Lilith

Lilith


Capítulo1

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El hombre era de mediana estatura y en su delgado rostro sobresalía una nariz que simulaba el pico de un cuervo. Sus ojos, pequeños y oscuros, destellaba una profunda mirada que parecía atravesarlos. Llamaba la atención la negrura de su espesa y corta cabellera donde a pesar de su avanzada edad, no podía adivinarse ni una sola cana. La boca de tan fruncida, había dibujado en su piel unas arrugas que le conferían un continuo gesto de desagrado. Los dos policías no pudieron evitar sentirse intimidados ante él y sólo consiguieron mantenerle la mirada durante unos segundos.

—¡Padre Schmaikel, me alegro de verle! —exclamó Rudolf Helschmit levantándose y comprendiendo, por la expresión de su interlocutor que ni le reconocía, ni tenía interés en hacerlo—. Fui alumno del seminario hasta hace algo más de un año ¿no me recuerda?

—Estos caballeros son policías en Munich —se vio obligado a continuar cambiando de tema ante la desganada y silenciosa respuesta del sacerdote—. Tienen un grave problema y creo que usted podría ayudarlos, por eso los he traído. No sé si el director le habrá comentado algo...

—Sólo me ha dicho que en la cocina había unos hombres que querían hablar conmigo y me ha pedido que fuera amable con ellos. Yo le he contestado que siempre soy amable con todo el mundo —la expresión del viejo cura no dejaba traslucir si se trataba de alguna broma que intentara gastarles, sin embargo de inmediato quedó patente que no era así—. Llevo encerrado aquí más de cinco años, por tanto poco tengo que hablar con la policía. Ni sé nada que pueda interesarle ni conozco a nadie que ellos puedan estar buscando, por lo tanto es evidente que han hecho un viaje inútil y absurdo.

—Al contrario padre, que yo conozca usted es la persona que más sabe acerca de lo que les interesa y es posible que incluso pueda indicarles a quién están buscando —explicó condescendiente el joven—. ¿le apetece que demos un paseo por el patio?

El visitante miró uno por uno a los tres hombres y sin decir palabra se giró sobre sus talones y salió de la estancia dirigiéndose hacia el terroso patio cuyos contornos empezaban a difuminarse. El padre Rudolf miró en silencio a Pancracio, el cual le devolvió una cómplice y comprensiva mirada autorizándole a marchar tras el hosco sacerdote. Sin más, los tres hombres salieron de sus dominios convencidos de que, ciertamente, jamás los olvidarían.

Tuvieron que acelerar el paso para situarse a la altura del sacerdote que en ningún momento hizo amago de esperarles. Helschmit, tras un escueto preámbulo, comenzó a narrarle el motivo de su visita, poniéndolo al corriente de los extraños asesinatos que estaban asolando la ciudad. Cuando le explicó que la única sospechosa era una misteriosa mujer pelirroja a la que unos pocos testigos habían visto con algunas de las víctimas, el sacerdote paró en seco su paseo y tras unos silenciosos segundos se encaró con los tres hombres.

—¿Les arranca su miembro? —inquirió—. ¿Se los amputa?

—¿Cómo lo sabe? —quiso saber Steiner impresionado ante la pregunta del sacerdote—. ¿Cómo puede saberlo?

—Entonces, era cierto —exclamó paseando la mirada sobre ellos—. Ha vuelto.

—¿Quién? ¿Quién ha vuelto? —interrogó Steiner expectante ante la reacción del hombre—. ¿La conoce?

—Claro que la conozco —le espetó indignado—. Es ella, es Lilith.

—¿Lilith? ¿Quién es Lilith? —quiso saber el policía.

—¡Claro, ustedes no saben quién es! —masculló para sí comprendiendo por fin la ignorancia de los tres hombres—. No saben con quién se la están jugando. Habría acabado con ustedes en un momento. Ella es la amante de Satán. El más peligroso de los demonios que se pasean por este mundo. Ha vuelto para poder seguir pariendo a sus crías. ¡Maldita sea toda su estirpe!

La ira con que lanzó su maldición dejó impresionados a los tres hombres que lo miraban embobados, sin poder evitar que el vello se les erizara.

—Tú eres muy joven —continuó mirando a Rudolf y fijando después sus ojos en los dos policías—. Supongo que ustedes serán dos de ellos pero ¿dónde está el tercero?

—¿Qué tercero? —explotó Steiner—. ¿De qué está hablando? Por favor, quiere explicarnos de una vez a qué se refiere.

—Claro, ustedes no saben nada de esto ¿en qué estaría pensando? —pareció disculparse—. Vámonos, no hay tiempo que perder. ¿A cuántos hombres ha matado ya?

—Hasta esta mañana, iban seis. No sé si habrán descubierto algún otro cuerpo.

—Habrá más muertes, es inevitable, pero debemos aprovechar la oportunidad para acabar con ella, no podemos desaprovecharla.

—¿Por qué es inevitable y de qué oportunidad está hablando? Por favor, padre, quiere explicarnos de una vez de qué está hablando y por qué conoce a esa mujer —Steiner procuraba atemperar su tono pero era evidente que empezaba a perder la paciencia.

—Ella no es una mujer —exclamó alzando la voz—. Es un demonio. Ya se lo he dicho. Es la mismísima amante del diablo. Viene a la tierra cada treinta o treinta y cinco años a alimentarse del semen de los hombres y de él pare los peores demonios que pueblan nuestro mundo. Ustedes mataron a sus hijos y ella se venga matando a los hombres. Les roba el alma. Los consume. Los absorbe. Y con su esencia vital da vida a sus hijos.

Se hizo el silencio durante unos minutos en que se miraron intentando digerir las terribles palabras del sacerdote. Éste pasaba su intensa mirada de uno a otro, impaciente ante su inactividad.

—No puedo explicarles nada más. No hay tiempo. Tenemos que ir a por ella sin perder ni un solo minuto —les urgió—. ¿Han traído un automóvil? ¿Cuánto tardaremos en llegar a Munich?

—No iremos a ningún sitio hasta que nos aclare de qué está hablando —desafió Steiner endureciendo su mirada—. ¿Por qué ha dicho que nosotros matamos a sus hijos?

—Ya le he dicho que no debemos perder más tiempo —planteó el sacerdote suavizando el tono—. Munich está lejos y la historia es larga. Se lo revelaré todo en el camino. Es necesario que lo sepan para que puedan volver a luchar con ella con alguna posibilidad.

—¿Volver a luchar con ella? —Steiner se volvió hacia el joven sacerdote que junto a Maier había asistido atónito a la conversación de los dos hombres— Realmente este hombre está loco. Creo que hemos cometido una estupidez viniendo hasta aquí.

—Tú debes ser Senoy, el fuerte. Ella no te teme, pero serás quién la mate —siguió desvariando el sacerdote traspasando con su mirada al policía—. No lo voy a negar, señor, estoy loco. No podría ser de otra forma tras saber lo que sé y haber visto lo que vi. Pero le aseguro que si no partimos de inmediato se estará arrepintiendo el resto de su corta vida. Si ella se marcha, si no la detenemos, todos ustedes tendrán que morir de inmediato para poder esperarla de nuevo cuando vuelva. Hágame caso, salgamos ya hacia Munich. Yo soy su única oportunidad. Sólo yo sé como matarla.

Impotente, Steiner se volvió hacia sus compañeros buscando una solución ante la tensa situación creada.

—Realmente, jefe, es la única persona que parece conocerla —intervino Maier por primera vez—. Y eso es lo único que usted tiene.

—¿Quieres decir que debemos llevar con nosotros a este cura loco? —le espetó—. ¿Qué lo llevemos hasta Munich?

—Nosotros vamos hacia allí y en el coche hay sitio de sobra —concluyó—. Una vez allí no será asunto suyo. No tendrá que llevarlo a su casa. Un cura tiene que vivir en una iglesia.

Rudolf Helschmit lo miró con reproche y Maier le devolvió una inocente sonrisa que contrastó con la corta, seca e imprevista carcajada que lanzó el viejo sacerdote y que a los tres hombres les recordó el graznido del cuervo.

—¿Lo tiene escrito, o se lo va inventando sobre la marcha? —Salvador interrumpió el relato sin que pudiera apreciarse un tono amistoso en su pregunta— Debería escribir una novela.

—Está escrito en el libro que el padre Rudolf me entregó —respondió suavemente el mejicano mirando fijamente a Salvador y aprovechando para vaciar su copa de vino, mostrándole el ajado libro de tapas negras que reposaba a su lado, sobre la mesa, desde que inició el relato—. Yo sólo pretendo hacerlo más atractivo. Permítame que continúe, ya queda poco. Si lo desean, se lo resumiré.

—Mire padre, no se ofenda, pero todo esto es absurdo —volvió a atacar el policía científico—. La comida estaba bien y su relato es agradable, pero no va a convencerme. No creo en demonios ni creo en ángeles. Creo que hay un loco suelto. O una loca. Pero ni es un demonio, ni vamos a pararlo escuchando sus relatos. De hecho, estimo que estamos siendo temerarios perdiendo el tiempo aquí en lugar de estar haciendo nuestro trabajo y buscar al asesino. Lo siento, pero me marcho. Creo que seré más útil en mi laboratorio, procurando encontrar una explicación para lo que, hasta ahora, no la tiene.

El hombre se levantó y pidió la cuenta mientras procedía a ponerse el abrigo. El sacerdote se quedó con la mirada fija en el plato casi vacío que había frente a él. El silencio era embarazoso y ninguno encontraba con qué romperlo.

—Creo que yo también me marcharé —anunció el juez De los Santos tras unos minutos—. Como les dije, tengo trabajo urgente.

—De ninguna manera, ya les dije que deseaba invitarlos —exclamó el sacerdote ante el gesto de Salvador de intentar tomar la nota que había traído el camarero. Tras mirarla continuó esbozando una sonrisa—. Que usted me llame mentiroso no obsta a que yo cumpla con el compromiso.

—Salvador, espero que no se equivoque, sinceramente lo espero —intervino Almagro—. Porque de lo contrario, se habrá creado un grave problema.

—¿Usted cree? —desafió.

—No, no lo creo. Se lo aseguro —Almagro se levantó encarando a su compañero—. De hecho, creo que sabe que este hombre lleva razón, simplemente pretende que los demás le solucionen el problema porque le da miedo esperar a que acabe su relato y nos plantee lo que pretende de nosotros. Eso es lo que creo, que está usted acojonado.

—¿Pretende ofenderme, inspector? —planteó abiertamente Salvador.

—Por supuesto, nunca he podido soportar a los cobardes —tras acercarse lentamente hacia él, añadió—. Usted ansiaba ir a esconderse a su madriguera y para conseguirlo no ha dudado en intentar ofender a este pobre hombre que lo único que intenta es ayudarnos. Váyase, corra a encerrarse en su laboratorio, hombre. No creo que ella vaya a molestarse en ir a por usted.

—Por favor, caballeros, mantengan la compostura —el sacerdote se interpuso entre ambos—. Que ustedes discutan no nos ayudará.

—Lleva razón padre, no merece la pena —concedió Almagro dirigiéndose a su silla—. Ahora, por favor, acabe de contarme lo que sepa de ella de una vez y deje que vaya yo a buscarla.

—De acuerdo, ya veo que he fracasado —accedió el sacerdote tomando asiento a su vez dando la espalda a los dos hombres—. Toda una vida esperando la oportunidad y, al final, soy incapaz de cumplir con mi misión. ¡No sabe cuánto lo siento! Jamás podré perdonarme las vidas que se perderán por ello.

—No es culpa suya, padre —le disculpó—. Por favor, siga.

Tras observarlos unos minutos y comprobar que habían dado por finalizada la discusión obviando su presencia y dándoles la espalda, el juez y Salvador abandonaron el local sin que ninguno de los otros dos hombres les dirigieran ninguna otra mirada ni volvieran a hacer comentario alguno al respecto.

—Bien padre, su relato era interesante, pero lo dejaremos para otra ocasión ¿de acuerdo? —decidió Almagro cuando comprobó que los otros se habían marchado—. Ahora, dígame sucintamente, ¿dónde puedo encontrarla?

—Tiene que ser un sitio muy húmedo y oscuro dentro de la ciudad. Ella necesita la humedad para conservar su cuerpo lozano. La luz la mataría. Por eso sólo sale de noche.

—Bien, empezaremos buscando cerca del río —concluyó—. Pero, cuando la encontremos ¿cómo la mato?

—No podría. Los necesita a ellos. Podría destrozar su cuerpo, pero no su alma, no su espíritu. Para ello, es precisa la lucha espiritual y usted solo no puede afrontarla. Tendremos que centrarnos en acabar con esta batalla y dejar la guerra para una nueva ocasión. Desear que alguno de mis discípulos tenga más suerte que yo o que sepa hacerlo mejor de lo que yo lo he hecho.

—¿Cómo puedo hacerlo? No creo que me dé la ocasión. No después de lo que pasó la otra noche. Irá a matarme desde del principio, sin darme oportunidad. Si la pudiera tener lo suficientemente cerca, quizás pudiera hacerla explotar de alguna forma. Destrozarla, sólo así la pararíamos.

—Entonces, habrá que distraerla. Llamar su atención con algo. No se preocupe, yo me encargaré. Realizaré un exorcismo y ella se mofará de mí. Esa será su oportunidad.

—¿Quiere decir que me acompañará? —se extrañó Almagro—. No, padre, es demasiado peligroso y no podemos permitirnos perderlo. Si todo esto es cierto, es usted muy valioso.

—Ya no, inspector. Tengo varios discípulos perfectamente preparados y puedo asegurarle que cuando ella vuelva, yo ya no estaré en este mundo. Por tanto, me he convertido en un pobre cura totalmente prescindible y estoy dispuesto a dar mi vida por salvar la de los pobres desgraciados que se crucen en su camino. Al fin y al cabo, para eso he estado viviendo desde que la conocí.

—De acuerdo, lo haremos en equipo. Quizás deba aceptar que Valbuena nos ayude. Si somos dos, podríamos tener más posibilidades. Pero me da miedo lo que pueda pasarle. Le tengo mucho cariño a ese tipo.

—La vida está llena de héroes, inspector, quizás su amigo sea uno de ellos.

—Bien ya lo pensaremos. De momento lo dejaremos que siga descansando —dio por terminada la conversación levantándose de la silla—. Creo que deberíamos ir hacia el río y empezar a buscar un sitio que sea idóneo para servirle de escondite. ¿Me deja que le ayude con la cuenta?

—De ninguna forma. Era mi invitación. Yo la pagaré aunque vaya a tener tan mal recuerdo de este almuerzo.

 

 

 

20:40 horas

 

 

 

El reloj volaba hacia las nueve de la noche cuando el teléfono móvil del inspector Almagro sonó mientras circulaba en compañía del padre Fernández bordeando el río, recorriendo el Paseo de Colón y dejando que el sacerdote examinara con detenimiento los iluminados edificios de la otra orilla. El número no le era conocido por lo que lo dejó sonar sin contestar. Permanecían en silencio desde que salieron del restaurante. A ninguno de los dos le apetecía hablar después de la violenta situación vivida y del cambio de rumbo de los acontecimientos tras la negativa del juez y de Salvador a ayudarles. Se limitaban a mirar las orillas del río mientras lo recorrían una y otra vez, buscando algún lugar que pudiera contar con algún subterráneo. El sacerdote no se lo había recordado, pero Almagro sabía bien que no acabar con aquella mujer definitivamente, implicaba que pasara lo que pasara y según la teoría del padre Fernández, él moriría muy pronto.

El teléfono volvió a sonar de inmediato. Comprobó que el número telefónico era el mismo. Tras dudar unos momentos decidió contestar, al fin y al cabo, un policía no podía permitirse desconectar por mal que lo estuviera pasando y menos en aquellos momentos.

—¿Inspector Almagro? —la voz sonó trémula cuando el policía contestó a la llamada—. ¿Es usted?

—Sí, soy yo, ¿quién llama? —quiso saber.

—Soy Javier Ruiz, le conocí el otro día en el pub irlandés de Ramón y Cajal ¿recuerda? —Almagro puso el teléfono en modo altavoz inmediatamente— Usted estaba buscando a un hombre y nosotros le dijimos que lo vimos salir con...

—Si Javier, lo recuerdo perfectamente —el policía lo cortó impaciente—. Pero, dime ¿qué te ocurre?

—Bueno, usted nos dijo que le llamáramos si volvíamos a ver a la mujer que se marchó con el hombre —explicó— y yo me acabo de cruzar con ella.

—¿Dónde? ¿Dónde estás Javier? —inquirió Almagro excitado volviéndose hacia el sacerdote—. ¿Ella está cerca?

—No lo sé, me he cruzado con ella pero no he querido volverme a mirarla —le explicó—. Usted dijo que era muy peligrosa.

—Has hecho bien, Javier —felicitó—. Ahora dime dónde estás y hacia dónde iba ella.

—Estoy caminando por el Altozano y me la he cruzado en medio del puente de Triana.

—¿Ella te ha mirado? —intervino el padre Fernández alzando la voz—. ¿Te ha visto?

—Bueno, supongo que sí. Hemos cruzado la mirada —admitió titubeante—. ¿Pasa algo malo?

Almagro no supo contestar, miró el grave rostro del sacerdote y tras unos segundos le entregó el teléfono y aferrando el volante con fuerza, inició una frenética carrera, haciendo ostentación de la luz de emergencia que había colocado sobre el techo del vehículo.

—Escucha mi cuate, ante todo, tranquilo. No vuelvas la vista atrás y continúa caminando— el sacerdote comenzó a darle las instrucciones procurando transmitir una seguridad que no sentía—. ¿Hay alguna taberna cerca? ¿Algún sitio con mucha gente?

—Hay un bar un poco más adelante, a la derecha. Pero ¿qué es lo que pasa?; ¿Quién es usted? —quiso saber el joven intentando aparentar tranquilidad.

—Javier, escúchame atentamente por favor, después contestaré todas tus preguntas, pero ahora es importante que me obedezcas —le rogó con voz firme—. Quiero que entres de volada en ese bar y que vayas hasta la barra. Que te mezcles con la gente. Mantén siempre la mirada al frente. No vuelvas la cabeza pase lo que pase y sigue hablando conmigo, sin escuchar nada más. Si sientes que alguien quiere llamar tu atención, que te habla al oído o te toca el hombro, grita, canta, haz lo que quieras pero no lo escuches, monta un gran barlote para que todos te miren ¿me has entendido? Pero por nada del mundo la escuches.

—Me está usted asustando, ¿qué es lo que está pasando? —casi gritó—. Usted es policía, ayúdeme.

—Tranquilo, Javier —quiso animarlo Almagro gritando—. Vamos para allá, pero mientras tienes que hacer lo que te está diciendo ¿entiendes? ¿Cómo se llama el bar?

—Ya estoy llegando, se llama “Casa Manolo” —le anunció—. ¿Cómo sabe que me está siguiendo?

—No lo sabemos, pero es mejor estar preparados —le advirtió—. ¿sabes de dónde venía esa mujer?

—Venía caminando de frente desde la calle San Jacinto —le informó—, Lourdes vive allí. Es la camarera con la que usted habló. Lleva dos días sin ir al pub y pensé que podía estar enferma. No contesta al teléfono y como vive sola, estábamos preocupados. Su jefe no puede dar con ella y me pidió que fuera a visitarla por si le pasaba algo. ¿Ella... puede haberle hecho algo?

—No lo sé, chaval, ya nos ocuparemos de ella, ahora haz lo que te hemos dicho ¿vale? Ya estoy llegando. Pídete una coca—cola. Yo te invito.

El joven llegó hasta la barra del local. Varios grupos se acomodaban en ella y algunos hombres se quedaron pendientes de él debido a su estado de agitación. Tenía el rostro muy pálido y sentía un sudor frío humedeciéndole el cuerpo. Estaba pendiente de cuanto sucedía a su alrededor, sin querer volver la mirada pero temiendo que, en cualquier momento, aquella mujer apareciera a su lado.

Llamó la atención del camarero y cuando éste se dirigía hacia él, reflejado en el lomo niquelado de la máquina de café pudo apreciar, unos metros a su espalda, el reflejo escarlata de su pelo.

—Está aquí —clamó al teléfono—. Ya viene.

—¡Grita, chaval, grita! —le ordenó el sacerdote—. ¡Haz que todos te miren, que la vean, ándale, monta la margallate gorda, abarata a esa berra!

Sintió la mano de ella posándose en su hombro, presionándolo ligeramente para que se girara. Javier Ruiz no esperó más y mientras la encaraba lanzó un ronco alarido que hizo que todos se volvieran hacia él. Ella abrió sus ojos desmesuradamente y en un momento el bellísimo rostro se transformó en una horrible y esperpéntica máscara cenicienta surcada por miles de arrugas que dejaba traslucir una maraña de finas venillas azules. La boca que se empezó a ofrecer jugosa y fresca se convirtió en una oquedad negra e informe de donde desaparecieron los blancos y regulares dientes que la habían ornado apenas unos instantes antes. Sintiendo todas las miradas en ella, soltó al joven y se volvió lanzando una especie de alterado y estridente graznido. El fuego que desprendían sus ojos hizo que todos se apartaran a su paso espantados ante la visión. Rápidamente, como si flotara sobre el suelo, olvidando al joven que yacía a sus pies, el espantajo en que se había convertido la hermosa mujer de pelo rojo salió del establecimiento seguida por la horrorizada mirada de los pocos clientes que no se habían tapado sus ojos espantados ante la visión.

Almagro saltó del automóvil casi antes de que se detuviera ante la puerta del local. Corrió hacia el interior asustado ante el espanto que veía reflejado en los rostros con que se cruzaba.

Se detuvo un segundo tomando conciencia de la situación. Al fondo, al pie de la barra, el joven yacía tumbado en el suelo, encogido, abrazándose las rodillas con ambos brazos. El policía, aliviado y confuso, no supo reaccionar y agradeció ver como el sacerdote le sobrepasaba y, sin titubear, se dirigía hacia él. Le siguió parándose a su espalda y observando cómo, arrodillándose a su lado, le cogía la mano y le hablaba con voz queda y dulce.

—Lo has hecho muy bien, chaval, en verdad has tenido callo —le susurró—. Has sido muy valiente, todo un bato escuadra, pero todo ha pasado ya. Ella ha huido, tú la has hecho huir.

Lo miró con ojos escurridizos y volvió a sumergirse en su miedo. Almagro se separó unos metros y con su teléfono pidió refuerzos y una ambulancia. Paseó la mirada alrededor buscando alguien que pudiera informarle. Había varias mujeres llorando mientras eran consoladas por sus acompañantes. El camarero seguía tras la barra, con la espalda pegada a la pared, terriblemente pálido. Le miraba fijamente y se dirigió hacia él extendiendo su mano armada con su placa.

—¿Puede decirme qué ha pasado? —le preguntó con suavidad asumiendo el estado del hombre.

—Esa mujer... Se transformó de repente. Su cara... su cara era como la de un monstruo y...gritó. ¿Qué era? ¿Qué le pasó?

—No lo sé. Yo no estaba aquí. Dígamelo usted ¿Qué hizo? ¿Qué dijo?

—No dijo nada, sólo llegó hasta él y él gritó. Y ella se volvió y... de repente, su rostro cambió. Se volvió una bruja, como el monstruo de una de esas películas de miedo. Lanzó un grito asqueroso, como un chirrido y se marchó corriendo. Nunca había visto algo así. ¿Sabe quién era?

—No, no lo sé. Ni siquiera quiero saberlo. Relájese y tómese una copa —le aconsejó—. Todo ha pasado.

Se giró hacia el muchacho. Estaba más tranquilo. El sacerdote le hablaba en voz baja y él estaba respirando profundamente. Se arrodilló frente a él y le preguntó, procurando mostrarse lo más sereno posible, donde vivía su amiga. Tras unos minutos en que el joven perdió su mirada en el infinito, recitó la dirección completa.

—Váyase, yo me quedaré con él hasta que llegue la ambulancia —le indicó el padre Fernández asintiendo con la cabeza—. Tenga cuidado, inspector. Ella habrá estado utilizando a esa pobre cría para regenerar su cuerpo. Después de lo ocurrido, podría haber vuelto allí.

Almagro salió del local. No consiguió que nadie le dijera hacia donde se había marchado. Estuvo a punto de aguardar la llegada de los refuerzos solicitados para que cerraran el local y que tomaran declaración a los testigos hasta encontrar a alguien que hubiera visto hacia donde se había dirigido, pero era posible que la chica pudiera estar en peligro y necesitarle. No lo pensó más y corrió hacia la dirección que le había dado el joven.

Era una casa antigua, de tres plantas. Llamó a todos los botones del porterillo electrónico y esperó impaciente que alguien contestara. La voz de una mujer de mediana edad fue la única que respondió. Almagro le rogó que le abriera identificándose como policía. Intentó restar importancia a su presencia allí, asegurándole que una de las vecinas podía estar enferma. Tras unos segundos, la mujer se decidió a abrir sin que se volviera a oír su voz. El policía entró de inmediato en la penumbra del portal. Cuando encontró el interruptor de la luz pudo comprobar que era antiguo, pero estaba limpio y blanco. Era reducido, sin ascensor. Una estrecha escalera con peldaños de mármol un tanto deteriorado, ascendía ante él. La chica vivía en la segunda planta. Ahora sí desenfundó el arma y comenzó a subir lentamente y con cautela, asomando brevemente el rostro en cada recodo, maldiciendo en su interior no haber tomado la escopeta que guardaba en el maletero.

Si ella estaba allí, se volvería a reír de su pistola reglamentaria. Los rellanos no eran amplios y en cada uno de ellos se abrían tres puertas. La de la chica estaba a la derecha. Almagro llamó al timbre deseando tener que excusarse cuando la joven apareciera ante él. Ni le abrió, ni escuchó ruido alguno dentro de la vivienda. Sabía que no podía hacerlo, pero empezó a hurgar en la cerradura hasta conseguir abrirla. Era un mecanismo muy simple y no le causo problemas. Había adquirido cierta habilidad para ello desde que pidió a un conocido raterillo que le enseñara. Era un desgraciado al que detenían continuamente. Como ladrón era un desastre porque siempre le sorprendían, pero forzando cerraduras era único. Jamás cometió una agresión y se limitaba a aprovechar los descuidos. Almagro no podía evitar sentir cierta simpatía por él y hasta consiguió que el cerrajero al que siempre llamaban en los asuntos oficiales lo contratara como ayudante. Hacía tiempo que no sabía nada de él, lo cual no dejaba de ser una buena noticia.

Abrió la puerta con precaución y se introdujo en la vivienda apretando la espalda contra la pared. Un pasillo de unos diez metros se abría ante él, todas las puertas en la pared de la derecha. La primera daba a la cocina. Estaba abierta y vacía. Tras la segunda encontró un pequeño y oscuro baño. La tercera estaba entornada. La abrió muy lentamente y ante él, tumbada sobre la cama, descubrió el cuerpo desnudo de la joven. Reprimió su ansia por acudir a su lado. Desde la puerta comprobó que no se movía y temió lo peor. Siguió deslizándose pegado a la pared. La siguiente puerta daba a una pequeña y agradable sala amueblada con un pequeño sofá floreado ubicado tras una mesa redonda. Una televisión estaba colocada frente a él y una estantería, atestada de libros, colgaba de la pared. La última puerta estaba cerrada. Giró el pomo. La oscura habitación era pequeña y el suelo estaba cubierto de agua. El ambiente era mucho más frío que en el resto de la casa. Ni siquiera se planteó el motivo, se limitó a encender la luz y comprobar que, a excepción de una pequeña cama empapada y una mesilla de noche, se encontraba vacía. Un desagradable olor la invadía y se apresuró a cerrar de nuevo la puerta.

Al final del pasillo un postigo de rejillas de madera cerraba la única ventana de la vivienda. No la abrió. Volvió sobre sus pasos y, ahora sí, se inclinó sobre el lecho donde yacía la joven. No quiso fijarse en su desnudo cuerpo y se apresuró a taparla con la manta que reposaba doblada sobre una silla, al lado de la cama. Tomó su muñeca y cerrando los ojos se concentró en encontrar el latido de la vida. Muy leve y pausado comprobó que le quedaba apenas un hálito. Tomó el teléfono y saliendo de la habitación para no quebrar con su alterada voz el profundo sopor de Rocío, urgió ayuda para ella.

La súbita aparición del sacerdote en el umbral de la entrada ni siquiera le sobresaltó. Ignoraba cómo, pero desde que escuchó las pisadas en la escalera sabía que se trataba de él y se alegró de volver a tenerlo a su lado.

 

 

 

11:00 horas

 

 

 

Almagro estaba aleccionando al policía que se encontraba en la puerta de la habitación donde habían ingresado a la joven. Intentó no asustar al hombre, pero tampoco quería que pudiera relajarse. Se le veía nervioso y un tanto agobiado por las reiteradas recomendaciones que recibía del inspector, el cual, al notarlo, decidió acabar con sus instrucciones y poniéndole su mano en el hombro intentó animarle.

Entró en la habitación cerrando la puerta tras él. El sacerdote, musitando sordas palabras que no supo identificar, estaba sentado al lado de la cama que ocupaba la joven y tenía su mano arropada por las suyas. La habían llevado al hospital más cercano, al final de la propia calle San Jacinto donde se hicieron cargo de ella de inmediato. Un fino tubo por donde resbalaba la sangre intentaba restablecerle la vida, restituyéndole la que le habían robado. Cuando el médico de la Uci móvil que acudió a su llamada se hizo cargo de ella, no daba crédito al estado en que la encontró. Almagro no quiso darle ninguna explicación limitándose a comunicarle que la había encontrado así. Tanto él como el sacerdote se quedaron en un rincón observando las hábiles maniobras que llevaron a cabo para intentar estabilizarla rogando que lo consiguieran. Su agradecida juventud recompensó rápidamente sus desvelos y un ligero tono rosado comenzó pronto a tintar sus lívidas mejillas. El padre Fernández no se había querido separar de ella y hasta le habían permitido que los acompañara en la ambulancia.

Al policía le congratuló verle marchar con ella. Estaba seguro que los sanitarios iban a intentar que les explicara qué le había pasado a la joven, pero aquello no le preocupaba, el sacerdote tenía sobradas argucias para escapar de cualquier tipo de interrogatorio.

La llamada de su teléfono móvil, hizo que saliera apresuradamente de la habitación ante la mirada reprochadora del sacerdote. No pudo identificar el número que llamaba pero, cuando contestó, no le sorprendió escuchar la voz del juez.

—Almagro ¿qué ha pasado? —comenzó a interrogarle muy alterado y sin pararse en saludos protocolarios— Me he enterado de un incidente en Triana ¿qué ha ocurrido?

—¿A qué incidente se refiere, señoría? —Almagro procuró dar a su voz un ligero tono irónico—. ¿A la jovencita que tengo ante mí y que encontré casi sin sangre en las venas?; ¿O se refiere al pobre chaval que tengo también ingresado con un importante ataque de ansiedad tras su experiencia con una mujer pelirroja?; ¿Quizás se refiera a unas quince personas que han quedado completamente angustiadas después de contemplar como esa misma mujer se transformaba ante sus propios ojos en una especie de monstruo contrahecho? ¿A qué se refiere, señoría? En cualquier caso, estimo que debe llamar a su amigo, el inspector Salvador, para que le razone lo que ha pasado esta noche. Seguro que sabrá encontrar alguna explicación que les permita seguir escondiéndose.

—Inspector, no tiene derecho a hablarme así, yo no le he faltado...

—Lo siento, señoría, pero ahora no puedo atenderle —le cortó ásperamente—. Tengo mucho trabajo que hacer.

No pudo evitar esbozar una sonrisa cuando colgó el teléfono. Tras unos segundos, comenzó a manipularlo hasta conectar el modo silencio y sin guardarlo, entró de nuevo en la habitación. Notó fija en él la mirada del agente que seguía apostado en la puerta. Testigo de su conversación, le reconfortó su sonrisa cómplice.

Estuvo contemplando en silencio como el sacerdote seguía acariciando la mano de la joven mientras musitaba sus extrañas plegarias. Se sentó y, en silencio, observó cada uno de los movimientos del hombre. No pudo dejar de admirar el cariño con que la trataba. Ternura. Era una palabra cursi que jamás había utilizado, pero no pudo encontrar otra que definiera su actitud con la chica. Por fin, al cabo de un buen rato, se incorporó, besándola en la frente y se dirigió hacia él.

—¿Qué es lo siguiente, padre? —quiso saber—. Quiero acabar con esto de una vez.

—Son casi las doce de la noche. Ahora no podemos hacer nada. Solo rezar para que esta noche no encuentre a nadie. Para que lo que pasó en el bar le haya hecho huir a su cueva de una maldita vez y volverse la vieja arpía que es.

—¿Es posible? —inquirió esperanzado—. ¿Cree usted que puede haberse marchado?

—No, no lo creo —lo decepcionó—. Supongo que se repondría del disgusto oculta en algún rincón oscuro y que, una vez recompuesta, habrá salido de caza. Tiene trabajo acumulado. Usted la dejó dos noches fuera de combate.

—Creo que me montaré en el coche y me dedicaré a dar vueltas por la ciudad. Quizás tenga suerte y la encuentre.

—Creo que sería más útil que pensáramos en qué lugar puede tener su guarida.

—¿Quiere que sigamos buscándolo? —ofreció el policía.

—No, ahora no —rechazó—. Si lo encontráramos ella notaría que habríamos estado allí y buscaría otro lugar. Es durante el día cuando tendremos nuestra oportunidad. Le sugiero que hagamos un listado de sitios donde pueda ocultarse y que por la mañana empecemos a registrarlos. Quizás entonces podamos sorprenderla.

Almagro asintió en silencio mostrando su conformidad con el plan del sacerdote y se quedó mirando a la chica que ahora se veía relajada y su sueño aparecía plácido y tranquilo. Salieron de la habitación saludando al policía y se dirigieron al ascensor. Por el camino, se encontraron con el médico que se había hecho cargo de los jóvenes en la misma puerta del hospital. El hombre se dirigió a ellos de inmediato, encarándose con el sacerdote.

—Estaba buscándolo —le espetó—. El estado en que trajeron a esa niña me impidió pensar en otra cosa que no fuera sacarla adelante, pero ahora necesito que me responda a algunas preguntas. Tengo que remitir mi informe al juzgado.

—No se preocupe, doctor Campos —le interrumpió Almagro exhibiéndole la placa y fijándose en el nombre bordado en la bata—. Ya está abierta la causa judicial. Entréguele su informe a alguno de los policías que quedarán por aquí custodiando a los chavales. Yo me encargaré de hacerla llegar al juzgado correspondiente.

—Pero, necesito saber qué ocurrió para que quedaran en ese estado —se quejó el hombre, un tanto confuso—. Esa niña... ¿Cómo puede haber perdido tanta sangre sin que tenga herida alguna en su cuerpo? Y el joven... está completamente perdido. No había visto nunca un shock tan brutal.

—Nosotros, por el momento, no podemos resolverle sus dudas —le respondió Almagro—. Estamos tan perdidos como usted. El chico nos avisó y encontramos a la joven en su casa tumbada en una cama. Lo único que pudimos hacer fue avisar a emergencias.

—Pero... —empezó a protestar el médico, no muy conforme con la explicación.

—Todo se aclarará, doctor —le aseguró—. Y le prometo que yo mismo vendré a explicárselo. Ahora sólo puedo decirle que ha hecho un gran trabajo y darle, sinceramente, las gracias por sacarlos para adelante.

Los dos hombres siguieron caminando hacia el ascensor, dejando al doctor Campos, confundido, mirando fijamente sus espaldas.

—Por cierto, doctor —le encaró nuevamente Almagro, girándose sorpresivamente—. ¿No ha encontrado ningún signo de violencia en la chica?

—Tan sólo grandes erosiones en la zona genital y tremendas sufusiones —respondió tras unos segundos de duda—. No soy ginecólogo, pero a esa cría le han destrozado. No me atrevería a afirmarlo, pero es como si le hubieran colocado una bomba de succión en la vagina.

Almagro no respondió, limitándose a hacerle un gesto de agradecimiento y despedida. Permanecieron en silencio mientras bajaban en el ascensor mezclados con una pareja. La mujer se veía al borde de las lágrimas y la mirada del hombre se hundía en el suelo, justo entre los pies del sacerdote. Se palpaba su tragedia. Por eso Almagro odiaba los hospitales, le traían demasiados recuerdos.

—¿Cree que volverá a por ella? —le preguntó cuando salieron del ascensor y ya se dirigían hacia la salida.

—No, no lo creo. Ya no le sirve para nada. Si necesitara más sangre le sería más fácil elegir a cualquier otra, ella tardará en recobrar la esencia que busca.

—¿Por qué no la mató?

—Se equivoca de planteamiento. No es que no la matara, es que ella no quiso morir. A Lilith, la vida de esa chica le es indiferente —le explicó—. Tomó de ella la sangre que necesitó para regenerar su aspecto sin importarle si vivía o moría. Javier la salvó con su preocupación por ella. Aunque estuvo a punto de costarle la vida. Él sí me preocupa. Se atrevió a resistirse ¿le ha puesto vigilancia?

—Tiene dos policías en la puerta de su habitación y les he dado órdenes tajantes de que si vieran aparecer a una mujer pelirroja por el pasillo, sea quien sea, monten el mayor escándalo que puedan para llamar la atención de todo el mundo. He aprendido su estrategia.

—Bien hecho, wei —le felicitó sonriendo—. Es lo único que puede pararla. Que no escuchen su voz susurrante. Que no pueda embrujarlos con ella —tras una pausa, añadió—. Será mejor que nos vayamos y la dejemos descansar. Tenemos trabajo.

—Ahora padre, mientras pensamos donde puede tener su madriguera, ¿por qué no acaba de contarme cómo haremos para acabar con ella? —preguntó abriendo la puerta y cediéndole el paso.

—Me parece una buena idea. Es lo que debo hacer ahora que estamos todos —respondió sonriendo mientras salía.

Almagro encontró sentido a las palabras del sacerdote cuando, saliendo tras él, encontró a los dos hombres que los esperaban recostados contra un coche frente a la entrada del hospital.

CAPÍTULO V

 

 

Sábado, 16 de diciembre de 2000

 

00:30 horas

 

 

 

Procuraré no extenderme para no volver a cansarles —prometió el padre Fernández mientras sacaba el libro de tapas negras de su inseparable maletín—. Como imaginarán, Steiner accedió a que Schmeikel los acompañara...

—Padre, ya nos hemos disculpado —protestó Salvador mirando al sacerdote—. Por favor, hágalo a su manera. No volveré a importunarlo. Si todo esto tiene algo de verdad, mejor será que estemos al corriente de todo lo que usted sepa al respecto.

Se encontraban reunidos en el despacho del inspector Almagro. En el camino, los habían puesto al corriente de lo sucedido aquella noche. Salvador había sido informado de los hechos cuando se encontraba en su laboratorio y lo que escuchó lo dejó completamente desarmado. Ya no se trataba de las historias de un viejo loco. Eran sus propios compañeros los que le relataban lo declarado por un buen número de testigos que afirmaban como la espectacular mujer pelirroja se había transformado ante sus propios ojos en una auténtica arpía y, cerca de allí, habían encontrado a una joven casi desangrada. Sabía que Almagro ni siquiera contestaría su llamada, por lo que decidió poner al corriente al juez. Cuando éste le comunicó que no había conseguido hablar con él, llegaron a la conclusión de que tendrían que tomar la iniciativa y se dirigieron al hospital en la seguridad de que los encontrarían allí.

A Salvador no le fue fácil disculparse, sin embargo, el sacerdote procuró facilitárselo quitando importancia a la forma en que lo había tratado unas horas antes. Se limitó a asegurar que comprendía su incredulidad y que era lógico que lo hubiera tenido por un loco.

Almagro se mantuvo al margen en todo momento. Ni siquiera respondió al saludo de los dos hombres. Cuando el sacerdote propuso que mantuvieran la reunión en su despacho, se limitó a hacer un pequeño gesto de asentimiento, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia el automóvil sin intercambiar una sola palabra.

—Si no recuerdo mal, dejamos a la historia cuando Schmeikel procedió a narrarles cómo había sido el destino el que lo eligió a él para la terrible empresa que había de afrontar —comenzó a relatar el sacerdote sin más dilación—. Era un joven sacerdote recién salido del seminario cuando tuvo su primer encuentro con las huestes de Satán. Fue destinado a la parroquia de un pequeño pueblo de Baviera. El cura titular de la misma era un anciano sacerdote de delicada salud que, de inmediato, lo puso al corriente sobre el extraño caso de una jovencita del lugar que había comenzado a mostrar un comportamiento completamente extraordinario. Él mismo había sido testigo de cómo los objetos se movían por el aire en su presencia y de cómo hablaba fluidamente en lenguas para ella desconocidas hasta entonces. Estaba a la espera de la llegada de un sacerdote exorcista, pues había puesto el caso en conocimiento de las autoridades eclesiásticas, convencido de que se trataba de un caso de posesión demoníaca.

Desgraciadamente, el anciano sacerdote no pudo ser testigo de la llegada del exorcista pues murió unos días antes. El joven Schmeikel lo encontró por la mañana, en su cama con una agradable expresión de felicidad en el rostro. Se ocupó de su sepelio y tras comunicarlo al obispado se encontró transitoriamente como titular de aquella parroquia.

Cuando compareció el exorcista, Schmeikel quedó impresionado en su presencia. Les afirmó, aún con admiración, que era un hombre formidable. Alto y corpulento, algo cargado de espaldas. Aseguró que jamás lo vio sonreír, igual que él dejaría de hacerlo muy poco después.

Lo acompañó a la casa de aquella desgraciada muchacha y cuando lo condujeron a su presencia, pidió quedarse a solas con ella. Media hora después salía de aquella habitación con el rostro demudado y completamente desencajado. Le confirmó que, efectivamente, se trataba de un caso de posesión infernal y que aquel demonio era demasiado fuerte para que él pudiera enfrentarlo solo, anunciándole que tendría que asistirlo. Schmaikel, sintiéndose tremendamente angustiado, ni supo ni pudo oponerse a la decisión de su superior y, después de esperar a que se recuperara durante unos minutos, le siguió al interior de la habitación.

Después de aquel primer enfrentamiento, sobre el que Schmaikel no quiso ofrecerles detalles, vinieron muchos otros. Fue el propio exorcista con el que colaboró en aquella primera ocasión quién lo recomendó para el trabajo. Al parecer quedó impresionado por la serenidad y fortaleza que demostró ante el maligno y afirmó que tenía todos los condicionamientos para asumir tan complicada y azarosa tarea. Ante tal recomendación, pronto fue relevado de su misión pastoral y le sometieron a un fuerte entrenamiento en el propio obispado donde finalmente quedó destinado a la espera de que sus servicios fueran requeridos.

Aquello le dio oportunidad de viajar por toda Europa y empezó a obsesionarse con su trabajo, de modo que aprovechaba sus viajes para visitar todas las iglesias y monasterios que encontraba en su camino en busca de escritos, libros o documentos que trataran o mencionaran al demonio, sus servidores y sus obras.

De esa forma conoció la existencia de Lilith. Por unos antiguos y olvidados pergaminos que encontró en la famosa biblioteca de la Abadía de Ottobeuren, tras detenerse en la misma a descansar después de realizar un exorcismo especialmente arduo en la ciudad de Memmingen.

—Creo que en lugar de relataros el contenido de aquellos pergaminos, os los debo leer textualmente —anunció tras una pausa a sus acompañantes que, ahora sí, le escuchaban completamente absortos por la narración—. El padre Helschmit tuvo la feliz idea de copiarlos en su diario y por eso ahora todos podremos conocer el testamento del padre Ivanov, sin el cual muy seguramente ahora no nos encontraríamos aquí.

—Lo he leído decenas de veces y no me canso de hacerlo —explicó mostrando el libro en su mano y paseó su mirada por los tres hombres que no perdían detalle de cada uno de sus movimientos. Tras una pausa, buscó unas pequeñas gafas en el bolsillo de su chaqueta gris y colocándolas sobre la punta de su nariz, comenzó a rebuscar entres sus hojas.

—¿No acudió a buscarlos a la abadía para comprobar su veracidad? —inquirió Salvador sin que su expresión denotara acritud.

—¡Por supuesto! Igual que fue Helschmit —exclamó el sacerdote de inmediato, como si estuviera esperando la pregunta—, además le recomiendo que vaya usted en cuanto tenga ocasión. La biblioteca es realmente única. Encontrará en ella, junto con muchos manuscritos medievales, cientos de valiosísimos incunables. Además la propia Abadía es magnífica en todos los sentidos. Me costó varios días, pero al fin lo encontré y le aseguro que cuando lo leí, noté la presencia de aquel buen hombre junto a mí y sentí que agradecía mis desvelos. No me permitieron fotocopiarlo, pero si mi palabra tiene algún valor para usted, le aseguro que lo tuve entre mis manos y aunque me costó un poco entender el latín en que se hallaba escrito, su contenido era exactamente el que transcribió al alemán mi buen amigo Helschmit.

—¿Usted sabe alemán? —inquirió Almagro—, me comentó que cuando se encontró con Helschmit sólo pudieron entenderse en latín.

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