Lilith

Lilith


Capítulo2

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El sacerdote finalizó la historia antes de que llegaran a Munich. Durante varios kilómetros Maier condujo el silencioso vehículo por la oscura y sinuosa carretera sin atreverse a formular la pregunta que le escocía en el pecho. No hizo falta que la planteara. Schmaikel le confirmó la respuesta sin necesidad de que lo hiciera.

—Usted ya había notado que carecía de olor ¿verdad? —le preguntó—, ¿ha soñado con ella muchas veces?

—Sí, cada noche desde que apareció —le confirmó—. Antes tenía pesadillas, pero eran esporádicas y sin sentido. Sin embargo, desde hace unos días, no sólo sueño con ella sino que no puedo dejar de pensar en esa mujer. No sabía por qué la veía tan claramente en mi mente.

—¿Usted? —intervino Steiner mirándolo asombrado desde su asiento delantero— Jamás me comentó nada.

—¿Qué iba a contarle? Ni yo mismo entendía que me estaba pasando —le explicó— ya tenía bastante fama de raro para que, además, se supiera que tenía extrañas pesadillas con una mujer que ni siquiera conocía. Ahora todo está claro.

—¿De verdad ha creído todo lo que nos ha estado contando? —inquirió Steiner un tanto alterado—. Estoy convencido de que esa mujer es un demonio. No puede ser otra cosa. Pero, Maier, ni usted ni yo somos ángeles. Es absurdo.

—Vamos, caballero, usted lo sabe. ¿No se había dado cuenta que su cuerpo no desprende ningún olor?; ¿No ha tenido usted mismo esas mismas pesadillas? —lo interrogó el sacerdote sonriendo en la oscuridad e incorporándose hacia él—. Usted fue a buscarme para obtener respuestas y ayuda. ¿No es lo que esperaba? ¿O es que ahora le da miedo?

—¿Miedo? —por el tono de la pregunta, Steiner, se interrogaba a sí mismo—. Miedo he tenido desde el principio. Desde que vi a la primera víctima. Desde que vi su rostro. No, no es lo que esperaba, padre. Yo deseaba encontrar un sacerdote que practicara un exorcismo y aplastara a esa criatura, no uno que fuera por ahí diciendo que soy un ángel y tengo que enfrentarme al demonio. No uno que me dijera que si no consigo acabar con ella, pase lo que pase, moriré para reencarnarme y poder esperarla de nuevo. Que dejaré aquí, a su suerte, a mi mujer y a mis hijos. Y que así será eternamente. No, no podía esperarme eso. De haberlo sabido jamás hubiera ido a buscarlo, créame.

—¡Mi buen Senoy! —exclamó comprensivo mientras ponía su huesuda mano sobre el hombro de Steiner—. Jamás me había detenido a mirarlo desde ese punto de vista. ¡Debe ser tan duro! Yo siempre he vivido para luchar contra el maligno. No he tenido tiempo de cultivar lazos terrenales. Por eso no me había parado a pensar lo que puede llegar a perderse.

Un profundo silencio volvió a apoderarse del vehículo durante largos minutos. Cada uno de los viajeros quedó sumergido en sus propios pensamientos con la mirada fija en la oscuridad que los envolvía, sólo rota por la precaria luz de los faros del vehículo que horadaban tímidamente la noche.

—No se preocupe, Steiner —exclamó de repente Schmaikel sobresaltándolos a todos— esta vez venceremos.

—¿Está seguro? —preguntó el policía volviendo su lacónica sonrisa hacia el sacerdote—. ¿Puede asegurármelo?

—¡Claro que sí! —le respondió—. Llevo casi toda mi vida preparándome para este momento. Lo tengo todo previsto y meditado. ¡Acabaremos con ella, créame!

—¿Se puede prever la reacción de un demonio? —intervino Maier sin desviar su mirada de la carretera.

—No, ciertamente no —respondió tras una pausa—. Pero en esta ocasión, las he previsto todas. Pocas posibilidades tiene de sorprenderme. En cualquier caso, si lo hiciera, ¡yo me iría con ustedes! —exclamó, lanzando una estrepitosa carcajada que hizo que los demás se miraran en la oscuridad, dudando de nuevo de su cordura y maldiciendo, en cualquier caso, su sentido del humor.

—¿Qué se supone que tendremos que hacer primero? —intervino por primera vez el padre Rudolf.

—¡Hemos de buscar a Semangelof, por supuesto! —exclamó Schmaikel—. Sin él todo sería inútil. Después, cuando estemos todos, iremos a buscar la madriguera de esa pérfida mujer.

—Pero ¿cómo sabremos que es él? —quiso saber Maier—. ¿Sabe cuántos hombres de treinta y cinco años hay en la ciudad?

—No se preocupe mi buen Sansenoy, él vendrá hasta nosotros y cuando llegue, lo reconoceremos. Estoy seguro que ya lo conocéis, sólo que él no sabe quién es. Pensad en alguien que haya estado desde el principio alrededor de la tragedia. Alguien que sea honesto y servicial. Tiene que ostentar un puesto de responsabilidad en la ciudad y que haya ofrecido su ayuda, aún sin estar obligado a ello. Alguien que sufra vuestras mismas pesadillas. Pensad en una persona que reúna todas esas cualidades y que, además, no desprenda olor. Si conocéis alguna, con pelo rubio y ojos claros, habréis encontrado al sabio Semangelof.

—Creo que sé quién puede ser, pero me da miedo plantearlo —intervino el joven Rudolf—. ¿Saben de quién hablo?

El silencio que se adueñó del interior del vehículo evidenció que todos esperaban que continuara. Dudó hacerlo, pero finalmente se decidió, aventurándolo con timidez.

—¿El padre Manfred Siegel? —ante el silencio de los demás, continuó—. Él nos confesó que tenía pesadillas con ella y ha estado con las familias de las víctimas. Y no hay nadie más honesto y servicial.

—¡Otro cura! Sí es muy posible que lo sea —admitió Schmaikel sopesándolo— Ivanov afirmaba que Sansenoy lo era. ¿Por qué no podría serlo ahora Semangelof? Bien, sin duda, lo averiguaremos pronto. Ahora, creo que descansaré un poco. Estoy viejo y los viejos dormimos mucho. Tengan cuidado con la carretera, ignoro si los ángeles son inmunes a los accidentes de automóvil, pero estoy seguro que los curas no lo son.

El sacerdote cayó en un profundo sueño casi antes de terminar de hablar. Rudolf lo observó divertido y después se acomodó como pudo en el incómodo vehículo e, imitando a Schmaikel, se dejó atrapar por un plácido sueño.

Tardaron aún casi dos horas en llegar a la ciudad. Mientras los dos sacerdotes seguían disfrutando de sus ensoñaciones, los policías permanecían en un silencio cargado de tensión.

—¿Qué vamos a hacer, Steiner? —preguntó Maier bajando la voz cuando el vehículo comenzó, por fin, a circular al amparo de las mal iluminadas calles de Munich—, ¿haremos caso al cura?

—No lo sé, Maier, no lo sé. Estoy deseando perderlo de vista y olvidarme cuanto antes de la sarta de tonterías que nos ha contado, pero hay algo dentro de mí que me hace dudar. Un extraño sentimiento que me hace desear estar cerca de él. No lo creerá pero desde que subió a este coche, me siento mejor, más relajado, más... lo siento, no sé cómo explicarlo.

—No hace falta, sé lo que quiere decir —confirmo el conductor—. Yo siento lo mismo.

Steiner se quedó observando el perfil de su subordinado intentando descubrir si hablaba en serio o simplemente se burlaba de él, pero no había nada humorístico en su rostro. Siguieron en silencio hasta estacionar el vehículo en la puerta de la iglesia del padre Siegel y despertaron a los dos sacerdotes. Eran las tres de la mañana.

El padre Manfred, se sorprendió cuando lo descubrió durmiendo en la habitación contigua a la de Rudolf. El chico no le había advertido de su regreso, sin embargo, entreabrir su puerta fue lo primero que hizo al despertar. Los ronquidos que procedían de la otra habitación llamaron inmediatamente su atención y quedamente, abrió la puerta hasta poder asomar la cabeza. El profundo sueño que evidenciaba su forzada respiración, le permitió contemplarlo durante unos minutos. El rostro delgado y anguloso y el hirsuto pelo negro se escondían tras una prominente nariz aguileña. La sotana arrojada de cualquier manera sobre la silla y la vieja y enorme maleta abierta y con todo su interior revuelto evidenciaba que el orden y la limpieza no eran una prioridad en su vida.

El padre Manfred Siegel siempre había sido un hombre frugal en todos los aspectos de su vida, salvo en su labor parroquial. Se levantaba antes del amanecer y comenzaba su ajetreada jornada tras someterse a un concienzudo aseo y beber una taza de café muy caliente. Despertaba a Karl Heinz, su particular ayudante, para que preparara la iglesia para la primera misa del día. Después dejaba preparado el desayuno para su compañero y para todos los invitados que hubiesen acogido esa noche en la casa parroquial, porque siempre había alguien. Afortunadamente, la casa era muy amplia. En el piso superior contaba con cuatro habitaciones y tanto el ático como el pequeño despacho de la planta baja podían acondicionarse como improvisados dormitorios. Llegó incluso a tener alojadas dos familias con varios hijos pequeños cada una. Aquellos días, la rectoría fue una auténtica locura, pero jamás había sido tan divertida ni él tan feliz.

Aquella mañana no salió, como acostumbraba, a dar un paseo por el barrio. Celebró la misa tan sólo con la ayuda de Karl. No sabía a qué hora había vuelto Rudolf, por lo que decidió dejarlo dormir y esperarle, pacientemente, en el amplio salón de la vivienda mientras intentaba concentrarse en la lectura. Ignoraba por qué, pero se encontraba extrañamente ansioso y angustiado por el resultado de su viaje.

Desde que empezaron aquellos asesinatos se había sentido terriblemente mal, sobre todo desde que un desgraciado que vivía muy cerca de su iglesia se convirtió en una de las víctimas. Aunque lo tenía por una buena persona, desde que enviudó había llevado una vida muy desordenada, abusando cada noche de la bebida por los bares del barrio.

El anciano profesor Heinrich Kloser, que llevaba ya una semana conviviendo con ellos, fue el primero en aparecer en el salón. Lo habían desahuciado de la pequeña habitación que ocupaba en la trasera de una tienda de comestibles. La renta no era alta y los dueños le apreciaban, pero su origen judío había provocado que éstos, temiendo algún tipo de represalias contra su negocio, optaran por echarlo. Siegel no dudó en ofrecerle cobijo. Era muy culto, honrado y limpio y apenas les daba trabajo. De hecho, se esforzaba en cooperar con las tareas domésticas tanto de la casa como del templo. Tras saludarlo, se sentó a la mesa con un café y unas pequeñas tostadas y se sumió en la lectura de un grueso libro que llevaba bajo el brazo.

Apareció súbitamente en el salón sin hacer el menor ruido. La pregunta que le dirigió con aquella extraña voz estridente lo sobresaltó de tal modo que provocó que el libro que intentaba leer le cayera de las manos.

—Así que usted es Semangelof ¡por fin! —permaneció en pie en el umbral de la puerta, mirándolo con una extraña sonrisa bajo la prominente nariz—. Ya estamos todos y esta vez venceremos. Acabaremos con ella.

—¿Puedo saber de qué me está usted hablando? Es más, ¿puedo saber quién es usted? —se puso en pie y no pudo ni quiso evitar que su rostro reflejara severidad—. Rudolf no me advirtió que traería invitados.

—Es cierto, es cierto. ¡Qué mal educado! No me he presentado —dijo avanzando hacia él con su mano extendida— soy el padre Frank Schmaikel, conocí al joven Rudolf en el seminario de Traustein hace unos años.

—Entonces, es usted. Usted es el exorcista al que fueron a buscar —concluyó Siegel—. ¿Ha creído la teoría del policía?; ¿Es posible que esa mujer esté endemoniada?

—¿Que si es posible? Es seguro, hombre —exclamó— Sólo que no está endemoniada, ella es un demonio. Esa mujer es Lilith, la malvada Lilith. Si me pudiera tomar un café negro y caliente, le contaría una historia muy entretenida y que, sin duda alguna, acabará sorprendiéndole.

Tras disculparse por no habérselo ofrecido antes, se apresuró a servirle el desayuno. Cuando comenzó a narrarle la extraña historia, aún no había rastro del joven Rudolf. Lo escuchó con creciente interés.

—Hay una tradición judía por la que las madres colocan un amuleto alrededor del cuello de los niños recién nacidos con el nombre de los tres ángeles, Senoy, Sansenoy, y Semangelof para que los proteja de Lilith —la interrupción del anciano profesor Kloser les sorprendió, dado que habían olvidado su discreta y silenciosa presencia—. ¿Está intentando decir que esa mujer existe?; ¿Lo cree realmente? No sólo que existió, sino ¿que aún existe?

—Ignoro quién es usted, caballero, que interrumpe así mi relato, pero por si puede interesarle, he de manifestarle que sí, no solo creo que existe, sino que le aseguro que se encuentra en esta ciudad, aquí y ahora. Y si usted lo duda, salga esta noche y entreténgase por las cervecerías y las calles oscuras. No le quepa duda que entonces tendrá ocasión de conocerla, porque, aún a un hombre viejo como usted, ella le sacará partido.

—Está usted loco, amigo mío. Completamente loco —sentenció el judío, soltando alguna pequeña carcajada—. Padre Siegel, creo que ahora me marcharé a dar un paseo.

Les interrumpieron unos fuertes golpes en la puerta de entrada. Eran ya las nueve de la mañana y al sacerdote no le sorprendió encontrarse tras la puerta con Steiner y el otro policía alto y enjuto que lo acompañaba el día anterior. Se apartaron para dejar salir a Kloser, el cual, negando repetidamente con su cabeza, seguía riendo quedamente. Lo siguieron mientras se marchaba, interrogando al sacerdote con la mirada. Este evitó dar explicación alguna, dándoles la espalda y dirigiéndose de nuevo al sillón que había estado ocupando.

Schmaikel retomó su relato de inmediato sin saludar siquiera a los recién llegados salvo por una escueta inclinación de cabeza.

Ya se había incorporado el joven Rudolf con una taza de café en la mano, cuando comenzó a relatar la teoría de Ivanov sobre la reencarnación de los ángeles con el objetivo de enfrentarse con la pérfida mujer cada vez que esta regresaba a cumplir con su infame tarea.

—¡Vamos, señores, todo eso es absurdo! —exclamó Siegel levantándose—. Veo por sus expresiones que ha logrado convencerlos a todos. Pero ¿cómo pueden ser tan ingenuos? ¡Una mujer que sobrevive tras miles de años! ¡Y tres ángeles que se van reencarnando para atraparla! Es un argumento que no serviría ni para una novela barata.

—Hay un hecho cierto e incontestable —argumentó Steiner—. Esa mujer sigue en esta ciudad. La noche pasada volvió a actuar. Mató a otros dos desgraciados. No sé si esta mañana encontrarán más cuerpos. Ya son ocho muertos padre. Tenemos que pararla.

—Pues atrápela de una vez, Steiner —casi gritó— pero déjense de fantasear con ángeles y demonios.

—Padre, hay algo que le sorprenderá aún más —prometió Schmaikel— Que le parecerá aún más increíble.

—¿Más? Imposible —rechazó—, no creo que pueda usted inventarse algo aún más absurdo.

—¡Ya lo creo! —exclamó sonriendo—. Fíjese, estoy completamente seguro, totalmente convencido que usted es uno de esos ángeles. Concretamente, el bueno de Semangelof, el sabio.

Tras unos instantes de estupor en que el sacerdote paseó su mirada por cada uno de los rostros que lo contemplaban expectantes, el padre Siegel soltó una estridente risotada y negando con la palma de su mano extendida hacia el narrador, desechó la idea.

—¡Por eso antes me llamó con ese nombre! —exclamó sin dejar de reír—. Es absurdo.

—¿Cómo si no sabría yo que carece de olor corporal?; ¿cómo puede explicarse que tenga usted pesadillas con ella sin haberla visto?; ¿sin saber siquiera que se trataba de una mujer?; ¿No veía en ellas a sus compañeros?; ¿Cómo se explica que todas esas cosas sólo le sucedan a ustedes tres?

—¿A nosotros tres? Vamos no me diga que ya encontró a los otros ángeles —guardó silencio unos instantes y después, señalando a Steiner y Muller, volvió a lanzar una nueva carcajada—. Ellos, ¿son ellos?, ¡vamos, por todos los santos! ¡Esto es una locura!

Salió de la habitación como lo había hecho el judío unas horas antes, soltando pequeñas carcajadas y negando ostensiblemente con su mano izquierda. Cuando cerró la puerta a su espalda, el padre Manfred Siegel dejó de reír.

 

 

 

10:30 horas

 

 

 

Los cuatro hombres caminaban en silencio por las instalaciones del puerto, mirando con detenimiento a su alrededor, buscando algún lugar que pudiera dar cobijo a Lilith.

La placa de Almagro les había levantado la pesada barrera que impedía el paso de los vehículos y ahora se dirigían al hermoso edificio blanco donde estaban las oficinas. Habían decidido que lo más fácil sería poner alguna excusa y preguntar directamente a alguno de los encargados. La excusa sería una serpiente.

No les hizo falta entrar en el edificio. Un hombre de mediana edad venía a su encuentro, advertido sin duda por los miembros de la seguridad que cuidaban la entrada. Los recibió con la mano extendida y una amplia y amistosa sonrisa que descubría un par de dientes de oro. A pesar de la primera impresión, el hombre debía contar con más edad de la que les había parecido.

—Buenos días —les saludó—. Soy Pedro Rodríguez, me han avisado que venían ¿puedo ayudarles en algo?

—Supongo que sí —respondió Almagro—. Buscamos una serpiente. Una de esas grandes. Nos han asegurado que busca sótanos o cuevas oscuras y húmedas para esconderse y hemos pensado que aquí podría haber algunos sitios que pudieran servirle de escondrijo. ¿Sabe de alguno?

—¿Una serpiente? ¿Aquí? —preguntó sorprendido y evidentemente nervioso—. ¿Es peligrosa? No puedo con las serpientes. Me dan terror. Díganme que no está por aquí, por favor.

—Bueno, depende de si hay algún sitio en que pueda esconderse —respondió el policía—. Se esconden durante el día y por la noche salen a cenar. Tienen algún sitio oscuro y húmedo, preferiblemente bajo tierra.

—No, no creo que aquí pueda haber sitio para una serpiente —concluyó—. Aquí todo es metálico y hermético. Todo está cerrado y guardamos mucha seguridad. Tampoco tenemos sitios oscuros por aquí. Quizás en la bodega de algún barco... pero eso no lo puedo saber. No los conozco todos por dentro.

Los cuatro hombres se miraron desesperanzados. El padre Fernández no se rindió.

—¿Sabe si a lo largo del río podría haber alguna cueva o alguna construcción donde pudiera haberse escondido? Créame es esencial que la encontremos, es muy peligrosa.

—¿En el río? —sopesó dubitativo el hombre—. No se me ocurre ninguno... Sin embargo, no soy el más indicado para esa pregunta. Si alguien lo sabe, es Agustín. Seguro que puede ayudarles. Él conoce todo lo que puede saberse del río y lo ha recorrido de arriba abajo cientos de veces.

—¿Quién es Agustín? —se interesó Almagro.

—Bueno, Agustín es... ¿Cómo podría decirles? —dudó—. Agustín es una especie de chico para todo. Bueno, realmente ya no es ningún chico, pero como si lo fuera ¿entienden? Él no es muy listo, sigue siendo como un chaval ¿entienden?

—Ya, ya entiendo y ¿dónde podemos encontrar al bueno de Agustín? —planteó Almagro—. ¿Está por aquí?

—Seguro, seguro —confirmó—. Él siempre está por aquí. Vive aquí. Dicen que incluso nació aquí, pero eso no sé si es cierto. Ni él tampoco. Cuando yo entré en la empresa hace treinta y cinco años, él ya estaba aquí. Seguro que anda por ahí, pero no tengo ni idea de donde estará. Siempre está para arriba y para abajo, enredando. Tendré que llamar a todas las zonas para que lo localicen. Si me esperan un momento, procuraré traerlo.

—Aquí estaremos —confirmó Almagro—. Le agradecería que se diera prisa.

El hombre, sin perder su sonrisa, contestó con un asentimiento y, dándoles la espalda, partió de nuevo en dirección al edificio de las oficinas.

—¿Qué hacemos ahora? —planteó el juez—. ¿Vamos a esperar aquí o nos vamos a buscar por otro sitio? No sé si el tal Agustín podrá ayudarnos, de hecho, no sé si es la persona idónea ¿no?

—Bueno, no haremos nada malo esperándolo —concedió el sacerdote—. Ya que estamos aquí, podemos esperar un rato. Quizás el pobre Agustín nos sorprenda, no sería la primera vez que una persona como él lo hiciera. Podría contarles como una vez, un chico...

—Por favor, padre, créame ahora no me apetece conocer una de sus historias —le interrumpió Almagro—. Si opina que debemos esperar, lo haremos, pero quedémonos en silencio un rato ¿vale?

El sacerdote se encogió de hombros sin decir palabra y miró al resto, que tampoco abrieron la boca. Almagro les dio la espalda y, sacando un cigarrillo, comenzó a caminar por el cuidado paseo de albero. Los demás se desperdigaron a su vez separándose unos de otros. El padre Fernández los miraba con seriedad, consciente de la tensión de soportaban y temiendo que no pudieran aguantarla durante mucho más tiempo. Era su oportunidad, ahora los tenía a su lado y le daba miedo que, si no entraban pronto en acción, pudieran volver a retirarse de él.

Al cabo de casi media hora le alegró ver como el hombre volvía a salir del edificio y se quedaba esperando a alguien que se le acercaba caminando despacio desde la dársena. Cuando llegó a su altura, el hombre le pasó el brazo por encima de los hombros y charlando con él, se dirigieron a su encuentro.

—Bueno, como me comprometí, les presento al famoso Agustín —presentó el hombre cuando llegó a su lado—. El podrá desvelarles cualquier secreto del río que quieran conocer ¿Verdad Agustín?

Fernández pudo comprobar como el hombre se ruborizaba inmediatamente y clavaba sus ojos en el suelo, mientras movía su cabeza afirmativamente con lentitud. Era un hombre de unos sesenta años, no muy alto y algo pasado de peso. Hacía tiempo que había dejado de necesitar el peine y, aunque carecía de rasgos que pudieran delatar su evidente retraso mental, su actitud lo evidenciaba. Vestía una camiseta del Betis y unas zapatillas de deporte que alguna vez fueron blancas y que ya se veían muy ajadas. El pantalón vaquero también había tenido mejores tiempos. El sacerdote lo interrogó de inmediato.

—Agustín, estamos buscando un lugar en el río o cerca de él, que sea oscuro y profundo y donde haya mucha humedad ¿sabes alguno?; ¿sabes dónde podemos encontrar un sitio así?

Agustín, sin levantar la cabeza, balbuceó algo en voz muy baja que no pudieron comprender.

—¿Podrías hablar un poco más alto? No he podido entenderte —rogó el sacerdote poniendo su mano sobre su hombro—. Tranquilo, somos tus amigos.

—El castillo de San Jorge —repitió esta vez con una voz más clara y levantando la cabeza, clavó brevemente sus ojos en el rostro del sacerdote—, los sótanos del castillo de San Jorge.

—¿Qué es el castillo de San Jorge? —quiso saber el padre Fernández interrogando con la mirada a sus compañeros, ninguno de los cuales parecía poder ofrecerle una respuesta. Agustín comenzó a recitar la historia como si estuviera en el colegio, dejándolos a todos un tanto asombrados.

—En el siglo X, durante la etapa musulmana, la población aumentó en esa zona y se decidió la construcción de un castillo. Contenía diez torres, tres daban al río, una al altozano, cuatro a la calle San Jorge y dos al inicio de la calle Castilla. Por su estratégica posición en la otra orilla del río Guadalquivir, se convirtió en la puerta de entrada a los campos de cultivo del Aljarafe. Aljarafe significa “proveedor de agua” en árabe. Allí se iniciaba el camino hacia Huelva y estaba el puerto comercial y la última defensa de la ciudad antes de alcanzar sus murallas. Se comunicaba con la orilla de Sevilla por el Puente de Barcas, que el califa Abu Yacub Yusuf construyó en 1171. Estaba delimitado por una rambla que corría por donde hoy está la calle Pagés del Corro. Tras la conquista castellana, el rey Fernando III el Santo, lo entregó a los Caballeros de la Orden de San Jorge, que fundaron en el castillo la primera parroquia de Triana. Después, los Reyes Católicos, se lo entregaron al Tribunal de la Inquisición. Tenía cárceles secretas y en la parte baja de la torre de San Jerónimo, una cámara de tormento. Las cárceles altas estaban en ocho de las torres, y las bajas al nivel del patio, que estaban expuestas a muchas humedades por las inundaciones y que al final quedaron totalmente incomunicadas. Las continuas riadas, provocaron la demolición del castillo a principios del siglo XIX.

—¡Caray, Agustín, nos has dejado completamente impactados! —felicitó el sacerdote ante la cara de sorpresa de todos—. Sí que sabes sobre la historia de Sevilla ¿eh? Dime, ¿de dónde has sacado toda esa información.

—Del libro —respondió con la cabeza aún agachada—. Me lo regalaron.

—¡Agustín es un gran lector! —afirmó Pedro con fingida admiración—. Cuando nos vamos para casa, él se queda aquí leyendo todos los libros que le regalan ¿verdad?

Agustín afirmó con la cabeza repetidas veces, después levantando sus ojos y clavándolos en el juez, anunció:

—Tengo cuarenta y ocho libros y los he leído muchas veces.

—Muy bien —aprobó el juez—. Si quieres, mañana te traeremos un buen paquete de libros.

—Muchas gracias, Agustín —felicitó un tanto nervioso Almagro—. Ahora ya puedes volver a tu trabajo. Yo me encargaré de obligarle a que te traiga los libros ¿vale?

El tal Pedro, comprendiendo que el policía quería quedarse a solas con sus compañeros, tomó a Agustín del brazo y alejándose con él, se despidió de ellos, rogándoles que le avisaran si necesitaban alguna otra cosa.

—Está bien, ¿alguien sabe si es verdad lo que ha contado nuestro amigo? —preguntó el policía—. He de reconocer que yo no había oído hablar de ese castillo en mi vida.

—Es verdad, Almagro. Yo sí lo conocía, pero no lo recordaba —confirmó el juez— Hace un tiempo, leí un artículo sobre él y, más o menos, era clavado a lo que nos ha recitado Agustín. Con las obras del mercado de Triana, han descubierto sus restos y están planteándose convertirlo en museo. Es posible que todavía existan subterráneos y si los hay, puede estar seguro que serán muy húmedos y muy oscuros. Al parecer uno de los propios inquisidores dejó escrito que sus cárceles secretas eran antros de horror, soledad y hediondez. Imagínese como serían para que el inquisidor lo reconociera.

—¡Don Ángel, es el sitio perfecto!, creo que tenemos el sitio perfecto para empezar a buscar —felicitó el sacerdote—. Imaginan un sitio más apropiado para un demonio, que las cárceles de la Inquisición ¿Podremos entrar en el mercado?

—Aún no lo han inaugurado. Supongo que estarán acabando las obras.

—Bueno, yo tengo una placa que abre muchas puertas. No creo que nos pongan demasiados problemas. ¿Nos vamos? —invitó Almagro indicándoles con las manos el camino hacia la salida—. Padre, ¿podrá, de una vez, acabar con la historia de los alemanes?

—Ni siquiera habían transcurrido los treinta minutos que había anticipado Schmaikel, cuando el padre Siegel volvió a la habitación circunspecto —comenzó a narrar el sacerdote en cuanto se acomodaron en el vehículo.

—¿Aún siguen aquí? —interpeló Siegel—. ¿Por qué no han ido a buscar a su demonio?

—Estamos esperándole, padre. Le necesitamos —el rostro de Schmaikel estaba ahora serio y tremendamente ansioso. Había asegurado a los demás que, cuando lo hubiera meditado, no tendría otra opción que unirse a ellos. Su propia necesidad interior se lo exigiría. Steiner y Maier se miraron brevemente. Sus rostros evidenciaban que sabían a qué se estaba refiriendo. Se acomodaron en el pulcro saloncito y se dispusieron a esperar. Ahora, sin embargo, no parecía estar muy convencido de poder contar con el sacerdote.

—Están perdiendo el tiempo, no voy a secundar su irresponsable actitud —anunció—. De hecho, creo que me veré obligado a presentar una queja contra usted. Es un flaco servicio el que está prestando a la Iglesia promoviendo y alentando este tipo de historias.

—¿Por qué dice eso?; ¿A qué se refiere? —el rostro del veterano sacerdote se empezaba a crispar.

—¿A qué me refiero? A todas sus monsergas sobre demonios y ángeles. Usted sabe que eso es una bobada. La existencia del demonio es intrínseca a nuestra fe, pero no como usted lo describe, no como personajes que se pasean entre nosotros cometiendo felonías. Podría aceptar la existencia de un endemoniado en esta ciudad ¡claro que lo haría! Pero ¿un demonio?; ¿un demonio de carne y hueso? Usted sabe que eso es absurdo.

—Escúcheme Padre Siegel —rogó Schmaikel con aparente serenidad ante la mirada expectante de los demás—. No me hable de los demonios. Usted no sabe nada sobre ellos. Usted es tan solo un pastor. Sin duda, un buen pastor. Es hermoso guardar el rebaño, cuidar de él. Celebrar sus misas y visitar a sus enfermos, preocuparse por ellos. Es hermoso y agradecido porque eso le otorga una aureola de santidad en su parroquia. Ustedes son importantes, queridos e imprescindibles en ellas, pero cuando llega el lobo a robar sus corderos, ustedes no pueden hacer nada, no saben qué hacer y, entonces, nos llaman a nosotros para que los defendamos, para que los protejamos y salvemos su rebaño. Yo me enfrento con él y después recojo los despojos de esos desgraciados a los que arranqué de sus fauces. Yo me trago las miserias y les lamo las heridas. Después, se los devuelvo y me marcho. Sin agradecimientos ni parabienes. Créame que no me quejo, es mi trabajo, lo acepto y lo asumo. Pero no me hable a mí de lo que es posible o imposible, de lo que es cierto o increíble. No me hable usted a mí del demonio.

—Lo único que pretendo decirle es que ningún demonio...

—No me hable a mí del demonio, padre Manfred, no se atreva a hacerlo —continuó alzando la voz con creciente agresividad—. He sido exorcista prácticamente durante toda mi vida adulta. He visto y oído cosas que usted no creería, que ni siquiera podría imaginar y, sin embargo, puedo asegurarle que ocurrieron. No voy a negarle que, en ocasiones, puede parecer que haya perdido la razón, pero no es así. Sé que el mal existe y que está ahí, puedo olerlo y sentirlo en cada poro de mi piel y ello me provoca un continuo pesar y, ¿por qué no decirlo?, un profundo temor que me hace hosco e intratable. Siempre estoy a la defensiva, siempre preparado para enfrentarme con ellos. ¿Sabe una cosa? Cuando lo tienes enfrente sientes un miedo atroz. La sangre se para en tus venas y un sudor frío te hiela el cuerpo. Y él lo sabe, lo sabe y se ríe y te insulta y te reta. Pero tienes que superar tu miedo y encararlo y luchar. ¿Y sabe otra cosa? Muchas veces tienes que morir. Sí, padre Manfred, los exorcistas también mueren... en demasiadas ocasiones. Son muchos los demonios que he conocido y he combatido. Unas veces para expulsarlos del cuerpo de algún desgraciado, pero otras en su propio cuerpo, en su propia piel. ¿Realmente cree que no están entre nosotros? Lo están padre, puedo asegurarle que lo están y que son poderosos. Matan y ultrajan, roban a criaturas que después devoran y hacen desaparecer. ¿Y sabe cuál es su mayor poder? La propia incredulidad de los humanos. Su conformismo con las aberraciones que cometen. Cuando un crío desaparece, lo buscan durante un tiempo y, después, se olvidan de él afirmando que se habrá escapado o tomando por locos a los padres si persisten en su búsqueda. No se plantean que exista un lado oscuro, una bestia que está junto a ellos y que se ríe cuando pasan a su lado, ignorándolo.

—¿Quiere pruebas, padre Manfred? —Continuó tras una breve pausa que dedicó a mirar uno tras otros los demudados rostros de los cuatro hombres— Le daré pruebas. En el invierno de 1894 un carguero portugués salió del puerto de Marsella con destino a Lisboa. No se supo nada de él hasta seis meses después. Se le encontró navegando a la deriva cerca de la costa de Mauritania. Toda la tripulación, veinticinco hombres, había fallecido o desaparecido. A todos esos desgraciados les habían arrancado sus órganos sexuales. Cinco cuerpos, sin duda los de las primeras víctimas, fueron encontrados en la bodega del barco, envueltos en unas sábanas. Catorce cadáveres fueron encontrados repartidos por los camarotes de la nave. Otros tres aparecieron juntos en uno de los botes de salvamento. No les dio tiempo a escapar. Unos meses antes una pequeña barca había arribado en las costas de las islas españolas. De sus tres ocupantes, sólo uno vivía, aunque murió unos días después. Al final los relacionaron con el carguero portugués. Aquel desgraciado murió aterrado, suplicando que no la dejaran acercarse a él. Cuando los médicos le preguntaron a quién se refería, no cesó de gritar “a mulher ruiva, a mulher ruiva”. Murió con los ojos espantados y aferrando la sábana que lo cubría. No se encontró explicación alguna y se ocultaron los hechos. Como habrán supuesto, “mulher ruiva”, significa, mujer pelirroja.

—¿Quiere más? —inquirió tras una nueva pausa que volvió a aprovechar para devolver las miradas que se clavaban en él— En la navidad de 1719, en Pittenweem, Escocia, colgaron, para quemarla después, a una de las últimas brujas de Europa. La acusaron del asesinato, mediante magia negra, de quince vecinos de los pueblos cercanos. De nada valieron los ruegos y protestas de su marido que clamaba por su inocencia asegurando que ella no salió de su hogar ninguna de las noches en que se cometieron los crímenes. Aquella desgraciada tenía cinco hijos de corta edad. Al menor incluso le daba el pecho. Durante la única noche que pasó en los calabozos, fueron asesinados otros dos hombres que, precisamente, se habían emborrachado para celebrar la detención. Tampoco esto le valió para que retiraran los cargos, más al contrario, parece que sustentó aún más la acusación de brujería, dado que confirmaba que podía haber cometido los crímenes sin salir de su vivienda por poseer el don de la ubicuidad. Tras su muerte, tres hombres más perdieron la vida en la comarca, lo que provocó que el terror se extendiera por la misma pensando que eran objeto de una maldición lanzada por la bruja. Sin embargo, ya no hubo más asesinatos y todos quedaron con su conciencia muy tranquila, seguros de haber acabado con su maligno maleficio. En la crónica de aquellos sucesos se aseguraba que, a pesar del sufrimiento infringido, la bruja no había confesado, siempre se declaró inocente y jamás dijo el lugar donde escondía los órganos arrancados a sus víctimas. ¿Saben, por cierto, que órganos eran y cuál fue la prueba de cargo que provocó la condena de aquella desgraciada? Lo imaginan ¿verdad?: Le arrancaba el pene y la gran prueba que la condenó, no era sino la espectacular cabellera roja que lucía y que fue identificada por un par de testigos que aseguraron haber visto a alguna de las víctimas, horas antes de encontrar su cadáver, en compañía de una mujer pelirroja.

El padre Manfred se sentó en uno de los sillones y cobijó su rostro entre las manos. Un espeso silencio se había apoderado de la estancia.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó el sacerdote al cabo de unos minutos elevando su rostro, vencido, hacia el exorcista—. No sé si cometeremos una barbaridad, pero por Dios que, si todo eso es cierto, me pongo en sus manos.

—Se lo agradezco, padre. Con usted tendremos posibilidades —Schmaikel volvía a mostrarse sereno—. Ahora quiero que todos ustedes piensen en los lugares solitarios, oscuros y húmedos que puedan encontrarse en la ciudad. Los visitaremos e iremos descartando.

—¿Le ocurre algo, padre Siegel? Está usted pálido —clamó una voz a sus espaldas.

Ninguno de ellos pudo evitar el sobresalto. Nadie se había percatado de la entrada en la habitación de un hombre de baja estatura pero enormemente sólido. Tenía la cabeza completamente rapada y sus pequeños ojos casi desaparecían bajo un par de tupidas cejas negras permanentemente fruncidas. Cargaba con sus enormes manos una gran bolsa llena de verduras y frutas y plantado en la entrada de la habitación miraba amenazante a los tres desconocidos. Daba la impresión de que, si el padre Siegel se hubiera quejado de alguno de ellos, habría saltado sobre él de inmediato. Steiner y Maier enderezaron el cuerpo de inmediato ante la intranquilizadora presencia del recién llegado.

—No, no te preocupes, mi buen Karl —le tranquilizó el sacerdote—. Estos señores son amigos. Es que me han dado una terrible noticia que me ha trastornado. Ve a hacer tus tareas, amigo mío.

Después de volver a mirar uno por uno a los tres visitantes, Karl, dio media vuelta y se dirigió hacia el interior de la vivienda.

—No te vayas muy lejos, Karl —le pidió Schmaikel cerrando la puerta por donde había salido—. Extraordinario personaje ¿Quién es?

—Es Karl Heinz, nuestro sacristán —se adelantó a explicar Helschmit con una sonrisa—. Lleva muchos años aquí y, como habrán notado, adora al padre Siegel. Si se hubiera quejado de ustedes... no hubiera querido verme en su piel.

—Ya... me he fijado —confirmó Schmaikel—. Durante un momento pensé que nos daría un puñetazo.

—Bah, no haga caso a este bromista —intervino Siegel—, Karl es un buen hombre y es completamente inofensivo.

—Pues no lo parece —intervino Steiner—. ¿No sonríe nunca? Siempre parece a punto de atacar a alguien.

—Lugares solitarios, oscuros y húmedos... Esta ciudad está llena de ellos. Los mismos sótanos de las cervecerías son tremendamente húmedos —expuso el padre Siegel procurando variar la conversación.

—Cierto, pero estarán de acuerdo conmigo en que, en esta época, no hay en esta ciudad nada más oscuro, húmedo y solitario que el Englischer Garten —sentenció Steiner.

—¿Eso no es un parque? —preguntó el veterano sacerdote—. Hace mucho años que no visito esta ciudad, pero no creo que un parque sea solitario.

—Se equivoca, padre —siguió Steiner—. En esta época del año está cubierto de nieve y cerca del río podrías helarte. No creo que nadie cuerdo se acerque demasiado a sus orillas y allí la vegetación forma verdaderas cuevas, oscuras y frondosas.

—Me gusta, creo que debemos empezar por allí —aprobó Helschmit.

—¿Por allí?, padre, el Englischer Garten tiene un área de casi cuatro kilómetros cuadrados —explicó Maier interviniendo por primera vez en la conversación—. ¿Cómo podríamos encontrarla allí?

—No se preocupe, cuando se acerquen lo sabremos —afirmó.

—Pero ¿cómo? ¿Quiere que exploremos todas las márgenes del río? Nos llevará días —volvió a protestar.

—¿No lo recuerda? —respondió el sacerdote—. El pobre padre Ivanov ya nos lo dijo: “Cuando lleguéis a su cubículo, los ángeles lo sabrán”.

 

 

 

11:00 horas

 

 

 

El silencio del sacerdote fue seguido de un coro de protestas por parte de sus acompañantes. Su relato había sido seguido con silenciosa expectación por parte de los tres hombres mientras se dirigían, en el vehículo del inspector Almagro, hacia el mercado en construcción. Acabó su relato cuando el vehículo se detuvo a la salida del puente que comunicaba la ciudad con el populoso barrio de Triana.

—Luego acabaré, no podemos perder tiempo —se excusó.

—Maldita sea padre, ¿cuándo me dirá de una vez como vamos a matarla? —explotó Almagro— Acabe de una vez.

—No, inspector —denegó—. Cada cosa a su tiempo. Lo primero es confirmar si es aquí donde se esconde. Si es así, tenemos muchas cosas que preparar antes de que se oculte el sol. No se preocupe, nos falta muy poco para acabar.

Almagro lo miró resignado, preguntándose si se habría referido al relato que les narraba o a su propia historia.

—¿Eran ciertas esas historias? —interpeló Salvador al sacerdote mientras Almagro maniobraba para estacionar el vehículo— La de la bruja y el carguero portugués. ¿Lo ha comprobado?

—Las dos historias son ciertas, pero no puedo probar que fuera ella, si es lo que quiere saber —respondió volviendo el rostro hacia el asiento trasero—. Aunque yo, como Schmaikel, estoy convencido de ello.

—Padre, durante esa época mataron a miles de infelices acusados de brujería, no todos serían demonios —retó Salvador con tono irónico—. Seguramente alguno sería algún desgraciado que se encontró sin desearlo frente al fanatismo religioso de la época.

—Alguno, no, Salvador, muchos de ellos —afirmó muy serio el sacerdote—. Pero puedo asegurarle que, como en todos los tiempos, otros muchos serían verdaderos demonios.

—Padre, estamos envueltos en unos acontecimientos a los que aún no encuentro explicación. No voy a negar que la suya, por descabellada y absurda que me parezca, es la única que tengo por ahora, pero no quiera hacerme creer que estamos rodeados de demonios.

—Yo no quiero hacerle creer nada, amigo mío, pero, como dijo Schmaikel, ellos están a nuestro alrededor. Lo que pasa es que no podemos, o no queremos, creerlo. ¿Acaso piensa que Jeffrey Dahmer, Henry Lee Lucas, Ottis Toole o Ted Bundy son personas normales, como usted o como yo? ¿Que Peter Kürtenpeter o Richard Ramirez, lo son?; ¿Qué me dice de Charles Manson, de Paul Bernardo o de Karla Homolka? ¿Y Erzsebeth Bathory, la condesa húngara que desangró a más de seiscientas doncellas para bañarse en su sangre?

—Ésos son unos psicópatas, unos asesinos, no unos demonios.

—¿Por qué?; ¿Qué es un psicópata?

—¿Me lo pregunta en serio? Usted lo sabe tan bien como yo, la psicopatía es un trastorno de la personalidad.

—¿Sólo eso?; ¿un trastorno? Amigo mío, la psicopatía es la palabra que hemos inventado, que han inventado los psiquiatras para definir aquellos sujetos cuyo comportamiento, cuya maldad, no tiene explicación. Son depredadores irrefrenables para quienes la violencia es planeada y decidida. Carecen de emociones, hacen el mal porque es lo normal para ellos. Por eso no tienen remordimientos, ni tienen sentimientos de culpa. Mentir para ellos es como respirar, algo absolutamente natural y robar, violar o matar es su destino. Son arrogantes y engreídos porque se creen, se sienten superiores. Dígame, Salvador, ¿en qué se diferencian de los demonios?

—En que son humanos.

—¿Está usted seguro? Tienen una apariencia humana, pueden pasar inadvertidos a nuestro alrededor, pero ¿tienen sentimientos humanos? Ninguno, son incapaces de amar o de sentir lástima o piedad. No les importa la amistad ni la familia. ¿Es eso ser humano?

—¿Qué está sugiriendo, padre?; ¿que todos los asesinos en serie son demonios terribles?

—No, son demonios de segunda. Son demonios que se han dejado atrapar. Los demonios terribles son los que nadie conoce. Los que viven junto a usted y le dan los buenos días cada mañana. Los responsables de las miles de desapariciones que jamás se resuelven. Ésos si son demonios terribles y la gente como usted, son sus grandes aliados, porque niegan su existencia. Usted es policía, Salvador, ¿me estoy inventando lo que digo? ¿O tiene usted una explicación para esos doscientos niños que andan desaparecidos en España? Para las doce mil personas que no se han vuelto a ver.

—La mayoría no son desapariciones, son fugas, niñerías que al poco se descubren.

—Se equivoca, Salvador, no hablo de denuncias de desapariciones. Hablo de los expedientes sin resolver que tienen ustedes. Las simples denuncias son más de ocho mil cada año. Pero de esas, muchas, demasiadas, son terriblemente dolorosas y reales.

El silencio acogió las palabras del sacerdote. Salvador se empecinó en él, consciente de que los datos eran ciertos y sin que tuviera ninguna explicación racional que oponer a las afirmaciones del cura, salvo su propia cerrazón a creerlas.

Tras unos momentos, sin mediar ninguna otra palabra, los cuatro hombres comenzaron a bajar del automóvil y a dirigirse a las cercanas obras. Estaban finalizándose y los trabajos que restaban se desarrollaban en el interior. Las puertas estaban abiertas y, al entrar, tras subir unos escalones, fueron recibidos por los habituales y estridentes sonidos de las obras de construcción. Almagro se dirigió, mostrando su placa, al más cercano de los obreros.

—Puede indicarme quién es el encargado, por favor —inquirió.

El hombre, sin responder, se limitó a lanzar una potente llamada dirigida a un supuesto Juan, que debía hallarse en el interior del inmueble, informándole de que le buscaban. Tras unos minutos, un hombre, alto y recio, se dirigió hacia ellos saliendo de uno de los pequeños y numerosos locales que ocupaban la planta.

Almagro esperó a que llegara a su altura para mostrarle la placa. Tras mirarla unos momentos, el hombre mostró un evidente nerviosismo al saludarles.

—No se preocupe, no venimos por las obras —procuró tranquilizarlo—. Sólo estamos interesados en las ruinas que se han descubierto ¿Por dónde podemos llegar hasta ellas?

—Están ahí abajo, pero hay una entrada por detrás —le informó—, pertenecen al Ayuntamiento. No pueden visitarse.

—Lo supongo, pero no se preocupe, no venimos en visita turística. Es una investigación policial ¿Puede indicarnos el camino?; ¿Supongo que usted no tendrá vinculación con ella e intentará ganar tiempo?

El hombre, tras vacilar unos segundos, les indicó con la cabeza que lo acompañaran y se dirigió hacia la salida.

—¿Qué están buscando? —se atrevió a preguntar sin dejar de mirar al frente.

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