Lilith

Lilith


Capítulo2

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El comentario provocó que los rostros de Maier y de Siegel palidecieran aún más. Los dos titubeaban ante la mirada de Schmaikel, sin decidirse a tomar la iniciativa. Fue él quien tuvo que decidir.

—Las mujeres, los niños y los curas, los últimos, caballero —anunció apartándose de la puerta—. La policía ha de enfrentarse primero al peligro.

Sin más comentarios y cerrando los ojos, Maier se decidió a entrar. No se volvió. Se apartó discretamente y comenzó a desnudarse. Apareció Steiner, temblando de frío, con el negro cabello brillante por el agua. Sin hacer comentario alguno, subió por la escalera ansioso por encontrar algo con qué poder calentarse.

Maier, mostrando un cuerpo delgado y fibroso, les entregó sus pertenencias y se encaminó al baño. Schmaikel clavó sus ojos en el sacerdote que esperaba demudado. Tuvo que tomarle del brazo para que se decidiera a entrar. Temblaba ostensiblemente y el anciano sacerdote no supo decidir si era por el frío, por el pudor o por el miedo.

Cuando Maier salía del baño, Steiner bajaba por la escalera arropado con una manta gruesa de color marrón. Llevaba otras dos sujetas contra su pecho que desganadamente repartió entre sus compañeros. El padre Siegel se cubrió de inmediato con ella evitando enseñar su cuerpo blanco y desnudo. Con pereza, se dirigió hacia el baño.

—Bien, señores, la suerte está echada —anunció Schmaikel tendiéndoles el atillo de terciopelo—. Ahora tendrán que quedarse solos. El joven y yo, nos retiraremos discretamente antes de que puedan aparecer. ¡Suerte y valor, Dios está con ustedes!

En la oscuridad que dejó la puerta tras de sí, Steiner y Maier se miraron en silencio. Esperaron a que el padre Siegel se reuniera con ellos, sin cruzar una sola palabra y así continuaron cuando el hombre llegó temblando bajo la manta. Estuvieron unos minutos juntos, parados y temblorosos. Por fin, el sacerdote, se inclinó hacia Maier, que permanecía a su izquierda, abrazándolo. Steiner, algo indeciso, se unió a ellos y dejaron transcurrir unos minutos en aquel último abrazo común.

—Si me ocurriera algo —susurró Stainer con voz temblorosa—. Velad por mis hijos, por favor.

—Quédate tranquilo, hombre, que daré mi vida por ellos —aseguró el sacerdote incrementando la presión de su brazo alrededor de la espalda del policía.

—No le pasará nada, jefe —intentó reconfortarle su compañero—. ¡Ya oyó a ese cura loco, Dios está con nosotros!

Unos segundos después, los tres hombres tomaron sus espadas y se separaron.

Steiner y Maier, subieron despacio la escalera, dejando al padre Siegel más solo de lo que había estado en su vida. Se dirigió hacia el salón con la cabeza agachada, como si un gran peso hubiera caído sobre sus hombros.

Cuando el padre Schmaikel cerró la puerta con llave y se giró, el joven Rudolf pudo comprobar que estaba llorando. Parecía que toda la vitalidad de la que había hecho gala hasta entonces le hubiera abandonado de repente, convirtiéndole en un pobre y anciano sacerdote, débil y amedrentado. A Helschmit le pareció que incluso se encorvaba. Sintió pena por él. Llevaba toda su vida preparando aquel encuentro y su resolución era inminente. Había dejado solos a aquellos tres hombres para que se enfrentaran a la peor alimaña que hubiera existido. Ya no podía ser fuerte por ellos. Su trabajo, su misión había concluido.

—Vámonos, muchacho —pidió con una voz delgada, apenas reconocible—. Ayúdame a rezar por ellos. Van a necesitar toda la fuerza que podamos transmitirle.

 

 

 

Cuando Karl salió de la casa parroquial no pudo evitar volver a recordar al padre Siegel, ansiando volver a encontrarse con él. Llevaba diez años junto al sacerdote y jamás se habían separado. Había pasado mucho tiempo desde aquella noche en que lo conoció, la noche más amarga de su vida. Cuando su madre murió. Aquella mujer había sido todo su mundo hasta entonces. Cuando cayó enferma, se apoderó de él una terrible angustia. Jamás se separó del borde de su cama, donde pasaba noche tras noche, aferrado a su mano, inquieto, pendiente a cualquier movimiento de ella, atemorizado ante esa fiebre que la iba consumiendo día tras día.

Nunca supo quién fue su padre. Ella jamás le habló de él. En la única ocasión en que reunió suficiente valor para preguntarle, ella, agarrando con fuerza sus hombros, le clavó la mirada en sus ojos y escupiendo un odio que jamás pudo olvidar, le pidió, le exigió, que jamás volviera a pronunciar esa palabra en su presencia. Desde entonces, él había olvidado que algún día hubiera existido. Simplemente, lo ignoró. Nunca más en la vida iba a permitirse causarle daño, porque era evidente que sólo su recuerdo le quebraba el corazón.

A su lado tuvo una infancia feliz. Al menos, él se sintió feliz. Veía a los otros niños jugar en el colegio o en la calle, pero sus juegos y risas no le atraían. Él prefería estar con ella, oyendo los relatos que le narraba o escuchando su conversación con las vecinas que acudían a coser a su casa.

Ella trabajaba mucho para que no le faltara nada. Limpiaba las casas de otras familias y, por las tardes, cosía las prendas que otras personas vestirían.

Aquella noche, él sabía que sería la última de su madre. Se había ido deteriorando y consumiendo poco a poco. El médico le dijo que no podía hacer nada por ella. Que su enfermedad no tenía cura. Que sólo duraría lo que su cuerpo aguantara. ¡Y ella estaba tan cansada!; ¡Había trabajado tanto durante toda su vida! Cuando llegó la noche, empeoró. Ya no abría los ojos cuando él le susurraba lo mucho que la quería. No reaccionaba cuando le acariciaba el rostro. Su frente ardía y sus labios temblaban. Se estaba agotando y él sentía tanto miedo.

Le daba pánico pensar en su futuro porque no podía imaginar su vida sin ella, pero lo que más le aterraba era su soledad, estar solo cuando ella se marchara. Las pocas amigas de su madre los visitaban algunas tardes, pero el resto del tiempo estaban solos. Y aquella noche, no sería distinto.

Sin embargo, entonces apareció él. Cuando abrió la puerta y lo vio, se quedó sin reaccionar durante unos segundos. No lo conocía, porque su madre no era muy religiosa y nunca iban a misa. Siempre decía que no tenía mucho que agradecer. El alzacuello y la sotana que ocultaba bajo el abrigo lo impresionaron. No supo reaccionar hasta que escuchó su suave voz. Le dijo que se había enterado que ella estaba enferma y que le gustaría verla para saber si podía hacer algo por ella. Se limitó a apartarse de la puerta y el padre Siegel entró en su vida para no volver a salir de ella. Se sentó junto a la cama y empezó a hablarle. Sus palabras fueron como un bálsamo para su madre. Consiguió abrir los ojos y, muy levemente, esbozó una sonrisa. La confesó y le dio la comunión y ella consiguió una paz de la que nunca había gozado. Se le notaba en el rostro.

Justo antes de morir, su madre intentó hablar. El padre Siegel se inclinó y acercó el rostro a sus labios. Vio como asentía con la cabeza y después, apretándole las manos, le prometió que lo haría, que se ocuparía de él, que no lo dejaría solo.

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