Lilith

Lilith


Capítulo2

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Supongo que la expresión de mi juvenil rostro evidenció que no sabía de qué me hablaba, así que aquel sabio y honorable hombre continuó. “Es un demonio con forma femenina que ataca a los hombres durante la noche para robarles su semen. Procuran buscar hombres débiles y solitarios y se muestra bella y hermosa a nuestros dormidos ojos para facilitar su siniestra misión mediante nuestra natural y pertinaz excitación. Se meten en los sueños y nos seducen, absorbiendo nuestra energía y nos pueden llevar a la muerte. Con el semen que nos roban procrean a los demonios que pueblan la tierra.”

Esto me contaba mientras yo lo miraba extasiado, un tanto azorado y un mucho atemorizado. ¡Cuánto deseo que este relato te esté interesando la mitad de lo que me subyugó a mí!

Continuó mi maestro aleccionándome sobre nuestra enemiga, descubriéndome que estos demonios son conocidos y reconocidos en todas las religiones, aunque reciban distinto nombre. Los infieles la llaman Um Al Duwayce y la retratan como una mujer hermosa y perfumada que vaga por el desierto sobre un asno. Atrae a los hombres para así tener relaciones con ellos mientras, con la vagina dentada que posee, les rebana el pene, para así dejar al hombre agonizando de dolor. Algunos creen que además se los come vivos.

Cuando mi maestro comprobó que yo estaba suficientemente aleccionado sobre la existencia de esos terribles demonios femeninos y que me encontraba cercano al terror, me acercó su rostro y susurrándome me anunció la existencia de la que, desde entonces, se convirtió en mi más terrible enemiga y espero y deseo y rezo y ruego para que también lo sea tuya.

“El succubus más famoso, maligno y mortal de todos los tiempos —me dijo— es Lilith, la primera mujer creada por Dios, corrompida por Satanás y amante de los demonios. Y contra ella habrás de luchar durante toda tu vida, igual que llevo yo haciéndolo desde que mi maestro me conminó a ello.”

Créeme mi amigo que tan sólo escribir su nombre, ya me eriza la piel. Yo he estado en su presencia. La he visto y me ha hablado y debes creerme cuando te aseguro que es la más hermosa de las mujeres y el más poderoso y mortal de los demonios. Su piel es blanca y tersa. Sus ojos son dos mares verdes y profundos que cuando se posan en ti, te hielan la sangre y te abrasan el cuerpo. Su boca es una fuente fresca del más delicado néctar y sus labios dos campos cuajados de infinitas fresas. Su cuerpo es un sinfín de curvas rotundas y sensuales. Y su pelo. Su pelo es una cascada de fuego erizado que te quema al mirarlo. Pero todo ello no es comparable a su voz, que te envuelve, te embelesa, te seduce y te domina. Su voz suena a tus oídos como un rumor ronco de olas, como el apasionado y grave silbido del aire sorteando las rocas de un acantilado.

¡Pobre de mí! Tan sólo basta que rememore su presencia para que este cascajo de cuerpo mío pretenda recobrar la fogosidad de su juventud. Si su solo recuerdo logra revivir partes de mi anatomía que había incluso olvidado, imagina que podría hacer contigo, infeliz cristiano, si se cruzara en tu camino y tu cuerpo conservase algo de lozanía.

Ella es implacable. Su alma, si los demonios la tienen, es inaccesible a la piedad. Buscará cualquier hombre solitario para seducirlo y cuando esté a solas con él, sacará de sus entrañas cuanto semen pueda extraer y al agotarse la fuente, cuando ni tan siquiera su extraordinaria y exuberante sensualidad pueda promover más fogosidad amatoria en él, lo matará. Le succionará cuanto líquido almacene su cuerpo, dejándolo reseco y amortajado. Mi querido maestro me aseguró que incluso les roba el alma y a fe mía que, por la expresión de los rostros de las desgraciadas víctimas de tan taimado demonio que he tenido ocasión de contemplar, no le faltaba razón.

Ignoro el motivo y desconozco como lo hace, si es aún en vida o después de extraérsela, pero a todas sus víctimas les arranca su aparato reproductor tal y como cuentan las tradiciones orientales. Yo tuve ocasión de verla en todo el esplendor de su extraordinaria desnudez pero, afortunadamente, no pude apreciar si es cierta la aberración que las mismas proclaman sobre su vagina. En cualquier caso no me sorprendería. Nada podría sorprenderme de tan excepcional y pérfido ser.

Mi querido y desconocido amigo, ya sabes cómo es. Ahora te narraré lo que me contaron de su historia. Ignoro cuánto hay de verdad en ella, dado que ningún testigo queda de esos hechos, salvo los tres durmientes, pero ellos no podrán recordarlos. Al menos los que yo conocí.

Se nos ha transmitido, sin que ni yo ni mi maestro ni el que a él lo preparó hayamos conocido el origen de la historia, que Lilith fue la primera mujer, la compañera de Adán y que se enfrentó al mismísimo Dios. Dicen que huyó del paraíso y que se cobijó junto a los demonios, con los que yació y a los que dio prole. Dicen que Dios mandó a tres de sus ángeles más poderosos y leales con la misión de que la hicieran regresar. Que la encontraron en unas cuevas del que ahora llamamos Mar Rojo y que la conminaron a acompañarles, pero dicen que ella no sólo se negó sino que, amparada por el propio Satanás, maldita sea toda su estirpe, se enfrentó con ellos y los derrotó. Y dicen que cuando los tres ángeles comparecieron ante su señor y le reconocieron su derrota, este, implacable, les encomendó que volvieran a buscarla y acabaran con ella para que no pudiera seguir pariendo demonios porque si no, llegaría el día en que estos podrían dominar la tierra subyugando a los hombres en un reinado de oscuridad y maldad.

Dicen que, por más que la buscaron, no pudieron dar con ella. Mataron a muchos de sus hijos, en la esperanza de que saliera a protegerlos, pero lo único que consiguieron con ello es que les mandara un emisario para anunciarles que, en venganza, yacería con los hombres y que con su semen, pariría una nueva raza de demonios, con apariencia humana y con un alma pérfida y diabólica.

Conscientes de la gravedad, acudieron de nuevo ante su Señor para exponerles la amenaza que se cernía sobre los hombres, dado que aquellos seres podrían mezclarse en sus asuntos y provocar grandes calamidades.

Dios les exigió que ellos mismos se transformaran en hombres y que esperaran a que apareciera para cumplir su propósito y así poder darle muerte. Asumieron su obligación y esperaron en vano, mezclados con los hombres, durante largos años la llegada de su enemiga. Ella, conocedora sin duda de la celada, esperó a que se hicieran viejos y sus cuerpos humanos se debilitaran para hacer su aparición y poder acabar con ellos con facilidad. Desde entonces los tres ángeles viven y mueren entre nosotros, en su desesperado esfuerzo por detener sus infames propósitos.

Aprendieron la lección y ya no permitieron más que sus cuerpos se deterioraran, por eso cada vez que se enfrentan con ella y fracasan, los que sobreviven a la batalla, si alguno lo consigue, muere de inmediato para renacer de nuevo y tener, cuando ella vuelva a aparecer, suficiente fortaleza para enfrentarla con posibilidades de poder, de una vez, vencerla.

Sin embargo, un problema se añadía a tan esforzada empresa. En el trance de su muerte a la nueva vida, los ángeles olvidaban lo vivido con anterioridad, renaciendo en la ignorancia de su naturaleza y de su destino. Por eso Dios nos creó a ti y a mí, amigo lector (si ha sido él quien te ha dirigido a estos escritos para poder enjugar mi error) para que vigiláramos por ellos y, cuando ella volviera para hacer su recolección, los buscáramos y los despertáramos, descubriéndoles su verdadera condición y aleccionándoles en cómo y dónde acabar con su eterna y letal enemiga.

El padre Horacio Fernández se detuvo en su lectura y devolvió la mirada a los tres hombres que lo contemplaban demudados.

—¡Por Dios, esto es increíble! —exclamó Salvador—. No puedo creerlo, lo siento, no puedo. Yo no soy ningún ángel, ni puedo creer en reencarnaciones ni en ninguna de esas historias. No puedo, ¡ojalá pudiera!

—Creo que deberíamos dejar que el padre Fernández acabe —intervino el juez—. A mí me parece igual de increíble, Salvador. Pero ¿no lo es todo desde que esa mujer apareció?; ¿Es creíble el estado en que quedaron esos desgraciados?; ¿Lo es que no haya encontrado signo alguno de humanidad en todas las pruebas que ha procesado hasta ahora?; ¿Le parece creíble que esa mujer no muriera después de enfrentarse con Almagro?, Y ¿qué me dice de las declaraciones de los testigos que la vieron transformarse? Ya si lo creo, Salvador. Lo creo, porque ahora encuentro sentido a todos los sueños que he tenido desde niño y que no comprendía. Esas pesadillas en las que huía, angustiado, sin saber de qué. Las noches que despertaba empapado en sudor y completamente aterrorizado. Ahora sé qué tengo que hacer. Cuál es el sentido de mi vida.

El sacerdote lo contemplaba complacido a la vez que Salvador lo miraba boquiabierto y Almagro, cómplice, guardaba un sonriente silencio. Comprobando que nadie más intervenía, retomó su lectura.

“Ella vendrá cada treinta o cuarenta años, dependiendo de cómo de sustanciosa fuera su anterior recolección, por tanto, ya falta poco para su regreso. Hace ya veintiocho años de su última aparición y a fe que pudimos evitar, al menos, que fuera demasiado fructífera, por lo que apenas tienes tiempo, mi nuevo y desconocido discípulo, para prepararte. Por mi imprevisión y por la fatalidad, yo ya no estaré y tan sólo tú podrás intervenir, por eso clamo a Dios cada noche, para que te haga llegar pronto hasta aquí, a leer este mi pesado legado.

Desgraciadamente, no podemos saber dónde aparecerá. Siempre son ciudades pobladas y convulsas. Una distinta cada vez para intentar que no puedan esperarla. Para llegar a tiempo habrás de intentar... —el sacerdote levantó la vista inopinadamente del libro y se enfrentó con los tres hombres— Ahora no creo que nos interesen sus comentarios sobre la red de informadores que montó y sus consejos sobre cómo mantenerla y ampliarla.

Viendo que ninguno de los hombres opinaba al respecto, pasó un par de páginas y continuó.

Ahora, mi amigo, te hablaré de ellos para que puedas reconocerlos. Son hombres aparentemente normales. Tan solo tienen una peculiaridad que los diferencia de los demás. Carecen de olor. Su piel, su boca, su sudor son completamente inodoros. Quizás ni tan siquiera lo hayan notado o, al menos, no le habrán otorgado importancia, pero a ti te servirá para distinguirlos. Ellos estarán siempre cerca de las víctimas. Amparándolas y protegiéndolas. Es la única ventaja que Él nos otorga. Se anticipa. Los hace nacer en la ciudad donde ella aparecerá. Cuando lo haga, cada noche, empezarán a revivir retazos de su pasado. Se obsesionarán con las muertes y ellos mismos, de una forma u otra, se irán reuniendo porque tan sólo ellos, unidos, podrán matarla.

No caigáis en el error que ya se cometió. Según supe, hace muchos años, en la vieja ciudad de Marsella se acudió a las autoridades. Se montó una gran cacería. Ella esperó a la noche y uno a uno acabó con todos aquellos hombres. Según me relató mi maestro, los aterrorizados habitantes de la ciudad oyeron sus risas durante toda la noche. Por la mañana contemplaron horrorizados la tremenda carnicería que había llevado a cabo. Aquello tan sólo sirvió para que ella continuara con su infausta tarea sin que nadie se atreviera ya a mostrarle oposición y actuando con más crueldad que nunca. La gente se encerró en las casas, agrupados para protegerse unos a otros. Al no encontrar hombres solitarios, entró en las viviendas y no sólo mató a los hombres, sino que acabó también con los niños. Sólo dejó con vida a las mujeres, pero cuando las encontraron, todas habían perdido la razón.

Sólo ellos, te repito, podrán enfrentarse con ella con posibilidades de vencerla. Por eso tú eres tan importante, porque habrás de convencerles de su existencia y, lo que te será más difícil, de su propia naturaleza superior y del tremendo destino que se les reserva.

Senoy, el noble. Sus hombros eran cuadrados y sus manos grandes y duras. Su pelo era negro y ondulado. Cuando yo lo conocí una frondosa barba cubría su rostro. La nobleza de su mirada es lo que te hará identificarlo. Era alguacil en la ciudad amurallada de Veliko Turnovo y los crímenes que se sucedían lo estaban trastornando. Doce hombres habían muerto cuando conseguí que me escuchara y pude convencerlo. Murió en mis brazos preguntándome si lo habíamos conseguido. Sin esfuerzo, le mentí y él murió en paz.

Sansenoy, el templado, es alto y serio. Cuando le conocí era el titular de la iglesia de San Dimitar y era un hombre tranquilo, entregado en cuerpo y alma a sus fieles, los cuales lo adoraban. Fue el más reacio, el más incrédulo de los tres. Durante el enfrentamiento, ocurrió algo que no he podido sacar de mi mente desde entonces. Aquel pérfido ser, cuando se defendía como la bestia herida que era, lo miró fijamente durante unos instantes y sus ojos cambiaron, durante apenas un segundo, se tornaron casi humanos. Entonces le preguntó ¿cuándo volverás conmigo? Sansenoy dudó por un momento, sólo un momento, y eso bastó para provocar la tragedia. Después de pensar en ello durante toda una vida, estoy convencido que aquel ser, en algún momento, cuando aún era una mujer, lo amó. Desgraciadamente, Sansenoy murió antes de que pudiera recordarlo. Aquella arpía le arrancó el corazón ante mis propios ojos.

Semangelof, el sabio. Tan sólo él tiene la fuerza mental y espiritual para derrotarla. Ella lo odia más que a nada ni a nadie, porque lo teme. Cuando lo conocí era médico en aquella hermosa ciudad. Un hombre sencillo y sensible del que jamás hubieras podido imaginar que podría liderar la lucha contra aquel temible demonio. Cuando todo terminó, cargué con él buscando desesperadamente alguien que pudiera ayudarlo. Jamás olvidaré las lágrimas que brotaban de sus ojos cuando sintió que su vida terminaba.

Sí, mi amigo, como ya sabrás, ella volvió a derrotar a nuestros ángeles. De lo contrario, yo no habría pasado todos estos años preparándome para su regreso y no estaría ahora rogando tu ayuda.

Cometimos errores que ahora reconozco y que provocaron nuestra derrota, pero aprendí de ellos y puedo ayudarte para que no volváis a cometerlos.

Habréis de encontrarla cuanto antes, de ello dependerá la vida de muchos hombres de vuestra ciudad. Buscadla en sitios húmedos y oscuros, pero sólo podéis buscarla durante el día, cuando ella duerma, para poder sorprenderla. Odia el sol porque anula su poder. A su luz, aparece como lo que es, un ser tan antiguo como la vida misma, por eso siempre aparecerá cuando el invierno sea más crudo y los días más cortos. Ella saldrá de su cubículo cuando el sol se ponga para comenzar su cacería.

Sólo tendréis una oportunidad de vencerla y tan sólo si los tres ángeles luchan juntos y sin tregua. Ese fue el trágico error que cometimos y que les costó la vida a aquellos tres hombres buenos.

No intentéis atacarla cuando duerma, porque entonces estará más alerta que nunca. Cualquier ruido, cualquier pequeño movimiento la despertará y se volverá una furia. Cuando lleguéis a su cubículo, los ángeles lo sabrán. Sentirán como su maldad les golpea, como les inunda. Salid de allí de inmediato antes que ella pueda sentiros. Tendréis que tenderle una emboscada cuando pretenda salir. Antes, habrás de hacer que laven sus cuerpos. Pero habrán de hacerlo sólo con agua, para sacar de su cuerpo cualquier olor anterior. Después, habrán de apostarse a la espera de su salida. Pero sólo los ángeles podrán estar en su camino. Disculpa que no sepa los motivos, pero ella detecta a los humanos y cuantas trampas podamos tenderle. Tan sólo ellos se vuelven invisibles a sus sentidos. Tan sólo ellos tienen el poder o la facultad de sorprenderla, por eso habrás de dejarlos solos. Es su misión y su batalla. Sólo cuando haya empezado, cuando, para bien o para mal, la lucha esté iniciada, podrás tú intervenir, si quieres, si te atreves, si osas ayudar a matar a esa diosa de la maldad.

Ese fue nuestro mayor error. Mis ángeles me hicieron intervenir demasiado pronto. Me utilizaron para distraerla y atraerla sin saber que lo que provocamos es que estuviera más atenta. Mi maestro ya no estaba para aconsejarnos y dirigir la batalla y yo, infeliz de mí, no estuve a la altura. Era demasiado joven, para que la prudencia me engalanara. Recuerdo con absoluta claridad el terror que experimenté cuando me apostaron en la boca de su cueva. Tendido bajo una manta, fingiendo que gozaba de un plácido sueño que nunca en mi vida tuve tan lejano. La vi salir sonriendo de la oscuridad, acercándose, tensa, a la pálida luz que esparcía la fogata que había prendido para darme calor y simular mi campamento. Con un breve gesto que no podría describir, hizo caer el ropaje que guardaba su espectacular belleza y muy lentamente se acercó hasta donde yacía, susurrándome unas palabras que ni tan siquiera comprendí, haciendo que la fogosidad de mis veinticinco años despertara de inmediato con involuntaria violencia. Entonces, mientras yo quedaba paralizado por el éxtasis, se escuchó la poderosa voz de Semangelof y, puedo asegurarte, que su reacción fue más de furia que de sorpresa. Estoy seguro que ella, de alguna forma, había intuido la celada. Ahora, después de largos años meditándolo, estoy seguro que fue por mi aterrorizada presencia allí. Por el miedo que debía desprender mi cuerpo.

Por eso, te ruego que les pidas que sólo sean ellos quienes la esperen y nunca habrán de hacerlo en un lugar abierto que le permita maniobrar. Buscad un lugar cerrado. Habrán de permanecer completamente quietos, ocultos en la oscuridad. Entonces, cuando ella salga, Semangelof, el sabio, habrá de invocar el exorcismo que más adelante dejaré escrito, sorprendiéndola para que no pueda protegerse. Habrá de hacerlo con voz potente para acallar sus susurros, para que no pueda embrujarlo, embelesándolo con su pasión. La paralizará unos segundos, que los aprovechen para acercarse porque ella se enfrentará con él y entonces, en su fijación por acallar su voz, habrán de atacarla, sin dudas ni piedad porque es veloz, tan rápida, que cualquier distracción le bastará para evitar sus golpes y, entonces, nada podría salvarles de su ataque. Si lo consiguen, si logran abatirla, la batalla aún no habrá acabado. No podrán matarla, aún no, porque su espíritu huirá, pero habrán de destrozar su cuerpo para conseguirlo.

Perdona que te insista, pero habrás de convencerles de que la golpeen sin cesar, sin concederle la más mínima oportunidad o ella los matará. Como ya dije, Sansenoy, dudó un momento y paró su ataque y ella no lo perdonó. Estaba casi acabada. Ya casi no podía moverse, los poderosos golpes de Senoy habían casi cercenado sus miembros, pero bastó un segundo de duda de su compañero para que ella alargara su brazo con tan inaudita velocidad que hasta privó a mis ojos de contemplar el movimiento. Tardé unos segundos en comprender que tenía su corazón dentro de su mano cerrada y que por el oscuro hueco que había dejado en su pecho, la vida del honrado Sansenoy se había fugado.

El horror silenció a Semangelof y paralizó la espada de Senoy. El furioso golpe que le lanzó revolviéndose desde el suelo, le partió la espalda. Después, se arrastró hacia Semangelof, mientras este, aterrorizado, la contemplaba. Le grité que continuara con el exorcismo, pero no lo hizo. Cuando saltó hacia él, se echó hacia atrás y la recibió con su espada, donde se ensartó. Lo cubrió entero con su sangre y cosida con su espada a él, le clavó sus garras en el cuello.

Infeliz de mí, en mi condición de simple y débil humano, tuve valor de intervenir en aquella lucha de titanes. Clavé la espada de Senoy en su espalda y ella soltando al ángel sabio, se volvió hacia mí y escupiéndome su odio, me preguntó como osaba enfrentarme a ella. El terror me hizo enloquecer y de un solo tajo del afilado acero, le cercené la cabeza, antes de que pudiera alcanzarme con la única garra, mutilada y casi desgajada, que le quedaba. Y, entonces, ante mis propios ojos, aquel cuerpo ensangrentado y terriblemente mutilado, comenzó a desaparecer, a borrarse. Y lo más imposible de todo, amigo que habrás de asumir mi pesada herencia, fue que siendo su rostro lo que más tardó en irse, mientras lo hacía, no dejó de lanzarme los más terribles perjurios que oído alguno haya escuchado y que no reproduciré para no crearte mayor desasosiego.

Cuando conseguí reaccionar, me acerqué a Senoy con la esperanza de que aún viviera, pero sus velados ojos me anunciaron que la muerte ya estaba arrastrándolo a su oscura morada. Como ya escribí, tan sólo le restaban fuerzas para preguntarme si habíamos vencido y quise ver una sombra de sonrisa en su rostro al morir escuchando la mentira más piadosa que jamás he vertido.

Semangelof era mi única esperanza, pero cuando llegué a su lado, apenas podía respirar. Aquél monstruo había destrozado su garganta. Mientras intentaba correr con él en mis brazos, clavaba en mi rostro sus azules y bondadosos ojos, cuajados de lágrimas. No podía hablar, pero aquella mirada me expresó todo el pesar de la muerte y la pena del adiós. Murió en mis brazos, antes de que pudiera encontrar alguien a quién pedir una ayuda imposible.

Pasé varios años viviendo en aquella ciudad, velando por las esposas y los hijos de Senoy y Semangelof, quienes crecieron fuertes y felices, honrando la memoria de sus padres, la que yo me encargué de ensalzar para que se sintieran orgullosos de su valentía y honestidad.

Te preguntarás, mi querido y desconocido amigo, porqué aseguro que habíamos fracasado si ella acabó desapareciendo. Es lo último que tengo que aclararte para dar por cumplida mi misión. La lucha no tenía que acabar allí. Como ya dije con anterioridad, en ese momento su espíritu podía huir. Nuestra misión, que ahora será la tuya, era seguirla a su morada y matar de una vez también su cuerpo, viejo y ancestral, para que no pudiera volver jamás. Hay que buscarla allí donde vive y da a luz su prole de odiosos engendros diabólicos. Pero los ángeles, mis ángeles, habían muerto y yo, aunque hubiera podido convencer a un ejército para que me acompañara, no tenía ninguna posibilidad de conseguirlo.

Ahora habrás de ser tú quién venza donde yo fracasé. Habrás de ser tú quién mantenga con vida a esos hombres para conducirlos hasta la cueva donde tiene su particular infierno.

Ella abandonó la que ocupaba en el Mar Rojo, allí donde la encontraron los ángeles al principio de los tiempos. Desde entonces, los que nos antecedieron estuvieron buscándola durante siglos. Ahora ya sabemos dónde se esconde. Está situado cerca de Kúrdzhali, en las regiones rocosas de Tangaruk Kayá. Es un lugar solitario de los montes Ródopes. Sigue estando oculta a los ojos, por eso habréis de buscarla con paciencia. Yo he estado allí, pero es tan escabroso y abrupto su enclave que ni tan siquiera podría dibujaros un mapa. No obstante, te daré las normas para que puedas encontrarla. Su forma os dirá sin dudas que habéis llegado. Aunque te cueste trabajo creerlo (¿verdad que te preguntas si es creíble algo de lo que hasta ahora he relatado?), su acceso peñascoso tiene forma de vulva femenina. Sí, mi querido hermano, es como si penetraras en una enorme y rocosa mujer por el mismo sitio por el que todos venimos a la vida. La recorren corrientes subterráneas cuyo rumor se expande por todos sus recovecos. Allí, cercana al agua, tendrá su morada. Te internarás en una galería de más de veinte metros de profundidad, pero a partir de ella, ninguna otra información puedo ofrecerte porque yo no me atreví a seguir. No ya por el terror que paralizaba cada músculo de mi cuerpo, sino porque estaba solo. Porque, desgraciadamente, mis ángeles ya no estaban conmigo y nada podría haber hecho yo contra tan formidable enemiga.

Podrás ver, en el interior de la galería una especie de tosco altar y, puedo asegurarte que, hacia el mediodía, una ranura del techo deja que un rayo de luz de forma fálica avance paulatinamente hacia él, como si pretendiera fertilizarlo.

—¿Existe? ¿Realmente existe esa cueva? —preguntó el Juez interrumpiéndolo—. ¿Usted ha estado allí?

—He estado allí y puedo asegurarle que existe y que es tal y como el pobre padre Ivanov nos lo describe —aseguró el sacerdote y examinando su reloj de pulsera, añadió—.

Son más de las dos de la mañana, creo que deberíamos ir a descansar. Mañana tendremos que iniciar la búsqueda.

—Y a los alemanes, ¿qué le pasó a los alemanes? —inquirió Almagro—. ¿Cómo fracasaron conociendo todo esto?

—Esa es otra historia. Estuvieron a punto de conseguirlo, pero ella es muy poderosa. Es tarde y creo que deberíamos descansar. Si les parece, mañana acabaremos con la historia mientras buscamos su madriguera. También tenemos que aprender de ellos.

—No puedo irme a dormir sabiendo que ella está por ahí buscando a algún otro desgraciado —se opuso el juez De los Santos—. Tiene que haber algo que podamos hacer.

—Desgraciadamente, señoría, no tenemos ni idea de dónde puede estar —aclaró Almagro—. He dado órdenes expresas a todos los policías que están de turno de noche para que la busquen y, si la encuentran, me lo comuniquen. Tienen expresamente prohibido intervenir. Quizás tengamos suerte y nos faciliten la búsqueda.

—En cualquier caso, creo que deberíamos hablar de todo esto —intervino Salvador— Aunque no acabo de creerlo, no me opondré a que tracemos algún tipo de plan. No tengo muy claro qué vamos a hacer.

—De momento, irnos a descansar. Créanme, nadie tiene más ganas que yo de acabar con ella, pero no podemos precipitarnos —el padre Fernández se puso en pie mientras guardaba el libro en su maletín—. Hacerlo podría costarnos un nuevo fracaso. Quiero tenerlos mañana lo más frescos y fuertes posible. De todas formas, esta noche la tendrán en sus sueños y estoy seguro que de ellos aprenderán más de lo que yo podría enseñarles ahora.

—Pero perder una noche puede significar otra muerte. O varias —protestó el juez—. No es justa tanta responsabilidad.

—Esa reclamación, a su jefe —exclamó el sacerdote—. Mi única obligación es mantenerlos con vida para que acaben de una vez con ella y, créame, salir de vigilancia esta noche lo único que podría provocar es que la encontraran y ella los matara. Y eso no lo puedo permitir. Mañana empezaremos la búsqueda de su escondite y, cuando demos con él, empezaremos a prepararle la trampa. Muy pronto se decidirá todo y, mientras mejor la conozcan, más posibilidades tendrán de vencer. Habrá llegado la hora de la hora y ya saben lo que significa la derrota. No hay segundo partido.

Sin más preámbulos se dirigió hacia la puerta y cuando ya la abría, escuchó la pregunta que Salvador le dirigió.

—Yo soy Sansenoy ¿verdad?; ¿Es por eso que jamás me he sentido atraído por ninguna mujer?

 

 

 

Llevaban más de cuatro horas de patrulla cuando circulando por calle Marqués de Paradas la vieron salir del bar recostada en el brazo de un tipo alto y fornido. Esbelta y pelirroja, el abrigo negro y corto dejaba ver sus largas y contorneadas piernas.

—¡Es ella, Manolo!, ¡es la tía del retrato! —exclamó el policía Juan Antonio Ruiz— Párate, vamos a detenerla.

—Dijeron que no lo hiciéramos, que nos limitáramos a llamar al inspector Almagro—respondió el conductor—. Esa tía es peligrosa, Juan.

—¿Qué nos puede hacer? Si intenta algo raro la freímos y punto. ¿Quieres que todo el mérito se lo lleve ese gilipollas? Si lo llamamos, nadie recordará que fuimos nosotros quienes la encontramos y el éxito será sólo para él. ¡Vamos, coño, párate de una vez! Si no quieres intervenir, la detendré yo solo.

—Está bien —decidió tras unos instantes de duda— pero me parece que me vas a buscar otro “marrón”, compañero.

Estacionaron el vehículo justo después de la gasolinera y esperaron que la pareja, que ya cruzaba la calle, llegara a su altura. Con las manos sobre sus armas, aún enfundadas, se bajaron del patrullero, saludándolos.

—Buenas noches, señores —saludó Ruiz—. ¿Serían tan amables de identificarse, por favor?

—¿Por qué? ¿Pasa algo? —inquirió el acompañante de la mujer—. Vamos de camino a mi coche para ir a casa.

—Lo siento, señor, es un control de rutina —explicó—. Tenemos orden de identificar a todo el que circule por la calle a partir de las doce de la noche. Tan sólo se trata de ver sus documentos de identidad. ¿Podrían mostrármelos, por favor?

—Maldita sea, ¿dónde vamos a llegar? —protestó el hombre sacando su cartera y entregándosela al policía— No sabía que hubiera toque de queda.

—No lo hay, señor. Es sólo precaución. Hay un asesino suelto ¿no lee los periódicos? —tras agradecérselo, el policía tomo el documento y lo estudió con detenimiento. Se lo devolvió—. ¿El suyo señora?

—Lo siento, pero no lo he traído —respondió ella con voz susurrante y fingida indiferencia— olvidé el bolso en casa.

—Entonces tendrá que acompañarnos —resolvió el policía—. Podremos identificarla en la comisaría. Le prometo que será sólo unos momentos.

—¡Pero bueno, esto es lo último! —exclamó el hombre alzando la voz—. Yo respondo por ella. ¡Simplemente ha olvidado el bolso! ¿Por eso van a detenerla?

—No, señor, no la detenemos —explicó—. Tan sólo vamos a llevarla con nosotros para identificarla. La comisaría está cerca. Nosotros mismos la llevaremos después a casa si quiere. Usted puede acompañarnos.

—¡Por supuesto! ¡Y pondré una reclamación también! —le espetó—. No hay derecho a que hagan esto con la gente.

—No hace falta —dijo la mujer besándolo en la mejilla—. Acompañaré a estos señores y después me llevarán a tu casa. ¡Pero no te vayas a dormir! Espérame muy despierto.

La insinuante voz de la mujer hizo que los policías intercambiaran una mirada de complicidad. El hombre la miraba ensimismado y completamente arrebolado. Sin quitar los ojos de ella, sacó una tarjeta de visita de su cartera y se la entregó.

—Espero que tus vecinos no se levanten temprano, porque pienso salir desnuda del ascensor para que no tengamos que perder tiempo —le susurró al oído, pero lo suficientemente fuerte como para que los policías pudieran oírlo—. Y quiero que cuando llegue estés preparado. Soy muy exigente.

—Lo estaré —prometió él mirándola embobado—. Te esperaré muy preparado.

—¡Vámonos, agentes! —solicitó dirigiéndoles una mirada insinuante—. No quiero perder más tiempo, no se vaya a dormir mi hombre.

—No creo que se duerma —dijo Ruiz abriéndole la puerta del patrullero—. ¡Sería imbécil si lo hace!

Los policías subieron al vehículo y emprendieron el camino hacia la comisaría dejando al hombre pasmado en medio de la calle. Los miraba alejarse como si ignorara qué era lo que él tenía que hacer.

—¿Saben una cosa? —preguntó la mujer—. El otro día intenté hacerlo con uno de sus compañeros y resultó ser marica. Me llevé una gran decepción. Yo no sabía que también los había en la policía. Nunca lo he hecho con un policía —continuó ante el silencio de los hombres que se limitaban a intercambiar breves miradas—. Es una de mis ilusiones sexuales. ¡Y hacerlo con dos a la vez en un coche patrulla, sería increíble! Vamos, sé que les gusto ¿por qué no me miran siquiera? —insistió ante el persistente silencio que los hombres mantenían—. ¡Estoy ardiendo! ¿Por qué no buscáis un sitio solitario y paramos un momento? Sólo un rato, no se va a enterar nadie.

—Lo siento, señora, no podemos. Estamos de servicio —balbuceante, Ruiz pretendía acabar con el monólogo iniciado por la mujer, pero se volvió a mirarla. Estaba completamente desnuda, con la cabeza recostada hacia atrás y la mirada clavada en el techo—. ¡Joder, esto no puede estar pasando, Manuel!

—¡La madre que la parió! —exclamó el conductor frenando en seco el coche tras comprobar a qué se refería su compañero—. ¡Esta tía está loca!

Ella empezó a reír suavemente, frotándose los senos, mientras los dos hombres la miraban atónitos y boquiabiertos. Introdujo sus largos y finos dedos por la rejilla metálica que la separaban de los asientos delanteros y empezó a rozar el rostro de Ruiz que, sin poderlo evitar, empezó a besarlos y a meterlos en su boca.

—¡Déjame que te toque! —susurró con una voz cada vez más enronquecida—. Ven conmigo, necesito lo que tienes dentro. Ven y no podrás olvidarlo jamás. Ven y haz conmigo lo que quieras, lo que siempre hayas querido hacerle a una mujer.

Manuel Gutiérrez, veterano policía de cincuenta y dos años vio estupefacto como su compañero salía del vehículo y se introducía por la puerta trasera, aplastando inmediatamente con su cuerpo a la mujer. Ella lo había recibido tumbándose sobre el asiento, abriendo generosamente sus piernas para acaparar todo su ímpetu. Ninguno de los hombres hablaba ya, sólo podían oírse los obscenos susurros de la mujer que hacía que su excitación estallara. No pudo resistir más y muy despacio, volviendo continuamente la vista atrás para intentar captar toda la escena que allí se desarrollaba, condujo el coche hasta una calle estrecha y oscura. Lo estacionó entre dos vehículos y desabrochándose el cinturón se apresuró a introducirse en la parte trasera del automóvil, olvidando su pudor y sus obligaciones, su familia y su trabajo, obcecado en hacer el amor a aquella mujer que le ofrecía su entreabierta boca de jugosos labios por donde escapaban roncos gemidos de placer. Ni siquiera en ese momento comprendió el tipo de peligro del que les habían estado advirtiendo.

Dos horas después, todavía desnuda, la mujer bajó del coche patrulla. Sonriendo, se inclinó para recoger el vestido y el abrigo que habían quedado en el suelo del vehículo. Se vistió despacio, dejando que el frío de la noche envolviera su lujurioso cuerpo y paseando su mirada por los oscuros edificios que la rodeaban en la silenciosa esperanza que hubiera alguien contemplando su desnudez y se despertara en él el mismo deseo que a ella la embargaba.

Se alejó caminando despacio, sintiéndose satisfecha y gozosa de pensar que aún le quedaba tiempo suficiente para seguir cumpliendo su misión, visitando al hombre que, sin duda, la estaba esperando despierto, deseando que todo aquello no hubiera sido una fantasía y que ella, realmente, saliera desnuda del ascensor.

En el coche, rotos y consumidos, pálidos y agarrotados, desnudos y sin vida, quedaban los cuerpos de dos infelices policías, vencidos por su afán de gloria, devorados por la lascivia inmortal de Lilith.

 

 

 

06:30 horas

 

 

 

La mujer se volvió hacia ellos alertada por la profunda voz de Semangelof que había comenzado a recitar su letanía. Lanzó una especie de rugido estridente y comenzó a correr internándose en un oscuro corredor de piedra. Era tan veloz que les costaba seguirla y pronto perdieron su hermosa espalda en el negro espacio donde se habían internado. El silencio era absoluto, únicamente se rompía por la voz de su compañero el cual, jadeante, no había cesado en su pertinaz discurso.

El golpe fue súbito y tremendamente contundente. Se estrelló contra una de aquellas duras paredes y le pareció que su cabeza estallaba. Todo se volvió aún más oscuro a su alrededor porque ya ni siquiera escuchaba la voz de Semangelof. Aunque intentó levantarse, no podía moverse. Entonces comprendió que había muerto y que ella había vencido otra vez.

Despertó sobresaltado por el estridente sonido de su teléfono. Había decidido cambiar aquel tono en innumerables ocasiones pero nunca fue capaz de hacerlo. Les pareció muy gracioso cuando, ya hacía años, lo eligió su hija y, desde entonces, lo había ido traspasando a cada uno de los teléfonos que adquiría. Dejarlo de oír le parecía como una traición a su memoria.

Con esfuerzo consiguió incorporarse y contestar. Comprobar que todo su cuerpo estaba cubierto de sudor no le sorprendió. Estaba acostumbrado a las pesadillas que poblaban sus noches, por eso procuraba dormir lo menos posible. Huía del sueño. Cuando escuchó la noticia apretó los dientes y cerró los ojos. Preguntó donde estaban y anunció que iría de inmediato hacia allí. Desgraciadamente ya no había prisa y decidió darse una ducha. Lo había exigido. Lo había recalcado. ¿Por qué no lo habían avisado?; ¿Por qué habían intentado detenerla ellos solos? Dos muertos más, dos policías. Aquella mujer les había vuelto a vencer.

Por el camino recapituló todo lo sucedido en los días anteriores y le pareció imposible que sólo hubieran transcurrido ochenta horas desde que descubrieron el cuerpo de aquel desgraciado arquitecto. Cinco muertos. Cinco ataques. Sólo él y Valbuena habían escapado.

Cuando llegó, los cuerpos aún seguían allí. Habían formado un amplio cinturón de seguridad en torno al coche patrulla, no porque hubiera peligro, sino para intentar evitar que la gente pudiera ver los cuerpos de aquellos desgraciados. Se le rompió el alma cuando contempló sus rostros consumidos y agarrotados. Espantados. Todavía no había llegado el juez para que pudieran llevárselos de allí y seguían expuestos en su desnudez a la mirada de los que habían sido sus compañeros y que ahora, huyendo de la macabra escena, lo observaban con una especie de expectante y silencioso clamor, como si estuvieran a la espera de que él mismo les explicara qué estaba pasando o, al menos, gritara exigiendo venganza. Sabiendo que los decepcionaba, se limitó a separarse del vehículo, clavando sus dedos en su oscuro y húmedo cabello mientras echaba la cabeza hacia atrás añorando una lluvia que borrara el dolor que emponzoñaba sus ojos.

Había llamado a los otros dos nada más conocer la noticia, pero ninguno había llegado todavía. Necesitaba tener a su lado al sacerdote. No quería consuelo ni explicación alguna, sólo tenerlo cerca para buscar en sus ojos la seguridad de que podrían acabar con aquello.

El juez fue el primero en llegar. Apenas intercambiaron una mirada. El hombre se dirigió de inmediato a los vehículos y, tras mirar en su interior unos segundos, retrocedió de inmediato. Buscó nuevamente sus ojos y, en un silencio cómplice se comprometieron a seguir hasta el final.

Con infinito agradecimiento, Almagro, escuchó como se hacía cargo de la situación, ordenando que levantaran los cadáveres y los llevaran de allí. Ante la protesta de uno de los policías que le advertía que aún no se había analizado la escena, se limitó a asegurarle que ya había visto lo necesario y que nada más iban a descubrir. Después, contemplando cómo se hacían cargo de los cuerpos, fue a apoyarse, en silencio, junto a Almagro.

—¿Qué opina de todo esto, inspector? —preguntó, rompiendo el silencio instalado entre ambos—. ¿Realmente cree que hay algo de razón en toda esa historia? ¿Tendremos alguna posibilidad?

—No lo sé. Es absurdo. Yo ni siquiera soy practicante y hasta ayer maldecía a Dios por dejar que mi familia muriera. ¿Cómo voy a ser un ángel? Sin embargo, algo en mi interior me dice que ese hombre me dice la verdad. Siento algo muy extraño dentro de mí y... esos sueños. Acabo de tener una pesadilla con esa mujer y usted estaba allí, hablando en latín.

El juez lo miró unos segundos y después empezó a sonreír con tristeza. Almagro lo miró expectante.

—Yo he tenido un sueño muy parecido. Estaba muy oscuro, en una especie de cueva. Ella huyó y nosotros la perseguíamos. Apareció de repente y le golpeó, después agarró la cabeza de Salvador y lo arrojó lejos de sí. Intenté atacarla y se deshizo de mí sin esfuerzo. Me mató. Sentí como lo hacía. Tengo miedo que ese hombre tenga razón. Yo no quiero tener esa responsabilidad, ni quiero morir. Mi mujer, mis hijos. No quiero perderlos, Almagro.

—Hay cinco muertos momificados, una cría casi desangrada, un chico enloquecido y un buen policía en el hospital, tan débil y desvalido como un niño. Yo la tuve enfrente y puedo asegurarle que esa mujer no es humana. Y quince personas que estarán insomnes en sus casas, también lo asegurarán. Muy pronto la prensa empezará a intervenir y entonces aún será más difícil. Si no hacemos nada, ella seguirá matando. Todo esto es una locura, pero creo que seguiré a ese hombre hasta donde él quiera.

De los Santos no contestó. Ambos quedaron en silencio mientras contemplaban como retiraban los cuerpos de los policías a la tenue luz del amanecer. Salvador se unió a ellos y quedó expectante contemplando la escena.

—Han muerto los dos —le informó Almagro al cabo de unos minutos—. Desnudos, pálidos y momificados. Con la misma cara de terror en sus rostros. Nadie vio nada. Nadie sabe nada. Esos desgraciados la subestimaron y pensaron que podrían detenerla ellos solos. No tuvieron la más mínima opción.

—Maldita sea. No puedo creerlo. Voy a volverme loco. No puede ser verdad. Tiene que haber alguna explicación racional.

—Mire, Salvador, ya estoy cansado de todo esto y de usted. No voy a permitir que esa mujer siga matando gente en mi ciudad, así que voy a hacer todo lo que ese sacerdote me diga. Si quieren seguirme, háganlo, sino, quítense de en medio y no estorben.

—¿Dónde va? —le espetó el juez a su espalda pero sin conseguir que se detuviera—. Espéreme, voy con usted.

Salvador los vio alejarse, uno tras el otro. Se volvió hacia el coche patrulla y observó como sacaban de él uno de los cuerpos tapados con una sábana blanca. Dos policías introducían en una bolsa negra los uniformes que tomaban del vehículo. Decidido, se giró y comenzó a caminar rápidamente en pos de sus compañeros.

 

 

 

8:00 horas

 

 

 

Apenas hacía una hora que había amanecido cuando llegaron al hotel. El padre Fernández ya les esperaba sentado en uno de los espaciosos sillones de la entrada. Estaba absorto leyendo lo que resultó ser una guía de la ciudad.

—Apenas ha amanecido, ¿Cómo es que ya está levantado, padre? —preguntó Almagro al acercarse al hombre.

—Cuate, ando hace días con el ojo pelón —le respondió sonriendo—. Desde que sé que volvió, no puedo dormir.

Al observar la severidad de sus expresiones, borró de inmediato la sonrisa, quedando en muda espera y cuando le comunicaron la muerte de los policías, no intentó disimular el pesar que el hecho le produjo. Cayó en un profundo silencio que los tres hombres no quisieron interrumpir. Se quedaron en pie, rodeándolo, mientras veían como sus labios se movían en muda oración.

—Lo siento en el alma, créanme —dijo al cabo de unos minutos levantando la mirada hacia ellos—. ¿No le avisaron?

—No, no avisaron —confirmó—. No podemos saberlo, pero supongo que quisieron actuar por su cuenta. Pensarían que exagerábamos y obviarían todas las recomendaciones que les hicimos y todas las órdenes que se les dieron.

—No es culpa suya, Almagro. Era inevitable. Ella está de cacería y no perdonará más. Ha fallado dos veces, no creo que vuelva a hacerlo.

—No quiero hablar de ello— cortó Almagro— Sólo quiero saber dónde está y matarla. Empecemos la búsqueda de una vez.

—He estado ojeando el callejero —anunció—. Tendremos que seguir buscando cerca del río. Un sitio húmedo y oscuro ¿Se les ocurrió algo?

—En el puerto habrá algunos sitios. Naves o contenedores. Quizás alguna caseta —aventuró Salvador—. Realmente no lo conozco, jamás estuve dentro.

—Me inclinaría por algo más cercano al centro de la ciudad —opinó el sacerdote— Algún sótano o alguna zona inundada.

—Quizás un sótano de algunas de las antiguas casas de la calle Betis podría estar inundado o tener mucha humedad, pero no podemos saberlo ni se me ocurre como podemos enterarnos —expuso Almagro—. Que yo recuerde, a lo largo del río, no hay otras construcciones cercanas a la orilla, salvo las naves del puerto y las instalaciones de los clubes deportivos.

—Es cierto, ésos están al pie del agua —confirmó Salvador— Supongo que tendrán embarcaderos y construcciones donde guardar los barcos y el material.

—No, no es lo que buscamos —rechazó el sacerdote—. Tiene que ser un sitio solitario y oscuro. En algún sitio, tiene que haber algún subterráneo, alguna cueva, algún sótano.

—No, no en esta ciudad que yo sepa —denegó Almagro tras un silencio reflexivo de los tres hombres—. Al menos, no que se conozcan.

—Bien, entonces tendremos que empezar por el puerto —propuso el sacerdote— Iremos descartando todos los lugares que se les vayan ocurriendo.

—¿No nos vamos a enterar de lo que le pasó a los alemanes? —se interesó Salvador—. Dijo que también cometieron un grave error.

—No fue grave, Miguel, pero estando ante ella, el más pequeño error es mortal. Si les parece, puedo acabar con su historia mientras vamos hacia allí. Por el camino podríamos desayunar. Lo siento pero estoy hambriento.

—¿Cómo puede tener hambre después de saber lo que pasó esta noche? —le echó en cara Salvador.

—Verá, Salvador, mi hambre es muy egoísta, sólo se aplaca cuando como y, créame, no me ha entrado por lo que ha pasado esta noche, ya la tenía antes de saberlo. Le repito que siento enormemente la muerte de esos hombres, pero era inevitable. Incluso es posible que se lo hayan buscado. Si hubieran avisado a Almagro y se hubieran limitado a vigilarla, quizás, sólo quizás, aún estarían vivos. No podemos hacer nada por ellos, tan sólo procurar que hayan sido los últimos —Mientras se ponía en pie y tomaba su maletín, el sacerdote aguantó la mirada de los tres hombres —¿Nos vamos?

Almagro fue el primero en dirigirse hacia la puerta y los demás lo siguieron. Cuando abrió las puertas de su automóvil y todos se acomodaron en él, el sacerdote volvió a conducirlos hasta la Alemania del Oberwachtmeister Steiner.

—Durante el viaje de regreso a Munich, el padre Schmaikel les habló de Lilith —comenzó—. El anciano sacerdote se había instalado en el asiento trasero, al lado del joven Helsmicht y allí, recostado y con la mirada clavada en el techo del vehículo, iba desgranando su historia ante el mudo asombro de los demás.

Al principio, Steiner, intentó interrumpirle en varias ocasiones pero, poco a poco, fue dejándose envolver por el relato hasta que se sumió en el mismo atento silencio que los demás.

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