

Bob Wilkerson pensaba que su actitud era impenetrable, pero le temblaba ligeramente la ceja izquierda. Los ojos de Asa White parecían en blanco. Eric Olsen golpeaba inconscientemente la pata de la mesa con el pie. Heinrich Beiderbecker no tenía ningún control. Sonreía como un oso feliz en medio de un riachuelo durante la época del desove del salmón. Cuando tenía una buena mano, todo el mundo se daba cuenta.

El único que igualaba el rostro impasible de Zac era Chet Lee. Pero claro, Chet siempre tenía buenas manos. Zac estaba seguro de que hacía trampas, aunque nunca había podido atraparlo in fraganti. Pero esta noche no importaba.

Zac se recostó sobre el respaldo de la silla. Comenzaron a hacerlas apuestas. Cuando sobre la mesa ya había veinte mil dólares, Zac notó algo extraño en el bullicio que lo rodeaba. Pero hizo caso omiso.

Le gustaba jugar tanto o más que a sus clientes, y sus empleados tenían órdenes tajantes de no molestarlo a menos que se tratara de una cuestión de vida o muerte. Pero no podía abstraerse, había algo extraño en aquel ruido.

En una ciudad de más de doscientos cincuenta mil habitantes, todos ellos al parecer medio tahúres, hasta los salones de juego más grandes estaban siempre llenos de gente y de ruido. Y lo raro era que de pronto el bullicio se estaba acallando. Eso nunca sucedía. Si algo podía garantizar la combinación de hombres, whisky, juego y mujeres era estruendo. Y esa idea comenzó a obsesionar a Zac hasta que no pudo evitarlo y levantó la vista.

Al principio no vio nada que pudiera ser la causa de semejante cambio. Los hombres que lo rodeaban estaban concentrados en sus partidas, gritando de placer o aullando de rabia. Esos seguían con sus ruidos habituales. Zac se disponía a concentrarse de nuevo en la partida… y de repente la vio.

Estaba vestida de negro de los pies a la cabeza. Y mientras atravesaba el bar lleno de luces brillantes, el ruido y el movimiento general iban disminuyendo. Como si tuviera poderes extraordinarios, dejaba tras de sí a hombres y mujeres sumidos en un silencio lleno de asombro.

Más que avanzar parecía flotar. La única evidencia de que se movía era el ligero vaivén del rígido material del que estaba hecha su falda. La tibia suavidad de su piel blanca, el rojo húmedo de sus labios, el azul grisáceo de sus ojos contrastaban con el vestido y los guantes negros. Pero hasta aquellas prendas tétricas palidecían en comparación con la deslumbrante aureola de aquel pelo rubio, casi blanco, que le caía por encima de los hombros y el pecho. Parecía haberse escapado de un cuadro de Botticelli.

Zac la observó mientras se abría paso a través de las mesas hasta que llegó frente a la suya.

—Hola —dijo la muchacha.

Tenía una voz suave y clara. Un casi imperceptible acento revelaba que había vivido en el valle de Shenandoah de Virginia.

—Hola.

Zac respondió estupefacto, sin tener idea alguna de lo que podía buscar aquella mujer. Le parecía vagamente conocida, pero no recordaba haber visto a ninguna mujer completamente de negro desde que conociera a aquellas viudas de la Guerra Civil en Virginia, cuando visitó a su hermano. Pero ninguna de ellas tenía menos de cuarenta años y esta mujer acababa de salir de la adolescencia.

La acompañante del tahúr terció en el encuentro.

—¿Quién eres tú?

La voz de Dodie tenía un tono posesivo que irritó a Zac. Le gustaba Dodie como le gustaba cualquier mujer. Desde luego, cuidaba bien a sus chicas y mantenía el salón perfectamente, pero el hombre no quería que nadie pensara que Dodie tenía algún derecho sobre él, ni siquiera aquella chica que parecía venir a hablar en nombre del Ejército de Salvación.

—¿Qué deseas? —Zac no usó un tono demasiado amable.

La tranquila serenidad del rostro de la joven se relajó aún más, hasta dibujar una sonrisa que hizo que todos los hombres que la rodeaban se olvidaran de que había más gente en el salón. Sin duda, un ángel había llegado a este mundo.

Zac pensó más o menos lo mismo, y tuvo el súbito temor de que hubiese llegado la hora de su muerte y que aquella criatura celestial fuese la encargada de llevarlo a algún lugar eterno, donde sería juzgado por una vida que había disfrutado al máximo, pero con demasiados excesos. No era justo. Todos sus hermanos habían tenido tiempo de envejecer y arrepentirse de sus imprudencias de juventud. Él tenía aún una larga lista de pecados que cometer antes de volver al buen camino.

—¿No me reconoces? —La aparición seguía sonriendo—. Soy tu prima, aunque lejana. Vengo a quedarme contigo. Tú me invitaste. —Alzó las cejas, al ver que Zac parecía incapaz de responder.

Las decenas de clientes que llenaban el Rincón del Cielo no tenían aún conciencia de que acababa de ocurrir un hecho que marcaría un hito en sus vidas, pero observaban la llegada de la extraña muchacha con un respeto casi reverencial.

—Te escribí una carta —explicó la aparición—, y no hubo respuesta. Pensé que todavía estabas en Virginia City, pero cuando llegué allí, un joven muy amable me dijo que te habías mudado a San Francisco. Luego encontró mi carta perdida en un rincón.

—No es posible que seas familiar de Zac. —Dodie seguía mostrándose recelosa y agresiva. Su melena roja temblaba de agitación—. Él tiene el pelo negro como el carbón y tú eres increíblemente rubia.

—No somos parientes cercanos. Mi abuela era una Randolph.

—¿Dónde está tu familia? —Zac hacía caso omiso de los poco contenidos celos de Dodie.

—Todavía están en Virginia. —La chica soltó una risita—. Tú no le caes bien a papá. Y a decir verdad, tampoco a mamá.

Zac se dio cuenta de que la recién llegada reía un poco forzadamente. La chica, en realidad, estaba casi paralizada de miedo.

—Será mejor que te sientes para que estos caballeros puedan respirar —dijo Zac—. ¿Qué estás haciendo en San Francisco?

Lily permaneció de pie, mientras la ansiedad nublaba sus ojos.

—Ya te lo he dicho. Tú dijiste que si alguna vez me aburría de Salem, podía venir a verte. Así que aquí estoy.

—No recuerdo haberte invitado. —Zac se preguntaba cómo podía haber olvidado a una joven tan increíblemente hermosa.

—Fue hace cuatro años, cuando estabas visitando a tu hermano en Virginia. —Cada vez hablaba más tímidamente—. Supongo que he cambiado un poco desde entonces.

Aquel había sido el primer encuentro de toda la familia de Zac después de veinte años de separación. Llegaron desde Texas, Colorado, Wyoming y California, para reunirse en la casa de la que los habían expulsado en 1860. Para George y Jeff el reencuentro había sido una especie de reivindicación. Para Zac, solo fue una reunión de demasiada gente en una sola casa.

Zac recordó al fin a la tímida criatura, delicada y pequeña, que lo había seguido a todas partes, mientras le hacía innumerables preguntas sobre los lugares en los que había estado y las cosas que había hecho, hasta que su padre se la llevó a rastras mientras le hacía una advertencia particularmente ofensiva, algo así como que debía cuidarse de los crápulas que se querían hacer pasar por caballeros.

—Soy Lily. —La muchacha resopló—. Lily Sterling.

¡Lily! ¡Maldición! Aquello podía ser premonitorio. Sus seis hermanos habían sido atrapados por mujeres con nombre de flor[1].

La mente de Zac se quedó en blanco, sus músculos se aflojaron y los naipes que tenía en la mano se esparcieron sobre la mesa.

—¡Demonios! —Asa White no salía de su asombro—. ¡Mirad lo que tiene Zac! —Arrojó sus cartas sobre la mesa—. Nadie puede ganarle a eso.

Uno por uno, todos los jugadores abandonaron una partida que nadie iba a poder ganar.

Zac se puso de pie rápidamente. Tanto su mente como sus extremidades parecieron liberarse por fin de la parálisis en que habían quedado un instante antes. Aunque los hombres que estaban en la cantina habían retomado el ritmo normal de su respiración, nadie hablaba, excepto una chica pintarrajeada y vestida con una malla violeta, que habló con una voz muy parecida a un graznido.

—¿Quién se habría imaginado que Zac podía tener relación con una mujer como esa? Solo había visto a una tía semejante en Massachusetts.

Como si el embrujo hubiese desaparecido de repente, todos comenzaron a hablar al mismo tiempo.

—Preséntanos, Zac. —Al parecer, Eric Olsen había olvidado por completo la partida de cartas.

—No tiene ningún sentido que te relaciones con una chica así. —Estaba claro que Dodie no quería que ningún hombre del pueblo tratase con la aparición—. ¿Qué vas a hacer con ella?

—Preséntame, Zac, por favor. —Eric era joven e imberbe y tan delgado que se diría desnutrido; pero su mirada brillaba con fuerza y hablaba con energía y seguridad.

Chet Lee y Heinrich Beiderbecker se pusieron de pie. Eso pareció sacar a Zac de su trance.

—¿Adónde vais? —El tono del tahúr no era tranquilizador—. La partida no se ha acabado.

—¡Claro que se ha acabado! —Chet señaló las cartas de Zac bien visibles sobre la mesa.

Zac miró su magnífica escalera real totalmente expuesta a la mirada de todos, su maravilloso secreto, desvelado de la peor manera. Se puso tan furioso que sintió ganas de estrangular a alguien.

—¿Quién ha vuelto mis cartas? —Una de las reglas tácitas, y sagradas, del juego era que nadie podía tocar la mano de otro jugador por ninguna razón.

—Tú mismo lo hiciste —dijo Chet, y lo confirmó Heinrich Beiderbecker, con su pesado acento alemán.

—Pro… probablemente cu… cuando le echa… echaste una bu… buena mirada a tu prima.

Zac miró sus cartas, luego a Lily y después volvió a mirar su juego. Debería habérselo imaginado. Otras mujeres con nombre de flor habían provocado desastres a todos sus hermanos. ¿Qué estaría pensando cuando invitó a Lily a venir al Oeste? Es posible que en aquella época fuese una niñita, pero debió imaginarse que la maldita chiquilla crecería y se convertiría en un peligro potencial. Ahora no había más que verla, era un bello anuncio viviente de calamidades sin cuento.

Los hombres que estaban en el salón y la miraban como si nunca hubiesen visto a una mujer dejaban claro el peligro que entrañaba. Ninguno seguía jugando o bebiendo, solo la observaban fijamente, como si Dodie y las otras chicas no fueran también especímenes del sexo femenino. No había duda: la aparición representaba un horrible problema del que tenía que huir antes de que fuera demasiado tarde.

Zac se puso de pie y habló con su acostumbrada calma.

—Señores, esta jovencita es mi prima, la señorita Lily Sterling. Se hospedará en la casa de Bella Holt esta noche y mañana temprano saldrá en el primer tren hacia el Este. Lamenta no tener tiempo para conocerlos, pero ya es tarde y tiene que descansar. —Zac caminó alrededor de la mesa y agarró a Lily por un codo con firmeza—. Despídete, Lily.

—Buenas noches. —Lily esbozó una sonrisa encantadora que ofreció a toda la concurrencia—. Espero volver a verlos pronto.

—La señorita desearía poder volver a verlos, pero no puede. —Zac no quería hacer ninguna concesión. Mientras la tenía fuertemente agarrada del codo con una mano y recogía las cartas con la otra, el tahúr acompañó a su prima hasta que salieron de la taberna, sin prestar atención al coro de gruñidos y protestas que levantó esa actitud tan egoísta. No tenía idea de lo acalorado que estaba hasta que salió al exterior. Cuando el aire húmedo entró en contacto con el suave manto de sudor que cubría su cuerpo, el frío lo tomó por sorpresa.

Solo le faltaba un buen resfriado, o peor aún: en cama con una neumonía; y todo porque una hechicera rubia no tenía el suficiente sentido común como para quedarse en Virginia y limitarse a enloquecer a los chicos de las granjas vecinas y a cualquier hombre casado que estuviera vivo en los alrededores.

—¿Tu padre sabe dónde estás? —Mientras la interrogaba, Zac empujaba a Lily por la acera entarimada, alejándola de, por lo menos, una docena de cantinas y salones de juego. Se podía imaginar de manera muy vívida al reverendo Isaac Sterling echando fuego por la nariz y persiguiéndolo con la Biblia en una mano y una escopeta en la otra.

—No exactamente —respondió Lily.

Veterano maestro en la manipulación de la verdad, Zac sabía muy bien lo que significaba «no exactamente».

—En otras palabras, no le has dicho ni una palabra al maldito viejo.

—No es un maldito viejo. —Lily arrugó la frente—. Pero por mucho que se lo hubiese contado, no lo habría entendido.

—Supongo que tienes razón, pero debiste decirle algo.

—Traté de hacerlo. Pero no quiere entender.

—No sé por qué habría de entender nada. Yo mismo no lo entiendo.

—Claro que lo entiendes. —Lily intentó volverse hacia atrás para mirarlo a la cara—. Tú eres la oveja negra de tu familia. Tú mismo me lo dijiste. Has desafiado la tradición, has rechazado los consejos de tus hermanos y te has lanzado al mundo a hacer lo que te apetece.

—Me da la impresión de que en su día me fui de la lengua contigo. —Zac resopló—. No sé en qué estaría pensando.

—Fue después de comer. Jeff te había estado sermoneando acerca de tus responsabilidades con la familia. Saliste de la casa como un ciclón, furioso, y me dijiste que independientemente de lo que hiciera con mi vida, no debería desperdiciar ni un minuto tratando de complacer a un montón de parientes. Aunque no haya nada mejor que hacer, es preferible, dijiste, lanzarse a la noche y ponerse a aullar a la luna.

—Nunca se me dieron bien los niños —observó Zac, con un tono que implicaba que no era algo que le preocupara mucho—. Nunca he sabido qué decirles.

—Yo no era una niña —declaró Lily—. Tenía quince años.

—Pero si hiciste caso a lo que pudiera decir después de que Jeff me sermoneara, te has portado como una chiquilla. Todo el mundo sabe que es capaz de conseguir que el más pacífico y santo varón sienta deseos de asesinarlo.

—Eso puede ser cierto —dijo Lily, mientras levantaba la barbilla con un gesto de obstinación—, pero ya no tiene sentido discutirlo. Ya estoy aquí. —Lily se detuvo en seco y dio media vuelta para encararse con Zac—.

¿Por qué no me puedo quedar contigo hasta que me instale en la ciudad?

—El humo del tren debe de haberte trastornado el cerebro. —Zac había alzado la voz—. ¡No puedes quedarte conmigo!

—¿Por qué no?

—La cantina no es lugar para una mujer como tú. Rose ni siquiera entraría. Y además nunca sobrevivirás aquí en San Francisco por tu cuenta. Tienes que regresar a casa de inmediato.

Zac la obligó a dar media vuelta y comenzó a empujarla de nuevo por la acera.

—He visto a bastantes mujeres por aquí, y muchas son madres y además bien jóvenes. No veo por qué yo no puedo establecerme aquí si ellas pueden. ¿Acaso ves en mí alguna debilidad que yo desconozco?

Mujeres con nombre de flor, pensó Zac con irritación. Lo único que tienes que hacer es ponerles el nombre de algo que huela bien y sea hermoso y ellas pensarán que son capaces de hacer cualquier cosa.

Zac la miró intensamente.

—Tienes que creerme. Tú no conoces el Oeste. Yo sí.

—Tú eres exactamente igual a todos los Randolph que he conocido. —Lily hablaba sin enojo—. Crees que lo único que tienes que hacer es afirmar algo para que las mujeres corran a obedecerte. Mi madre es así. Y no tengo duda de que la tuya también era así. Pero yo soy una Sterling y no voy a correr detrás de ningún hombre. Si quieres que preste alguna consideración a tus opiniones, debes sustentarlas con algunos hechos y con buenos argumentos.

Era lo que esperaba de Zac. Por mucha carita de ángel que tuviera, eso no quería decir que careciera de cerebro.

Zac decidió, pues, argumentar.

—En primer lugar, no tienes trabajo. Y apuesto lo que quieras a que tampoco tienes un centavo. Estoy seguro de que te has gastado todo lo que tenías para llegar hasta aquí. En segundo lugar, aquí a la gente la matan solo por estar en el lugar equivocado a la hora equivocada, sin más. Te pueden secuestrar en la calle y llevarte a un barco para que termines en un burdel al otro lado del mundo. En tercer lugar, no sabes nada del Oeste, ni de su gente, ni de lo que se necesita para mantenerse vivo aquí. Las mujeres hermosas se marchitan de la noche a la mañana. Las jóvenes sencillamente desaparecen. En cuarto lugar, acabarías por odiar a toda la gente y todo lo que vieras. Tu rígida moral virginiana sería puesta a prueba hasta el límite. En una semana, si no antes, comenzarías a implorar que te llevaran a casa.

—En ese caso, puedes dejar de preocuparte por mí. Es cuestión de aguantar una semanita. Creo que podré sobrevivir siete días por mi cuenta, y luego ya te suplicaré.

Zac estaba convencido de lo que decía. Por lo que Jeff le había contado, la rama de la familia Sterling que vivía en Salem era un grupo de gente con una rígida moral que no toleraba ningún comportamiento que no se ajustara a sus normas. Por otro lado, se decía, aquella muchacha no era su responsabilidad. Su relación era pura coincidencia, un azar producto de la sangre. No se trataba de una amistad elegida. Él nunca se había hecho responsable de nadie y no iba a comenzar con una chiquilla inocente, obstinada e ignorante, que para colmo venía de Salem, Virginia.

—No tienes que preocuparte por mí. —Lily logró soltarse de la mano de Zac—. Puedo quedarme en ese hotel de señoritas.

Al seguir la dirección de su mirada, Zac se encontró frente a la elegante fachada de la Casa Salem, el prostíbulo más caro y exclusivo de San Francisco.

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