Lilith

Lilith


Annotation

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Se arrodilló junto a su amigo ansiando sentir latir su corazón, pero no le dio tiempo. La mujer ya estaba erguida a menos de tres metros de ellos. Empezó a caminar hacia atrás mientras ella le seguía renqueando. No era posible que siguiera viva. Todo su cuerpo estaba bañado de sangre y una enorme herida se abría en su estómago. Ninguno de los dos hablaba ya. Sólo se trataba de huir y de acosar. Recordó la escopeta que seguía aferrando con su mano. La encañonó y volvió a disparar. Esta vez se permitió apuntarle al corazón. El impacto la empujó hacia atrás pero ni cayó ni se detuvo.

Sin darse cuenta entró en otra calle aún más estrecha. No comprendía como seguía en pie caminando hacia él, pero decidió que había llegado el momento de averiguar si era del todo inmortal.

El disparo la empujó hacia atrás haciendo que su cara se borrara de repente.

Ahora se había arrodillado mirando hacia el suelo. Unos regueros de sangre empezaron a encharcarlo todo bajo ella. No esperó más y descerrajó su último disparo sin dejar que se recuperara. Esta vez le acertó justo sobre la frente, haciendo que la mujer cayera por fin de espaldas.

Espantado comprobó cómo, tras unos segundos, la mujer se levantó de nuevo. Los cartuchos habían destrozado su cabeza, convirtiendo su rostro en una masa informe y sanguinolenta. Su desmadejado cabello, empapado y más rojo que nunca, iba dejando a su paso un rastro de sangre y miedo.

No había errado ni un solo disparo, pero los cinco cartuchos no habían bastado para matarla. Ni siquiera el profundo y negro orificio que se abría en su pecho.

Era imposible, pero seguía caminando hacia él. No necesitaba el corazón, no precisaba el cerebro. Ni siquiera que corriera la sangre por sus venas. A aquella mujer, a aquel ser tremendo, diabólico y mortal le bastaba la maldad para vivir. Era su alimento y su objetivo. Le rezumaba por cada poro de su piel.

El callejón era estrecho y a su espalda, la pared de ladrillos le recordaba que era el final de su camino. Ninguna puerta, ninguna escalera y ninguna munición más, sólo aquellas paredes desnudas y lisas que se le antojaron un nicho frío y gris.

Sacó su revólver. Aferrándolo con ambas manos lo descargó contra su pecho. Apenas la pudo detener unos momentos. Seguía yendo hacia él. Impertérrita, inmune al dolor y a la muerte.

Pero, no podía ver, ya no tenía ojos. Se movió a su derecha intentando salir de su alcance, sin embargo ella se desvió hacia él de inmediato. No le sorprendió. Ya nada le sorprendía. Sabía que era el final, pero no se resignaba a acabar como aquellos infelices que había estado dejando a su paso y se arrepintió de no haber dejado una última bala en el cargador.

Sería su última y desesperada oportunidad. Se recostó contra el muro y esperó que lentamente arrastrando la desgajada pierna izquierda, se acercara a él.

Cuando se encontraba a menos de dos metros, lejos para que pudiera agarrarlo y lo suficientemente cerca para sorprenderla, saltó sobre ella impulsándose contra la pared. A pesar de todo estaba débil y consiguió derribarla y evitar que le atrapara, pero no evitar dañarse el hombro derecho al rodar por el suelo. Ni siquiera le prestó atención al dolor. No tenía tiempo. Se levantó con la premura que otorgan el miedo y la desesperación, iniciando una ávida carrera hacia la salvación. Corrió sin volver la vista atrás, ansiando tener unos segundos para recargar el arma aún a sabiendas que ningún daño le haría. Al menos podría morir luchando. Necesitaba tomar la suficiente ventaja para poder solicitar ayuda. Ahora sabía que para poder detenerla tendría que destruirla. Mientras quedara algo vivo en su cuerpo, aquel demonio seguiría provocando el terror y la muerte.

Algunas ventanas estaban ahora iluminadas y los vecinos habían sido testigos mudos y espantados de las estremecedoras escenas que se habían desarrollado bajo la tímida luz de la luna.

—¡Llamen a la policía, por favor! —gritó mientras corría—. Que manden una ambulancia, mi compañero está herido. Y refuerzos, que vengan refuerzos.

Nadie se movía. Volvió a gritarles mientras recargaba el arma. Los insultó intentando hacerles reaccionar. Por fin vio a uno de los hombres tomar un teléfono móvil y pedir socorro. Se apoyó contra la pared intentando buscar equilibrio y apuntó hacia la entrada de la calle, esperando que ella apareciera para abrir fuego. Sin embargo transcurrieron unos minutos y nadie asomó por aquella esquina. Llenando de aire los pulmones comenzó a dirigirse hacia allí, muy lentamente, sin permitirse respirar. ¿Habría muerto? ¿Sería posible que finalmente hubiera caído? Cuando tímidamente asomó el rostro, la calle que en la mitad torcía en ángulo recto, estaba desierta. Se veían charcos de sangre esparcidos por el suelo y un sinfín de gotas rojas lo salpicaban, pero no había nada más. Ni nadie.

Almagro empezó a registrar la estrecha callejuela. Ni había salida, ni sitio alguno para esconderse. La mujer había desaparecido. Otra vez.

El ruido de las sirenas empezó a llenar el aire y recordó a su compañero. Corrió de nuevo hacia él sintiendo su esforzado corazón latir en una acelerada sinfonía de angustia.

 

 

 

04:00 horas

 

 

 

Cuando salió de la habitación, había aleccionado al policía que quedó en la puerta para que no se distrajera. Sabía que si ella volvía a por Valbuena, poco podría hacer el pobre hombre para evitarlo pero al menos quería que estuviera prevenido del peligro que podía correr. Sopesó quedarse él mismo acompañando a su compañero, pero entendió que debía buscar una solución definitiva y que desde el hospital no podría hacer nada. Le pidió el número de su teléfono móvil para poder pedirle información sobre la evolución de su compañero y le entregó una de sus tarjetas rogándole que le llamara si había novedad.

Le habían asegurado que se encontraba fuera de peligro. Una de las costillas fracturadas había dañado el pulmón, pero habían podido detener la hemorragia a tiempo. Sin embargo, lo que más preocupaba a los médicos era la falta de conciencia del hombre. No había daño cerebral que detectaran las pruebas radiológicas que le habían realizado pero seguía sin recuperar el sentido. A él también le preocupaba. No sabía hasta que punto le habría perjudicado el beso de aquella mujer.

Se había encontrado con el comisario en el mismo hospital. Acudió hasta allí en cuanto le avisaron de que uno de sus hombres había resultado herido. Cuando le narró lo que había pasado no llegaba a creerlo.

—Se largaría por algún callejón sin que la vieras, nadie puede desaparecer de esa forma —quiso conformarlo—. ¿Nadie la vio marcharse?

—Todos los que interrogamos afirmaron que me vieron salir de la calle y que no había nada detrás de mí —le explicó—. En el maldito callejón no había ninguna ventana iluminada, no había nadie mirando. Al parecer allí sólo hay oficinas.

—Hay que buscarla en los hospitales, si la heriste como dices tiene que haber ido a alguno. Yo me ocupo, vete tú a descansar.

—No la herí, Lorenzo— le aclaró—. La maté. Le volé la cabeza y le reventé el corazón. Esa mujer quedó sin cara. No podía sobrevivir. Era imposible.

—Entonces, ¿qué sugieres? ¿Quieres que avisemos que tenemos un extraterrestre rondando la ciudad? Vamos Pepe, vete a casa a dormir un rato, te necesito fresco mañana por la mañana.

Se había marchado a su casa, pero no habría conseguido dormir ni un momento. Lo sabía y por eso se limitó a tomar un café y a darse una larga ducha.

Regresó a la comisaría y esperó a que llegaran los compañeros del grupo de delitos informáticos para entregarles el ordenador de aquel desgraciado y rogarles que cuanto antes lo analizaran y le dieran su opinión sobre la grabación que había examinado la tarde anterior. Después se marchó a su despacho. Necesitaba pensar. Aquello le sobrepasaba. Hacía veinte minutos que había llegado cuando le avisaron que preguntaban por él.

—¿Quién es? —se interesó sopesando pedir que dijeran que estaba muy ocupado.

—Es un sacerdote, inspector —le informó el policía de servicio en la puerta—, el padre Horacio Fernández. No es español. Yo diría que es mejicano.

—¿Un sacerdote mejicano? ¿Qué quiere? —inquirió.

—No lo sé, sólo me ha dicho que necesita darle una información muy importante.

Tras meditar unos segundos, le rogó al hombre que lo dejara pasar y que alguien lo acompañara hasta su despacho. Le había intrigado el hecho de que tuviera una supuesta información importante para él. Ignoraba a qué se referiría pero en aquel momento le apetecía que le hablaran de cualquier cosa que no tuviera relación con aquella mujer, quería dejar de pensar en ella aunque fuera unos minutos.

La puerta se entreabrió y un policía le avisó que su visita había llegado. Ante su confirmación, abrió la puerta dejando pasar a un hombre de unos cincuenta años, bien afeitado y vestido de un discreto color gris. Sus rasgos le confirmaron que debía ser sudamericano. Se levantó y le tendió la mano.

—Soy el inspector Almagro ¿quería verme? —se presentó.

—Encantado inspector —le saludó estrechándole la mano—. Soy el padre Horacio Fernández, como ya le habrán informado.

—Sí, ya me lo habían dicho. ¿De qué quería hablarme, padre?

—De la mujer a la que usted se está enfrentando —Almagro no pudo evitar que su boca se abriera—. Vaya, veo que le sorprende que esté al tanto del asunto. No es tan extraño. Tengo informadores por todo el mundo pendientes de noticias como ésa. Cuando me contaron lo que estaba ocurriendo en esta ciudad, tomé un vuelo inmediatamente. ¿Sabe?, lo estaba esperando. Cuando llegué, mi discípulo me puso al corriente de las novedades. Él me dio sus datos. ¿Cómo está el policía herido?

—¿Quién ha podido informarle? La prensa aún no sabe nada —quiso saber ignorando la pregunta que le había formulado—. ¿Y por qué lo estaba esperando padre?

—Porque llevo siguiendo a esa mujer durante años y sabía que esto tendría que pasar, pero ignoraba dónde. Por eso leo todos los días la prensa de sucesos de todo el mundo y tengo informantes que vigilan por mí. Me perdonará que no desvele su identidad ¿verdad? Podría perder su puesto.

—¿Un policía? No quiero saber quién es. Mejor que no lo sepa. Padre, no sé dónde quiere llegar. La verdad es que tengo mucho trabajo y si me disculpa... —intentó excusarse.

—Comprendo que le suene raro lo que le estoy contando inspector, pero si me concede unos minutos, quizás pueda aclararle muchas cosas sobre ella —le interrumpió—. Sólo le pido quince minutos de su tiempo. A cambio quizás pueda salvar algunas vidas. Creo que merece la pena escuchar a este viejo loco un ratito ¿no le parece?

—La verdad padre, no quiero parecerle grosero pero no creo que usted pueda ayudarme —Almagro seguía intentando localizar el acento del sacerdote sin conseguirlo.

—Eso no lo sabrá hasta que deje que se lo explique. Sólo quince minutos, por favor.

—Está bien, siéntese. Le escucho —concedió tras mirar unos segundos a los ojos del hombre. Realmente no le parecía ningún chiflado, pero lo que había escuchado hasta entonces evidenciaba que le iban a soltar un montón de memeces. En cualquier caso, no tenía muchas cosas que hacer en esos momentos.

—Bien inspector, muchas gracias —comenzó el sacerdote—. Verá, la historia que voy a relatarle es muy antigua. Es la historia de Lilith, la mujer a la que usted se ha enfrentado.

—¿Cómo sabe que se llama así? —preguntó Almagro frunciendo la frente.

—Porque la conozco hace mucho tiempo inspector —respondió sonriendo—. Hace más de cuarenta años y desde entonces vivo obsesionado con ella. La he estudiado y la he buscado sin descanso. Creo que sé todo lo que se puede saber sobre ella.

—¿Cómo que la conoce desde hace más de cuarenta años? —volvió a inquirir—. Esa mujer no puede tener más de veinticinco o treinta años.

—Eso es lo que ella quiere que usted crea, inspector —seguía sonriendo—. Es tan antigua como el mundo.

—Me parece que todo esto es absurdo. No creo que vaya a interesarme su historia padre, creo que...

—Inspector, aún no he comenzado. Usted no deja de interrumpirme con sus preguntas.

—Es que está diciendo cosas tan absurdas que no tienen ni sentido ni interés para mí.

—Si me dejara terminar, le aseguro que encontraría las dos cosas. Ahora no tiene nada ¿qué puede perder aparte del tiempo que le sobra? ¿Quizás no es absurdo y anormal lo que está ocurriendo?; ¿Acaso encuentra sentido a lo que hace esa mujer? —El sacerdote esperó unos segundos y, ante el silencio de Almagro, retomó su narración—. Su referencia se remonta a los sumerios. En su mitología se la representa como lado femenino de uno de sus semidioses que pueden llevarnos hacía la sabiduría de la inmortalidad. A Lilith se la conocía como la “Mujer Escarlata”, unos dicen que por el color de sus cabellos y otros porque, en los ritos y ofrendas a la diosa, se incluía la sangre humana. Ignoro lo de la sangre humana, pero me consta, como a usted, que su pelo es rojo, casi del color de la sangre. No me interrumpa. Luego responderé todas sus dudas —el sacerdote paró con la mano la interrupción que Almagro pretendía—. El mito de Lilith pudo ser adoptado por los judíos durante su cautiverio en Babilonia. Algunos autores judíos creen que, a pesar de que entre los jajamim (que como sabrá son los guías espirituales de los judíos) se consideraba la existencia de la diablesa Lilith como posiblemente real, no deja de ser la creencia de algunos individuos, y no materia asimilada por el judaísmo. La Torá mantiene que el primer ser humano era andrógino, macho y hembra, y que Adán era el nombre de la especie humana en su totalidad y no en su individualidad. Sin embargo, efectivamente, en muchos escritos aparecen varias referencias a nuestra Lilith. En el Talmud, Lilith es descrita como una amenaza para los hombres que duermen solos. En el Alfabeto de Ben Sirah se habla de Lilith como la manifestación femenina en carne y hueso de Dios, al igual que Adán era su complemento masculino. Por su parte, según el Yalqut Reubeni, que es una colección de comentarios cabalísticos acerca del Pentateuco, recopilada por Ben Hoshke, Yahvéh formó a Lilith, la primera mujer, del mismo modo que había formado a Adán, aunque en lugar de polvo puro utilizó excremento y sedimentos. De la unión de Adán con este demonio-hembra, y con otra parecida llamada Naamá, hermana de Túbal Caín, nacieron Asmodeo e innumerables demonios que todavía atormentan a la humanidad. Muchas generaciones después, Lilith y Naamá se presentaron ante el tribunal de Salomón disfrazadas como rameras de Jerusalén. En definitiva, la leyenda nos cuenta como se la presupone la primera mujer de la creación con la que Adán debía convivir y extender la especie. Pero cuando ella exigió igualdad con Adán en todos los ámbitos, incluso en el sexual, Adán se negó. Esto provocó que Lilith deseara abandonar a Adán y pronunció el Nombre Inefable para huir de él. Cuando lo dejó solo, Adán rezó a Dios y éste, apiadándose de sus lamentos, envió a tres emisarios para que hicieran volver a Lilith, que se había retirado a una cueva donde se encontró con demonios con los que convivió y tuvo hijos. Los ángeles enviados la amenazaron con que si no regresaba con Adán, morirían cien de sus niños cada día. Pero Lilith prefirió el castigo a vivir con él y proclamó como venganza que mataría a niños humanos y a los hombres en sus sueños, robándoles su semen para dar nacimiento a más niños-demonio, que reemplazarían a los asesinados cada día. Luego tomó residencia en una cueva en las costas de Mar Rojo, según la leyenda. Acepta a los demonios del mundo como amantes, y desova muchos miles de niños—demonio. Fue llamada Madre de los Demonios, esposa de Asmodeus, el Rey de los Demonios. De esta leyenda viene la tradición mágico-religiosa judía de poner un amuleto alrededor del cuello de los niños recién nacidos, con el nombre de los tres ángeles (Senoy, Sansenoy y Semanglof) que los protegerán de Lilith.

—¿Qué pretende decirme, padre? —interrumpió Almagro—. ¿A qué viene esa estúpida historia?

—Permítame, aún no se han terminado mis quince minutos —rogó el sacerdote, continuando su historia—. A partir de esta narración, a Lilith se la ha considerado la reina de los súcubos (que por si no lo sabe son los demonios femeninos), por alinearse en el bando enemigo de Dios al marcharse del Paraíso. Y de ahí se ha pasado a suponerla una perversa ninfómana que seduce a los hombres con maestría para estrangularlos después. Esa condición diabólica de Lilith le ha llevado a ser también la Reina de los Vampiros. No sólo mantiene relaciones sexuales con hombres a los que después asesina, sino que también se alimenta de su sangre. También encontramos a Lilith en la Biblia: Isaías 34,14 “Los chacales se encontrarán con las hienas y el macho cabrío llamará a su compañero. La Lechuza (Lilith) morará allí tranquila y encontrará su lugar de reposo”. De hecho, encontramos una contradicción en el Génesis que coincide con su historia. Primero afirma, Génesis 1,27-28, “Dios creó, pues, al hombre, a su imagen, conforme a la imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra. Dios los bendijo diciéndoles: “Tened fruto y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar y sobre las aves del cielo y sobre todos los animales que reptan en ella” Pero, luego en 2,18 dice “Y dijo el Señor Dios: “No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él”. Por tanto, nos está diciendo que hubo una mujer anterior a Eva ¿no le parece? También la encontramos en los Manuscritos del Mar Muerto: “Y yo, el Sabio, declaro la grandeza de su resplandor en orden a asustar y espantar a todos los espíritus de los ángeles de la destrucción y los espíritus bastardos, demonios, Liliths, búhos y chacales y aquellos que atacan inesperadamente para llevar por mal camino al espíritu del conocimiento...”. Sin embargo, la aparición más antigua de Lilith se encuentra en el prólogo del Libro de Gilgamesh, en el que Inanna es ayudada por Gilgamesh a deshacerse de Lilith, que había establecido su morada en el árbol de la protagonista femenina. Las variaciones del mito llevan a Lilith a convertirse en seductora de los propios hijos de Adán y Eva, abordando a Caín con palabras de consuelo y reposo tras la muerte de Abel. En un relato de Primo Levi, Lilith es la amante del mismo Dios creador, y vive en el Mar Rojo comandando una corte de demonios. Y otra tradición afirma que Samael, luego Satán, el ángel caído, se convierte en pareja de Lilith, e incluso que juntos seducen a Eva para que engendre a Caín —el sacerdote calló durante unos segundos mirando al policía—. En resumen, inspector, estoy absolutamente seguro de que la mujer a la que usted se enfrentó es la mismísima Lilith y no es la primera vez que asesina sin piedad a los hombres.

—¿Quiere decirme que hay un demonio en mi ciudad y que yo me he enfrentado a él? —el policía esbozó un amago de sonrisa—. Enhorabuena padre, está usted aún más loco de lo que me había parecido.

—No estoy loco, hijo mío. Yo mismo la vi matar a un hombre hace más de cuarenta años y puedo asegurarle que esa mujer es un autentico demonio.

Almagro se cubrió la cara con ambas manos y durante unos minutos permaneció en silencio ante la expectación del otro hombre que lo miraba fijamente.

—Han acabado sobradamente sus quince minutos —dando un prolongado suspiro, Almagro se levantó de la mesa—. Ahora por favor, márchese. Tengo que trabajar.

—De acuerdo, veo que ni le he convencido, ni le he impresionado. Permítame una sola cosa más —el sacerdote puso una vieja fotografía en blanco y negro sobre la mesa—. Está tomada en México hace cuarenta años. Reconoce a este hombre.

—Yo no he estado en México en mi vida, padre —escépticamente tomó la fotografía y la observó. Su rostro quedó demudado. En el centro aparecía un hombre de mediana edad, con el pelo claro y el rostro sorprendido, posiblemente por el flash del fotógrafo—. ¿De dónde ha sacado esta fotografía?

—Me costó mucho trabajo hacerme con ella —explicó—, fue portada en un periódico de mi ciudad. Una noche hubo un tremendo tiroteo en un centro de tratamiento de aguas. Dos hombres murieron. El de la foto era el policía que se encargaba de la investigación de una larga serie de asesinatos que se habían estado produciendo. La sospechosa era una mujer pelirroja a la que toda la policía estaba persiguiendo. Todas sus víctimas eran hombres solitarios. Después de aquella noche, los crímenes cesaron y el policía renunció a su puesto. Murió dos meses después sin aclarar lo que pasó aquella noche. A la mujer jamás se la encontró.

El sacerdote se mantuvo en silencio unos instantes, mirando como el policía seguía observando detenidamente la fotografía.

—Usted lo conoce ¿verdad? —le preguntó—. Dígame, por favor, ¿quién es? Es esencial que yo pueda hablar con él.

—No puede ser —dijo casi sin querer pensar—, pero este hombre es igual que el juez Ángel de los Santos. Él estaba de guardia cuando encontramos la primera víctima.

—Lo imaginaba. Creía que sería usted mismo, por eso me llevé una gran decepción al verlo —confesó— pero tenía que ser otra persona muy allegada al caso.

—¿Por qué? ¿Qué quiere usted decir con eso? —estalló encarando al sacerdote—. ¿Quiere volverme loco? ¿Qué es todo esto?

—Lo siento inspector —intentó mostrarse conciliador—. Sé que esto parece demencial, pero dígame ¿no era ya de locos antes de que yo llegara? Estoy seguro que este hombre y su juez son la misma persona. La reencarnación de uno de los ángeles a los que Dios encomendó acabar con Lilith y que viven entre nosotros para esperar su ataque y protegernos de ella.

Almagro se sentó con la mirada perdida. Acababa de recordar algo que le dejó aturdido. No le encontró explicación entonces y dejó de prestarle atención. Sin embargo, las palabras del sacerdote se lo habían devuelto a la memoria.

—Ella me reconoció —dijo quedamente— me preguntó cuantas veces habría de matarme.

—¿Lo ve?, estaba seguro de que usted debía de ser uno de ellos —dijo suavemente apoyando su mano en el brazo del policía—, Dios coloca sus peones sabiamente.

—¿Quiere decir que yo soy un ángel? —preguntó intentando poner un gesto irónico en su rostro—. Créame padre, no tengo nada de santo.

—Usted no es un santo, es un ángel al que se le ha encomendado una tarea terrible. No es lo mismo.

—¡Por Dios, no diga más tonterías! —exclamó poniéndose en pie—. Es absurdo todo lo que dice. Yo soy un hombre. Nací de mis padres y le aseguro que ellos no eran fantasías. Yo los conocí muy bien. Un hombre y una mujer normales y corrientes. Y recuerdo mi infancia y mi adolescencia. Y me casé y tuve familia. Yo soy un hombre como tantos otros que tuvo la mala idea de hacerse policía. Nada más. No soy su ángel, ni un superhombre ni nada parecido. Y ahora váyase de una vez y déjeme en paz.

—No lo pague conmigo inspector —rogó con sincero pesar—. Usted ha sido un hombre normal hasta ahora, porque es ahora cuando ha surgido el objeto para el que fue puesto en la tierra.

—¿Quiere decir que todo estaba previsto para que yo estuviera aquí y ahora? —preguntó exaltado—. ¿Que el amor de mis padres no fue sino una excusa para que yo pudiera ser el policía que se enfrentara a esa zorra? ¿Qué ellos existieron tan sólo para que yo pudiera nacer? ¡Maldito sea! ellos fueron unos padres magníficos, que nos quisieron con locura y que nos dieron la mejor vida que pudieron. Que nos hicieron felices y nos educaron viendo como se amaban y se respetaban. No diga que mis padres sólo existieron para que yo estuviera ahora hablando con un maldito cura loco. No se le ocurra decirlo.

—Por supuesto que no —se apresuró a contestar—. Estoy seguro de que tuvieron una vida plena y hermosa. Que eran las mejores personas. Que eran justos y honestos, capaces de criar a sus hijos en esos sentimientos.

Por eso los eligieron. Para que usted fuera la persona que es. La persona capaz de enfrentarse a un demonio y vencerlo. No debe enojarse inspector. Al contrario, debe sentirse orgulloso de ellos. Dios los eligió entre todos los demás. Depositó en ellos su confianza. Les entregó a uno de sus hijos más queridos.

—Esto es una locura, ¡maldita sea! —Almagro, sobrepasado, no pudo evitar que dos gruesas lágrimas rodaran por sus mejillas, agachando el rostro para evitar que el otro las viera—. Si Dios me quiere tanto, si soy uno de sus hijos más queridos, por qué no lo evitó. Por qué permitió que mis hijos y mi mujer murieran. ¿Es que quería que estuviera solo para que nada me distrajera de la tarea que me tenía encomendada?

—No sea injusto inspector. Dios no conduce. Ni siquiera tiene permiso de conducir. Él no tiene la culpa de todo lo que pasa en la tierra. Ni quiere ni puede dirigirnos, por eso nos concedió el libre albedrío y hemos de ser consecuentes con nuestros actos. Aunque al final le culpemos de todo lo malo y lo injusto que nos ocurra, él no tiene nada que ver. La muerte de su mujer y de sus hijos no era algo previsto por Dios. Y estoy seguro que le dolió tanto como a usted, porque eso le haría sufrir.

—Yo no estoy tan seguro de eso, padre —dijo alzando su mirada hacia el sacerdote sin intentar disimular lo enrojecido de sus ojos y lo húmedo de su rostro—. Él podía habérmelo advertido de alguna manera para que yo pudiera haberlo evitado. Jamás se lo perdonaré. Lo siento.

—Lo comprendo. Y Él también lo comprenderá y, estoy seguro, cuando llegue el momento, le dará las explicaciones que usted ahora no encuentra. Él le ama inspector. Aunque usted no lo crea, Él le ama más de lo que pudiera imaginarse —el sacerdote apoyó esta vez su mano sobre el hombro del policía—, Y ahora, ¿por qué no me deja que lo invite a almorzar y le siga contando todo lo que sé sobre esa arpía a la que tenemos de matar?

—¿Cómo sabe que murieron en un accidente de circulación? —preguntó de repente el policía.

—¡Su informador secreto, claro! —se contestó a sí mismo ante el gesto burlón del sacerdote.

 

 

 

13:30 horas

 

 

 

—Mi padre era un buen hombre. Trabajador, honrado. Era muy cariñoso con todos nosotros —Almagro lo había llevado al restaurante donde siempre comían cuando se trataba de una ocasión especial. El Sancho Panza era un local que engañaba. Estaba en el mismo centro de Los Remedios y por fuera parecía un simple bar de barrio, sin embargo poseía un cómodo salón adyacente, con un servicio eficaz y con una relación calidad y precio más que aceptable. En cuanto les sirvieron el vino el sacerdote había comenzado a hablar sin parar —tenía una pequeña imprenta cercana a la modesta casa donde vivíamos. Yo era un chamaquito, pero era el mayor de cinco hermanos y a veces cuando mi padre tenía que entregar algún pedido importante, me llevaba con él para que le ayudase. En ocasiones cuando le comía el tiempo, incluso trabajábamos de noche. Había una pequeña habitación al lado del taller y, cuando ya me caía de sueño, el buen hombre me llevaba allí y me acostaba sobre un delgado colchón que tenía enrollado en una de las estanterías. Me tapaba con una manta y, después de darme las gracias por haberlo ayudado, me daba un abrazo y me dejaba dormir.

El sacerdote tomó la copa de vino y dando un pequeño sorbo se quedó contemplando la puerta del local con ojos soñadores, como si estuviera viendo entrar a su padre. Almagro no lo interrumpió y, saboreando el vino a su vez, dejó que se perdiera unos minutos en sus ensoñaciones. Su primera intención fue mandar a paseo a aquel extraño sujeto, pero, por menos explicación que le encontrara, deseaba estar con él y escuchar cuanto tuviera que decirle. No dejaba de pensar que todo aquello era un cúmulo de tonterías y que aquel cura estaba loco de atar. Sin embargo, su historia había levantado en su interior un poso de intranquilidad. Estaba ávido de explicaciones para todo cuanto estaba ocurriendo y él era la única persona que parecía tenerlas, absurdas y demenciales, pero las únicas que tenía para unos hechos que no lo eran menos.

—Discúlpeme, estaba avionado —continuó volviendo a la realidad—. Aquella noche habíamos trabajado duro. Me acostó y en un susurro me dijo que iba a tomarse un café, prometiéndome un vaso de leche caliente. Supuse que iría al bar de Nicanor que permanecía abierto toda la noche y no distaba más de media cuadra del taller. Me quedé dormido pero, supongo que por la ilusión de tomarme la leche, me desperté en cuanto sentí las llaves en la cerradura. No venía solo. Había una mujer con él. Me quedé muy quieto en el pequeño colchón intentando oír su conversación. No tenía más de diez años, pero cuando empecé a escuchar los gemidos y nerviosos chillidos de la mujer, inmediatamente supe que estaba pasando. En aquella época, los niños estábamos muy espabilados en ese aspecto inspector, las casas eran pequeñas y los tabiques delgados.

El sacerdote interrumpió la conversación mientras elegían el menú. Después de ojear la carta durante unos minutos, la volvió a dejar sobre la mesa rogando al policía que pidiera por los dos, alegando que conocería mejor que él las especialidades del local y que, después de haber comido en los sitios que él lo había hecho, cualquiera de aquellos platos le parecería un manjar.

—Estuvieron sin parar un buen rato —continuó cuando el camarero se retiró y dio un nuevo trago de su copa—. Sabía que aquello no estaba bien, pero me cuidé mucho de evitar que se enteraran de que estaba despierto. Escuché, de repente, como ella gritó a mi padre. Parecía enfadada. No recuerdo qué le decía, pero sí recuerdo como mi pobre viejo pedía disculpas y le aseguraba que ya no podía más. Después de formarle el borlote se hizo el silencio durante un buen rato, al cabo del cual la puerta se abrió y ella entró en la habitación. A la luz que se filtraba desde el taller pude verla espléndida en su completa desnudez, cubierta sólo por un pelo largo y ondulado, de un color tan rojo que parecía fuego. Tiró de la manta y se quedó mirando mi delgado cuerpo de niño. Al cabo de unos minutos, lanzando una pequeña risa que me pareció encantadora, me susurró que era una pena que fuera tan pequeño y ante mi cara boquiabierta, me aseguró con una voz que me erizó el pelo, que volvería a buscarme cuando estuviera preparado. Se fue sin cerrar la puerta y yo, cuando sentí que salía del taller me arriesgué a espiar que estaba pasando. Mi padre estaba tirado en el suelo. Acurrucado y totalmente desnudo. Se había puesto de un color casi blanco y sus ojos espantados sobre una boca desmesuradamente abierta, me miraban fijamente. Tardé un buen rato en comprender que mi padre estaba muerto, pero no fui capaz de hacer nada. Tan sólo quedarme allí, quieto, mirándole. Nunca he podido olvidar aquella mirada y a pesar del tiempo transcurrido sigo pensando lo mismo que entonces. Inspector, estoy seguro que lo último que pensó mi padre, su último suspiro, fue para pedirme perdón.

—¿Y usted lo perdonó? —inquirió Almagro.

—Por supuesto —respondió de inmediato—. En aquel mismo instante. Allí mismo, escudriñando tras el quicio de la puerta ya le había perdonado.

—¿Qué fue de su familia después? —volvió a preguntar—. ¿Su madre también lo perdonó?

—Mi madre no tuvo tiempo de plantearse siquiera que la hubiera traicionado —exclamó recostándose en su silla— .Tenía cinco pequeños que alimentar ¿recuerda?

—¿Qué pasó después? —se notaba que Almagro ya estaba interesado.

—Vino a verme el policía de la foto que le enseñé esta mañana. Me estuvo preguntando sobre lo que vi y yo se lo conté todo. Aquel hombre me inspiraba confianza. Sus ojos me tranquilizaban —volvió a abstraerse unos segundos—. Cuando acabé, me tomó entre sus brazos y me apretó contra él. Aquel abrazo me reconfortó de una forma indescriptible y yo no me quería separar de él. Después me tomó la mano y acercando su cara, en un medio susurro, me aseguró que no creía necesario que mi madre tuviera que saber que había pasado esa noche. Por su parte no lo sabría. Recuerdo como asentí con la cabeza ante su cálida sonrisa y tardé mucho en volver a narrar lo sucedido. De hecho, es usted el único hombre vivo que sabe cómo murió en realidad mi padre.

—No crea que me enorgullezco por ello, padre. ¿Qué pasó después? ¿Volvió a verla?

—Jamás, hasta ahora —se apresuró a responder—. Conforme pasaba el tiempo, yo no podía olvidar aquella noche ni a aquella mujer. Para quitarse una boca de la casa y darme una educación, mi pobre madre consiguió que entrara en el seminario de la ciudad. Allí me hice un hombre y empecé a preguntarme quién sería aquella mujer que me había estado obsesionando desde niño. Acudí a la policía para saber qué había pasado con la investigación de la muerte de mi padre y, gracias a la recomendación de uno de mis superiores, tuve acceso al expediente y pude conocer a uno de los hombres que había trabajado en ella. Por él supe, como le dije, que aquel policía se había retirado y que, poco después, murió. Que, como mi padre, habían muerto más de veinte hombres en menos de un mes. Que la única sospechosa era una mujer pelirroja que había sido vista con varias de las víctimas y, por fin, que el caso se había cerrado ante la imposibilidad de encontrarla y sobre todo porque no hubo más muertes. Cuando le pregunté a aquel hombre qué opinaba él sobre esa mujer me dijo, bajando la voz, como si le diera miedo recordarla, que su jefe estaba convencido de que era un demonio y que, si de verdad existían, no le cabía duda que llevaba razón. Ningún ser humano, me aseguró, podría hacer aquellas cosas a hombres adultos sin que hubiera lucha de por medio.

—Antes me dijo que hubo un tiroteo en el que murieron dos hombres —recordó Almagro—. Lo mencionó como el punto final de los asesinatos.

—Efectivamente —confirmó retomando el relato—. El policía me comentó que su jefe había salido solo aquella tarde y que prohibió que nadie más le siguiera. Cuando acudieron al lugar, alertados por el vecindario, le encontraron sentado en el suelo junto a los cadáveres de otros dos hombres. Me confesó que su jefe estaba llorando desconsoladamente. No consiguió que le explicara nada de lo que había pasado allí, le aseguró que era mejor para él y le pidió que se olvidara de todo aquello, que todo había terminado.

—¿Quiénes eran los dos hombres muertos?, ¿consiguió averiguarlo?

—Claro. Se trataba de un conocido periodista que había estado siguiendo aquellos misteriosos asesinatos y del fiscal que coordinaba la investigación criminal. ¿Qué hacían allí? Nadie podía dar una respuesta lógica ¿Quién los mató? Nunca se supo. El policía se limitó a informar que estaban cambiando impresiones sobre el caso y que fueron sorprendidos por unos desconocidos a los que no pudo identificar. No obstante, el informe forense de uno de los dos cuerpos dictaminaba que había sido destrozado por alguien o algo con una fuerza descomunal. Tenía una buena parte de sus huesos rotos. No se investigó nada más y se dio por buena la versión del policía.

—¿Siguió investigando después de aquello?

—¡Claro, inspector! No he parado desde entonces. ¡Ya se lo dije!; ¿Cómo iba a quedarme allí? —el sacerdote parecía entusiasmado al comprobar el interés de Almagro—. Fui a hablar con las familias de los tres hombres. No sabían nada sobre lo que había pasado ni para qué habían acudido a aquel lugar, pero todos coincidieron en que los tres habían cambiado desde que empezaron los asesinatos. Se habían vuelto callados y taciturnos, pero lo tomaron como consecuencia de la lógica preocupación que les provocaba aquel caso. Investigué el pasado de aquellos tres hombres, pero no había nada extraño ni anormal en él. Tres hombres normales, buenas personas, buenos hijos, buenos maridos y buenos padres. Estaba perdido. No sabía cómo seguir, cómo averiguar quién era aquella mujer. Aquello me obsesionaba. Mis superiores empezaban a preocuparse por el estado en que me encontraba. Recordando la única pista que tenía, la única confidencia que el policía le hizo a mi informante, devoré todos los libros que cayeron en mis manos sobre demonios. Me licencié en teología, especializándome en demonología que es la rama que se encarga del estudio, explicación e interpretación de los seres que no son humanos ni Dios, entre ellos de los demonios, y sus relaciones, sus orígenes, su naturaleza y sus cualidades. Ahí encontré a Lilith. Pero ¿existía realmente?

—¡Joder, padre, no me deje así! —exclamó Almagro sin poder evitarlo al ver como el hombre empezaba a atacar el plato de ensalada de palmitos que habían puesto en el centro de la mesa.

—Ahorita sigo, inspector, ahorita sigo ¡estoy hambriento! —se excusó—. Creo que no había comido nada desde ayer y esto está realmente exquisito.

El policía lo dio por imposible y se dispuso a evitar que el sacerdote se apropiara del plato. No recordaba el tiempo que hacía que no sentía interés por la comida. Se había acostumbrado a hacerlo sólo por necesidad, sin apetito, y sin saber porqué, aquella tarde se sentía realmente hambriento. Y tranquilo. Era como si la llegada de aquel hombre le hubiera serenado, le hubiera liberado de un gran peso que hasta ese momento, le atenazaba el estómago y el corazón. Incluso rió de buena gana con alguna de las ocurrencias que el veterano sacerdote tuvo durante la comida. Pidieron varios platos y los comieron con ganas. No había disfrutado tanto de una comida desde hacía mucho tiempo. Era como, si en compañía de aquel hombre, hubiera encontrado de nuevo el sentido de su vida.

 

 

 

El doctor Miguel Salvador estaba absolutamente desorientado. El resultado del análisis le había dejado anonadado. Llevaba mirándolo desde hacía más de diez minutos y no le encontraba explicación. Desde que analizó las huellas dactilares de los vasos encontrados en la vivienda del arquitecto había asumido personalmente la investigación. Aunque la existencia de marcas de dedos sin huellas digitales era extraño, aquello era inverosímil. Había estado experimentando cubriendo las yemas de sus propios dedos con distintos pegamentos, pero todas las huellas que dejaba en el vaso eran distintas a las que había analizado. Siempre había una rugosidad, un pliegue, alguna marca en el perímetro. Ninguna fue lo suficientemente lisa como aquella. No obstante, estaba seguro de que podría encontrarle alguna explicación. Tendría que hacerlo. Lo conseguiría con algún tejido o material para guantes que aún no hubiera cotejado o que no conociera.

Sin embargo, aquello sí que era del todo absurdo. Había repetido el análisis con cada muestra que había tomado de aquel callejón y había tomado muchas. Aquello parecía un matadero. Ya le resultó sorprendente, casi inimaginable, no encontrar ningún cadáver a pesar de la cantidad de sangre vertida. Parecía imposible que la mujer hubiera podido huir. Pero lo que sí que no tenía sentido era el resultado que había obtenido en todos los análisis. Aquella sangre no era humana. De hecho, no era sangre o, al menos no era ningún tipo de sangre conocida hasta entonces. Ni humana, ni animal.

Sopesó llamar al inspector Almagro pero lo desechó de inmediato. No sabría cómo explicarle aquello.

Había sentido sinceramente lo sucedido con el inspector Valbuena. Cuando llegó ya lo habían trasladado. Prácticamente no lo conocía pero además del lógico pesar por el hecho de que estuviera herido, había sentido una profunda desazón por lo ocurrido. De hecho, desde que empezó con aquella investigación se había sentido muy mal. Unas sobrecogedoras pesadillas habían jalonado sus dos últimas noches y lo tenían prácticamente sin dormir. En ellas perseguía a una mujer acosándola, intentando matarla, pero después era él quién huía y ella quién le daba caza. Al final acababa acorralándolo y después de una cruel lucha lo mataba riéndose con grandes carcajadas sobre su cadáver. Siempre escenas casi idénticas en las que únicamente variaba el oscuro escenario. Ya era una cueva, ya era un bosque o un cementerio. Pero siempre el mismo final. Ella le mataba y él contemplaba impotente como reía ante su cadáver.

Esa mañana cuando se encontró con el retrato de la sospechosa de los asesinatos clavado en el tablón de anuncios del departamento, se quedó completamente atónito. La mujer pelirroja que lo miraba tras el cristal era la misma que llevaba protagonizando sus sueños desde hacía dos noches.

No quiso comentar el asunto con nadie. Siempre había sido un hombre racional. Jamás se dejó llevar por los sentimientos o por impulsos. Su madre siempre le dijo que por eso era por lo que no conseguía encontrar novia. Realmente lo que a él le interesaba era su trabajo. Se había licenciado en farmacia con el único propósito de integrarse en la policía sin tener que pasar por el molesto trámite de usar armas o patrullar por las calles. Le apasionaba la criminología. No dar nada por cierto hasta poder evidenciarlo con pruebas objetivas. Analizarlo todo hasta dar con la prueba definitiva, la que no dejara lugar a dudas.

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