Lilith

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En Sevilla se están produciendo unos extraños y cruentos asesinatos en serie que traen de cabeza al inspector al frente del caso, José Nicolás Almagro. Ni policía ni forenses comprenden qué está sucediendo… estas muertes desafían toda lógica criminalística.

La llegada de un peculiar sacerdote mexicano ofrecerá una irracional explicación, que arrastrará a Almagro a una desigual lucha. En ella se enfrentará al más pérfido de los seres: la reina de los súcubos o demonios femeninos, que sedienta de sangre y muerte se pasea por las calles de la ciudad, seduciendo con su exuberante belleza a los ingenuos que tienen el infortunio de cruzarse en su camino.

Pero el inspector no estará solo en esta batalla…

Lilith, una novela en la que Sevilla se convierte en el escenario de una lucha que dura desde siempre.

 

PRIMERA PARTE: SEVILLA

EL COMIENZO

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

EPÍLOGO

GUÍA DE PERSONAJES:

notes

 

 

 

 

 

 

 

 

José Carlos Blandino

 

LILITH

PRIMERA PARTE: SEVILLA

 

EL COMIENZO

 

 

Domingo, 10 de diciembre de 2000

 

10:00 horas

 

 

 

Cuando apagó las luces de su estudio, Fernando Palacios estaba verdaderamente cansado. A pesar de ser domingo, su jornada había empezado más de diez horas antes y durante la misma sólo se había tomado algo menos de una para almorzar.

Mientras salía a la calle para buscar su automóvil (jamás podía recordar dónde lo había estacionado), decidió que pararía a tomar un bocado en algún sitio que le cogiera de paso. Era su vano intento diario de retrasar la llegada al solitario apartamento.

Desde que se había separado, casi un año antes, y tras tener que abandonar la casa donde desde siempre había vivido con su familia, odiaba el momento de volver a la pequeña vivienda que había tenido que tomar en un bloque de apartamentos en renta.

Una atractiva compañera en prácticas fue la causante de su desastre. Cuando su esposa conoció la infidelidad no tuvo ni un solo momento de duda. Quince días después de la noche en que le hizo saber que estaba al tanto de su aventura, se encontró con una demanda judicial que lo embutió en la más penosa de las pesadillas que jamás había vivido. Lo perdió todo. No sólo la casa y una jugosa porción de las cantidades que habían estado ahorrando, sino el amor de su esposa y el cariño y respeto de sus hijos que, desde el principio, tomaron partido por ella recriminándole la traición y llegando a retirarle incluso la palabra.

Sin duda fue lo que más le dolió. Poco a poco estaba consiguiendo que volvieran a admitirle, accediendo a salir con él en ocasiones a comer una pizza o tomar un helado. De todas formas ya nada era igual. La agradable complicidad que siempre había tenido con ellos, había muerto para siempre.

Desde entonces estaba solo. Su aventura con la arquitecto, con Rocío, acabó fulminantemente. Cuando perdió el atractivo de lo prohibido, comprendió que ni tan siquiera le gustaba. No había tenido ninguna otra relación desde entonces y tampoco lo deseaba. Se había refugiado en su trabajo y en sus recuerdos. Echaba tremendamente de menos a su familia y se sentía tan infeliz como podía serlo un arquitecto de mediana edad, con un estudio estable, reconocido y bien consolidado.

Se detuvo en uno de los locales cercanos al estudio y comió sin ganas un montadito de lomo con jamón apurando una jarra de cerveza helada mientras miraba sin atención, un partido de fútbol en la gran pantalla que ocupaba el centro del local. Estuvo incluso tentado de intentar trabar conversación con dos tipos que, sentados a su lado, sufrían ante la retransmisión, envidiándolos por la pasión que reflejaban sus rostros.

Se demoró hasta que finalizó el partido. Allí se sentía bien. Nadie reparaba en él ni parecía compadecerlo por su soledad. Se unió a la gente que abandonaba el local, escuchando, casi sin entenderlos, los comentarios que vertían entre grandes carcajadas. Incluso se permitió sonreír para que, si alguien le miraba, pareciera que iba con todos ellos, que tenía amigos y una vida normal.

Hacía frío y la humedad calaba hasta los huesos. Entre las volutas de vaho que escapaban de su boca se dirigió de nuevo a su vehículo, comprometiéndose mentalmente a que al día siguiente empezaría a llamar a todos sus antiguos amigos para intentar salir con alguno de ellos el próximo fin de semana. Se dijo que ya estaba bien de soledad, que debía empezar a intentar divertirse y a relacionarse con los demás.

Mientras se dirigía a su vivienda sus ojos se posaron en el cartel luminoso y destellante de un pub irlandés. Jamás había entrado allí pero veía sus luces cada noche. Se sorprendió haciendo girar el vehículo y estacionándolo en la siguiente bocacalle a unos metros de la puerta. Sin pararse a pensar más salió del Mercedes, verde y se dirigió al establecimiento. De repente, sentía una apremiante necesidad de tomarse un whisky. Hacía años que no lo probaba y aquella noche era tan buena como cualquier otra para reencontrarse con su casi olvidado sabor.

Era un bonito lugar, con las paredes completamente cubiertas de oscura madera labrada. Se disponía en varios niveles, con pasillos ocupados por mesas y separados de la barra por un fino entre rejado. La barra también tenía dos niveles y pasó al fondo del local. Desde allí, otra barandilla se abría a un hueco que dejaba ver los tubos de un órgano situado en el sótano. También se veía otra barra, por lo que supuso que, en ocasiones, aquella planta se abriría al público.

Le atendió una joven rubia que mostraba sin pudor una parte sustancial de sus bellos senos. Tendría pocos años más que su propia hija, pero lo tuteó sin complejos y eso le gustó. Durante unos momentos se sintió integrado en aquel lugar. Se relajó y aparentando mirar la pantalla donde videos musicales amenizaban la noche de los parroquianos, comenzó a observar disimuladamente a éstos.

Había un grupo de tipos encorbatados y tan fuera de lugar como él jugando una partida de dardos. Intentaban aparentar, con sus grandes gritos y carcajadas, que estaban pasando un rato divertido. Sin embargo estaba convencido que lo único que los retenía allí era la misma casa vacía que le estaba esperando a él.

Una pareja charlaba en una de las escasas mesas del local. Por su gesto, aparentaban estar sumidos en una trascendental conversación, pero en el rostro de la mujer supo apreciar un evidente velo de aburrimiento.

La camarera rubia, al otro extremo de la barra, enredaba con un grupo de jovenzuelos que la miraban embobados y que intercambiaban picantes miradas cada vez que ella les daba la espalda.

Una larga y roja cabellera lo hipnotizó de repente. Estaba sentada al fondo del local, en una de las mesas ubicadas en uno de los estrechos pasillos, y mantenía un vaso en la mano. Cuando consiguió desviar la mirada del ígneo cabello, se sorprendió al comprobar que parecía mirarle. Inmediatamente volvió a centrar su atención en la pantalla. Se avergonzó al reconocer que estaba asustado y nervioso y se negó a volver a mirar hacia allí, a pesar de estar realmente deseándolo.

Un fulgor escarlata le advirtió que acababa de acomodarse a su lado, en la barra. Notando su mirada en él, se negaba a despegar sus ojos del videoclip, mientras un nudo atenazaba su garganta dificultándole incluso la respiración.

—¿Me invitas a una copa? —su susurrante voz le provocó un estremecimiento y le obligó a girarse. Era realmente bella, con unos ojos verdes tremendamente brillantes y unos labios carnosos y sensuales.

Sin saber cómo, aquella mujer le fue envolviendo en una conversación donde se sorprendió narrando todas las vicisitudes de su reciente y patética historia. Cuando ella se excusó para ir al servicio, le permitió que la pudiera contemplar en su tremendo esplendor. Vestía un ajustado vestido negro que prometía una estilizada y rotunda figura. Tragó con dificultad y se sintió arrebolado cuando comprobó que todos los habitantes del local le miraban embelesados preguntándose sin duda, cómo aquella especie de diosa de la belleza se había fijado en él.

Estuvo tentado de pagar la cuenta y huir de allí seguro de que estaba próximo a crearse un nuevo problema. Sin embargo, permaneció sentado en el taburete aguardándola.

Tras aprender de memoria cada uno de los movimientos que había realizado mientras se dirigía de nuevo hacia él, empapándose en su impresionante y voluptuosa figura, habían estado conversando con los rostros muy cerca, sintiendo como todas las miradas permanecían clavadas en ellos.

Sin saber bien cómo, se encontró caminando con ella hacia su automóvil tomados de la mano. No habían pasado ni dos horas desde que sus ojos se clavaron en aquellos cabellos escarlatas y ahora se dirigían hacia su vacía morada. Se sorprendió al proponerlo, pero más cuando ella, besándole suavemente los labios, aceptó sin dudar. Lo había embobado, lo había embrujado, pero jamás se había sentido tan vivo ni tan feliz.

Fueron tres horas de una increíble intensidad amorosa y él se había rendido postrado a sus pies. Al verla desnuda el aire había abandonado sus pulmones y se había tenido que esforzar en cerrar la boca. Después, ella le había estado haciendo el amor sin dejarlo descansar, con una fuerza e intensidad que jamás habría podido imaginar. Estaba verdaderamente agotado, ni siquiera tenía fuerzas para volver a la almohada. Vio como ella le miraba intensamente, intentado escrutar si quedaba alguna posibilidad de continuar. Cuando pareció convencida de que su cuerpo había quedado inútil para el placer, se acercó suavemente hasta él y, acariciándole el rostro, le besó en los labios con fuerza progresiva. Le correspondió con la escasa sexualidad que le quedaba. Tras los primeros momentos, notando como la intensidad de la mujer crecía gradualmente y empezaba a faltarle el aire, intentó separarla, primero suavemente, después comprobando que ella no cejaba, con creciente ímpetu. Era inútil, la fuerza con que lo abrazaba era muy superior a la suya. Con la desesperación de la angustia, intentó separarse de aquel abrazo mortal golpeándola desesperadamente en los costados con toda la fuerza que fue capaz. No lo consiguió.

Lo último que vio el arquitecto Fernando Palacios antes de morir fueron unos ojos que, de tan brillantes, iban tornando al color amarillo de la vejez.

CAPÍTULO I

 

 

Martes, 12 de diciembre de 2000

 

3:00 horas

 

 

 

El inspector José Nicolás Almagro aguardaba fumando en la calle bajo una densa y húmeda niebla que emborronaba el contorno de los edificios a su alrededor. Siempre había considerado una estupidez tener que esperar que un juez autorizara el traslado de los cadáveres.

Lo habían llamado hacía ya unas horas, pero el buen señor, como siempre, se tomaba su tiempo. Era lo malo de las muertes nocturnas, había que despertar al juez de guardia que por lo visto se olvidaba de que lo estaba.

Llegaron en un taxi que estacionó justo en la puerta del bloque de apartamentos. Le acompañaban el secretario y el médico forense. La cara de los hombres evidenciaba que les había molestado que descubrieran tan tarde el cadáver de aquel desgraciado.

Tras los correspondientes y protocolarios saludos y presentaciones, el juez le pidió que lo pusiera en antecedentes.

—Se trata de un arquitecto. Separado. Vivía solo en este apartamento desde hace prácticamente un año. No fue a trabajar a la facultad por la mañana ni al estudio por la tarde. La secretaria se extrañó y pasó toda la tarde intentando localizarlo por teléfono. Cuando acabó el horario de oficina, preocupada, vino hasta aquí para comprobar que se encontraba bien. Como no abrían la puerta, utilizó las llaves que él guardaba en su despacho y nos llamó cuando descubrió el cadáver. Estaba desnudo sobre la cama. Tiene toda la apariencia de haber estado practicando sexo, pero no había nadie más. La científica se ha llevado las pruebas que han encontrado al laboratorio. Quizás podamos descubrir con quién pasó la noche si encuentran alguna huella.

—¿Un infarto? —preguntó el forense mientras esperaban el ascensor.

—No lo creo. No soy médico, pero me atrevería a asegurar que no ha sido muerte natural. Su secretaria ni siquiera llamó una ambulancia, nos llamó directamente a nosotros. El aspecto del tipo es sobrecogedor.

—¿A qué se refiere? —inquirió el juez.

—No lo sé describir, señoría. Será mejor que lo vea usted mismo —respondió el inspector Almagro haciendo una mueca de disgusto—. A ese tipo parece como si le hubieran absorbido todo el líquido del cuerpo. Su piel parece un viejo abrigo que se le hubiera quedado desmesuradamente grande.

Los tres hombres lo miraron extrañados por la descripción que acababa de realizar. Él se limitó a mirar el suelo del ascensor incómodo por la situación. No volvieron a hablar. Lo siguieron hasta la puerta del apartamento, donde se apartó para cederles el paso.

Los escoltó hasta el dormitorio, intercambiando un gesto de complicidad con su compañero y, apoyado en el quicio de la puerta, permaneció esperando la reacción de los tres hombres.

El rostro pálido y sudoroso del secretario cuando pasó huyendo a su lado, evidenció que era el más sensible de ellos. El juez le dirigió una mirada llena de incredulidad y tras mirar de nuevo el cuerpo que el forense impúdicamente había descubierto retirando la sábana que lo cubría, se dirigió hacia él.

—No había visto nunca algo así. ¿Qué le han hecho? —preguntó con la voz entrecortada.

—No tengo ni idea, señoría —le respondió evitando encararle— yo tampoco había visto un cadáver que presentara ese aspecto. Supongo que tendremos que esperar hasta tener el resultado de la autopsia.

—¿Y la secretaria? Quiero hablar con ella —expresó mientras salía de la habitación y miraba el penoso aspecto del secretario judicial.

—Lo siento señoría, pero tuve que llamar a una ambulancia para ella —le respondió—. Estaba en un estado lamentable y de todas formas, estoy seguro de que no tiene nada que ver con esto.

—Pero de momento es la única sospechosa —recalcó.

—No señoría, según creo, este hombre lleva unas veinticuatro horas muerto y he podido comprobar su coartada —explicó—. Estuvo toda la noche en casa con su marido y sus hijos.

—¿Ha interrogado a los vecinos?

—Este bloque es caro. Los tabiques son gruesos. Nadie lo vio, ni escuchó nada.

—Esto no me gusta nada, inspector.

Almagro no vio necesario contestar. Era evidente que aquello les iba a traer problemas.

La salida del forense concitó la atención de los dos hombres. El secretario se había enfrascado en la redacción del acta, abstrayéndose de la situación.

—Juraría que ha muerto de asfixia, pero a simple vista no le encuentro ninguna señal física de estrangulamiento —comenzó a explicar, mientras se secaba el rostro con un pañuelo—. No encuentro explicación al estado en que se encuentra el cuerpo. Está seco, como si hubiera estado expuesto a una poderosa fuente de calor que hubiera extraído todo el agua de su cuerpo. No he visto nada parecido. Ni sé que se haya dado jamás. Al menos en una ciudad moderna.

—Aquí ya no hacemos nada —concluyó el juez rompiendo el silencio que el informe del forense había provocado—. Inspector, por favor, ocúpese de que transporten el cadáver de ese desgraciado ¿se ha avisado a la familia?

—No. No he querido correr el riesgo de que pudieran verlo —argumentó Almagro—. Tiene dos hijos adolescentes. Hubiera sido demasiado fuerte para ellos. Lo haré personalmente por la mañana.

—Me parece oportuno —aprobó el juez Ángel de los Santos— quiero que me mantenga informado de la investigación. Pídame cualquier cosa que necesite. Este caso es prioritario.

Los tres hombres se marcharon dejando a los dos policías mirándose en silencio.

—¿Qué hacemos ahora? —Preguntó Agustín Valbuena a su compañero—. Son las cinco de la mañana.

—Ocuparnos de que lo trasladen lo antes posible y tomarnos un café cargado —anunció— me parece que vamos a tener un día muy largo por delante antes de que podamos irnos a dormir.

Almagro pidió por teléfono a los de la funeraria que subieran a hacerse cargo del fallecido y esperó para estar presente en la manipulación del cuerpo. No le sorprendió el gesto de repulsa de los dos hombres cuando se enfrentaron al cadáver. Realmente impresionaba. El hombre tenía los dedos crispados, los brazos abiertos y las piernas arqueadas. Un color casi blanco, de tan ceniciento, se había apoderado del cuerpo. La boca aparecía abierta, como en busca de aire y los ojos, espantados, desmesuradamente abiertos. La piel colgaba arrugada. Estaba completamente desnudo y le habían seccionado el pene. Ni una sola gota de sangre manchaba las sábanas que lo amortajaban.

El detective no pudo evitar compadecerse de él. Nadie merecía morir de esa forma. No entendía qué locura pudo llevar a alguien a hacerle aquello. Su rostro reflejaba una profunda preocupación, algo en su interior le decía que aquel desgraciado no sería el único y que muy pronto tendría compañía en el anatómico forense.

 

 

 

9:30 horas

 

 

 

Los dos policías se vieron obligados a parar en el bar más próximo que encontraron.

Cuando abrió la puerta del bonito chalet de la calle Brasil y le comunicaron la muerte de su marido, la desesperación de la mujer no parecía fingida. Habían procurado suavizar los hechos evitando mencionar los detalles más escabrosos. Aún así, la esposa se había visto presa de un ataque de nervios de tal intensidad que habían tenido que llamar a una ambulancia para que se ocupara de ella. Almagro no pudo evitar pensar que parecía sentirse culpable por algo. No quisieron ahondar en sus relaciones. No era el momento para ello. La investigación podría esperar a que enterraran al pobre hombre y a que su familia asumiera su muerte.

Explicar la situación a la adolescente que apareció alertada por los gritos y lamentos de su madre, fue aún más doloroso. La cría se había desmoronado presa de un ataque de ansiedad. Desde que decidieron que era el momento de dirigirse a la vivienda, había estado deseando que los hijos no estuvieran en casa, por eso había procurado dilatarse el tiempo suficiente para que se marcharan a sus clases. Era algo que le sobrepasaba. No podía ver sufrir a los niños. Siempre había procurado evitar los asuntos que estuvieran relacionados con ellos. Desgraciadamente, no sabía por qué motivo la niña aún se encontraba en casa y habían tenido que darle la noticia. Cuando llegaron los sanitarios y tras ponerlos al corriente, huyeron de allí ansiando tomar una copa que les aplacara la desazón que sentían en el pecho. Era uno de esos numerosos días en que odiaba haberse hecho policía.

El teléfono sonó cuando todavía no habían acabado la consumición. Almagro contestó con reticencia la llamada, dejando que el aparato sonara varias veces antes de hacerlo, como si temiera la noticia. Su rostro fue endureciéndose a medida que escuchaba las novedades. Cuando colgó, sin responder a la expectante mirada de su compañero, pidió una nueva ronda. No lo puso al corriente hasta haber apurado el último trago que tenía pendiente e inaugurar la copa recién llegada.

—Han encontrado un taxista muerto en el Polígono Calonge. Está dentro del coche —informó sin mirarlo pero adivinando su ansiedad—. El jefe quiere que nos ocupemos. Según la descripción que les ha servido el patrullero, al tipo lo han dejado como si fuera primo hermano del arquitecto.

—¡No jodas! —Exclamó Valbuena—. ¿Se ha cargado a otro?

—Por lo visto, tiene toda la apariencia —confirmó—. Incluso se ha llevado otro regalito.

—¿Quién puede hacer una cosa así? —Se preguntó sin esperar respuesta—. ¿No puede limitarse a matarlos? ¿Tiene que hacerlos sufrir tanto?

—Quien los haya matado no es normal. No sé por qué, pero estaba esperándolo, aunque no creía que fuese a actuar tan pronto —exteriorizó sus temores Almagro—. Vámonos, el juez ya va de camino y quiero llegar antes de que levanten el cadáver.

Condujeron sin hablar durante el trayecto hasta el polígono. Cuando llegaron la zona ya estaba acordonada y había varios patrulleros estacionados alrededor. Por las caras de los policías que iban saliendo a su paso, sus temores parecían confirmarse. Les bastó sólo una mirada para salir de dudas. El hombre tenía la misma cara de desesperación. Estaba tumbado en el asiento trasero, desnudo y totalmente agarrotado, con el mismo color ceniciento y la misma mutilación.

Se apartaron dejando a sus compañeros de la policía científica que se ocuparan de la escena. A un gesto de Almagro, tras observar durante unos momentos el trabajo de los técnicos, se dirigieron hacia el vehículo.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —quiso saber Valbuena.

—Nos vamos a casa. Ya es hora de descansar —decidió—. Ese fulano, fulana, o lo que quiera que sea, parece que sólo funciona de noche, así que intentaremos descansar durante lo que queda de día. Encarga a alguien que investigue si algún compañero de ese desgraciado lo vio anoche cargando algún viajero.

—¿No vamos a enterarnos de los detalles de este caso? —se interesó su compañero.

—¿Para qué? Nos centraremos en el arquitecto. Si encontramos a quién se lo cargó, resolveremos las dos muertes.

—¿Por dónde vamos a empezar? ¿La secretaria?

—No tengo ni idea Agustín. Ahora sólo quiero irme a casa e intentar dormir un rato. Luego decidiremos.

—¿Nos dejará el comisario largarnos sin que hagamos el informe?

—No va a tener más remedio. No pienso decirle nada —concluyó.

 

 

 

12:00 horas

 

 

 

El inspector Almagro se dirigió hacia su casa tras dejar a su compañero en la esquina de su calle. Nunca había tenido ganas de ir allí, por eso ampliaba continuamente sus horarios de trabajo. Ese día sí estaba deseando llegar. El dolor que se había desatado aquella mañana había hecho aflorar de nuevo su propia tragedia. Todos aquellos recuerdos que procuraba esquivar cada día, se rompieron contra su pecho al ver el dolor desencajado de la mujer y la hija de aquel desgraciado que cada vez le parecía más cercano. Su soledad y su obsesión por el trabajo, no eran sino un reflejo de su propia existencia.

Entró en la vivienda y sin poder evitarlo se rindió a su dolor, dejando que resbalara húmedo por su rostro. Estuvo así, con la espalda apoyada contra la puerta durante más de quince minutos, tras los cuales, sin desvestirse siquiera, se dejó caer sobre la deshecha cama ocultando el rostro en la almohada para intentar ahogar el intenso llanto que, ya sin vergüenza, dejó salir de su pecho.

Eran las siete de la tarde cuando despertó relajado y tranquilo, agradecido por la paz que le había traído aquel sueño que vino por fin a rescatarle. Inmediatamente tomó el teléfono para contactar con su compañero.

—¿Te he despertado?

—No te daré el gusto de reconocerlo. Sé que joderme es el principal objetivo de tu vida.

—Quiero que te lleves el coche —le pidió sin poder evitar una sonrisa—. He estado pensando. Según la secretaria, desde el divorcio, el tipo estaba hundido e iba del trabajo a su casa. Estoy seguro que encontró al asesino o la asesina en algún bar camino del apartamento y le propuso tener un romance. Nos dividiremos y los recorreremos uno por uno hasta que alguien lo recuerde. Sólo ha pasado una noche desde que lo mataron.

—Pero, el estudio está alejado de la vivienda, ¡puede haber decenas de bares por el camino!

—Bueno, tenemos tiempo y no se trata de tomarse una copa en cada uno. Dentro de una hora en la puerta del estudio. Ponte guapo, compañero, igual ligas.

Colgó sin esperar respuesta y con la sonrisa en los labios se dirigió a la ducha. Aquel tipo era la única familia que le quedaba y era su único sustento moral. Era alegre y divertido. Cada vez estaba más convencido que su jefe lo había asignado a su unidad para que así fuera.

Se tomó tiempo para asearse y elegir su vestuario, lo cual no dejó de sorprenderle porque hacía mucho tiempo que su aspecto físico había dejado de importarle.

A las nueve en punto estaba esperando a Agustín en el portal del edificio de la calle Colombia donde el fallecido había tenido su estudio. Había seguido sus instrucciones al pie de la letra y apareció como si de verdad se tratara de ir en busca de pareja. No pudo evitar lanzar un silbido de admiración.

—¡Vete a hacer puñetas, jefe! —exclamó—. ¿Qué acera eliges?

—Recorramos primero los que estén por aquí cerca los dos juntos. Sería lógico que hubiera decidido tomar la copa al salir de trabajar.

Pronto comprendieron que no iba a ser una tarea fácil. Nunca se habían parado a pensar en la cantidad de negocios de hostelería que había en aquella ciudad. En un par de ellos reconocieron inmediatamente al arquitecto pero aseguraron que sólo entraba allí para tomar algún café por la tarde, jamás por la noche.

En una esquina de la calle Felipe II, encontraron la pista. El local hacía un chaflán en la fachada que le permitía aprovechar la terraza. No era amplio, pero tenía unas mesas dispuestas ante una pantalla de televisión. Uno de los camareros reconoció de inmediato a Palacios asegurándoles que estuvo allí el domingo anterior, viendo acabar el partido de fútbol. El hombre les aseguró que parecía cansado. Tomó algo de comer y una cerveza y se marchó cuando terminó la retransmisión, solo.

Convencidos que desde allí habría tomado su vehículo, decidieron separarse. Entre aquella calle y la avenida de Eduardo Dato, donde tenía alquilado el apartamento, había varias rutas. Decidieron tomar las dos más directas. Almagro tomó la avenida Ramón Carande. Valbuena, marchó por la de la Borbolla. A las once de la noche empezó a plantearse la locura de investigación que había iniciado. Por primera vez en su carrera estaba actuando a golpe de corazonadas. Ignoraba el motivo, pero estaba convencido que estaba en lo cierto. Había conocido al asesino en un bar camino de su casa, pero encontrarlo podría llevarles días. De hecho, ni siquiera tenía que estar en el camino que ellos estaban siguiendo. Empezaba a plantearse que su idea era totalmente absurda, pero en cualquier caso sería más fácil que buscar los posibles pasajeros del taxista.

Aún no le habían remitido el informe de la autopsia ni los resultados del análisis de las posibles huellas que hubieran encontrado en los escenarios, por lo tanto, lo único que tenían era aquello. Decidió seguir con las visitas.

Pasada la medianoche, confluyeron ambos en la zona del Edificio Viapol. Estaba plagada de locales de ocio, por lo que comenzaron a repartírselos. Después de aguantar varias llamadas de su compañero en la que insistía que aquello era estúpido, Almagro entró en un pub irlandés que daba directamente a la avenida de Ramón y Cajal.

El local estaba casi vacío. La joven que estaba en la barra acudió presurosa a atenderle. Sin preámbulos le mostró la fotografía y se sorprendió cuando ésta, tras examinarla detenidamente, lo identificó.

—¡Claro que ha estado aquí¡—exclamó casi de inmediato—. ¡Éste es el pureta que ligó!

Sin pedir autorización, se dirigió a mostrarla a un par de jovenzuelos que se acodaban en la barra. Ambos asintieron mirando al policía una vez les mostró la fotografía.

—¿Cuándo estuvo aquí? —quiso saber Almagro—. ¿Se marchó solo?

—¿Solo? ¡Qué va! Se ligó a una tía espectacular y se fue con ella. Bueno, realmente se lo ligó ella ¿sabes? Nos quedamos alucinados, porque el tío era muy normal y que la tía se fuera a por él nos pareció increíble ¿sabes?

—¿Cómo era ella? ¿La habías visto antes?

—¿Qué cómo era? —repitió sonriendo y mirando a sus amigos—. Era impresionante. Con una melena roja y larga. Toda ondulada sobre los hombros. Con un vestido negro muy ajustado ¡y con un cuerpazo! Estos se quedaron embobados.

—¿Ha vuelto por aquí?

—No. Eso fue hace... ¡hace dos noches! —exclamó—. No ha vuelto. Ni él ni ella.

—¿Eran clientes habituales? —Almagro iba tomando nota rápidamente en una pequeña agenda que sacó de su chaqueta.

—No habían estado aquí nunca ninguno de los dos. Por lo menos desde que yo trabajo. O sea, hace casi un año y medio.

—¿Podrías reconocerla si la volvieras a ver?

—Por supuesto. Esa tía no se olvida. Y estos dos mejor que yo, porque se la estudiaron de memoria.

Almagro asintió satisfecho. Por fin tenía algo. Su instinto no le había fallado. Decidió llamar a Valbuena para que se reuniera con él de inmediato. Estaba seguro de que podría sacarle a la chica más información.

—¿Sabe algo curioso de esa tía? —La pregunta de la chica obligó al inspector a volverse cuando se disponía a salir para avisar a su compañero— Era tela de misteriosa, porque a pesar de lo espectacular que era, nadie se había dado cuenta de que estaba en el local.

Almagro guardó el teléfono y se acercó de nuevo en el mostrador.

—Estaba sentada en aquella mesa del fondo —siguió la joven señalando el lugar con el dedo— y cuando se levantó para sentarse al lado de ese hombre, todos nos quedamos alucinados porque no la habíamos visto antes. De hecho, cuando se fueron, éstos y sus amigos empezaron a maldecir por no haberla visto antes y unos puretas que se llevaron dos horas jugando a los dardos se pusieron a discutir por lo torpes que habían sido no fijándose en ella.

—Quiero que me hagáis un favor —Almagro entregó una tarjeta a cada uno de los jóvenes— quiero que me llaméis inmediatamente si la vierais y bajo ningún concepto intentéis hablar con ella ¿vale? Me temo que esa mujer es demasiado peligrosa para vosotros.

Cuando comprobaron que la tarjeta era de la policía los tres jóvenes se quedaron serios y envarados.

—¿Ha hecho algo malo? —preguntó la camarera.

—El hombre de la fotografía fue asesinado la otra noche y si no me equivoco, esa mujer fue la última persona que estuvo con él. No bromeo, si la veis llamadme inmediatamente. ¿Entendido?

Satisfecho con el asentimiento de cabeza que muy serios le dirigieron, salió del local para informar por fin a su compañero.

—¡La tenemos Agustín! —exclamó cuando le contestó tras varios tonos—. Estoy en un pub irlandés de Ramón y Cajal y han identificado al tipo. Salió de aquí con una mujer. Vente rápido amigo, quiero que me ayudes a tomar los datos de los chavales que los vieron.

—Joder, te vas a salir con la tuya ¡qué suerte tienes! Voy ahora mismo, pero tendrás que empezar sin mí porque me estoy tomando una copa ¡estaba harto de entrar en bares sin beber nada!

—¡Estamos trabajando Agustín, no es momento para eso! —le reprendió con seriedad—. Date prisa. De todas formas, ve fijándote, es una pelirroja espectacular, muy atractiva y con el cabello largo y ondulado.

—Jefe, entonces creo que deberías venir tú —anunció tras unos segundos y en un tono de voz muy bajo—. Me parece que la tengo justo delante.

 

 

 

00:30 horas

 

 

 

Agustín Valbuena empezaba a estar más que harto de la idea de su jefe. Llevaba entrando y saliendo de los bares más de tres horas, aguantando las miradas indolentes con que la gente le devolvía la fotografía tras observarla con desgana.

Al llegar a un local pequeño pero tremendamente ambientado, decidió tomarse un respiro y pidió una copa al joven camarero que le atendió. Estaba aburrido y cansado. Le entregó la fotografía cuando le sirvió, decidido esta vez a entablar conversación para salir del tedio de aquella absurda investigación.

Aunque volvió a obtener una nueva negativa, el joven aceptó el cigarrillo que le ofreció y comenzó a responder las banales preguntas que le formulaba. Cuando se retiró para atender a un par de jóvenes que reclamaban su atención, su mirada se posó en una desigual pareja que se encontraba al otro lado de la cuadrada barra. El tipo iba enchaquetado y empezaba a poner peso tan alarmantemente como perdía el cabello. Un grueso bigote negro daba sombra al rostro donde sobresalían unas gafas con ancha montura roja. A pesar del escaso atractivo del sujeto, tenía pegada a su lado una tremenda pelirroja que no cesaba de susurrarle al oído. Realmente formaban una pareja chocante. Decidió que el tipo estaba forrado o definitivamente, no comprendía a las mujeres.

El camarero volvió a colocarse a su alcance y decidió intentar retomar la intrascendente conversación. Al cabo de unos minutos la llamada de Almagro lo interrumpió. La descripción de la mujer que escuchó, hizo que se borrara de su boca la sonrisa que se había dibujado ante la noticia de que habían conseguido ponerse sobre la pista correcta. Colgó el teléfono y permaneció envarado observando a la pareja.

Cuando comprobó que el hombre del bigote se disponía a pagar la cuenta, empezó a maldecir en voz baja ansiando que Almagro llegara de una vez. No podía permitir que se marcharan de allí porque entonces perderían su rastro. Se planteó intentar seguirles. Sería fácil porque ninguno de los dos lo esperaría, pero si los perdía no sólo se quedarían sin ella, sino que, si su jefe estaba en lo cierto, podría ser la última noche de juerga de aquel hombre y eso no se lo podría perdonar.

—Lo siento señorita, pero me temo que tendrá que acompañarme —mostrando su placa, se había puesto en pie interrumpiendo el paso de la pareja cuando se disponían a salir del local—. Quisiera que me respondiera a unas preguntas.

—¿Qué coño es esto? —el gordo lo encaró acercando el bigote a su cara—. ¿Quién es usted y qué quiere con ella?

—Soy el inspector Valbuena y como puede apreciarse por mi placa y mi identificación, soy policía —respondió intentando mantener la calma—. Esta señorita coincide con la descripción que tenemos de una persona que pudo ser testigo de un robo. Así que me temo que tendrá que acompañarnos. No me lo vaya a poner difícil, porque podría arrepentirse caballero.

—¿Tiene orden de detención contra ella? —le preguntó alzando la voz—. Porque si no la tiene, se va a ir al carajo ¿está claro? Usted no sabe quién soy yo.

—Tengo mi placa, mi pistola y mis cojones —le espetó— y como no se vaya, le voy a pegar una patada en el culo que ni siquiera usted va a saber de quién es ¿está claro?

—Tranquilos, por favor —terció la mujer con voz algo ronca y tremendamente insinuante, interponiéndose entre ambos—. Este señor está trabajando y no tengo inconveniente en colaborar con él. Supongo que me permitirá ir un momento al servicio, ¿verdad?

—Por supuesto, no hay prisa —concedió indicándole con un gesto que le dejaba el paso franco—. La esperaré aquí mismo.

—Que yo recuerde, jamás lo he hecho con un policía —le susurró al oído forzando el giro para pasar a su lado y rozarse con su hombro, añadiendo después en voz alta—. Espéreme inspector, volveré enseguida.

—¿El local tiene salida trasera? —preguntó Valbuena al camarero que les miraba atónito, inmediatamente después de que se hubiera marchado.

—Sólo tiene esta salida —respondió timorato.

—Estupendo —agradeció—. ¿puedes acercarme la copa, por favor? Necesito aplacarme los ánimos.

—¡Ahora mismo me va a explicar de qué va todo esto! —clamó el gordo a su lado, posiblemente frustrado por la nula atención que le mostraban—. Voy a llamar a la policía. Estoy seguro de que esa placa es falsa.

—Le aseguro que no lo es —Almagro apoyó su mano sobre el hombro del gordo, mostrándole a su vez su propia identificación—. Le ruego que se marche si no quiere complicarse la vida. ¿Dónde está?

—Ha entrado en el servicio —respondió Valbuena, añadiendo al ver el gesto de su jefe—. Tranquilo ya me he asegurado de que no tiene salida trasera.

—De todas formas, no tenías que dejarla sola —le reprendió—. No me fío de esa tía. Larga a éste de una vez.

Almagro se dirigió al aseo mientras su compañero se encaraba de nuevo con el frustrado amante. Se detuvo unos instantes en la puerta. El baño masculino estaba abierto. Al ser interior, un pequeño extractor en el techo renovaba el aire. Intentó inútilmente percibir algún ruido que le confirmara que la mujer estaba allí dentro. Giró el pomo. La puerta estaba cerrada por dentro. Golpeó la puerta con los nudillos sin obtener respuesta. Tras unos segundos de duda, empujó bruscamente la puerta con el hombro. Se abrió a la segunda acometida. El aseo, pequeño y sin ventana, estaba vacío.

—¡Es imposible! —exclamó Valbuena a su espalda—. He visto cómo entraba y no he dejado de mirar la puerta ni un momento. ¡No puede haber desaparecido!

—¡Maldita sea Agustín! ¡La hemos perdido! —gritó Almagro—. Vete a la calle e intenta alcanzarla.

—Pero ¡no ha podido salir! —se quejó mirando con furia al camarero—. Él me dijo que no había salida trasera.

—No la hay —se defendió el joven— la única puerta es la de entrada. Tampoco hay ventanas abiertas. No puede haber salido.

—He dicho que salgas a buscarla —ordenó Almagro con furia—, y procura encontrarla.

Sin añadir nada más y tras dudar unos segundos, Valbuena se dirigió corriendo hacia la salida.

—Por favor, cierre la puerta —ordenó ahora al camarero y sintiendo la mirada de todos los clientes fijas en él, alzó los brazos mostrando la placa y gritó—: Señores, lo siento pero no pueden abandonar el local. Tengo que hacerles unas preguntas. Procuraré tardar lo menos posible.

Tomando el teléfono solicitó refuerzos mientras en su mente intentaba buscar una explicación lógica a la desaparición de aquella mujer.

CAPÍTULO II

 

 

Miércoles 13 de diciembre de 2000

 

01:00 horas

 

Valbuena volvió pesaroso temiendo la reacción de su superior cuando le confirmara que no había ni rastro de la pelirroja. Almagro, más sereno, le pidió que se encargara de identificar a todas las personas que poblaban el local y los interrogara acerca de la mujer. Él se encaró con el gordo que seguía esperando una explicación.

—¿Puede decirme el nombre de su acompañante, por favor? —le pidió cortésmente después de haber anotado su nombre y dirección en su pequeña agenda—. Cuénteme todo lo que sepa de ella.

—¿Lo que sepa de ella? —respondió aún contrariado—. No sé nada de ella. Llegó de repente y se empezó a insinuar. Me puso como una moto. Me había prometido una noche de locura y ustedes la han fastidiado, ¡maldita sea!

—¿Quiere decir que no la había visto antes? —siguió—. ¿Con quién estaba?

—Yo estaba solo. Venía de trabajar y paré a tomar una copa antes de ir a casa. Necesitaba relajarme —se excusó—. Y no tengo idea de con quién estaba ella. Ya le he dicho que llegó de repente, ni siquiera la había visto al entrar.

—Al menos sabrá su nombre ¿no? —el inspector empezaba a estar harto del tono desdeñoso de aquel tipo—. ¿Dónde se dirigían cuando los interrumpió mi compañero?

—Nos íbamos a mi casa —le aclaró—. ¿Sabe? esa tía era de lo más borde. Fue ella quién lo planteo abiertamente. Y tenía una forma de hablarme al oído que me volvía loco. Maldita sea, me lo han estropeado todo.

—¿Le dijo donde vivía? —preguntó arrugando la frente ante la explicación del hombre.

—No, coño, ¿para qué iba a decírselo? La iba a llevar en mi coche. Ella no era ningún taxista.

—Mire, caballero. Según me consta, es muy posible que mi compañero le haya salvado la vida. Esa mujer es la única sospechosa de dos asesinatos. Dos hombres solitarios a los que se tiró y después liquidó. Si no me equivoco, usted hubiera sido el tercero, así que déjese de malos modos y lárguese a su casa de una vez. Si volviera a verla, llámeme —le tendió una tarjeta—. No intente hablar con ella ni deje que se le acerque. ¡Hágame caso!

El hombre lo miró durante unos segundos, con cara de incredulidad, intentando asimilar las palabras del policía. Cuando se volvía hacia la puerta, Almagro lo retuvo.

—¿El nombre? —le recordó.

—Lilith —gritó— me dijo que se llamaba Lilith.

—Gracias y tenga cuidado —aconsejó a la espalda del hombre, aguantando las ganas de patearle el culo por el gesto despectivo que le dedicó con la mano—. Recuerde, llámeme si la ve. No se fíe de ella. Tenga cuidado.

Después de seguir con la mirada al gordo hasta que abandonó el local, se reunió con su compañero, que seguía entrevistando a los pocos clientes que quedaban ya en el local.

—Nadie la había visto antes de que se reuniera con el gordo —le informó—. Nadie la conoce, ni la habían visto entrar. No me lo puedo explicar, esa mujer no puede pasar inadvertida, con ese pelo rojo y ese cuerpazo. ¿Quién es esa mujer, jefe?

—No tengo ni idea. El gordo también afirma que no la había visto antes y que le dijo que se llama Lilith. Es lo único que sabemos de ella y seguramente será falso ¿de qué nombre es diminutivo Lilith?

—Yo que sé ¿Elisabeth? —apuntó—. Bueno, es lo de menos, aunque supiéramos el nombre ¿de qué nos serviría?

—De nada. Acaba ya —aconsejó—. Esos tampoco sabrán nada. Te espero en la calle.

Mientras encendía un cigarrillo, el inspector José Nicolás Almagro repasaba los hechos del caso sin que pudiera encontrarles explicación. ¿Quién era aquella extraña mujer en la que nadie reparaba a pesar de su explosivo físico? Y sobre todo, ¿cómo puñetas asesinaba a esos hombres para dejarlos en ese estado? La habían tenido y se les había escapado. Dudaba que volvieran a tener otra oportunidad tan clara. No pudo evitar volver a mirar con reproche a su compañero mientras se acercaba hacía él.

Mantuvieron un espeso silencio mientras se dirigían a sus vehículos. Almagro se detuvo ante ellos y, durante unos minutos, estuvo mirando el suelo.

—Vamos a casa Agustín. No puedo seguir con esto. Mañana quiero que vayas a buscar los resultados de las pruebas y de las autopsias. Si no encontramos nada nos rendiremos. Le pediré al jefe que busque ayuda —tras una pausa añadió—. Ella te ha visto y sabe tu nombre. Amigo, ten cuidado.

Se separaron sin que Valbuena abriera la boca. Jamás había visto así a su jefe. Le admiraba profundamente. A la hora de investigar tenía algo distinto, casi mágico. Siempre que le preguntaban cómo se le había ocurrido el detalle preciso para desenmarañar la trama, él decía que era intuición. Quizás fuera así pero realmente no dejaba de sorprenderle el enfoque que daba a los asuntos que les encomendaban.

Lo conoció después de la tragedia, pero sus compañeros aseguraban que antes era completamente distinto. Alegre, bromista y extrovertido. Cuando su mujer y sus hijos murieron en aquel terrible accidente, el inspector José Nicolás Almagro se hundió tan profundamente que muchos afirmaban que dudaron que pudiera salir del pozo donde se dejó caer. Cuando apareció meses después, un lunes por la mañana en la comisaría, todos decían que era como si se tratara de otra persona. Hablaba poco y reía menos. A menudo se perdía de repente en otro mundo y se quedaba abstraído durante minutos, sin responder a nada ni a nadie. Ninguno de sus compañeros le preguntó jamás donde iba por que todos lo sabían. Las lágrimas que rodaban por sus mejillas lo evidenciaban.

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