Lilith

Lilith


Capítulo2

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—Estoy seguro que usted no tiene nada que ver, pero, como comprenderá, no puedo arriesgarme a desvelar nada sobre el asunto. No se preocupe, si todo sale bien, no dudaré en agradecer a su jefe la colaboración que nos está prestando.

—Bueno, en realidad sólo puedo acompañarles a la entrada —explicó—. Es un guarda jurado el que las vigila. Tendrá que ser él quién colabore.

Almagro no estaba seguro de que el tono del obrero no guardara un tanto de sarcasmo y optó por no hacer ningún comentario más y seguirle en silencio. Les condujo hacia la parte trasera del mercado. Una puerta enrejada cerraba el acceso a los sótanos. Tras ella apareció un hombre uniformado. No era muy alto pero sí muy corpulento. Agarraba un periódico con su mano izquierda y llevaba una pistolera reluciente en su cadera derecha. Tenía la espalda tan ancha que sus brazos parecían ser más cortos de lo normal, dado que bailaban en el aire, sin poder unirse al cuerpo. Unas gafas metálicas adornaban el ancho rostro pulcramente rasurado. El cabello hacía tiempo que decidió despejar su frente, dejando en su camino un pequeño islote de pelo que peinaba cuidadosamente hacia atrás.

—Buenos días —saludó Almagro mostrándole la placa—. Podría abrirnos la puerta, por favor.

—Lo siento, pero no me está permitido. El acceso está totalmente restringido —ante el gesto de Almagro explicó—, son mis órdenes.

—Bueno, yo les dejo —intervino el encargado incómodo tras la mirada que Almagro le había dirigido—. Buenos días.

—Escúcheme, no sé si se ha fijado, pero le he exhibido una placa de policía —tras responder al saludo del obrero, Almagro se había apresurado en volver a encarar al vigilante—. Soy el inspector Almagro y es imprescindible que me permita entrar. De hecho, si no me equivoco, usted mismo podría estar en peligro ahora mismo.

—¿Yo, en peligro? —se sorprendió—. ¿Por qué iba a estar en peligro? No hago otra cosa que cumplir con mi obligación.

—No me refiero a ese tipo de peligro —se impacientaba el policía—. Sospechamos que ahí dentro pueda esconderse un peligroso criminal. ¿Hay alguna cueva o sótano? ¿Alguna habitación oscura?

—Bueno, hay una escalera que desciende, pero nunca he bajado por ella —les informó—. Dicen que esto era de la Inquisición. Me da cosa bajar allí.

—Ha hecho bien, caballero —aprobó el policía—. ¿Cómo se llama?

—José Luis, me llamo José Luis Rodríguez.

—Muy bien, pues escuche José Luis, es posible que ahí dentro se esconda una peligrosa asesina. Si ella fuera a por usted, no tendría la más mínima oportunidad ¿entiende? Creo que debería vigilar a este lado de la verja.

—¿Asesina? No será la bruja que dicen que vieron el otro día ahí al lado ¿no? —inquirió volviendo la vista hacia atrás, a su espalda.

—Precisamente, José Luis —confirmó procurando dar a su voz el tono más intranquilizador posible—. ¿Por qué no nos abre la puerta? Esa tía ha matado a seis hombres hasta ahora, dos policías entre ellos y no voy a dejarla escapar. Abra la puerta, por favor.

—Pero, es que no traen ninguna autorización —se excusó—, me metería en un lío si se enteraran.

—Vamos José Luis, abre de una vez —exclamó Almagro empezando a impacientarse y decidiendo tutear al hombre—. ¿Quieres que pierda el tiempo pidiendo autorización al Ayuntamiento? ¿Cuántos días me llevaría esperando? Escúchame, si no la detenemos, volverá a salir esta noche y volverá a matar a cualquier desgraciado. Sólo tú serás responsable de esa muerte y te aseguro que te costará caro.

—Pero ¿cómo va a estar aquí dentro? —inquirió nervioso—. La cancela está cerrada siempre. Nunca la han forzado.

—Le aseguro que ninguna cancela va a detener a esa mujer —intervino el sacerdote intentando colaborar en convencer al guarda—. ¿Qué horario tiene, José Luis?

—Estoy de ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Después vuelvo a las cuatro y estoy hasta las seis. Es el horario de los albañiles, tengo que abrirles las puertas y asegurarme que todo queda bien cerrado. Hoy sábado sólo trabajan hasta las tres de la tarde —tras una pausa que dedicó a estudiar al sacerdote, concluyó—. Usted no es policía.

—No hijo, soy un pobre cura mejicano que se ha visto envuelto en un tremendo problema. ¿Por qué no dejas entrar a estos señores y te quedas aquí conmigo esperando que se aseguren de que esa mujer no está dentro? Imagínate que vienen los del Ayuntamiento y bajan por esa escalera y se la encuentran. ¿Cómo se lo explicarías? Será un momento. No te arriesgues, hombre.

El guarda paseó la mirada por los cuatro hombres. Era evidente la desazón que le producía la situación creada. Tardó unos minutos pero, finalmente, se decidió y sacando las llaves del bolsillo de su pantalón, abrió la fuerte cancela apartándose para cederles el paso a un oscuro túnel que descendía hacia los sótanos del mercado.

Cuando alcanzaron el sótano, tan sólo dos pasos hicieron falta a Almagro para comprender que habían llegado. Un extraño e intenso calor invadió su cuerpo y notó como, involuntariamente, todos sus músculos se tensionaban a la vez que su pelo se erizaba. Un desagradable sabor a cobre le invadió la boca y su respiración se agitó. Apretó el brazo del sacerdote y cuando éste volvió el rostro se limitó a asentir lentamente.

Estaban a la entrada de una amplia nave de techo metálico soportado por numerosas columnas blancas también de metal que contrastaban con los viejos muros de ladrillos blanquecinos. Un buen número de ruinosos muretes de algo menos de un metro de altura se esparcían a su alrededor levantados sobre un empedrado que, a pesar de su evidente antigüedad, se veía bien conservado. Estaba prácticamente en penumbras, dado que, aunque se veían numerosos focos aplicados en el techo, tan sólo se hallaban encendidos los tres de la primera hilera. Bajo uno de ellos, como único mobiliario, podía verse una pequeña mesa y una silla que dudosamente aguantaría el peso del corpulento guarda.

Un profundo olor a humedad y polvo envolvía la amplia estancia y el ambiente aparecía cargado, como si sus muchos años hubieran espesado el propio aire.

Cuando notó la mano de Almagro apretando con fuerza su brazo, el padre Fernández supo que había llegado la hora. Tras mirar el congestionado rostro del policía, se giró para observar a Salvador y de los Santos que caminaban tras ellos. Sus crispadas expresiones le confirmaron lo que ya sabía.

—¿Dónde está la escalera? —susurró al vigilante que tuvo que bajar la cabeza para oír la pregunta—. Procure hablar en voz baja, por favor.

El hombre ni tan siquiera habló, tras mirarle con un rostro que evidenciaba lo asustado que se encontraba, se limitó a indicar con su brazo derecho hacia la zona izquierda de la estancia. Tras asentir lentamente con la cabeza y mirar unos instantes hacia el punto indicado, el padre Fernández, tomando del brazo al vigilante y a Almagro, les conminó a salir con un gesto de su cabeza.

Nadie osó hablar hasta alcanzar la salida. El sacerdote observó con gesto serio como sus tres compañeros, con los ojos cerrados y procurando relajar su respiración, se recostaban sobre el muro exterior agradeciendo el tibio sol que les bañaba el rostro. Había llegado el momento para el que se había preparado toda su vida. Eran las once de la mañana y tenían muchas cosas que hacer.

—¿Está ahí dentro? —la pregunta del vigilante le sacó de sus graves pensamientos—. ¿Cómo lo han sabido? ¡Se les ha desencajado la cara a los tres!, ¡creía que se estaban poniendo enfermos!

—Escucha, amigo José Luis. Esto es muy grave. Tendrás que hacernos un favor —el sacerdote casi sentía pena por la angustia que veía reflejada en el rostro del hombre—. Mañana vendremos a las cinco de la tarde, tendrás que dejarnos la llave.

—De ninguna manera —exclamó casi irritado—. ¿usted está loco?; ¿cómo voy a dejarle las llaves? No sólo perdería el trabajo, sino que podrían hasta denunciarme.

—Escúchame con atención hijo, lo que hay ahí dentro no es una asesina normal —comenzó a explicarle—. Los que te dijeron que era una bruja no iban descaminados. Únicamente podremos sorprenderla emboscándonos ahí dentro para sorprenderle cuando salga de cacería. No puedes variar nada de lo que hagas habitualmente. Cualquier cambio, ella lo notaría y se pondría más alerta de lo que lo está siempre. Tendrás que cerrar y marcharte a la misma hora que todos los días.

—¿Y ella cómo sabe a qué hora me voy? Y, además, ¿no la alertará aún más que cuatro tíos se metan dentro?

—Tres, no cuatro. Yo no entraré, sólo ellos —le aclaró— y a ellos no podrá detectarlos.

—¿Por qué? ¿Qué son? ¿Mutantes o algo así? —inquirió con sorna.

—No quieras saber nada más, hombre, esto te viene muy grande —aconsejó con delicadeza—. ¿Tienes hijos? Vete con ellos. Te aseguro que al día siguiente estaré aquí a las siete de la mañana para devolverte las llaves.

—No tengo hijos, soy soltero y, por última vez, no voy a dejarle las llaves, no insista.

—Pues, por última vez también, te vuelvo a rogar que te vayas con tu novia o con tus amigos, no quieras ver lo que va a pasar. Te arrepentirás durante el resto de tu vida.

—No se canse, no me asusto con facilidad —afirmó intentando aparentar una presencia de ánimo que estaba lejos de sentir—. Les dejaré entrar si es lo que quieren, pero yo estaré aquí para que no le pase nada a las ruinas. Si mis jefes se enteraran podría decirles que fui yo quien llamó a la policía sospechando que había alguien escondido, pero si no estuviera presente, no me salvaría nadie.

—Está bien, los caminos del Señor son tortuosos, es posible que él quiera que estés aquí por alguna razón ¿quién sabe?, después de todo quizás te haya reservado un papel en la obra. Bien, mañana antes de las cinco de la tarde estaremos aquí —el padre Fernández se esforzaba por sonreír—. Por favor, hasta entonces, no vuelvas a entrar ahí dentro. Cierra la verja y quédate por aquí fuera tomando el sol.

—No se preocupe, pasará mucho tiempo antes de que yo entre ahí solo otra vez.

 

 

 

12:30 horas

 

 

 

Los cuatro hombres caminaron en silencio hasta el automóvil. Sólo cuando estuvieron acomodados dentro se atrevió el sacerdote a sacarlos de sus angustias. Se podía ver en sus rostros que, ahora, estaban definitivamente convencidos de la verdad de cuanto les había anticipado y su trágico destino se abría implacable ante ellos.

—Tenemos muchas cosas que preparar —su voz provocó un sobresalto en los tres hombres—. Por favor, vayamos a mi hotel, tengo allí cosas que he de entregarles.

—¿Es momento ya para que sepamos qué pasó con los alemanes y que errores cometieron? —interpeló Almagro con voz cansada—. Queda muy poco tiempo, padre.

—Sí, inspector, les relataré aquella trágica noche —confirmó— lo he estado retrasando porque ahora lo comprenderán todo mejor.

—No le quede duda, padre —intervino Salvador—. No sé cómo definir lo que sentí allí dentro. Es como si hubieran cargado en mi espalda el peso de muchos siglos. ¡Había tanta maldad en ese sótano!

—El Englischer Garten se encuentra en el noroeste de la ciudad y los cinco hombres se dirigieron hacia allí sin demora —comenzó a narrar mientras dirigía una cariñosa sonrisa a Salvador, procurando confortarle en lo posible. De los tres, sin duda era el más afectado. Se le veía completamente hundido —recorrieron en profundo silencio las heladas calles de Munich, atravesando el Hofgarter, para desembocar en la entrada del parque, donde Schmeikel se detuvo, admirado por la hermosura del nevado y extenso paisaje que se abría ante él. Una sonrisa satisfecha iluminaba su rostro, congestionado por el frío y la larga caminata.

—Esto es realmente enorme —exclamó el padre Manfred—, ¿alguien tiene una idea sobre qué zona explorar en primer lugar?

—En el lago Kleinhesseloher están las zonas más frondosas —propuso Steiner— Por mucho que le guste el frío y la humedad, no creo que esté aquí. Se congelaría.

—No, amigo mío, ella no se congelará —rechazó Schmeikel de inmediato—. El fuego del infierno le arde en el vientre. Aquí será feliz y estará más hermosa que nunca. El frío regenera su piel y la hace tersa y suave.

—Y usted ¿cómo lo sabe? —preguntó Steiner—. Ivanov no decía nada de eso.

—Mi joven y descreído amigo, ya le dije que llevo estudiando a Lilith toda mi vida. No sólo encontré los pergaminos del padre Ivanov. Muchos otros escritos la mencionan y, algunos, ofrecen testimonios de testigos directos de sus hazañas. Pero, no se preocupe, el relato del padre Ivanov era el más atractivo. Cuando hayamos devuelto al infierno a esa pérfida mujer para siempre, si quiere, le narraré algunos otros relatos.

—Si realmente lo conseguimos y seguimos vivos, le rogaría que no volviera a hablarme jamás de ella —concluyó Steiner—. Si nadie tiene una idea mejor, creo que deberíamos dirigirnos al lago. No sé si habrán olvidado que aquí oscurece muy pronto.

Comenzaron a caminar en silencio, grabando sus pisadas en el inmaculado suelo nevado, señal inequívoca de que Steiner tenía razón. Nadie visitaba el parque en aquella época.

El frío era intenso aquella mañana y una nube de vaho precedía el camino de los cuatro hombres que guarecían sus manos en los bolsillos de sus abrigos y procuraban esconder sus cuellos en las alzadas solapas. El lago distaba casi dos kilómetros de la entrada y la espesa capa de nieve amenazaba con helarle los pies, sobre todo al padre Schmaikel, cuya indumentaria era la menos adecuada para aquella caminata. El hombre estaba habituado a vivir en el interior de los muros del seminario y su descuidado y sucinto vestuario no preveía ninguna excursión.

Helschmit estaba preocupado por el veterano sacerdote, dirigiéndole continuas miradas ante el temor de que el hombre no pudiera continuar, conocedor de las dolencias que le aquejaban. Sin embargo, éste no demostraba síntoma alguno de que el frío afectara a su vitalidad. Tenía la mirada clavada intensamente en las arboledas que bordeaban el lago y que, poco a poco, se aproximaban.

A escasos cincuenta metros, cuando ya se apreciaba que la superficie del lago se encontraba completamente helada, Steiner se paró repentinamente. Tan sólo Helschmit y Schmaikel detuvieron su marcha para volverse hacia él, sorprendidos por la parada. A pesar del frío ambiente, su rostro aparecía completamente congestionado, reflejando una expresión entre el temor y el asombro. El joven pudo apreciar como gruesas gotas de sudor empezaban a perlar su frente. Volvió la mirada hacia Maier y el padre Siegel con la intención de alertarlos y evitar que se alejaran, pero ambos se encontraban a escasos metros de ellos, tan rígidos como Steiner y con su mirada clavada también en el ya cercano lago. Le sorprendió la expresión de satisfacción que encontró en el rostro del padre Schmaikel.

—¡La hemos encontrado! —exclamó abriendo su rostro en una extraña sonrisa que al joven produjo escalofríos—. Empieza el juego. Ve a por ellos, hemos de salir de aquí inmediatamente, no podemos permitirnos alertarla.

El sacerdote tomó del brazo a Steiner y le obligó a girarse en dirección a la salida. Volviendo el rostro, urgió al joven a que se dirigiera a los otros dos hombres. Helschmit se había quedado inmóvil, mudo de asombro, notando como un creciente nerviosismo se apoderaba de él. Reaccionó al fin, ante la severidad del rostro del sacerdote y se dirigió hacia ellos deseando salir cuanto antes de aquel parque que, de repente, había perdido todo su encanto y se le aparecía como el lugar más lúgubre del mundo. Estaban completamente rígidos y no le sorprendió comprobar que sus rostros dibujaban la misma mueca que, momentos antes, había apreciado en el policía. Tuvo que esforzarse en girar a los hombres y arrastrarlos hacia la salida. Conforme se alejaban del lago, sentía como ambos empezaban a reaccionar. Alertado, sorprendió unas lágrimas corriendo por el rostro del padre Siegel y le invadió un profundo sentimiento de ternura hacia él. Comprendió que todo lo que les había narrado el padre Schmaikel era cierto y que aquellos hombres acababan de tomar conciencia de ello, de su condición y de su destino.

Los esperaban en la entrada del parque. Steiner, al igual que los otros dos hombres, permanecía en silencio y se mostraba abatido, con la mirada perdida en el blanco manto helado y en las pisadas que ellos mismos habían dejado clavadas en él.

—Hemos de buscar algún sitio caliente donde dejarles reposar unos momentos —advirtió Schmaikel en cuanto llegó a su lado—. ¿Conoces alguno cerca de aquí?

El joven se limitó a negar con la cabeza. Arrastrar a aquellos dos hombres por la nieve y bajo aquel intenso frío, le había hecho perder el resuello y jadeaba cuando se detuvo frente a él.

—Bien, caminemos hacia la parroquia por el mismo camino que hemos seguido hasta aquí —decidió nervioso y expectante—. Esperemos encontrar alguno pronto. Estaba tan absorto en mis pensamientos que no estuve atento a lo que nos rodeaba. Esto era previsible. Espero no cometer más errores.

Comenzaron a caminar ya con mayor facilidad pues los hombres se mostraban más dóciles a su conducción, como si el agarrotamiento les fuera remitiendo, como si estuvieran recobrando el sentido, como si volvieran de allí donde quiera que hubieran estado.

Con profundo alivio para el padre Schmaikel, encontraron un pequeño café a un par de calles de distancia. Sin dudarlo, abrió la puerta para permitir el paso de los tres hombres que, arrastrando los pies, entraron en el local. El sacerdote los dirigió de inmediato hacia una de las mesas desocupadas y les ayudó a sentarse a su alrededor, mientras ordenaba a Helschmit que pidiera café para todos.

No fue hasta después de acabar el café cuando los tres empezaron a reaccionar. Sus ojos dejaron de permanecer fijos en el vaso y empezaron a pasear la mirada por el local, tomando conciencia de dónde se encontraban.

—¿Qué han sentido? —les interrogó Schmaikel sin poder reprimir su curiosidad—. Parecía como si su mente les hubiera abandonado.

—Lo he sentido todo, padre —respondió Steiner con un hilo de voz—. Toda la maldad que se ha adueñado de ese hermoso parque. Todo el poder que encierra esa criatura. Era como si ella nos estuviera mirando. Como si nos estuviera esperando. Y he sentido mucho miedo.

Un profundo silencio siguió a las palabras del policía. Helschmit contempló como los otros dos hombres asentían lentamente, dejando que sus miradas se perdieran de nuevo.

—¡Bien, es hora de prepararnos! —exclamó Schmaikel reaccionando tras meditar unos minutos—. No podemos esperarla en el parque, es demasiado amplio. Nos derrotaría sin esfuerzo.

—Entonces ¿qué podemos hacer? —inquirió Steiner—. Puedo asegurarle que si la seguimos lo notará.

—Tendremos que tenderle una emboscada, atraerla a nuestro terreno —propuso Schmaikel— hemos de buscar una casa donde esperarla.

—Pero, ¿cómo la llevaremos hasta allí? —intervino el padre Siegel.

—Poniéndole un cebo. Ella viene a violar hombres para después matarlos. Le proporcionaremos uno. Él la llevará hasta nosotros.

—¿Está loco?; ¿Cómo vamos a poner en peligro de muerte a un hombre, conscientemente? —protestó Siegel—. Me niego a ello.

—Basta de monsergas, padre —se revolvió Schmaikel—. Estamos en una guerra ¿no se ha dado cuenta? En las guerras hay víctimas. Además, si todo sale bien, a ese hombre no le pasará nada.

—Pero ¿A quién vamos a pedir ese sacrificio? —inquirió Steiner fijando su mirada en Helschmit—. ¿Quién estaría dispuesto a correr ese riesgo?

—No, él no nos sirve —negó Schmaikel intuyendo las intenciones del policía y provocando el alivio del joven—. Ella notaría su miedo e intuiría la trampa. ¿No recuerda lo que contó Ivanov? Tiene que ser alguien ajeno al peligro, alguien que no le haga sospechar.

—Yo creo que usted ya tiene previsto a ese alguien ¿no? —inquirió Maier—. De hecho, creo que lo tenía previsto hace tiempo.

—Me ha descubierto, Maier —admitió con una socarrona sonrisa—. Sí, ya lo tengo previsto todo. Ése es mi trabajo, para eso estoy aquí ¿no?

—Bien, ¿nos va a decir de quién se trata, por favor? —pidió Steiner—. Basta de juegos.

—Karl, su amigo el simpático Sr. Heinz —anunció—, él nos ayudará.

—¿Está usted loco, padre? —exclamó Siegel—. Karl no es normal.

—Eso no le preocupa a Lilith —desechó Schmaikel—. De hecho, muchas de sus víctimas han sido viejos o anormales. Ella no hace distingos. Recuerde que tiene que aprovechar a los hombres solitarios. Además ese buen hombre es macizo, fuerte como un roble. Estoy seguro que a ella le encantará.

—Lo examinó a conciencia ¿verdad? —le reprochó Maier—. Por eso le dijo que no se alejara. Desde que lo vio esta mañana, lo eligió.

—Claro, tengo que ir preparando nuestra jugada —sonrió.

—De todas formas, él no se prestará —insistió Siegel— Él no sale jamás de la parroquia y menos aún de noche.

—Vuelvo a repetirle que él no sabrá nada. Usted se citará con él en las proximidades del parque y quién acudirá será ella. Lo seducirá y él la llevará hasta la casa que nosotros le proporcionaremos. Allí la esperaremos, la sorprenderemos y le daremos muerte.

—¿De dónde vamos a sacar una casa? —inquirió Steiner—. Y ¿con qué excusa plantaremos allí a ese Karl?

—Buscar la casa ya no es tarea mía —rechazó Schmaikel—. En cuanto a engañar a Karl. Será fácil. Bastará con que el padre Siegel le comunique que no puede seguir en la casa parroquial, porque necesita su habitación para otra persona, pero que le ha buscado acomodo en una casa que le ha cedido alguien temporalmente.

—No sé, no sé... No me parece una buena idea —rechazó Siegel— Creo que debemos meditarlo y buscar alternativas.

—Como desee, padre Siegel —aceptó Schmaikel—. Yo estoy acostumbrado a la muerte, pero usted... Tenga en cuenta que cada noche que pase, esa arpía seguirá cumpliendo su ancestral promesa y la población de la ciudad disminuyendo. Suya es la responsabilidad.

—Es cierto, padre —confirmó Steiner—. No podemos perder más tiempo. Cada noche nos costará, al menos, la vida de otro desgraciado.

—Está bien, no puedo luchar contra todos —se rindió—. Ni quiero ser responsable de la muerte de más hombres. Hagan lo que estimen oportuno. Yo les apoyaré. Pero no me pidan que involucre a Karl. Ese hombre confía en mí.

—Precisamente por eso, padre Siegel —concluyó Schmaikel—. Usted es el único que podría hacerlo. Él hará lo que le diga, porque confía en usted.

—Si muere... si muere por nuestra culpa —empezó a amenazarlos y tras una breve pausa concluyó—. ¡Qué Dios me perdone!

—De acuerdo entonces —se congratuló Schmaikel—. Ahora sólo tenemos que buscar la casa y prepararla.

—Hay una casa, no lejos de aquí. Pertenece a la anciana señora Roosberg —anunció Siegel—. Ella está pasando el invierno con su hija en la costa. Me dio las llaves para que, de vez en cuando, le regara sus flores. El propio Karl ha cumplido con la tarea. Lo mando una vez a la semana. Es una casa pequeña, pero es lo único que tengo.

—Es perfecto, padre —aprobó alborozado Schmaikel—. ¿cuándo podemos verla?

—Ya le he dicho que las llaves están en la parroquia.

—Joven Rudolf ¿podría usted dar una carrera hasta allí para recogerlas? —le ordenó disfrazándolo de pregunta—. Estoy ansioso por empezar.

Las miradas de todos los hombres se clavaron en Helschmit sin dejarle posibilidad alguna de protesta. Al salir del local tomó una gran bocanada de aire helado. De repente, había pensado por primera vez, que aquel día podría ser el último de su joven vida.

 

 

 

13:00 horas

 

 

 

Los tres hombres miraron alertados al sacerdote cuando éste hizo una pausa. Estaban sentados aún en el automóvil de Almagro, estacionado en la puerta del hotel.

—No se preocupen, no pararé la narración —les tranquilizó—. Tan sólo quiero proponerles que vayamos a un lugar más cómodo y a ser posible que sea algún negocio de hostelería.

—No sé cómo puede tener ganas de ir a un bar en estos momentos —le recriminó Salvador— esta noche vamos a jugarnos la vida.

—Esta noche, no —rechazó—. Sería demasiado precipitado. Esta noche les dejaré que vayan a su casa y estén con sus familias. Es lo menos que merecen.

—Entonces, esta noche morirá otro hombre —sentenció Almagro—. No creo que podamos permitirnos más muertes.

—Le repito que no quiero que nos precipitemos —insistió—, hay muchas cosas que preparar y, además, hemos estado allí dentro. Ella puede notarlo y estar alerta. Dejemos pasar la noche. Si alguien muere por eso, lo lamentaré, pero no lo habremos asesinado nosotros. Él será el último si triunfamos. Si fracasáramos, ¿quién sabe cuántas muertes más habrá? Además de las nuestras, claro.

—Yo quisiera pasar la noche con mi mujer y mis hijos —intervino De los Santos— Puede ser la última y necesito estar con ellos.

El sacerdote le sonrió comprensivo. De todos, él era quién más tenía que perder. Salvador vivía con sus padres y a Almagro tan sólo le quedaban unos hermanos que vivían fuera y a los que únicamente veía en las raras ocasiones que volvían a la ciudad. Y él, había viajado tanto durante su vida, estudiando, observando, buscando... No creía que nadie lo fuera a echar mucho de menos. Ni tan siquiera los distintos discípulos que había dejado repartidos por el mundo.

—No se preocupe, don Ángel, acabaré de narrarles lo que pasó en Munich y podrá marcharse con ellos. Mañana tendremos tiempo para prepararnos —le anunció— Vayamos a tomar algo.

Se dirigieron al bar que se ubicaba en el hotel donde se hospedaba el sacerdote, sentándose en cómodos sillones alrededor de una pequeña mesa redonda. Tras pedir una botella de vino y algunos aperitivos, el sacerdote retomó su narración.

—La casa era efectivamente pequeña. Poseía un diminuto patio delantero que se veía vacío y nevado. Constaba de dos plantas comunicadas por una estrecha escalera que partía del pequeño hall de entrada. Tres puertas lo cerraban. Una, a la derecha, daba paso a la cocina, reducida y oscura. Su única ventana estaba cerrada con unos postigos de madera protegidos por una reja. La puerta del fondo, a la izquierda de la escalera, un poco menor que las demás, abría un cuarto de baño estrecho y oscuro. La puerta de la izquierda comunicaba con una sala de estar, pulcra y amueblada con vetustos muebles oscuros, sembrados con un buen número de macetas. Una nueva puerta, que se encontraba al fondo de la habitación, comunicaba con el patio trasero. Les fue difícil abrirla dada la cantidad de nieve que se había amontonado tras ella.

El segundo piso contaba con dos habitaciones muy parecidas en tamaño. Una, a la izquierda, contaba con un sólido armario negro decorado con una gran luna central. Una cama doble cubierta con una gruesa colcha de varios colores ocupaba el centro de la estancia. La habitación de la derecha contaba con dos camas individuales y una gran cómoda de labrado muy similar al armario de la otra habitación. Cuando acabaron de examinar la vivienda, Schmaikel se detuvo pensativo en el rellano de la escalera.

—Es pequeña, quizás demasiado para la guerra que se va montar —sopesó—. Podríais estorbaros al luchar.

—Es lo que tenemos, padre —concluyó Siegel—. A no ser que prefiera que la llevemos a la parroquia.

—No, en ningún caso —rechazó de inmediato—. Está demasiado alejada. Sería muy arriesgado un paseo tan largo y ella jamás se acercaría a una iglesia. Tendremos que conformarnos con esto. Ahora vayámonos, no quiero dejar la casa demasiado impregnada de nuestra presencia. Además, hemos de prepararnos. Por cierto, ¿cuántas llaves hay?

—Dos, la buena mujer me dejó las dos que tiene por temor a que pudiera perder alguna —le tranquilizó Siegel—. Tengo la copia guardada en mi habitación.

Schmaikel asintió aliviado y tras bajar la escalera, se detuvo en la entrada paseando la mirada por la modesta vivienda.

—Esperaremos a que se desnude —comenzó a explicar—. Padre, debe convencer a Karl para que use la habitación del matrimonio. Steiner y Maier ocuparán la otra habitación. Padre Siegel, usted se esconderá en el salón. Cuando hayan subido la escalera, esperará unos minutos. Después se colocará aquí abajo, recitando su letanía. Ella saldrá furiosa a buscarlo. Entonces, Senoy y Sansenoy, la atacarán por la espalda. Estará concentrada en hacer callar a Semangelof y podrán sorprenderla. En la escalera, sus movimientos serán más limitados y tendrá menos oportunidad para defenderse. Recuérdenlo, tienen que atacar sin piedad y procurar cercenar su cabeza. Es lo único que la detendrá. Si fallan sus primeros golpes, es posible que no tengan otra oportunidad.

Un silencio sepulcral se adueñó de la vivienda, mientras los cinco hombres paseaban su mirada alrededor, como si contemplaran la escena que el viejo sacerdote acababa de describir.

—Y ¿qué pasará con Karl? —inquirió Helschmit—. ¿Intentará intervenir?; ¿No deberíamos prevenirlo de alguna forma?

—Es un riesgo que debemos correr y asumir —respondió Schmaikel—. Si le previniéramos, ella lo notaría.

—¿Y si nos ataca a nosotros? —planteó Steiner—. ¿Qué haremos?

—Tendrán que acabar con él —sentenció—. No cabe cuartel.

—¿Está loco, Schmaikel? —protestó el padre Siegel—. ¿Cómo vamos a matar al pobre Karl?

—No podemos permitirnos ninguna distracción —exclamó—. Ella les mataría.

—Pues piense alguna solución, porque no voy a permitir que le hagan daño a Karl.

—Bien, vayámonos, estamos ensuciando demasiado la casa —apremió Schmaikel abriendo la puerta—. No quiero que ella pueda sentir malas sensaciones cuando entre. Discutamos en la calle.

Los hombres salieron de la vivienda y comenzaron a caminar sobre la nieve del patio, en silencio. El exorcista se entretuvo en borrar las huellas impresas en la nieve. No volvieron a hablar hasta que doblaron la esquina más próxima.

—¿Cuándo piensa enseñarme el exorcismo que quiere que invoque? —preguntó Siegel obviando el tema que había provocado la polémica—. ¿Tendré tiempo para aprenderlo?

—¡Claro que sí! —respondió agradecido Schmaikel—. Sorprendentemente, es sencillo. Es muy repetitivo. Cuando lleguemos a la parroquia, le entregaré una copia. Le bastará con leerlo un par de veces para memorizarlo. Lo he traducido al alemán, así le será más fácil. Además, estoy seguro que usted mismo lo recordará en cuanto lo lea. ¡Lo ha estado recitando durante los últimos cien mil años!

—Padre, estoy pensando... —intervino Helschmit— Usted dice que esa mujer es muy rápida y fuerte. El padre Siegel tendrá que esperarla al pie de la escalera. ¿Qué pasará si el señor Steiner y el señor Maier no llegan a tiempo y ella salta sobre él?

—Bien observado, joven —aprobó el anciano—. Ahí la sorprenderemos con nuestro nuevo truco.

 

 

 

—Karl, tengo que pedirte un favor —el padre Siegel, puso la mano sobre el hombro del sacristán obligándolo a seguirle cuando comenzó a caminar sobre la nieve que cubría la calle del rectorado.

Lo habían encontrado en la casa, esperándoles para servirles el almuerzo. No disimuló el gesto de desagrado al comprobar que sus dos sacerdotes regresaban otra vez con los tres hombres que había encontrado con ellos al volver de la compra. El padre Siegel, tras intercambiar una mirada de complicidad con Schmaikel, le había pedido que le acompañara fuera de la vivienda. Lo aceptó sin mostrar ningún asomo de vacilación, siguiendo en silencio al sacerdote.

—Esta noche tendremos invitados, Karl, y necesitaremos tu habitación —Siegel hizo una pausa. Le costaba un gran esfuerzo engañar a aquel hombre. Era consciente de su absoluta lealtad y le dolía traicionarle— Sólo será durante esta noche. Podrás ir a dormir a la casa de la señora Roosberg. En la planta alta hay dos habitaciones. La cama de matrimonio está preparada para ti.

—¿Por eso no está la llave? —preguntó Karl sorprendiendo al sacerdote—. ¿Ha ido a preparar mi cama?

—Sí, eso es —improvisó—. Me daba pena pedirte que cedieras tu habitación y quisimos... quise que, al menos, tuvieras la cama preparada. Podrías irte después de almorzar y así tendrías tiempo de calentar la casa antes de que caiga la noche.

—Mi cama... mi habitación, es suya, padre. No tiene que sentir pedirme que la deje. Para mí, vivir en esa casa con usted y con el joven Rudolf es un regalo diario. Que usted lo plantee como un favor es innecesario, pero se lo agradezco de corazón.

—Claro que es un favor, Karl —afirmó sonriendo—. Esa cama, esa habitación es tuya y lo será mientras tú quieras. Lo sabes ¿verdad?

Inopinadamente, el hombre se puso a llorar, provocando un gran azoramiento en el sacerdote que se apresuró a cubrirle los hombros con su brazo, atrayéndolo hacia sí e intentando calmar su incesante llanto, entrecortado por las continuas y balbuceantes gracias que el hombre le expresaba.

—Vamos, Karl, cálmate... o me harás llorar a mí también —le rogó palmeando suavemente la lisa y desnuda nuca del hombre—. Verás tengo que pedirte otro favor ¿me oyes?

Karl, lentamente se separó del hombro del sacerdote y, avergonzado, empezó a secarse las lágrimas con unos dedos cortos y muy gruesos. Asentía con la cabeza pero no era capaz de quitar su vista de la nieve que sustentaba al sacerdote.

—Hoy tendré una reunión en la parroquia de San Luis —explicó—. Quizás saldré tarde y... bueno, me gustaría que me acompañaras a casa. No me gusta caminar por la ciudad por la noche. ¿Lo harás, Karl?

El hombre elevó los azules y enrojecidos ojos hacia el rostro del sacerdote con una alegre expresión de complacencia. Era obvio que, para aquel hombre, el que Siegel le encomendara cualquier misión, era una especie de milagro.

—Escucha, quiero que me esperes en la plaza de entrada al Englischer Garten, sobre las seis de la tarde —le explicó—. Pero hazlo solo durante una hora. Si no aparezco en ese plazo, será porque me habrán llevado a casa en automóvil ¿De acuerdo? Entonces podrás irte a dormir. O podrás aprovechar y salir a divertirte, te vendría bien.

El hombre no cesaba de asentir con su calva cabeza, clavando de nuevo la mirada en la nieve. Siegel le golpeó cariñosamente la espalda y comenzó a empujarle suavemente hasta la casa. Se alegraba de que no le mirara a la cara, porque así no tenía que preocuparse de las lágrimas que corrían por su rostro.

Cuando entraron en la vivienda, la comida estaba en la mesa y Schmaikel, el joven Helschmit y el profesor Kloser se encontraban sentados ante ella. Steiner y Maier esperaban junto a la puerta y se despidieron del sacerdote en cuanto entró. Siegel acompañó a Karl hasta su silla y esperó a que se sentara. Clavó sus ojos en el plato sin poder evitar su arrobamiento. El sacerdote se sentó a su vez y, tras rezar unas silenciosas oraciones, comenzó a servirse de la sopera blanca que ocupaba el centro de la mesa. Ninguno de los hombres habló durante aquel almuerzo.

Cuando acabaron de comer, Karl, retiró la mesa y el profesor Kloser, anunciando que iría a descansar a su habitación, salió del comedor. Era evidente que había notado la tensión del padre Siegel y no quería perturbarlo con su conversación, si quiera con su presencia.

Schmaikel se recostó en uno de los sillones y, aparentemente, quedó dormido de inmediato. Siegel se concentró en la lectura del exorcismo que el anciano le había entregado y el joven Helschmit, se dedicó a medir el salón a grandes pasos.

A las dos de la tarde, Karl, asomándose a la puerta, anunció que se marchaba. Llevaba una pequeña maleta en su mano y se había colocado su abrigo y una gran bufanda que casi le cubría el rostro. Siegel se dirigió hacia él y le proporcionó un fuerte abrazo que cogió por sorpresa al sacristán. Helschcmit lo acompañó hasta la puerta y lo vio alejarse caminando por la acera nevada.

Quince minutos después regresaron Steiner y Maier. Los cuatro hombres se reunieron en el salón a la espera de que Schmaikel despertara. Recordaron la exigencia que les hizo el superior del seminario en cuanto a la necesidad del anciano de reposar tras la comida.

—¿Están preparados? —los sorprendió al cabo de un rato, abriendo los ojos repentinamente—. La hora se acerca.

—Anochecerá pronto, padre —recordó Siegel—. Si hemos de hacer algo, hagámoslo de una vez.

—Esperen un momento, les traeré unos juguetitos —anunció el anciano incorporándose y saliendo de la habitación.

Los cuatro hombres se miraron inquietos y extrañados, sin poder imaginar con que les sorprendería ahora aquel extraño sacerdote.

Unos minutos después, Schmaikel volvió a aparecer cargando con una gran bolsa de terciopelo con aspecto de pesada. La colocó sobre la mesa y, abriéndola, sacó de ella una brillante espada con empuñadura en forma de cruz. No disimuló el placer que le produjo comprobar el gesto de asombro con que los hombres recibieron aquella refulgente espada.

—¿No pretenderá que la ataquemos con eso? —inquirió Steiner—, ¿olvida que Maier y yo somos policías? Hace tiempo que pasaron de moda, hombre. Esto es mucho más efectivo.

El policía colocó sobre la mesa una pistola Luger que sacó de la funda que llevaba bajo el brazo.

—Tiene una gran potencia de disparo y un cargador de ocho balas —explicó tras mirar a los tres sacerdotes— Destrozaré a esa zorra con ella.

—Se equivoca, Steiner, necesitaría algo más grande para hacerle daño —respondió Schmaikel con una sonrisa—.Con esa pistola, tan sólo podría matar a alguno de sus compañeros o al pobre Karl. Sólo decapitándola acabará con ella en esta ocasión y sólo podrán hacerlo con estas espadas.

—¿También las dejó Ivanov? —quiso saber Siegel.

—No, efectivamente el pobre hombre hacía constar en su testamento que dejaba las espadas escondidas en la cripta que existe bajo la capilla del monasterio —aclaró Schmaikel—. Sin embargo, las busqué durante días sin encontrarlas. Supongo que alguien se me había adelantado. Ignoro si las tomó con el mismo objeto que nosotros o, simplemente, las encontró por casualidad. No obstante, se han fabricado siguiendo sus concretas instrucciones, templándolas con agua bendita y utilizando metal puro, sin aleaciones. Están hechas en Toledo, en España. Son unas armas magníficas, mucho más ligeras de lo que parecen.

Repartió las espadas entre los tres hombres y complacido, dejó que éstos las examinaran con detenimiento.

—¡La recuerdo! —exclamó Steiner resumiendo las sensaciones que habían experimentado al tomarlas en su manos—. Ahora, estoy seguro de haberla tenido en mis manos. Es cierto, ésta es mi arma. Pero, de todas formas, llevaré mi pistola.

—¡No tendrá donde guardarla! —le hizo saber Schmaikel—. Ustedes no desprenden olor, pero sus ropas sí. Tendrán que atacarla completamente desnudos.

—¿Desnudos? Usted está loco —desechó de inmediato el padre Siegel—. De ninguna forma apareceré desnudo ante una mujer, por muy demoníaca que sea.

—Vamos, padre, no sea absurdo, nadie se va a fijar en su cuerpo —se burló Schmaikel—. Si usan sus ropas, esa mujer las olerá en cuanto entre en la casa y jamás podremos sorprenderla. Irán desnudos, tan sólo vestidos con estos taparrabos de hilo. Están oreados durante horas y después envueltos en papel por lo que su olor no levantará sospechas. Tendrán que lavarse cuando lleguen a la casa. Solo con agua. Tienen que sacar cualquier olor de sus cuerpos.

Después de observar la blanca prenda que les mostraba, los tres hombres se miraron durante unos instantes a punto de mandar a paseo a aquel extraño sujeto, sin embargo lo vivido en el parque, lo que habían sentido allí, les obligó a guardar silencio y aceptar cuanto el sacerdote les indicaba.

—¿Podremos calentar el agua? —interpeló Maier con una triste sonrisa en su rostro.

Se apostaron en la esquina de la calle para poder comprobar cuando Karl saliera de la vivienda. Durante la espera, creyeron que sus piernas y manos acabarían congelándose. Se iban turnando para pasear. No querían llamar la atención y un grupo de cinco hombres fisgoneando en una esquina alertaría a cualquiera que se asomara a una de las ventanas de la solitaria calle. Schmaikel caminaba con Siegel, haciéndole recitar el exorcismo para asegurarse de que el sacerdote lo tenía bien memorizado, lo cual no le había ofrecido ninguna dificultad. El sacerdote afirmó que, en cuanto comenzó a leerlo, sintió como si siempre hubiera estado en su cabeza y pudo recitarlo mentalmente, casi sin tener que mirar el papel. El exorcista, sonreía complacido escuchando su contundente voz desgranando, sin dudas, aquella antiquísima letanía. Cuando iban llegando a la esquina de la calle, los dos policías partían a su encuentro. La angustia de los dos hombres les impelía a guardar un nervioso silencio. El joven Rudolf se había introducido en un portal que encontró abierto a escasos metros de la casa de la señora Roosberg. No tardó en arrepentirse, dado que el frío allí era tan intenso como fuera y no tenía posibilidad de caminar ni de moverse para procurar entrar en calor. Si al salir coincidía con Karl, todo se estropearía y si algún vecino notaba su presencia y le llamaba la atención, el hombre podría igualmente, descubrirle. Así que no le quedaba otra opción que permanecer quieto y en silencio atisbando la pequeña cancela y rogando que su amigo saliera cuanto antes.

Habían sido demasiado previsores y se habían dirigido hacia la casa poco después de las cinco. Llevaban más de media hora de helada espera cuando, por fin, Rudolf pudo observar como Karl salía de la vivienda. Iba prácticamente embozado con su bufanda y su gorra negra, por lo que no podía siquiera girar la cabeza, lo que tranquilizó al joven que no había dejado de preparar excusas por si el hombre acababa sorprendiéndole.

Cuando el joven salió del helado portal, comprobó como los demás ya caminaban hacia él y juntos siguieron hacia la entrada de la casa. Se detuvieron dentro del jardín. Un profundo silencio los había acompañado durante el corto trayecto.

—¿No pretenderá que nos desnudemos aquí? —preguntó temeroso Siegel viendo que Schmaikel no se decidía a abrir la puerta.

—Ésa era mi intención, pero creo que sería exigirles demasiado —le tranquilizó el sacerdote—. Mantendremos la puerta abierta para que puedan desvestirse y lavarse dentro. Este aire helado se llevará cualquier olor no deseado.

—Nos vamos a helar ahí dentro mientras esperamos —se quejó Maier imaginando la espera cubierto únicamente con la exigua prenda que les había preparado—. No creo que sea capaz de soportarlo. ¡Ya estoy helado a pesar del abrigo!

—Bien, tenemos tiempo. Haremos lo siguiente. El primero de ustedes, entrará, se desnudará y se dirigirá al baño para lavarse. Después buscará mantas para que puedan cubrirse. Su olor no llamará la atención de esa bruja, pues será el mismo que desprende el resto de la casa. ¿Algún voluntario?

—Yo lo haré —se ofreció Steiner—. No es que me las dé de valiente, simplemente deseo que todo esto acabe de una vez.

El padre Schmaikel asintió con la cabeza y sacando la llave del bolsillo se decidió a abrir la puerta. Steiner se introdujo en la vivienda tras tomar una gran bocanada de aire. Los miró desde dentro durante unos segundos y, apartándose hacia la derecha, comenzó a desnudarse.

—Les daré una alegría, al menos —susurró desde dentro—. Aquí no hace tanto frío. Supongo que su amigo ha hecho un buen trabajo y habrá encontrado algún tipo de calefacción.

Tardó unos minutos en aparecer de nuevo, vestido únicamente con el taparrabos que le había entregado el sacerdote. En su mano derecha cargaba la bolsa con su ropa y en la izquierda, el paño de hilo blanco que había de servirle de toalla. Tenía un cuerpo sólido y musculado y, en su desnudez, presentaba realmente una espectacular imagen, como salido de algún cuadro renacentista. Se agachó para alcanzarles la bolsa con su ropa y les dio la espalda para encaminarse al baño.

—Vaya, señor Steiner, espero que esa mujer no se fije en usted —comentó Schmaikel burlón—, podría enamorarse.

—Déjelo padre, ahora no estoy para bromas —respondió ya desde el baño—. ¡Maldita sea! Este agua está helada.

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