Lilith

Lilith


Capítulo1

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Sólo había una explicación posible. Tenía que haber cometido un error al tomar las muestras. Tenía que haberlas adulterado mezclándolas con algo en algún momento o tenía que haber algo en el suelo que la hubiera afectado. No tenía sentido, ni conocía ningún caso en que se hubiera dado nada similar, pero era la única posibilidad que podía contemplar.

Dejó un mensaje en la unidad de Almagro para que se pasara por el laboratorio a la mañana siguiente y decidió volver para tomar nuevas muestras de sangre. Por la cantidad que se había vertido estaba convencido que aún quedaría suficiente para ello.

Durante el trayecto no dejaba de dar vueltas a la situación, a lo absurdo de la situación. Las pruebas que había analizado arrojaban resultados imposibles. Por primera vez en su carrera se implicaba tanto en un asunto que le provocaba insomnio y pesadillas. Pesadillas en las que se enfrentaba a una mujer que, después, resultaba ser idéntica a la sospechosa de los crímenes. No lo podía entender. No era posible que todo aquello le estuviera ocurriendo a él.

Cuando llegó al estrecho callejón donde todo ocurrió, se quedó aún más estupefacto. El suelo se veía completamente limpio como si nada hubiera ocurrido. Tan sólo habían transcurrido unas horas desde que estuvo allí y todo aquel suelo estaba completamente cubierto de sangre. Ahora no quedaba rastro ninguno.

Una mujer salía en esos momentos de un portal cercano a la boca del callejón. Sin dudarlo, Miguel Salvador se dirigió hacia ella llamando su atención.

—Señora, por favor —llamó alzando la mano—. ¿podría decirme a qué hora vinieron a limpiar la calle?; ¿sabe quién lo hizo?

—No lo sé —contestó deteniéndose—. Tuvo que ser de madrugada porque cuando salí de casa esta mañana, ya no quedaba nada. Estaba preocupada por mis hijas. No quería que vieran tanta sangre cuando las llevara al colegio, pero cuando salimos a las ocho y cuarto la calle estaba completamente limpia, ¡gracias a Dios!

Agradeció a la mujer la información y se quedó contemplando el callejón. Cuando ellos se habían marchado de allí eran más de las seis de la mañana. Habían estado rastreando la zona buscando a la mujer y él había inspeccionado palmo a palmo toda la calle. Supuso que llamarían para que limpiaran la calle, pero no le parecía normal que lo hubieran hecho tan rápido y a conciencia.

Llamó a su departamento y encargó a uno de sus hombres que averiguara a qué hora habían limpiado y que producto habían usado. Tenía curiosidad por saber que detergente podía ser tan efectivo. Quizás más adelante le fuera de utilidad en algún otro caso.

Mientras esperaba la información intentó localizar algún pequeño rastro de sangre por el suelo del callejón que hubieran dejado sin limpiar. No obtuvo ningún resultado. Comprobó la otra calle, la del pobre Valbuena, pero también aparecía perfectamente limpia.

Cuando por fin sonó el teléfono contestó rápidamente para saciar su curiosidad. Lo que escuchó lo llenó de asombro una vez más. Ni siquiera se despidió de su compañero. Habían mandado al equipo de limpieza a las ocho de la mañana, pero cuando llegaron el suelo del callejón estaba limpio. Alguien, algún vecino, se habría encargado de hacer desaparecer la sangre.

Se dio por vencido. Ni siquiera se planteó llamar a los telefonillos de las casas cercanas para intentar averiguar algo al respecto. Aquello le estaba desbordando. Decidió volver a su laboratorio y esperar las muestras de ADN que se estaban procesando. Era lo único que le quedaba.

 

 

 

—Bueno, padre, espero que haya calmado su hambre por fin, hemos probado casi todos los platos del menú.

—Sí, me encuentro completamente satisfecho, amigo mío —confirmó—. Si me pide un café, retomaré mi relato y le hablaré de Lilith.

—Vaya empezando, por favor —pidió Almagro haciendo indicación al camarero para que les sirviera.

—Recuerdo que en uno de aquellos libros se la describía como una mujer de cabellos rojos que embrujaba con su voz, que seducía a los hombres sólo con susurrarles al oído y que hasta el más casto se rendía ante ella sin condiciones. Buscaba a los hombres solitarios, sin importarle la edad o su estado. Lo único que deseaba era su alma. Supe inmediatamente que ella era quién había matado a mi padre. Era la única explicación para que un buen hombre como aquél accediera a llevarla al taller sabiendo que yo dormía allí. Desde ese mismo momento mi obsesión, mi: sí ¿por qué no decirlo?, mi odio, que Dios me perdone, tenía por fin nombre. Busqué afanosamente cuantas obras trataran sobre ella. Recorrí todas las bibliotecas religiosas de mi país. Busqué información en mi profesor pero, al poco, comprendí que yo sabía mucho más que él sobre aquel demonio y que además dudaba de su existencia. Sin embargo, casi sin quererlo, me dio la noticia más trascendental de mi vida. Un día, ante mi insistencia por sacar de nuevo el tema de Lilith, me hizo constar su temor ante la obsesión que se estaba adueñando de mí. Sabía que si se corría la voz de que mis únicas inquietudes se reducían al estudio y conocimiento de aquel demonio, no sólo mi situación en la iglesia correría peligro, sino incluso mi libertad, pues podrían tenerme por loco o poseído e internarme en algún monasterio de clausura o, lo que era peor aún, en un sanatorio mental.

El sacerdote hizo de nuevo una pausa para apurar el café que se le enfriaba en la taza y, carraspeando exageradamente, explicó al divertido policía que necesitaba algún traguito que suavizara su garganta. Cuando se aseguró de que éste lo había captado y que pedía un par de coñac al camarero, retomó su relato.

—Me vi en la obligación de contar a aquel viejo sacerdote el motivo de mi afán, rogando que el hombre supiera comprenderme. El pulso se me aceleró cuando quedó en silencio unos minutos y después comenzó a recorrer su despacho con las manos en la espalda, mirando hacia el suelo. Tras más de diez minutos, volvió a tomar asiento frente a mí y mirándome fijamente a los ojos, haciendo que temiera el anuncio de que pondría la situación en conocimiento de mi superior, me dijo muy serio:

—Hijo, yo no puedo ayudarte. Ignoro si ese demonio puede ser el causante de tus pesares. Incluso dudo, para qué engañarnos, de su propia existencia. Sólo conozco un hombre que puede ayudarte. Una vez me aseguraron que se enfrentó personalmente a ella. El padre Helschmit. Es un jesuita alemán. Si aún vive debe ser muy anciano. Pero supongo que habrá legado su conocimiento a algún heredero en Dios. Intentaré ayudarte para que puedas viajar hasta allí. Solicitaré que se te permita como parte de la preparación de los estudios de tu tesis. Espero que tengas suerte.

—Jamás podré agradecerle a aquel viejo cura la ayuda que me prestó. Una semana después emprendía, excitado, un largo y cansado viaje hasta la lejana Alemania —continuó el sacerdote cómodo ante la expectación que su relato despertaba en el policía— en busca del único hombre que, al parecer, podría ayudarme. Lo encontré en una residencia para veteranos y era realmente anciano. Como supondrá, inspector, el hombre no tenía ni idea de español y mi dominio del alemán era absolutamente nulo. Una situación inviable para cualquiera que no fuera sacerdote, porque nosotros pudimos resolverlo conversando en latín que, por cierto, ya casi tengo olvidado aunque en aquel entonces lo dominaba perfectamente. Como comprenderá, poco tenía que hablar con él que no fuera el motivo que me había llevado hasta allí, por lo que entré directamente al tema, tras hacerle algunas preguntas de cortesía sobre su salud y decirle que mi maestro le mandaba cariñosos recuerdos. Los hombres no se conocían, pero yo deseaba tener una carta de presentación que suavizara las posibles reticencias que pudiera mostrar ante un perfecto desconocido como yo. He de decir que el anciano disimuló muy bien que no tenía ni idea de quién le hablaba y fingió que se alegraba de saber de él después de tanto tiempo. Le expliqué que estaba preparando un tratado de demonología y que me constaba que él era el mayor experto en el que llamaban Lilith —continúo el sacerdote—. Puedo asegurarle inspector que cuando escuchó aquel nombre, el anciano se transmutó. Se puso en guardia de inmediato y enderezó todo su vencido cuerpo. En sus mortecinos ojos amaneció un vivo fulgor y observé cómo, mientras repetía en un susurro el nombre, apretaba los puños sobre los brazos de su silla de ruedas. Sólo esa palabra bastó para quitarle veinte años de encima. Un profundo e incómodo silencio se instaló entre ambos y para soslayarlo empecé a comentar como un loro, todo lo que sabía de ella hasta entonces. Me escuchó con atención y sin interrumpirme. Cuando acabé mi exposición, el viejo me miró durante unos minutos en completo silencio tras el cual, dándome unas palmadas sobre la mano, me pidió que le llevara hasta su habitación porque estaba completamente agotado, prometiéndome que al día siguiente, si seguía interesado y él vivía, me haría algunas indicaciones y aclaraciones sobre aquel ser demoníaco. Por cierto —interrumpió de repente su relato— yo también estoy terriblemente cansado inspector. Recuerde que acabo de atravesar medio mundo para conocerle. ¿Podría llevarme al hotel? Si quiere podría seguir el relato de mis aventuras por el camino.

—Preferiría que lo acabara aquí mismo —rogó Almagro—. Quiero enterarme de quién es, según usted, esa mujer y sobre todo cómo puedo matarla de una vez.

—Lo siento, inspector, pero estoy completamente agotado —se excusó—, en lo único que puedo pensar ahora es en darme una ducha caliente y acostarme para dormir durante horas. Por la mañana, desayunando, acabaré con el relato.

—¿Es que sólo puede hablar comiendo? —le preguntó algo molesto.

—He de reconocer que soy un gran pecador en ese sentido —reconoció—. Me encanta comer.

Mientras caminaban hacia el automóvil de Almagro el sacerdote no paraba de hablar. De contar anécdotas de su vida. Había viajado por todo el mundo, siempre en busca de detalles, de noticias o de alguna obra que tratara sobre ella.

Había sucedido a su maestro como profesor de teología lo que le permitía tener tiempo y excusas para poder investigar en todas las bibliotecas de los monasterios, conventos e iglesias del mundo. Se había entrevistado con todos los profesores de demonología, extrayendo de ellos no sólo lo que pudieran saber de ella, sino su propia opinión al respecto y, sobre todo, las formas en que se le podría hacer frente. Tenía ya varios discípulos repartidos por el mundo que no sólo creían, sino que compartían sus teorías. Se había preocupado de dejar herederos para la tarea que se había encomendado. Acabar definitivamente con aquel maldito demonio.

—¿Sabe entonces cómo acabar con ella? —preguntó Almagro cuando entraron en el vehículo—. ¿Se lo dijo el alemán?

—Sí, me dijo como matarla, aunque él no pudo hacerlo —le aclaró—, lucharon contra ella y la vencieron, pero no la destruyeron. Esa tiene que ser nuestra tarea, inspector, acabar con ella para siempre. Lógicamente no puedo asegurar que podamos hacerlo, pero tengo esperanzas en que sea la última batalla.

—¿Por qué no me dice de una vez como cree que podría matarla? —planteó un tanto irritado—. Iré en su búsqueda y acabaré con ella antes de que pueda hacer más daño.

—Eso lo tendrá complicado, inspector —sonrió el sacerdote—. Me temo que, de momento, no podrá hacerlo.

—¿Por qué de momento? ¿Qué tengo que esperar?

—Tendrá que esperar a sus compañeros celestiales. Usted solo no tendrá ninguna posibilidad.

—¿Está seguro? Puedo asegurarle que anoche estuve a punto de hacerlo. De hecho, aún no me explico cómo no murió. Le aseguro que le destrocé el abdomen, el corazón y que la dejé sin cabeza.

—¡Vaya, me sorprende que le dejara hacerle tanto daño! —exclamó el sacerdote sinceramente admirado—. Tiene que ser usted todo un bato escuadra si consiguió herirla estando solo. ¡Esa vieja arpía debe estar haciéndose vieja por fin!

—¡Era increíble! —exclamó—. Se levantaba cada vez que la abatía. Era como si las heridas realmente no le afectaran.

—Cuando está entre los hombres, ella tiene que tomar forma humana para poder cumplir sus fines y lógicamente ese cuerpo que toma tiene que verse afectado por nuestras armas. Pero su verdadero ser, su espíritu inmortal, es totalmente indemne a cualquier arma de este mundo. Por eso no caía. Su espíritu demoníaco dominaba el cuerpo y lo hacía levantarse una y otra vez. Es como si usted destrozara las ruedas y la carrocería de un coche. Si el motor no se afecta, aunque parezca mentira, el coche seguirá circulando. La única forma de acabar con ella es atacando su espíritu.

—Y ¿cómo puñetas se ataca al espíritu de un demonio, padre?

—Con el único arma al que no es inmune, hijo mío. Con la fe en Dios.

CAPÍTULO IV

 

 

Viernes, 15 de diciembre de 2.000

 

08:00 horas

 

 

 

A las ocho de la mañana Almagro estacionó en doble fila frente al hotel donde se hospedaba el sacerdote. Dada su ubicación, era imposible encontrar ningún aparcamiento libre. No era de los más lujosos de la ciudad, pero le había comentado que era cómodo y la atención era muy agradable. Tenía muy cerca el aparcamiento de la calle Escuelas Pías, pero se iba a limitar a recogerle y ni siquiera se planteó usarlo.

Había vuelto a soñar con aquella mujer. Y con el juez De los Santos. Junto con él y con otro hombre cuyo rostro no pudo ver, se enfrentó con ella en un bosque tupido y oscuro. La perseguían entre los gruesos troncos de los árboles pero no conseguían dar con ella. La precaución con que se movían no evitó que les sorprendiera. Apareció de repente cayendo sobre ellos desde una de las altas copas y se llevó por delante al juez. No pudieron evitar que le rompiera el cuello. Lo hizo con un solo movimiento, aparentemente sin esfuerzo. El hombre cayó como un muñeco roto. Entonces se despertó y, tras unos momentos de confusión, maldijo al cura por haberle metido aquellas cosas en la cabeza. Inmediatamente decidió ir a buscarlo para que acabara de contarle aquella sarta de locuras y averiguar si realmente podía ayudarle en su investigación.

Antes de ducharse había llamado a la inspección de guardia para pedir novedades temiendo que hubieran encontrado algún otro cuerpo. Afortunadamente había sido una noche tranquila y nació en él la esperanza de que hubiera muerto aunque no hubieran encontrado todavía su cadáver.

El sacerdote lo esperaba sentado en la recepción leyendo un diario. Se levantó y se dirigió de inmediato hacia él ofreciéndole una amplia sonrisa.

—¡Ándele inspector, por fin llega, estoy hambriento! —le saludó—. Estaba a punto de no esperar más y marcharme.

—No diga bobadas, ¿a quién iba a largarle el tostón? —le respondió—. Además uno no puede escapar de su ángel de la guarda ¿no le parece?

—Sí, tiene razón —rió de buen humor—. Supongo por su aspecto que esta noche no ha actuado ¿verdad?

—No, gracias a Dios no han encontrado ningún cadáver más —confirmó mientras montaban en el vehículo—. Espero haber acabado con ella y que haya muerto desangrada en algún rincón oscuro de la ciudad.

—No cuente con ello, inspector —desechó el sacerdote—. Estará curando sus heridas. Como ya le dije, ella como todos los demonios es un espíritu, pero para poder vivir y moverse entre nosotros, para influir en nuestras vidas, han de materializarse, hacerse mujer y su carne debió quedar muy afectada después de su intervención.

—¿Intenta decirme que buscará otro cuerpo?; ¿Qué poseerá a una mujer?

—No, no es eso. Lilith no cambiaría su cuerpo por nada del mundo. Lo puede regenerar, pero necesita tiempo y... sangre de mujer —le explicó— me parece, inspector que tiene un cadáver perdido. Cuando usted escapó, ella debió trasladarse al lugar donde se oculta durante el día y allí se alimentaría de alguna mujer que tenía preparada o que buscó para ello.

—¿Cómo? ¿Ahora resulta que también ataca a las mujeres?

—Sólo para regenerar su cuerpo. Para los sumerios, como guardiana y dispensadora de los misterios del templo, Lilith era la original Mujer Escarlata y su sacerdotisa realizaba magias sexuales con el resto de sacerdotes y nobles para obtener transformaciones espirituales que le llevasen a la iluminación, además de la regeneración del cuerpo físico para prolongar su vida que incluían un tipo de alquimia física con la sangre de la menstruación de la sacerdotisa —el sacerdote hizo una pausa—. Debe ser así como cura sus heridas. No es la primera vez que la hieren. Sé que suena a locura y que no son más que leyendas tan antiguas como la civilización, pero si ella existe, ¿por qué dudar de lo demás? Habrá de buscar a una mujer joven y que estuviera menstruando. Si encuentra su cuerpo, habrá dado con su guarida.

—¿Y cómo puñetas pretende que la encuentre, padre? ¿La habrá matado?

—No lo sé. Supongo que si sus heridas eran tan graves, habrá tenido que usar toda su sangre —especuló—. Dígame, cuando desayunemos ¿Dónde iremos primero? ¿A ver al juez o a su compañero?

—¿Mi compañero?; ¿Para qué quiere verlo? —Almagro había pasado por el hospital la noche anterior y el pobre Valbuena seguía igual. Tenía rotas dos costillas y un montón de moratones y magulladuras. Pero lo que le preocupaba era su inconsciencia. No tenía ninguna lesión que la pudiera provocar, pero no volvía en sí. Era como si lo hubieran desconectado.

—Sí, me gustaría verlo. Quizás pueda ayudarlo ¿sigue inconsciente? —preguntó mientras salían por la puerta—. Ella le atacó, según me dijeron ¿Qué le hizo?

—Sí, sigue inconsciente. Un par de costillas rotas y un montón de moratones.

—No me refería a eso ¿qué le hizo?; ¿Sólo le golpeó o se acercó a él?—volvió a preguntarle.

—No lo vi. Cuando llegué estaba inmóvil en el suelo y ella sentada encima. Estaba inclinada sobre él —respondió—. Parecía besarlo, pero le disparé sin averiguar qué le estaba haciendo.

—Hizo bien. ¡Espero que llegara a tiempo! —deseó el sacerdote y ante la mirada del policía, aclaró—. Esa cosa le roba a sus víctimas la vida. Se nutre con ellas. Es como si las absorbiera. Si quiere saber lo que pienso, estoy seguro de que les roba el alma.

—¡Vaya padre, siempre lo estropea todo! —se quejó—. ¡Ahora me dirá que mi amigo está muerto en vida! ¿Se convertirá en un zombi?

—No. No creo en los zombis. Simplemente, si no llegó a tiempo, se quedará en coma hasta que su cuerpo aguante —explicó— Me gustaría verlo ¿le importa?

—Bueno, Agustín no es muy religioso, pero en su estado no creo que le importe —consintió— Le llevaré a verlo después del desayuno.

—¡Bendita palabra, hijo mío! —exclamó—. Espero que me lleve a algún sitio cercano, de lo contrario moriré de hambre en el camino.

—No se preocupe, estamos llegando —le anunció consolándolo—. Visto su apetito, he decidido traerlo al sitio donde ponen las tostadas más grandes.

—¿Tostadas? Yo pensaba en unos huevos con frijoles y tortitas. Incluso unos molletitos vendrían bien, pero ¿unas tostadas? —se quejó el cura—. Creo que voy a pasar hambre en este país.

Los dos hombres penetraron en un amplío bar con una barra larga y abarrotada. Las mesas adosadas a las paredes estaban ocupadas. Encontraron un hueco en el mostrador y se acomodaron lo mejor posible. Almagro volvía a tener hambre. Decidió que era la compañía de aquel hombre. Se la contagiaba.

—¿Me contará ahora que pasó con el cura alemán? —preguntó después de que el sacerdote encargara un sustancioso pedido al camarero que los atendió—. Espero que no lo vaya a retrasar hasta la merienda.

—No, órale, es un momento tan bueno como otro —concedió—. ¿Por dónde iba?

—Cuando el cura le dijo que se marchaba a dormir y que hablaría con usted por la mañana si seguía vivo —apuntó Almagro inmediatamente—. ¡No me diga que se murió por la noche!

—No, en absoluto, pero durante unos minutos sí lo temí. Verá, consiguió que me alojaran en la propia residencia. El anciano me comentó que le había asegurado a uno de los enfermeros que yo era una especie de sobrino-nieto y que quería tenerme cerca para no perder el poco tiempo que íbamos a estar juntos —comenzó a relatar—. Pocas veces he dormido tan mal. No por el alojamiento, que era muy agradable, sino por la emoción que me causaba todo aquello. Me levanté muy temprano y me dispuse a esperar al padre Rudolf. No sé por qué, pero imaginaba que madrugaría y quería escuchar su historia cuanto antes. Sin embargo, se demoró sobremanera y empecé a preocuparme. Incluso llegué a olvidar que no había desayunado. Las palabras del anciano se repetían en mi mente. “Si sigo vivo”. Conseguí localizar a uno de los enfermeros y como pude intenté comunicarle que estaba preocupado por mi tío. Él se limitó a hablarme en alemán sin un asomo de alarma y se marchó. Como no había nadie por allí, comencé a mirar todos los documentos alemanes que había en la recepción hasta que localicé su nombre en uno de ellos y averigüé su habitación. Subí la escalera y comencé a buscarlo. Llegué por fin ante la puerta y tomé aire antes de abrirla.

—¡Por Dios, ahora no! —exclamó Almagro cuando vio que el sacerdote se disponía a devorar su tostada de aceite y jamón—. ¿No puede esperar un minuto? ¿Qué puñetas encontró en esa habitación?

—Tranquilo inspector, el anciano estaba allí —informó el sacerdote divertido con la boca llena—. Estaba leyendo un ajado libro de tapas negras. Se sorprendió al verme y miró su reloj. Con una sonrisa me hizo gestos para que me acercara y, señalando el libro, me explicó que era su diario y que lo había estado leyendo para refrescar la memoria para mí. Se le había pasado el tiempo sin darse cuenta y me pidió que lo llevara al comedor para poder desayunar.

Hizo una pausa para acabar de devorar la tostada que tenía en la mano y dar un sorbo de café. Mientras preparaba una nueva tostada, ésta con paté, retomó su narración.

—El viejo cura demostró tener un voraz apetito y, la verdad, tampoco yo le fui a la zaga. Dimos buena cuenta de aquellos panecillos calientes con mantequilla y distintas mermeladas, además del queso y los embutidos. Todo estaba realmente delicioso. El viejo incluso se comió un par de huevos cocidos.

Realmente me admiré que, con su edad, pudiera tener ese apetito. Aquello sí que fue un desayuno —recordó con un deje levemente hastiado, paseando su mirada sobre su tostada y la de Almagro—. Salimos al jardín y, tras dar un paseo al frío sol alemán, me indicó que lo acercara a un banco de piedra que se encontraba en uno de los laterales del camino que partía en dos el frondoso y cuidado jardín. Cuando estábamos a unos cinco metros me pidió que me detuviera y lo ayudara a levantarse. Con mucho esfuerzo consiguió erguirse y, muy lentamente, arrastró sus pies hasta el banco. Se sentó en él y, sofocado, afirmó que llevaba años deseando volver a caminar sobre sus piernas por última vez. Al cabo de unos momentos que dedicó a recuperar el aliento, se volvió hacia mí y, mirándome a los ojos y agarrando mis manos, susurró que ya sólo le quedaba una cosa por hacer antes de poder marchar. Llevaba mucho tiempo buscando a alguien que creyera en ella y esperara su regreso. Alguien que pudiera buscar a los que debían acabar con ella. Alguien que les dijera cómo podían matarla. Apretó mis manos y me preguntó si quería ser yo.

El sacerdote carraspeó y comenzó el relato:

Tenía veinticinco años recién cumplidos cuando lo nombraron coadjutor en una pequeña parroquia de un barrio obrero de Munich para que ayudara al padre Manfred, titular de la misma. El párroco era un hombre de mediana edad, alto y enjuto que, con su sotana negra al viento, parecía incluso corpulento. Era adorado por sus fieles, a los que se dedicaba en cuerpo y alma. Organizaba un comedor para los más necesitados y en la casa parroquial siempre había invitado a dormir alguno de aquellos desheredados de la fortuna, cuando no familias enteras que hubieran desahuciado de sus casas por no poder atender los pagos de la renta. Siempre estaba dispuesto para cuidar y confortar a los enfermos y, cuando alguno moría, no dejaba ni un segundo a su familia, apoyándoles y ofreciéndoles consuelo.

Animoso y jovial, siempre procuraba sonreír. La iglesia se llenaba por completo cada domingo y en la misa diaria era, con mucho, la que presentaba mayor concurrencia.

El padre Rudolf admiraba profundamente su vocación de servicio y sacrificio y se encontraba feliz a su lado, aprendiendo cada día de aquel hombre la verdadera misión pastoral de su ministerio.

Realmente tuvo mala suerte. Llegó a la ciudad en plena depresión. La pobreza y desesperación se había adueñado de Alemania. Era una época convulsa y tremendamente violenta. Las Sturmabteilung o S.A., una especie de tropas de asalto, funcionaban como una organización paramilitar del Partido Nazi alemán. Los llamaban los “camisas pardas” y jugaron un importante papel en el ascenso al poder de Adolf Hitler que los usaba para atacar a la oposición de izquierda, a los demócratas y sobre todo a los judíos y otros grupos minoritarios. La violencia de las SA causó un clima de gran temor en la ciudad atrayendo a un gran número de jóvenes desempleados que veían como podían dar rienda suelta a su rabia con total impunidad. Sus máximas ya lo decían todo, sólo se podía acabar con el terror mediante el terror y que toda oposición había de ser aniquilada.

Después de un año desde su llegada, empezaron a producirse una serie de muertes muy violentas. La policía encontró los cadáveres de varios hombres extrañamente mutilados y en principio se culpó a los miembros más descontrolados de la S.A., aunque no pudo acusarse a ninguno de ellos.

El policía encargado del caso, Blaz Steiner, era un feligrés de aquella parroquia. Un hombre justo y honrado, un hombre de fierro, que se veía desbordado por los continuos desatinos de aquellos locos violentos. Intentó razonar con los líderes de la organización, pero estos desechaban que alguno de sus miembros pudiera estar implicado y dado el enorme poder que ya atesoraban, dificultaban continuamente su investigación, seguramente en el convencimiento de que, efectivamente, el asesino o los asesinos debían pertenecer al cuerpo.

Todo cambió cuando encontraron el cuerpo de uno de sus líderes muerto en su vivienda en el mismo estado y con la misma horrible mutilación que los demás. El hombre vivía solo. Era huraño y cruel y utilizaba su poder y el miedo que provocaba su organización para abusar de cuantos se cruzaban en su camino. Tras su muerte, sus compañeros de partido exigieron de Steiner que encontrara inmediatamente al culpable, acusando abiertamente a los judíos de la ciudad como acto de venganza por los desmanes que les había causado.

El policía les hizo ver lo absurdo de la imputación dado que había sido asesinado como los anteriores y presentaba la misma siniestra mutilación. Entre las víctimas ya había un judío y el resto eran personas normales, sin ningún cargo ni poder, por lo que resultaba evidente que no había sido elegido por su posición y que no era venganza el motivo de su muerte.

Se le dieron, por fin, todas las facilidades para que llevara a cabo su investigación, permitiéndole que interrogara a todo el que considerara sospechoso y que hiciera cuantos registros y turnos de vigilancia considerara oportunos, sin embargo, aunque más espaciados en el tiempo, los crímenes no cesaban.

Una noche en que la nevada era especialmente intensa, Steiner llegó a la pequeña vivienda aneja a la iglesia que los párrocos compartían. Cuando Rudolf abrió la puerta le rogó que avisara al padre Manfred, porque deseaba hacerle una consulta. Intentó excusarlo aduciendo que se había marchado a dormir, pero la insistencia del hombre y su cara de angustia, le llevaron a permitirle la entrada rogándole esperara unos minutos mientras avisaba al párroco.

Cuando por fin apareció, el policía se deshizo en excusas por haberlo molestado en una noche tan desapacible, pero le aseguró que necesitaba pedir su consejo.

El sacerdote se sentó a la mesa pidiendo que expusiera el problema pero el policía le rogó con la mirada hacerlo en privado. El padre Manfred, inflexible, ordenó al joven Rudolf que tomara asiento a su lado.

Dando vueltas entre sus manos al vaso de vino que le habían ofrecido, Steiner les fue poniendo en antecedentes sobre los crímenes que investigaba. Ya eran seis los muertos. Todos presentaban el mismo aspecto y la misma mutilación. No había nada que los relacionara, salvo el hecho de que la mayoría eran hombres que vivían solos, sin familia. El resto eran habituales visitantes de los locales nocturnos de la ciudad y de sus lupanares. Los cadáveres aparecían como si los hubieran disecado y a todos les habían cortado el pene.

Les reconoció que estaba perdido y que no tenía ningún sospechoso. Lo único con que contaba era la declaración de varios testigos que afirmaban haber visto a algunas de las víctimas la noche de su muerte, acompañados por una misteriosa mujer pelirroja. Sin embargo, no habían reconocido a ninguna de las prostitutas de la ciudad cuando se las habían mostrado.

Tras unos minutos en que estuvo contemplando el vino que ni siquiera había probado, confesó el motivo que le había llevado a explicar todo aquello a dos simples sacerdotes que, para entonces, le escuchaban totalmente expectantes.

—Ningún ser humano puede hacerle eso a otro —explicó—. No queda ni una gota de líquido en su cuerpo. Sus órganos están disecados, su piel es un pergamino y sus ojos, desmesuradamente abiertos, tienen una expresión de verdadero espanto. Esos hombres estaban vivos y sanos sólo unas horas antes. Es imposible que en ese tiempo sus cuerpos puedan degenerarse de esa forma. Humanamente imposible. Solo puede provocarlo algo que no sea humano y lo único que se me ocurre es que hayan sido endemoniados.

El silencio se adueñó de la habitación durante largos minutos en que los dos sacerdotes se miraron gravemente y el policía escrutaba su bebida como si pretendiera buscar en ella la explicación que no encontraba. El padre Manfred apuró de un trago el vino que quedaba en su vaso y puso su mano sobre el antebrazo del policía.

—Lo siento, Blaz, pero no sé nada de demonios. Te aseguro que quisiera ayudarte porque estoy muy preocupado con esas muertes. Tengo pesadillas con ellas. De hecho sueño con esa mujer del pelo rojo. Pero yo sólo soy un pobre y viejo cura de barrio que apenas tuvo formación más que para aprender a dar la misa en latín y sin tener muy claro siquiera lo que estoy diciendo. Para eso la iglesia tiene especialistas, sacerdotes preparados para enfrentarse al demonio en todas sus manifestaciones. Podríamos solicitar audiencia con el obispo y exponerle el asunto, pero sinceramente no sé si se prestará a comunicar con el Vaticano. Me temo que no es un caso habitual. Lo normal es que se les llame para que extraigan demonios de los cuerpos de algunos infelices que se suponen poseídos, pero estos se limitan a usar idiomas extraños, a injuriar a Dios y a convulsionar, es la primera noticia que tengo de un demonio que vaya matando a la gente.

—Ya, lo comprendo —admitió el policía—. Ni yo mismo estoy seguro. Soy consciente de que suena a locura, pero es la única explicación que encuentro, padre. Todos los médicos con los que he hablado me dicen lo mismo. Aseguran que es materialmente imposible que los cuerpos puedan quedar en ese estado en tan sólo unas horas. Que es como si hubieran estado sometidos a una intensa fuente de calor durante varios días. Sólo en el desierto es posible encontrar un cadáver en un estado parecido al de esos hombres. Estoy seguro padre de que los está matando algún tipo de demonio y yo no sé cómo detenerlo. Ni siquiera sé dónde buscarlo. Estoy obsesionado con todo esto. Sueño cada noche con esa mujer pelirroja de la que algunos hablan. Sueño que lucho con ella y que, invariablemente, acaba matándome. Padre, no sé qué hacer ni a quién pedir ayuda.

—Lo siento, Blaz, tú eres el policía y él o ella es el criminal. Tienes que saber cómo encontrarlo y detener toda esta matanza de una vez. Yo no puedo ayudarte. No sé cómo hacerlo. Si lo encuentras, si realmente es un endemoniado, entonces sí podré hacerlo. Hablaremos con el obispo y le pediremos que manden a alguien que se ocupe del asunto y si se niegan, yo mismo te acompañaré, aunque sólo sea para rezar el rosario ante él.

—¡Cuando lo haya atrapado, no me importará qué puñetas pueda pasar con él! —exclamó elevando algo el tono—. Lo que me angustia y me desespera es no poder hacerlo. Que siga matando hombres de mi ciudad sin que pueda detenerlo. Para eso es para lo que necesito ayuda, padre.

Cuando Steiner se levantó para dirigirse hacia la puerta dejando intacto el vaso de vino, Rudolf se atrevió a intervenir. Había estado escuchando angustiado la desesperación del hombre, impotente ante la actitud del cura.

—Quizás yo conozca al sacerdote que podría ayudarle —anunció con voz tenue provocando que el policía se detuviera y se volviera hacia él con cierta esperanza en los ojos—. Estaba en el seminario. Decían de él que había estudiado tanto a los demonios, que había llegado a enloquecer. Lo eximieron de sus obligaciones sacerdotales y lo destinaron allí para que impartiera clases a los seminaristas. Sin embargo, por lo visto, los asustaba tanto que también lo retiraron de la docencia. Se limitaba a pasear por allí siempre escudriñando y vigilándonos. Aparecía de repente en el patio, en la biblioteca o en el comedor, y se quedaba mirándonos con cara muy seria como si nos hubiera sorprendido en alguna falta imperdonable. A veces, se dirigía a alguno de nosotros y le reprendía advirtiéndole que debía estar siempre atento, no bajar la guardia jamás, porque el innombrable estaba al acecho para aprovecharse de nuestras debilidades. Nos contaba que tenía mil formas y mil caras y millones de demonios menores a su servicio, que poblaban el mundo y convivían con nosotros, a nuestro alrededor. Aseguraba que había conocido a muchos y que incluso había acabado con algunos. Aquel cura estaba loco, pero cuando comenzaba a narrar sus historias, realmente se volvía cautivador. Nos dejaba a todos boquiabiertos escuchándolas y tenía tantas que contar que, de no aparecer siempre alguno de los profesores para reprendernos a todos, podría haber estado hablando durante días.

—¿Sigue vivo? —preguntó el policía volviendo a tomar el vaso de la mesa.

—Supongo que sí, salí de allí hace más de un año, pero aunque no era joven, tenía buena salud. Nunca lo vi enfermo.

—¿Podrías acompañarme hasta allí para presentármelo? Si vinieras conmigo, sería bastante más fácil tomar contacto con él. Menos embarazoso contarle mi teoría sobre el asesino.

—El seminario está lejos y ahora en la parroquia hay muchos problemas. No creo que pueda —se excusó inmediatamente evitando mirar al párroco—. Si quiere, podría darle una carta para el superior. No sé si serviría de algo, pero podemos intentarlo.

—Padre, por favor, cédame al muchacho un par de días —rogó el policía al padre Manfred uniendo sus manos y entrecruzando sus dedos—. Creo que hablar con ese hombre sería mi única oportunidad.

—Sin duda, usted lo necesita ahora más que yo —consintió el veterano sacerdote—. Haré todo lo que de mí dependa para acabar con esas muertes, pero tendrá que hacerse cargo de sus gastos, la parroquia no podría asumirlos.

—Por supuesto, padre, por supuesto. Lo trataré a cuerpo de rey, se lo prometo.

En este momento, el padre Horacio Fernández interrumpió el relato, satisfecho por el interés que veía reflejado en los ojos del policía.

—Creo que será mejor que sigamos después, inspector —decidió el sacerdote mejicano interrumpiendo su relato—. Si seguimos aquí de cháchara, se nos hará tarde y estoy deseando visitar a sus amigos.

—Maldita sea, padre —protestó Almagro—. Adorna tanto sus relatos que, al final, nunca los acaba y siempre me deja pendiente de enterarme de lo único que me interesa. ¿Cómo puñetas puedo acabar con esa maldita pelirroja?

—Paciencia, inspector, ya le dije que el círculo debía cerrarse. Que hasta que no se reunieran los tres, cualquier intento de atacarla sería inútil. Vayamos a conocer a su compañero, quisiera intentar ayudarlo y comprobar que no es el tercero. Por su edad podríamos descartarlo, pero nunca se sabe. Supongo que mi teoría podría tener errores.

—¿Por la edad? ¿Por qué podría descartarlo por la edad? —planteó Almagro mientras salían del establecimiento después de haber abonado la cuenta del largo y espaciado desayuno.

—Porque todos ustedes habrán de estar rondando los treinta y cinco años —le comenzó a explicar—. Cuando esa mujer apareció en Alemania fue en 1930. Cuando reapareció en México fue en 1965. Ahora estamos en el año 2000. Siempre hay alrededor de treinta y cinco años de margen y ésa es la edad que les da tiempo a ustedes a cumplir antes de intentar acabar con ella de nuevo. Según mis informaciones él no tiene aún esa edad, por tanto no debe ser de la partida. Será simplemente un leal y eficaz profesional colaborador suyo.

—¡Cada minuto que pasa me parece que está usted más loco, padre! —exclamó Almagro sin poder reprimirse.

—Lo sé, lo sé, pero lléveme a ver a su amigo, por favor.

—De acuerdo, al fin y al cabo no tengo nada más importante que hacer.

Los dos hombres caminaron en silencio hasta llegar al automóvil, justo entonces sonó el teléfono de Almagro. Tras escuchar durante unos minutos, se volvió hacia el sacerdote.

—Cambio de planes padre, el jefe del laboratorio quiere hablar conmigo —informó—. Por fin debe tener algo interesante que contarme sobre su amiga.

—De acuerdo, iremos a verlo.

—No padre, no puedo meterlo en todos los jaleos de la policía. Lo llamaré cuando acabe ¿de acuerdo?

—Pero ¿qué voy a hacer yo? —protestó—. No puedo perder el tiempo estando ella aquí.

—Lo siento padre, pero no voy a llevarlo al laboratorio y contarle a todo el mundo lo que estamos haciendo ¿quiere que todo el cuerpo de policía me tome por loco?

—Al menos déjeme en el hospital y permita que visite a su compañero mientras tanto.

—De acuerdo, lo dejaré en la puerta y avisaré al policía de guardia para que lo deje pasar. Está en la habitación 505. Pasaré a recogerlo cuando termine.

Condujo el automóvil por las calles atestadas de vehículos paralizados por las numerosísimas obras municipales que tenían prácticamente colapsado el tráfico de la ciudad. Los continuos y forzosos parones estaban poniendo nervioso al policía. El cura intentaba, infructuosamente, calmar su ansiedad haciéndole continuas preguntas sobre la ciudad. No obtenía más que gruñidos y alguna corta frase que en nada satisfacían su curiosidad.

Cuando vio al sacerdote dirigirse hacia la puerta del hospital, Almagro no pudo evitar desear con todas sus fuerzas que aquel hombre no fuera un farsante o un loco y que, realmente, pudiera ayudarle salvando a su compañero y diciéndole como acabar con aquella mujer. Le vio entrar en el edificio y de alguna forma se sintió reconfortado, seguro de que todo iría bien. Telefoneó para anunciar la visita del hombre y ordenar que le facilitaran la entrada. Después se marchó deseando suerte a su nuevo y extraño amigo.

Cuando llegó a la comisaría central, ni siquiera quiso esperar al ascensor, subió al tercer piso corriendo por las escaleras y entró como una exhalación en el departamento de policía científica preguntando por el inspector Miguel Salvador. Éste, en cuanto escuchó su voz, salió apresuradamente de su despacho situado a pocos metros de la puerta de entrada del grupo.

—¿Inspector Almagro? Me alegro de verlo —preguntó tendiéndole la mano—. Estaba ansioso porque llegara. Dejé aviso para que viniera en cuanto le fuera posible.

—Lo siento pero esta mañana no he pasado por la comisaría y hasta hace un rato no me han llamado para darme su aviso ¿Qué tiene?

—Pase al despacho, será mejor un poco de privacidad —invitó cediéndole el paso—. ¡Este caso me tiene verdaderamente desorientando, Almagro!

—¡No quiera saber cómo me tiene a mí, compañero! ¿Tiene ya los resultados del ADN?

—Sí, los del ADN y los de la sangre que yo mismo tomé del lugar donde se enfrentó con la mujer.

—¿Y bien? ¿La hemos podido identificar?

—¿Identificar? No, Almagro, no sabemos quién es. ¡Ni siquiera sabemos qué es!

—¿Qué intenta decirme, hombre? No tengo tiempo que perder jugando a acertijos.

—Lo que intento decirle es que la sangre que analicé no corresponde a ninguno de los grupos humanos conocidos. Tampoco es de ninguno de los animales que tenemos procesados.

—Obviamente, debe tratarse de un error. Las muestras de sangre debieron contaminarse con algo en el camino al laboratorio.

—Puede ser, de hecho me inclinaría por eso si no fuera por el problema que hemos encontrado con el ADN.

—¿Tampoco tiene ADN?—intentó bromear.

—Claro que tiene ADN, todo tiene ADN, pero no hemos podido identificar a qué pertenece.

—Bueno, tampoco es tan extraño. Supongo que tendréis una base limitada de personas registradas ¿no?

—Creo que no me entiende. No es que no podamos identificar a “quién” pertenece, sino a “qué” pertenece. Esa cadena genética es muy parecida a la humana pero no idéntica y tampoco lo es a la de ningún otro animal conocido hasta la fecha. Obviamente, entendimos que debía tratarse de algún tipo de error de procesamiento. Pero cuando nos remitieron las partículas de piel que encontraron en las uñas del primer cadáver al hacerle la autopsia y las analizamos, el resultado fue idéntico al que hallamos en el vaso que tomaron de la habitación. Conclusión: Lo que atacó a ese hombre no es humano o, al menos, es un nuevo tipo de humano desconocido hasta ahora.

Los dos hombres quedaron en silencio, mirándose fijamente, durante unos segundos.

—¡No me joda! —exclamó por fin Almagro—. ¿Qué quiere decirme? ¿Que a ese tipo se lo cargó un alienígena?

—No. Yo sólo soy un investigador. No digo ni afirmo nada sobre quién asesinó a ese hombre. Me limito a asegurarle que, según las pruebas analizadas, “algo” bebió de un vaso y luego fue arañado por el muerto y que el ADN de ese “algo” no está registrado en nuestra base de datos. Y, por supuesto, no es humano.

—Entonces ¿qué estamos buscando? Tiene que decirme algo concreto, algo que nos sirva, ¡no puede dejarme así! Yo no tengo ni idea de qué puñetas es el ADN y por qué tiene tanta importancia como usted parece darle.

—Verá, el asunto del ADN no es realmente tan complejo como parece, pero sí muy determinante. En resumen, y para que me entienda, el ADN contiene toda la información necesaria para el desarrollo de los seres vivos y éste es idéntico en todas sus células. Los genes que se contienen en el ADN son los que determinan que usted y yo seamos como somos. Contienen códigos con las instrucciones necesarias para la fabricación de proteínas y para el funcionamiento de los procesos de nuestro organismo. Esos códigos, salvo casos eventuales de mutación, no difieren entre los individuos. De hecho, se considera que el 99,5% de la secuencia del genoma es exactamente análoga entre todos los seres humanos, incluso no encontraría muchas diferencias entre usted y su perro, si tiene alguno. Sin embargo, en nuestro material genético existen determinadas regiones que no producen proteínas ni tienen función aparente y que son muy variables. Son el 0,5% que nos quedaba y esa larguísima cadena de ADN, es la que nos hace singulares a cada uno. Es decir, son unos pequeños fragmentos que se repiten una y otra vez, y el número de veces que se repite difiere de un individuo a otro, con una individualización máxima. Es una especie de código de barras único, la huella genética propia de una persona o de cualquier animal. Es decir, todo ser vivo porta su ADN delator en cada una de sus células, por eso el perfil genético puede obtenerse a partir de células derivadas de cualquier muestra biológica microscópica, sangre, pelo, saliva, sudor, piel o incluso de una motita de caspa. Ese perfil genético es el que nos revela si estamos ante un humano y si lo es de quién se trata. El que hemos obtenido puedo asegurarle que no se corresponde con ninguna especie conocida hasta la fecha.

—¡Maldita sea, va a tener razón al final! —no pudo evitar exclamar en voz alta el policía.

—¿Quién va a tener razón?; ¿Qué es lo que dice? —se interesó Salvador.

—No quiera saberlo, Salvador —le aconsejó—. Son cosas de la investigación.

—Escúcheme Almagro, este caso es mi prioridad absoluta, si tiene alguna novedad, alguna información, le ruego que me la haga saber. Vivo obsesionado con el asunto. Incluso tengo pesadillas con él.

—¿Qué tipo de pesadillas? —preguntó inmediatamente Almagro acercándose al hombre—. ¿Con qué sueña?

—Bueno, son cosas absurdas —contestó Miguel Salvador un poco abrumado—. Sueño que persigo a esa mujer pelirroja y que es ella la que acaba acosándome.

—¿Qué edad tiene, Salvador?

—¿Cómo? ¿Para qué quiere saber mi edad? Me desconcierta inspector. No creo que sea momento para bromear.

—Créame, no estoy bromeando. Es importante que sepa su edad. ¿Ha cumplido ya los treinta y cinco años?

—Hace cuatro meses ¿por qué es tan importante?

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