Lilith

Lilith


Capítulo3

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Cuando ella murió, pocos minutos después, él se puso en pie y lo abrazó, dándole un consuelo que jamás pudo olvidar. Aquel abrazo hizo que todos sus miedos se esfumaran. Él ya se ocupó de todo, de llamar a unas mujeres para que prepararan el cuerpo de su madre. De su entierro y de su funeral. Estuvo a su lado en todo momento, no lo dejó solo nunca y, cuando todo acabó, rodeándole los hombros con su brazo, le preguntó qué haría en adelante. No lo sabía. Jamás había tomado una sola decisión en su vida. Se limitó a encogerse de hombros.

El padre Siegel le ofreció que se fuera a vivir con él, que necesitaba alguien que se ocupara de limpiar la iglesia y ayudarle en sus misas. Ni siquiera se atrevió a aceptar el ofrecimiento ni a darle las gracias. Clavó sus ojos en el suelo y, casi imperceptiblemente, asintió con la cabeza. Eso le bastó. Él mismo le hizo el equipaje y tomó su maleta. Karl se limitó a seguirle cuando salió de la casa. Ningún hombre puede haber cumplido tan fielmente con una promesa como aquel sacerdote.

Y, ahora le pedía un favor. ¡Cómo si le hiciera falta hacerlo! Él daría la vida por el padre Siegel sin dudarlo ni un solo segundo.

Llevaba quince minutos en la plaza cuando la vio acercarse desde la entrada al parque. Hacía un frío terrible y le extrañó que sólo llevara una ligera chaqueta negra. Tenía una larga melena roja que bailaba tras ella mecida por el viento helado. Se empezó a poner nervioso cuando comprobó que ella se dirigía directamente hacia él, sin vacilar. Ya casi era completamente de noche. Embutido en su abrigo, con las manos en los bolsillos y su rostro oculto tras la espesa bufanda, apostado bajo una de las escasas farolas de la plaza para que el sacerdote pudiera identificarlo, Karl rogó para que aquella mujer variara la dirección y pasara de largo, sin embargo, su súplica no obtuvo recompensa y la mujer siguió sus pasos hasta detenerse frente a él. Era bellísima. Bastante más alta que él y bajo su ligero atuendo se adivinaban unas contundentes formas. Un estremecimiento corrió por su espalda cuando le sonrió. ¡Sus dientes eran tan blancos y sus labios tan jugosos!

—¿Qué hace un hombre como tú parado en medio de la plaza con este frío? —oyó que le preguntaba con una voz susurrante que salía de su inquietante sonrisa—. ¿esperas a alguien?

No pudo contestar. Él nunca había hablado con una mujer joven. De hecho, procuraba no hablar con nadie. Sin embargo, ahora sí quería contestarle, pero su voz se negaba a salir de su garganta. Asintió con la cabeza temiendo que, con su silencio, ella se marchara, ofendida, perdiéndola en la noche. Sin embargo, ni siquiera borró su sonrisa.

—¿No tienes lengua? ¿O es que te da miedo hablar con una desconocida? —bromeó haciéndole una divertida mueca—. Vamos, demuéstrame que tienes lengua, enséñamela.

Karl se sorprendió sonriendo bajo la bufanda, pero seguía sin poder hablar.

—Vamos, dime al menos como te llamas —insistió la mujer acercando su mano hasta el rostro del hombre y bajando suavemente la bufanda— No eres tan feo, vamos saca tu lengua.

Le acarició la mejilla y le tiró suavemente de la barbilla hacia abajo. Karl, lentamente, asomó levemente su rosada lengua entre los dientes, lo que provocó las alegres carcajadas de la mujer.

—¡Vaya, sí tienes lengua! —exclamó—. Seguro que sabes hablar, ¿no vas a decirme tu nombre?

—Karl —consiguió mascullar él, por fin, con torpeza

—¡Karl! ¡Qué nombre tan bonito!; ¿No vas a invitarme a tomar un café, Karl? —le preguntó tomándole del brazo—. ¡Qué fuerte eres, Karl!; Tienes un brazo enorme.

La mujer comenzó a recorrer el brazo de Karl, presionándolo. Después, con ambas manos, palpó su torso y sus hombros. El hombre temblaba perceptiblemente y ella parecía disfrutar con ello. Le acarició el cuello y, muy lentamente, inclinó su rostro hasta besarle en los labios. Karl dio un paso atrás, como si hubiera sentido una descarga eléctrica.

—Vamos, Karl, no te asustes —le susurró ella—. ¿No te gusta que te besen?

—No sé —titubeó él mirando alrededor, temiendo que el padre Siegel apareciera y lo sorprendiera con aquella mujer.

—¿No lo sabes?; ¿Es que nunca has besado a una mujer, Karl? —insistió ella poniéndole las manos en las mejillas para obligarle a mirarle—. ¿Es eso, Karl, nadie te besó antes?

—No, nadie —consintió él bajando la mirada.

—Eso no está bien, Karl —le susurró con una insinuante sonrisa—. Todo el mundo debería besar con frecuencia. ¡Es tan agradable! ¿Verdad? Y tú tienes unos labios que merecerían ser besados continuamente.

Se inclinó de nuevo con lentitud hacia él. Ahora, no se limitó a besarle los labios. Su lengua empezó a jugar con ellos, hasta que consiguió penetrar en su boca, donde buscó, afanosa, la de Karl.

Al hombre le temblaron las piernas y estuvo a punto de caer sobre la nieve. Ella lo sostuvo por las solapas del abrigo, echando su cabeza hacia atrás y soltando una alegre carcajada.

—Me encantas, Karl —le aseguró coqueteando—. Creo que voy a disfrutar mucho contigo esta noche. Va a ser un placer sacarte de dentro todo lo que llevas atesorando para mí todos estos años.

—¿Cómo dices? —inquirió Karl, inseguro.

—Nada que te deba preocupar, querido. Que me gustas mucho y que me gustaría pasear a tu lado y que me invitaras a un café caliente —le explicó—. ¿Puede ser?

—Estoy esperando a alguien —se excusó Karl—. Tengo que hacerlo hasta las siete.

—Tu amigo no vendrá, ya son casi las siete ¡vámonos!

—No, no puedo fallarle —se negó, no muy seguro— No puedo fallarle.

—Eso está bien, Karl, hay que ser bueno con los amigos —consintió ella—. Dime ¿no estarás esperando a una mujer?

—No, él es un hombre —se apresuró a aclarar.

—Bueno, menos mal —aprobó—, entonces esperaremos juntos. Si no viene, iremos a pasear y, si viene, pasearemos los tres ¿te parece bien, Karl?

Él sonrió aceptando y ella se apretó contra su pecho, rodeándole la cintura con sus brazos.

—Mientras viene, Karl, nos seguiremos besando para que no decaiga tu interés en mí —le susurró al oído, recorriendo con sus labios la mejilla y la oreja del hombre.

Durante los quince minutos que duró la espera, Karl, visitó lugares que jamás había imaginado. Los labios de la mujer lo catapultaron hasta allí. Sus manos se abrieron paso a través del abrigo y recorrieron todo el torso del hombre, reptando hasta su espalda. Por primera vez, deseó no ver al padre Siegel, que no apareciera. La deseaba sólo para él y estaba seguro que el sacerdote no aprobaría que se relacionara con aquella mujer tan libertina.

Por fin, fueron las siete y la mujer volvió a pedirle que se marcharan. Karl, tras lanzar una última mirada en dirección a la iglesia de San Luis y comprobar que no había rastro del sacerdote, accedió.

Fueron caminando aferrados, ella inclinada sobre él, en busca de algún local que permaneciera abierto. La mujer, amparada por el largo abrigo de él, comenzó a explorar su entrepierna descubriendo el estado de excitación a que lo había llevado. Él la dejaba hacer, nervioso, cohibido y expectante.

—No quiero tomar ningún café, Karl, quiero ir a algún sitio en que estemos solos —le anunció insinuante—. ¿Tienes casa, Karl?

Karl, dudó unos instantes. Sabía que no estaría bien que llevara a aquella mujer a casa de la pobre señora Roosberg. Si algún vecino los veía, tendría un serio problema con el padre Siegel y pondría a éste en una situación muy comprometida. Sin embargo, aquella mujer... Jamás había sentido aquello. Era como si le reventaran todas las venas de su cuerpo. No podía evitarlo, costara lo que le costara.

—Sí, tengo una vivienda cerca de aquí —le confirmó—. Podemos ir allí. Estoy solo en la casa.

—Vamos ya, mi amor, te aseguro que cuando acabemos, jamás olvidarás esta noche.

—Yo ya no podría olvidarla —le aseguró y tras unos momentos cayó en que ni siquiera conocía el nombre de aquella mujer—. ¿Cuál es tu nombre? Todavía no me lo has dicho.

—Es verdad, ni siquiera me ha dado tiempo a decirte como me llamo —le respondió con una sonrisa— Lilith, me llamo Lilith.

 

 

 

El padre Schmaikel y Rudolf se apostaron en el portal que el joven había estado ocupando horas antes. Desde allí, podían vislumbrar la entrada a la casa de la señora Roosberg. La calle estaba escasamente iluminada y no habían querido arriesgarse a alejarse más aunque implicara que Karl pudiera reconocerlos.

El viejo sacerdote estaba ansioso y apenas podía estar quieto. Rudolf no sentía ansiedad, simplemente estaba aterrorizado. Todo lo vivido en las últimas horas le había provocado un estado de continua angustia. Había participado con ellos en todo, pero le parecía estar viviendo un mal sueño, una pesadilla. Y en esa pesadilla él, el padre Siegel, todos, podían morir. Temía el momento en que viera aparecer a Karl y le aterraba verlo aparecer con una mujer pelirroja. Entonces, todo sería verdad y aquella pesadilla se volvería realidad.

En el interior de la casa, el silencio era absoluto. El padre Siegel se había apostado en el salón. Estaba sentado tras el vetusto y pesado tresillo que ocupaba la pared del fondo de la habitación. Había repetido cansinamente el exorcismo, convencido de que ya no lo olvidaría jamás y ahora rezaba. Estaba asustado. Jamás había tenido miedo a la muerte, pero ahora sí tenía miedo a morir. Le quedaba tanto por hacer. Tanta gente que ayudar y proteger. Sobre todo ahora, con esos locos copando el poder. Si aquel extraño sacerdote tenía razón, tendría que enfrentarse a un demonio y eso era algo para lo que no estaba preparado. Jamás había pensado que pudiera ocurrirle, a pesar de ser sacerdote. Definitivamente, no era ése el aspecto de su ministerio que le había llevado a profesarlo. Como le había dicho Schmaikel, él quería ayudar a la gente, darle consuelo y ampararlos en la fe y el amor a Dios. Él no quería entrar en la lucha con el diablo, al menos en una confrontación abierta y directa. No quería engañarse, pero en su fuero interno sabía que rezaba para que Karl regresara solo, para que esa mujer no existiera o, al menos, para que no lo encontrara.

Arriba, en el dormitorio de la derecha, los dos policías esperaban arropados con sus mantas. Estaban absortos en sus pensamientos y no habían cruzado ni una sola palabra. Estaban atentos a cualquier ruido que procediera de la planta baja. Maier estaba apostado en la puerta. Había dejado una pequeña ranura abierta y tras ella sondeaba la intensa oscuridad del rellano. Realmente no tenía miedo, aunque estaba tremendamente nervioso. Las esperas siempre le habían agobiado. No era un hombre de acción, su temperamento se lo impedía, pero sí muy curioso. Deseaba saber de una vez si todas las extrañas patrañas del sacerdote tenían algo de verdad. Aunque todo aquello parecía absurdo, había hechos objetivos que lo habían hecho contemplar esa posibilidad desde el principio. Sus reiterados sueños con esa mujer pelirroja. Su certeza de que la conocía. Y lo del olor. Desde pequeño lo había notado. Cuando jugaba en la calle de niño o al fútbol de joven, jamás había sudado y tampoco había notado olor corporal alguno. Algunos amigos se burlaban de él por ello, pero siempre le dieron igual las pesadas bromas de que era objeto. Ya fuera porque no sudaba, ni olía, ya fuera por su gusto por la soledad o porque no se sentía atraído por las mujeres. Durante toda su vida, habían bromeado a su costa. Ahora, todo podía tener sentido de una vez, si toda la historia que el viejo había contado era verdad, encontraría explicación a toda su extraña existencia. Por eso ansiaba que el peculiar sacristán apareciera de una vez. Sin embargo, pensó, nadie había previsto que llegara solo. ¿Y si lo hacía?; ¿cómo le explicarían su presencia allí? Y, sobre todo ¿qué excusas inventarían para justificar su desnudez? En un sentido u otro, estaba deseando que apareciera, solo o acompañado.

Steiner estaba sentado en una de las camas observando, inquieto, a su compañero, esperando cualquier reacción en él que le indicara que todo había empezado. Pensaba en su mujer y en sus hijos y le apenaba no haber ido a verlos antes de encerrarse en aquella casa. Tendría que haberles dejado algo escrito, darles alguna explicación. ¡Si no sobrevivía a aquello...! ¿Qué versión les darían? Cuando encontraran sus cuerpos desnudos... No quería siquiera pensar qué pensarían de ellos y de aquella situación. En ningún momento se había planteado que todo aquello le costara la vida. Pero ahora, sentado en aquella habitación a oscuras, le surgían muchas dudas. Había decidido que, si esa mujer realmente acudía a la casa, no le daría ninguna oportunidad. Pero ¿y si no era ningún demonio? Si sólo era una mujer solitaria que hubiera decidido acompañar a Karl para tener un romance. ¿Y si había contratado a una prostituta? Había accedido demasiado a la ligera, tendría que haber sopesado todas las posibilidades antes de entrar en el juego de aquel chiflado. Estaba tremendamente confundido y, por encima de todo, se arrepentía de estar allí.

Aparecieron abrazados muy juntos, ella recostada sobre el hombro del hombre. En la oscuridad, no podían apreciar los rasgos de la pareja, pero la silueta de Karl resultaba inconfundible. Ni siquiera cuando pasaron bajo la farola pudieron vislumbrar a la mujer. Sólo un reflejo de fuego llegó hasta ellos y les aceleró el pulso. Los perdieron de vista cuando entraron en el jardín. El padre Schmaikel comenzó a abandonar aquel gélido portal muy lentamente, ansiando saber que estaría pasando dentro de la vivienda y rogando a Dios que sus ángeles actuaran tal como les había indicado. Era su única oportunidad.

Cuando escuchó las llaves en la cerradura, todo el cuerpo del padre Siegel entró en tensión y el miedo le caló hasta los huesos. Se quedó rígido, esperando que subieran a la habitación sin pasar por aquella habitación. Podía oír las risas de la mujer y le parecieron falsas y frías, como si estuviera jugando con el pobre Karl. Por las pocas palabras que llegaron hasta él, concluyó que Karl debía estar ansioso por llegar al dormitorio y que no quería demorarlo más. Finalmente, le pareció oír como subían las escaleras y se atrevió a ponerse en pie y avanzar hasta la puerta para pegar su oído tras ella. Sí, no cabía duda que habían subido. Esperaba que no se decidieran a entrar en la habitación que ocupaban los dos policías, porque si lo hacían, todo se iría al traste.

Salió con extremo cuidado y se plantó ante las escaleras. Ahora era evidente que la mujer no había sospechado nada y que la pareja había entrado directamente en la habitación principal, desde donde llegaban ahora jadeos y palabras indefinidas. Schmaikel, le había pedido que aguardara unos minutos hasta que calculara que se hubieran desnudado. Esa espera fue la más difícil de soportar. Todo su cuerpo temblaba, pero ya no sentía frío. Dejó pasar unos minutos que le parecieron horas y por fin se decidió a comenzar su exorcismo. Se deshizo de la manta y aclaró suavemente su garganta para procurar que su voz sonara clara y potente, aunque temió que ni tan siquiera le saliera.

—Yo te exorcizo espíritu maligno —comenzó a clamar sin poder esperar más y sin poder evitar que la voz le temblara, al mismo tiempo que accionaba la luz de la entrada y empezaba a hacer con su mano derecha la señal de la cruz—, poder satánico, ataque del infernal adversario, legión, concentración y secta diabólica, en el nombre y virtud de Nuestro Señor Jesucristo, para que salgas y huyas de la Iglesia de Dios, de las almas creadas a imagen de Dios y redimidas por la preciosa Sangre del Divino Cordero.

Los gemidos habían callado al escucharse la potente voz del sacerdote, tras la cual un repentino y estridente chillido recorrió toda la vivienda. Unos segundos después, totalmente desnuda, la mujer pelirroja se plantó en el rellano de la escalera. Tenía los dientes tan fuertemente apretados como sus puños y el fuego de su mirada refulgía en la semipenumbra del rellano.

—Maldito seas por siempre Semangelof, pérfido hijo de una cabra —exclamó a gritos—. Maldito seas...

—No oses, perfidísima serpiente, hacer daño a los hombres y cribarlos como el trigo —continuaba ahora impertérrito el sacerdote—. Te lo manda Dios Padre; te lo manda Dios Hijo; te lo manda Dios Espíritu Santo. Te lo manda la majestad de Cristo, el Verbo eterno de Dios hecho hombre el cual edificó su Iglesia sobre roca firme.

—Silencio —clamó la mujer llevando sus manos a los oídos—. Calla esa boca sucia, gusano invertido, asesino de niños e inocentes. Silencia tu artera lengua antes de que te la arranque como he hecho desde siempre. Cállate ya hijo de la gran puta infectada de sarna.

—Te lo manda el santo signo de la Cruz y la virtud de todos los Misterios de la fe cristiana —seguía clamando Siegel, ahora clavado al suelo con pies firmes y sintiendo un dominio sobre él mismo que jamás pudo imaginar—. Te lo manda la excelsa Madre de Dios, la Virgen María, quien con su humildad desde el primer instante de su Inmaculada Concepción aplastó tu orgullosa cabeza.

Siegel sintió en su espalda una repentina y helada ráfaga de aire que le indicó que el viejo Schmaikel había acudido fiel a la cita que llevaba preparando toda su vida. No se volvió, él le había encomiado que, pasara lo que pasara, jamás parara de clamar el exorcismo.

—¿Quién eres tú viejo asqueroso que osas interponerte en mis asuntos trayendo contigo al maricón de tu novio? —gritó ahora la mujer ante la presencia del sacerdote—. Cuando acabe con vosotros me lo comeré entero después de sacarle todo lo que lleva dentro.

Mientras la mujer comenzaba a reír obscenamente, Schmaikel comenzó a acompañar a Siegel en el exorcismo lanzando pequeñas gotas de agua hacia la escalera desde un extraño guisopo que portaba en su mano izquierda y que agitaba violentamente. Rudolf, demudado, permanecía a su lado sin atreverse a intervenir, con los ojos aterrados, clavados en la espectacular mujer que no cesaba de insultarles y que tapaba con su desnudo cuerpo al pobre Karl que los miraba atónito.

—Te lo manda la fe de los santos Apóstoles Pedro y Pablo y de los demás Apóstoles —continuaban ahora juntos los dos sacerdotes—. Te lo manda la sangre de los mártires y la piadosa intercesión de todos los Santos y Santas.

—¡Callaos! —gritó con una voz tan estridente que hizo que a los tres hombres se le erizaran los cabellos—. ¡Callaos, malditos!

—Por tanto, maldito dragón y toda legión diabólica, te conjuramos por Dios vivo, por Dios verdadero, por Dios santo, que “de tal modo amó al mundo que entrego a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que viva la vida eterna —seguían en su porfía los dos hombres—, cesa de engañar a las criaturas humanas y deja de suministrarles el veneno de la eterna perdición; deja de dañar a la Iglesia y de poner trabas a su libertad.

Repentinamente la mujer que había estado lanzando agudos chillidos, tapándose los oídos y haciendo espasmódicos movimientos con su cuerpo, tomo impulso para saltar sobre ellos lanzando un último y aterrador rugido que les heló la sangre.

Justo en ese momento, el padre Schmaikel alzó su mano derecha armada con un negro y extraño artilugio del que salió una luz potente y cegadora que detuvo a la mujer en su salto haciendo que volviera el rostro hacia atrás, mientras trataba de proteger sus ojos.

La puerta de la derecha se abrió violentamente y Maier y Steiner se precipitaron sobre ella blandiendo sus brillantes espadas.

El golpe de Maier se clavó en el hombro izquierdo del brazo alzado sorpresivamente por la mujer, que lanzó un estremecido alarido de dolor. Cuando la espada de Steiner se cernía sobre ella, Karl se interpuso propinando un fuerte empujón al hombre, precipitándolo hacia atrás y haciendo que casi soltara la espada.

—No, Karl, no lo hagas —gritó Siegel sin poder remediarlo, cesando en el exorcismo— No te interpongas.

—No pare, por el amor de Dios, siga con el exorcismo —le imploró gritando Schmaikel sacudiéndolo por el hombro.

Karl miraba ensimismado al sacerdote, mientras la mujer, aprovechando aquella pausa en el ataque se volvía frenética hacia los policías. El brazo le colgaba oscilante, sujeto apenas por un tira de piel y músculo.

Maier golpeó una vez más, pero esta vez, ella, ya no estaba en el punto fijado. Con inusitada rapidez había saltado hacia atrás y, justo después de que la espada blandiera el aire frente a ella, golpeó con furia al policía que casi había perdido el equilibrio con el fallido golpe. Maier salió volando hacia atrás y fue a empotrar su cabeza contra el dintel de la puerta tras la que había estado oculto. Cayó al suelo desmadejado y un hilo de sangre fresca comenzó a manar de su nariz.

Steiner quedó frente a la mujer. Ambos se miraban fieramente. Abajo, los sacerdotes habían continuado con su oración que, ahora, no parecía afectar tanto a la mujer.

—Apártate imbécil —escupió Steiner a Karl que, ahora, pugnaba por adelantarse a la mujer para enfrentarse con él—. Vas a hacer que nos mate a todos.

—No voy a dejar que le haga daño. Le mataré antes —amenazó el sacristán—. Ella me ama.

La estridente risa de la mujer sorprendió a Karl, que se volvió a mirarla con la sorpresa dibujada en su rostro.

—¿No le has oído? —le espetó—. Aparta estúpido. Esto no va contigo.

La mujer, con su único brazo, propinó un fortísimo empujón a Karl que hizo que se precipitara contra Steiner sin que este pudiera evitar el corpulento y desnudo corpachón, cayendo ambos hombres hacia atrás. La espada cayó de la mano del policía y la mujer, con un veloz movimiento, la tomó del suelo. Steiner incapaz de moverse bajo el peso del otro hombre, observó impotente cómo se alzaba sobre ellos levantando el arma y como la bajó lentamente lanzando una cruel risotada. La espada atravesó, despacio, la espalda de Karl y penetró en el pecho del policía. Los ojos de Steiner se vieron cegados por una potente y blanca luz y su cabeza, inerme, chocó contra el suelo.

La mujer se volvió hacia la escalera y comenzó a bajarla lentamente, sonriendo.

—Otra vez tú y yo solos, Semangelof —susurró por encima del exorcismo que los sacerdotes seguían recitando—. ¡Cómo tantas otras veces! Otra vez he matado a tus esbirros ¿No os cansaréis de morir nunca? ¿No comprendéis que soy invencible e inmortal?

—Huye Satanás, inventor y maestro de toda falacia, enemigo de la salvación de los hombres —le respondió Siegel, apretando las mandíbulas, roto de dolor por lo que había presenciado—. Retrocede ante Cristo, en quien nada has hallado semejante a tus obras. Retrocede ante la Iglesia una, santa, católica y apostólica, la que el mismo Cristo adquirió con su Sangre. Humíllate bajo la poderosa mano de Dios. Tiembla y huye, al ser invocado por nosotros el santo y terrible Nombre de Jesús, ante el que se estremecen los infiernos, a quien están sometidas las Virtudes de los cielos, las Potestades y las Dominaciones; a quien los Querubines y Serafines alaban con incesantes voces diciendo: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los Ejércitos.

Los dos sacerdotes y el joven Rudolf habían ido retrocediendo ante la imponente figura de la mujer.

Ahora sus espaldas descansaban sobre la puerta de entrada. Siegel levantó su espada sobre la cabeza en un postrer intento de herirla. La mujer, sin esfuerzo aparente paró el golpe tomándole de la muñeca y comenzó a apretarla, provocando en el hombre una mueca reprimida de dolor.

Al cabo de unos segundos, la mujer saltó hacia atrás soltando su presa mientras se escuchaba una detonación. Justo después comenzaron a oírse, una tras otra, siete atronadoras detonaciones más. Miró estupefacta a Schmaikel y bajó sus ojos hasta la mano derecha de éste, de la que emergía el cañón de la pistola Luger de Steiner. Después se miró el pecho. Ocho agujeros negros lo perforaban. La sangre empezaba a brotar de ellos. Lanzó un grito que reflejaba más rabia que dolor y se precipitó hacia el viejo sacerdote. Se paró antes de llegar hasta él. El padre Siegel, ahora sí, había descargado su afilada espada contra su espalda y le había abierto una tremenda brecha que se dibujaba cercana al tajo que casi desgajaba su brazo izquierdo. Sin volverse, la mujer lanzó furiosa su brazo derecho hacia atrás, dibujando un escorzo inverosímil y alcanzando en el rostro al padre Siegel que salió volando hacia la pared.

Tras mirarlo unos segundos, quizás para comprobar la efectividad del golpe y asegurarse que ningún otro ataque podría llevar a cabo el sacerdote, la mujer comenzó a caminar hacia Schmaikel. El hombre ahora desarmado, comenzó a recitar de nuevo el exorcismo, arrojando agua sobre el rostro de la mujer.

—Ya no sirve, viejo —le espetó—. Cuando se rompe, ya no sirve. Y sin él, tu agua ni siquiera me molesta.

Le tomó del cuello del abrigo y lo levantó sin aparente esfuerzo, acercándolo hacia su rostro que poco a poco fue transfigurándose. La lozana piel de la mujer se fue arrugando, tornándose pálida y amarillenta. Sus ojos, del verde intenso se volvieron amarillos a la par que se hundían en las oscuras cuencas. Sus labios carnosos y generosos, desaparecieron, quedando un simple y negro agujero que servía de morada a una estrecha lengua grisácea y a unos dientes desiguales y puntiagudos.

—¿Tú los has preparado, viejo impotente? —le preguntó acercándole el rostro a escasos centímetros—. ¿Tú has osado levantarte contra mí?; ¿Quién eres?

—No oses dirigirte a mí, espectro infernal, yo soy el representante de Dios en la tierra y tú me debes obediencia eterna —clamó Schmaikel con una mirada rabiosa en sus ojos—. Yo te maldigo y te exijo que dejes este mundo y a los que en él moran, ruin esclava del sexo y la ignominia.

La mujer, tras mirarlo unos segundos, comenzó a reír.

—¿Sabes qué hago yo con tu Dios? —le preguntó—. ¿Con el poderoso, con el cobarde, de tu Dios?

—No menciones su nombre —le gritó el sacerdote—. Te prohíbo que lo hagas. No te atrevas a ensuciarlo con tu sucia boca de ramera.

—Eres divertido viejo —exclamó tras lanzar una sonora carcajada—. Y temerario. Pero ya me cansas. Ha llegado la hora de morir.

La mujer soltó el abrigo y atenazó la garganta del anciano. En ese momento, Schmaikel, alzó de nuevo su mano izquierda y una nueva luz cegadora salió del artilugio que aún aferraba con ella. Con un nuevo grito de dolor, lo arrojó lejos de sí y se cubrió los ojos.

—La espada, Rudolf —gritó el sacerdote mientras rodaba por el suelo—. Ahora es el momento.

El joven había sido testigo mudo y aterrado de toda la escena y ahora pasaba sus ojos, atónitos, de Schmaikel a la espada de Semangelof que yacía en el suelo a dos metros de él. Reaccionó, por fin, y se lanzó hacia ella, pero había perdido demasiado tiempo y cuando pasó al lado de la mujer para tomar el arma, recibió una tremenda patada en el pecho que le hizo rodar hasta la puerta de entrada contra la que quedó encogido y jadeante.

La mujer, tras mirar a los dos hombres, tomó la espada del suelo y se dirigió a Rudolf que la vio aproximarse con terror.

—Basta de juegos —sentenció—. Ya estoy harta de vosotros, insignificantes peleles.

Rudolf Helschmit sabía que había llegado la hora de su muerte. Nada podía hacer contra aquel tremendo ser. Se limitó a encogerse cuanto pudo, alzando los brazos sobre su cabeza.

Justo cuando levantaba el arma para descargar el definitivo golpe, un gran chorro de sangre se derramó sobre el joven, impidiéndole ver como la cabeza de la mujer se desprendía del cuerpo y caía sobre él. La despidió asqueado todo lo lejos que pudo. Cuando el cuerpo de aquel demonio se derrumbaba, pudo contemplar, tras él, al Oberwachtmeister Steiner, completamente cubierto de sangre y sujetando aún su espada. Dobló las rodillas y, sin decir una sola palabra, cayó sobre el cuerpo de aquella mujer.

Aún sobrecogido, Rudolf paseó la mirada a su alrededor. Schmaikel, apoyándose en la puerta que daba a la cocina, intentaba incorporarse con dificultad. Entre ellos, la cabeza de la mujer lo miraba con ojos que llameaban de furia. Durante unos segundos, recordando el relato de Ivanov, temió que se pusiera a gritar insultos y blasfemias, pero permaneció amordazada por el silencio de la muerte. Al otro lado de la estancia, el padre Siegel yacía bocabajo junto a la pared del salón. El silencio que ahora reinaba en la casa casi le dañaba los oídos.

Se incorporó con dificultad y acudió a ayudar a Schmaikel. El hombre tenía una brecha en la cabeza y temblaba ostensiblemente. Ambos permanecieron en silencio viendo como el cuerpo de su enemiga iba desapareciendo absorbido por la nada.

—Rápido, deben estar a punto de llegar —acució aferrando el brazo del joven— Hemos de vestirlos. Devolvámosle su dignidad antes de que esto se llene de policías. No quisiera que los vieran así.

—¿Están muertos? —preguntó Rudolf ansioso.

—No lo sé, mi joven amigo —le respondió con lágrimas en los ojos—. No lo sé.

—¿No pensará dejarlo ahí? —exclamó Almagro alertado ante el gesto del sacerdote que se había recostado contra el respaldo del cómodo sillón—. ¿Quiere acabar de una vez, por favor? Llevo detrás de saber qué les pasó a esos alemanes desde hace dos días.

—Ya está todo —le confirmó—. Les he contado lo sustancial, lo que podía ayudarnos. Principalmente, para que no subestimen a esa mujer, para que comprendan que, mañana, se jugarán la vida.

—No me refiero a eso. Me ha bastado con ver los cadáveres que he visto para saber con qué me enfrento —rechazó Almagro—. Quiero saber qué pasó después. ¿Estaban muertos o no?; ¿Llegaron a ir a buscarla a su madriguera?

—Lamentablemente, tan sólo sobrevivió el padre Siegel —respondió—. Tenía el cráneo fracturado y tardó más de una semana en recobrar el conocimiento. El pobre Maier se partió el cuello y varios huesos. Su muerte fue instantánea. Y Steiner... El padre Helschmit me dijo que, cuando se arrodillaron para comprobar su estado, Schmaikel aseguró que ya tenía que estar muerto cuando bajó la escalera. Aquella espada le había atravesado el pulmón y había herido su corazón. Era humanamente imposible desembarazarse de un tipo tan pesado como Karl, arrancarse la espada, bajar la escalera y tener la fuerza necesaria para cortarle el cuello de un solo tajo. Recuerdo perfectamente como el bueno de Helschmit, con lágrimas en los ojos y la mirada perdida en los arbustos de aquel frondoso jardín, me aseguró que, cuando lo miró a los ojos, allí de pie, empapado en su propia sangre, había apreciado el velo de la muerte en ellos.

—Pero, ¿qué excusa dieron cuando llegó la policía?; porque ¿supongo que alguien la alertaría, no? —volvió a interrogar Almagro— Tres hombres muertos, dos de ellos policías y un cura con la cabeza rota ¡no puedo imaginar ninguna razón más o menos lógica para explicar aquello.

—Al parecer, fue más fácil de lo que esperaban —explicó—. Afortunadamente, consiguieron vestirlos a tiempo. Escondieron las espadas en los vuelos de sus sotanas y Schmaikel se hizo inmediatamente cargo de la situación, informando que habían acompañado al padre Siegel a cuidar la casa de la señora Roosberg, tal como el sacerdote se había comprometido. Al llegar encontraron a una mujer pelirroja yaciendo con Karl y ella se puso como una furia. Salieron a pedir auxilio y, gracias a Dios, Steiner y Maier pasaban por allí. Se enfrentaron con la mujer, que los atacó con una espada, y no consiguieron matarla a pesar de los disparos. Ella atacó también a los tres sacerdotes y finalmente, salió huyendo por la puerta trasera. Al parecer, les aseguró como confidencia que estaba seguro que aquella mujer estaba endemoniada.

—¿Y los creyeron?—intervino Salvador.

—Bueno, ellos mismos estaban magullados y Siegel inconsciente —justificó—. Estaban buscando a una mujer pelirroja que ya contaba con fama de bruja. Y sobre todo, ni hubo más muertes después de aquello, ni la mujer volvió a aparecer. La dieron por muerta a consecuencia de los disparos, por lo que se pudo atribuir a sus policías el triunfo y pudieron considerarlos unos héroes que habían entregado sus vidas por proteger a tres sacerdotes. Era un buen final para un asunto que se les escapaba de las manos. No sé si lo creyeron, pero sí, dieron por buena la historia.

—¿Qué pasó después?; ¿Murió el padre Siegel, como usted asegura que habría de pasar? —se interesó el juez.

—¡Usted está aquí! ¿No? —respondió muy serio el sacerdote—. Pero, realmente, nadie pudo certificar su muerte. Cuando se hubo recuperado, insistió en ir en busca de la cueva donde Schmaikel aseguraba que se escondía Lilith. Él se negaba, asegurando que no tendría ninguna posibilidad de acabar con ella, pero Siegel lo convenció con facilidad. ¡Al fin y al cabo, tendría que morir! Marcharon los tres hacia allí. Cuando estaban en la boca de la cueva, Schmaikel pidió a mi amigo Rudolf que los esperara allí fuera y que, por nada del mundo, entrara. Helschmit, aguardó durante horas. Incluso pasó allí la noche, pero ninguno de los hombres volvió a salir.

—Entonces, Schmaikel también entró —concluyó Almagro—. ¿Por qué lo hizo? No era su guerra.

—Se empeñó en hacerlo. Se negó a dejar solo al pobre Siegel —aclaró el padre Fernández—. Mi amigo me aseguró que, durante los días que lo estuvieron velando en el hospital, no se separó de su lado y que no cesaba de mortificarse asumiendo la culpa de lo que había ocurrido.

—¿Tuvo la culpa? —le planteó abiertamente Almagro.

—Yo, creo que sí, que Dios lo haya perdonado —respondió tras una pausa—. Creo que se precipitó, que debían haberlo preparado todo con más cuidado. Que tendrían que haber previsto mejor todas las circunstancias que podían surgir.

—¿Qué hubiera hecho usted, padre? —planteó Salvador.

—Lo tengo muy claro, amigo mío, llevo toda una vida pensándolo —se apresuró a responder—. Debió convencerlos para que atacaran a Karl al mismo tiempo que a ella. El hombre estaba aturdido y no habría sabido defenderse. Hubiera bastado con que le golpearan en la cabeza. Con suerte hasta hubiera sobrevivido. Y, ante todo, tenía que haber exigido que, pasara lo que pasara, fuera Steiner quién primero golpeara. Quizás, si aquel único golpe limpio lo hubiera dado él, en lugar de Maier, todo hubiera cambiado. El Oberwachtmeister era mucho más fuerte y, sobre todo, estaba más decidido a darle muerte.

—Además, les habría dado más tiempo para que asumieran su papel —continuó tras una pausa—. Para concienciarlos en lo que tenían que hacer.

Un profundo silencio siguió a las palabras del sacerdote, en el cual todos quedaron sumidos en sus propios pensamientos, recreando en su mente la terrible escena en la que, sin tener conciencia de ello, habían sido principales protagonistas.

—Será mejor que ahora me acompañen a mi habitación —propuso Fernández—. Después, podrán irse a casa. Yo iré a hablar con el guarda, para darle algunas instrucciones.

—Iré con usted —se ofreció Almagro—. Nadie me espera. De nadie tengo que despedirme. Tan sólo pasar un momento por el hospital para ver cómo está Valbuena.

El sacerdote asintió con una sonrisa y se levantó con dificultad del sillón. Los tres hombres le imitaron y, en silencio, lo siguieron hacia el ascensor. La habitación se encontraba en el segundo piso. Cuando entraron, la encontraron pulcramente dispuesta. Fernández sacó una gran maleta del armario. En su interior se encontraba una funda de plástico negro atada con una pequeña cadena de acero asegurada con un candado de contraseña. El sacerdote, sin hacer comentario alguno pese a la evidente ansiedad de sus compañeros, lo abrió desenrollando con cuidado la funda. Al final tres brillantes espadas quedaron al descubierto. Paseó su mirada sobre los tres hombres, divertido ante sus caras de estupefacción.

—¿No pensará de verdad que voy a utilizar eso? —planteó Almagro—. ¿Ni que me voy a poner en cueros mañana?

—No sólo lo pienso, se lo exijo —respondió sereno—. ¿No aprendió nada, Almagro? Ella olerá, presentirá cualquier objeto o ropa que ustedes porten. Y, si eso ocurre, no podrán sorprenderla y ella los destrozará.

—Mire, padre, ya me enfrenté con ella una vez y pude mantenerla a raya con la escopeta ¿lo ha olvidado? Iré a aquel subterráneo, sí, y haré todo lo que usted me diga. Pero a esa tía, me la cargaré a mi manera. Y en ella no entra ni un pañal ni una espada.

—Por Dios, Almagro, no vaya a estropearlo todo ahora. No sea absurdo —clamó nervioso el sacerdote—. Usted mismo comprobó que sus disparos no la detuvieron. Su única posibilidad son esas espadas y sorprenderla, ¡no dejarla reaccionar!

—Eso son paparruchas, padre, aconséjeme que la ataque con un lanza granadas o un lanza llamas. Los buscaré. ¡Pero no me pida que me pelee con ella con una espadita! —protestó alzando la voz.

—¿De verdad cree que podría acertarle con un obús? —le espetó—. Si ella sabe que están ustedes allí, saldrá como una fiera. Antes siquiera que usted consiga apuntarle, ella estará en su espalda, destrozándolo. Lo único que conseguiría sería herir a alguno de sus compañeros. ¡Creí que lo había comprendido! ¡La única forma que tienen de matarla es decapitándola con estas espadas!

—¡Usted qué sabe! Nadie antes se ha enfrentado con ella armado.

—Se equivoca, Almagro, en México lo hicieron —le cortó—. ¿No lo recuerda? Allí, ustedes lucharon con armas de fuego. ¿Sabe el resultado? Ya se lo dije. El periodista Ricardo Fresas murió con el cuerpo destrozado por una paliza, pero el forense, Alberto González Rey, murió con una bala en su frente. Y esa bala salió del arma del detective de la policía federal, Juan Antonio Cadenas. ¿No lo cree? Aquí tiene los informes de las autopsias.

El sacerdote arrojó sobre la cama una carpeta que extrajo de su maletín negro. Almagro lo tomó y comenzó a leerlo con cierto estupor en su rostro. Fernández guardó silencio mientras lo hacía.

—Él era policía. Lo cubrieron —concluyó—. A nadie extrañó que muriera pocos meses después. El hombre que me informó de todo el asunto, el que colaboró con él, me aseguró que jamás había podido asumir tanto remordimiento.

—Usted no me contó nada de eso —se quejó el policía.

—No, no se lo conté —admitió—, esperaba no tener que hacerlo. No es fácil tener que hablar mal... tener que reconocer que tu héroe... que el hombre al que más has admirado en tu vida, mató a uno de sus compañeros.

—Él nos ha traído hasta aquí, Almagro. Él nos ha convencido. Si todo esto es cierto, creo que deberíamos hacer lo que nos dice —intervino el juez de los Santos conciliador.

—Opino lo mismo —apoyó Salvador—. Ayer, este hombre me parecía un demente y usted un ingenuo por creerle. Hoy... ahora después de todo lo que he sentido, he visto y he oído, haría todo lo que él dijera.

—¡De acuerdo! —admitió por fin—. Nos vestiremos de bailarinas. No se ofenda señoría, pero creo que procuraré sacarle una foto.

—Ver al famoso inspector Almagro con un pañal también debe ser todo un espectáculo —se defendió de los Santos—. Por cierto, ¿qué era lo que utilizó Schmaikel para defenderse de la bruja?

—Yo le hice la misma pregunta a Helschmit —aclaró el sacerdote sonriendo—. Al parecer era un flash. Mi pobre amigo se llevó la misma sorpresa que la propia Lilith. El viejo no había advertido a nadie sobre su juguetito. De hecho, él ni siquiera sabía que existiera.

—¿Existían? —se extrañó el juez—. Pensaba que era un invento más moderno.

—Bueno, a partir de 1930, la lámpara de flash ya sustituyó al polvo de magnesio como fuente de luz —explicó—. Imagino que cuando el bueno de Schmaikel conoció el invento, buscaría una de inmediato.

—¿Usted no va a utilizarlo? —intervino Salvador—. Podría sernos útil.

—Amigo mío, los tiempos cambian y los inventos evolucionan —el sacerdote volvió a remover en su maleta—. Este es nuestro moderno flash. Concretamente la granada flash—bang. Este es un modelo reducido, completamente novedoso, pero tiene una gran potencia de luminosidad.

—¿Cuántas candelas genera?—inquirió Salvador.

—¿Qué es una candela? —intervino Almagro—. Me estoy perdiendo.

—Es la unidad de medida de la intensidad lumínica... —explicó Salvador—. Para que me entienda, 120 candelas serían equivalentes a una bombilla de 100 watios.

—Pues esta pequeña granada, libera seis millones de candelas en menos de un segundo y el ruido de su explosión genera 160 decibelios —concluyó el padre Fernández—. Es decir, cuando liberemos esta espoleta, esa arpía quedará ciega y sorda, completamente aturdida, al menos durante diez segundos. Ése es el tiempo que les daremos para que acaben con ella.

—¿Seis millones de candelas? Qué barbaridad ¿y qué nos pasará a nosotros? —planteó Almagro—. Nos quedaremos ciegos y sordos también.

—Bueno, ustedes lo saben. Si llega el caso y tengo que lanzarla, los avisaré para que vuelvan la cara y se tapen los ojos y los oídos.

—¿Cerrar los ojos nos protegerá contra esa barbaridad de watios? No lo creo.

—Supongo que, al menos, les hará menos daño, pero espero que a ella la deje paralizada.

 

 

 

14:50 horas

 

 

 

El padre Fernández paseaba su mirada por las calles que recorrían camino del mercado. Un profundo silencio se había adueñado del vehículo desde que ambos hombres subieron a él. La despedida con el juez y Salvador había resultado incómoda. Los cuatro hombres, con gesto grave, se habían emplazado para el día siguiente, a las once de la mañana.

Eran casi las tres de la tarde cuando llegaron. El vigilante seguía fuera de las obras y se dirigió de inmediato hacia ellos. Se le veía agitado y nervioso. A Almagro le pareció observar un ligero temblor en sus manos.

—¿Qué ocurre?; ¿Por qué han vuelto? —les interrogó de inmediato—. Van a hacerlo ahora.

—¡Tranquilo, José Luis! —le apaciguó Almagro— Será mañana, pero el padre Fernández quería asegurarse que no fueses a cometer un error.

—Pero ¿por qué no esperan a que salga y la detienen sin más? —se extrañó—. ¿Y si esa mujer mata a otro hombre esta noche?; ¿Y si huye?

—Tendremos que correr ese riesgo, amigo mío —se excusó el sacerdote—. Por precipitarnos, podríamos cometer algún error y, con esa mujer, eso se paga caro ¡créeme! Y no te preocupes, ella estará aquí mañana, te lo puedo asegurar. ¿Qué horario tienen los obreros mañana?; ¿Trabajan los domingos?

—No, estos últimos meses han trabajado algunos, pero mañana no vienen —respondió nervioso—. ¿Quieren que me quede hoy por aquí para vigilar cuando salga?

—De ninguna manera —rechazó de inmediato el sacerdote—. Ni se te ocurra. Si ella te descubriera, no sólo podrías estropearlo todo, sino convertirte en una víctima más. Tan sólo hemos venido para advertirte y a rogarte que no entres a apagar las luces. Mañana vendremos a las cuatro de la tarde para tener tiempo de prepararlo todo.

—Creo que tendría que advertir a mis jefes —sopesó el guarda—. Ellos deberían tomar la decisión. No quiero cargar con la responsabilidad.

—Por favor, José Luis, no lo hagas —rogó el padre Fernández—. Si lo comentaras con ellos, o nos tomarían a todos por unos locos o querrían venir a cerciorarse que esa mujer está abajo. En cualquiera de los dos casos sería una absoluta tragedia que, no te quepa duda, provocaría muertes. Confía en nosotros y ayúdanos, por favor.

—Es que... es todo tan raro. Ustedes son tan raros. Dicen cosas tan extrañas.

—Lo sé, amigo mío, lo sé, pero te aseguro que todo lo que te he contado es cierto —intentó convencerlo—. Podría contarte aún más cosas, pero lo único que haría sería confundirte más y, posiblemente, provocarte pesadillas para el resto de tu vida.

—Míralo desde este punto de vista, José Luis —terció Almagro—. Tú estarás aquí, por tanto podrás evitar que hagamos nada en las obras que te perjudique, pero si es verdad lo que contamos y, con tu ayuda, conseguimos capturar a esa mujer, te habrás ganado un buen tanto ante tus jefes ¿no?

—Ya, pero ¿y si sale mal? —planteó—. No volvería a trabajar más. Me echarían de inmediato.

—Bueno, en ese caso, tendríamos que buscarte otro empleo —le consoló Almagro— No te preocupes, hombre, conozco gente y me deben favores. Me ocuparé de ti.

—No sé... Yo no creo que esto sea oficial, si lo fuera ustedes no andarían con tantos tapujos, con tanto misterio.

—Está bien, José Luis, me temo que tendré que contarte una historia —decidió el sacerdote—. Me gustaría mantenerte al margen, pero veo que me va a resultar imposible. Ya que eres de los nuestros, mejor será que estés preparado para lo que viene. José Luis, ¿crees en el diablo?

Mientras Almagro lo miraba con una cómplice sonrisa, el padre Fernández rodeó con su brazo los anchos hombros del guarda y, obligándolo a caminar junto a él, comenzó a hablarle en voz baja mientras se alejaban lentamente del policía.

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