Lilith

Lilith


Capítulo1

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—Maldita sea, no podía imaginarme que fuera usted.

—¿Qué fuera yo quién? ¿De qué me está hablando?

—Escúcheme, creo que hay algo que debería saber, pero yo no me atrevo a contárselo. Usted me tomaría por un loco y me mandaría a hacer puñetas. Supongo que incluso daría parte a mi superior por mi evidente trastorno psíquico —Almagro se permitía incluso sonreír—. Si puede perderse un rato, quisiera que me acompañara a ver a una persona. Si yo se lo explicara, usted no me creería. Si lo hace él, quizás pueda convencerlo. Conmigo lo logró.

—Ya le he dicho que esto es mi prioridad pero tendrá que decirme algo más si quiere que le acompañe.

—Bueno, la persona a la que quiero que conozca es un sacerdote y me asegura que podrá decirme como se puede acabar con esa mujer. Quizás usted pueda ayudarme a hacerlo. ¿Vendrá?

—Todo esto me parece absurdo, pero algo me dice que le siga, que le haga caso —dudó Salvador—. Al fin, todo lo que me está pasando desde hace días no tiene sentido ¿qué más da perder un par de horas?; ¿Dónde quiere que vayamos?

—Al hospital Macarena, ese hombre está ahora visitando a Valbuena. También me aseguró que podría ayudarlo. Por cierto, ¿está usted casado?

—No, sigo soltero ¿por qué me lo pregunta?

—Por nada, amigo, por nada. Cosas mías.

Cuando llegó ante la sala 505, el policía se retiró de la puerta y saludándole, la abrió facilitándole el paso. La habitación era pequeña y estaba ocupada por una sola cama, una pequeña mesa plegada y un par de aparatos médicos conectados al brazo del corpulento hombre que, inconsciente, ocupaba la habitación.

Aparentaba estar dormido, pero su rostro estaba contraído en una mueca de dolor. Estaba pálido y demacrado y su respiración era pausada y profunda. El sacerdote se acercó hasta él y puso su mano sobre la frente del hombre. Estaba frío, como si fuera un cadáver que respirara.

Sacó una estola morada del pequeño maletín del que no se había separado desde que llegó a la ciudad y se la colocó en el cuello. Tomando un pequeño frasco de cristal labrado comenzó a regar unas gotas sobre el rostro del hombre mientras musitaba unas frases entre dientes. Tras guardar la botellita en el maletín, abrió su pequeño y ajado libro de tapas negras y tomó la mano del hombre en la suya.

—Yo te conmino, espíritu inmundo —comenzó a recitar, ahora en voz alta y clara— por los misterios de la encarnación, pasión, resurrección, y por la misión del Espíritu Santo, y por la venida del mismo, Nuestro Señor, en el juicio Universal, para que me obedezcas en todo a mí que soy, aunque indigno, ministro de Dios, y no causes mal alguno a esta criatura de Dios.

Siguió una larga letanía en latín y regularmente soltaba la mano del hombre y le apoyaba la suya en la frente.

—Exurgat Deus, et dissipendur inimici eius et fugiant qui oderunt eum, a facie rius

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—recitaba en voz más baja y profunda.

Durante más de una hora, el padre Horacio Fernández, estuvo rezando por el policía, siempre las mismas palabras, siempre los mismos gestos, realizando continuamente la señal de la cruz sobre el rostro del hombre. Finalmente, tras besarle la frente, se acercó la estola a los labios y se la retiró después del cuello, arrodillándose con gran trabajo junto a la cama y apoyando la cabeza sobre el brazo inane del hombre. Permaneció así durante muchos minutos, hasta que sintió como, bajo su frente, los músculos de Valbuena volvían a la vida.

Levantándose con el mismo esfuerzo, se retiró unos metros de la cama observándolo. Una sonrisa beatífica se dibujó en su rostro al comprobar que el del hombre se relajaba y que su piel, muy lentamente, iba tomando un ligero color sonrosado.

—Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam

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—musitó un segundo antes de dirigirse hacia la puerta y rogar al policía que llamara al médico, comunicándole que Valbuena había recuperado la conciencia. El agente lo miró asombrado tras asomar brevemente la cabeza en la habitación y comprobar la veracidad de la noticia. Inmediatamente llamó la atención de la enfermera que se encontraba detrás del pequeño mostrador situado en mitad del pasillo. El sacerdote volvió a entrar en la habitación. Valbuena tenía los ojos abiertos y lo miraba fijamente de arriba abajo.

—¿Quién es usted? —preguntó con débil voz—. ¿Tan grave estoy para que me manden un cura?

—Ya no, hijo mío, pero habían intentado robarte algo que he tenido que recuperar —le respondió suavemente—. Ahora, ya está todo bien. Todo como tenía que estar. Sólo te hace falta descansar. Has luchado con bravura, debes estar agotado.

—¡Cómo si me hubiera pasado una apisonadora por encima! —confirmó—. ¡Gracias, padre! No sé qué ha pasado ni qué ha hecho, pero su voz me ha guiado. Sentía como si estuviera muy lejos y me fuera alejando cada vez más. Creo que usted me ha hecho volver ¿verdad?

—Yo solamente te he indicado el camino. Tú lo has recorrido solo —le respondió colocando de nuevo su mano sobre la frente del hombre que, de inmediato, cayó en un nuevo sueño. Ahora, su rostro estaba completamente sereno.

La llegada del médico seguido de dos enfermeras, hizo que el sacerdote se retirara de la cama y un poco vacilante salió de la habitación dirigiéndose a unos sillones que se encontraban al principio del pasillo. Se sentó en uno de ellos y, aferrando con fuerza su inseparable maletín, apoyó su cabeza en el rojo respaldo y cerró los ojos, agotado.

Cayó en un espeso letargo hasta que la mano de Almagro en su hombro le sacó del sueño en que se había sumido. Esbozó una leve sonrisa de bienvenida que se acentuó cuando vio que estaba acompañado.

—Vaya inspector, ha encontrado usted solo al tercer guerrero —saludó apenas en un susurro.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe que es él?—inquirió Almagro.

—¿Por qué si no iba a traérmelo?—concluyó el sacerdote.

—¿Puedo saber de qué están hablando? —interrumpió Salvador harto de pasar la mirada de uno a otro.

—Padre, le presento al inspector de la policía científica Miguel Salvador —se apresuró a presentar y dirigiéndose al otro, aclaró—. Este es el sacerdote de quién le he hablado.

—¿A qué se ha referido con el tercer guerrero? —preguntó suspicaz Salvador.

—No he querido adelantar nada, padre, he preferido que fuera usted quién le contara lo que pretende —aclaró Almagro ante la mirada expectante del sacerdote—. No me sentí capaz de convencerle de algo tan absurdo. ¿Cómo se encuentra Valbuena?

—Vaya a comprobarlo usted mismo. Creo que le estará aguardando.

—¿Ha despertado? —preguntó excitado el policía—. ¿Lo ha conseguido?

—Lo ha conseguido él mismo, yo sólo lo he ayudado un poco. Es un hombre fuerte y valeroso su compañero —sonrió el sacerdote viendo como Almagro se dirigía de inmediato hacia la habitación donde, unas horas antes, había dejado a su perdido compañero—. Realmente también tiene usted un nombre muy apropiado, señor Salvador. Siéntese, por favor, tengo una extraña historia que contarle.

Cuando Almagro regresó, el rostro del hombre reflejaba la profunda perplejidad que, sin duda, la conversación con el sacerdote le había producido. Aprovechó el silencio que ahora reinaba para agradecerle lo que había hecho por su amigo. Desde que entró en la habitación comprobó el cambio que se había operado en el hombre. La serenidad de su rostro lo reflejaba. Había desaparecido el rictus que deformaba su cara desde que lo atendió sobre el frío suelo del callejón intentando reanimarlo.

—No tiene importancia, inspector, es mi trabajo ¿recuerda? —sonrió el sacerdote—. Pero he de confesarle que me ha dejado extenuado. ¡Ya no tengo edad para estas cosas!

—¿Pretende guiarnos en la lucha con un demonio y se agota rezando por un enfermo? —inquirió Almagro devolviendo la sonrisa—. Valbuena me ha pedido que le agradezca lo que hizo por él.

—¿Sigue despierto? —quiso saber el sacerdote—. Cuando salí cayó en un profundo sueño.

—Lo desperté para saber cómo estaba. Quería asegurarme que realmente lo había sacado del coma y que estaba bien.

—¿Usted lo cree, Almagro? —interrumpió Salvador obviando la conversación que los dos hombres mantenían—. ¿Realmente me ha traído hasta aquí para escuchar la sarta de bobadas que me ha contado?

—¡Bueno, no sé hasta dónde le ha contado! —respondió—. Pero, creo que sí. Creo que a mí me convenció.

—Entonces, ¿cree que nosotros estamos predestinados para luchar con esa mujer?; ¿Qué ella es un demonio? ¿Qué lleva matando hombres desde hace siglos?

—Verá, Salvador, yo ni creo ni dejo de creer nada —puntualizó Almagro—. Pero hay algo evidente. Esa mujer no es normal. Usted mismo me lo ha dicho. No tiene sangre ni ADN humano. La reventé con cinco disparos de escopeta y le descargué la pistola en el pecho. A pesar de ello, no encontré su cadáver. Aparece y desaparece sin que nadie la vea. Y se come el pene de sus víctimas. Sí, Salvador, en el grupo de informática tienen la grabación. Le aconsejo que la vea, no tiene desperdicio. Esa mujer ha matado ya a tres hombres y casi acaba con mi compañero y conmigo, inspector, no tengo ni idea de cómo pararla. No sé que le habrá contado, pero le aseguro que si creyéndolo puedo acabar con ella, estoy dispuesto a hacerlo, por estúpido o absurdo que me parezca.

—Realmente no le he contado toda la historia —aclaró el sacerdote—. He considerado que, dado que tenemos que ir a hablar con el juez, sería más lógico aclararlo cuando esté él presente. De esa forma perderemos menos tiempo ¿No creen?

—¿El juez? ¿Qué juez? —inquirió Salvador—. ¿También van a implicar a un juez? Están locos.

—Enséñele la fotografía, padre, quizás lo reconozca —pidió Almagro—. Está tomada al parecer en México, hace treinta y tantos años.

—¡No puede ser! —exclamó después de examinar durante unos instantes la fotografía que le había alargado el sacerdote tras sacarla de su maletín—. ¡Parece el juez De los Santos! ¿Cómo la ha trucado?

—Puedo asegurarle que tengo esa fotografía en mi poder desde hace más de veinte años —respondió—. Vamos, hijo mío, sabe que lo que le digo es la verdad. Difícil de creer, pero la verdad. Lo único que he hecho es darle explicación a lo que usted estaba viviendo en sus sueños. Confirmarle lo que usted ya intuía ¿verdad? Ríndase de una vez y ayúdenos. Le necesitamos. Usted es imprescindible para acabar con esa cosa. Hay muchas vidas en juego. En México mató a veinte hombres antes de marcharse. En Alemania acabó con veintitrés. No sé cuántos fueron antes de entonces, sólo encontré pruebas de esas dos matanzas y la que provocó en Bulgaria hace muchísimo tiempo, pero le aseguro que lleva haciéndolas desde siempre. Hasta ahora, que sepamos, sólo ha matado a tres hombres. Podemos salvar a muchos otros.

—Lo siento, no cuenten conmigo. No puedo participar en una estupidez semejante. Sencillamente, no puedo —Salvador agachó la cabeza y, tras unos segundos, les dio la espalda alejándose por el pasillo.

—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Almagro tras seguirlo con la mirada—. ¡Si éste no le ha creído, imagínese dónde puede mandarnos el juez!

—Ten fe, hijo mío, ten fe —aconsejó el sacerdote—. Recuerda que no estamos solos en esto. Alguna vez tendrá que echarnos una mano, ¿no crees?

—Pues ya va siendo hora, porque de momento no nos ha echado mucha cuenta.

—Vamos a ver a su juez de una vez, va llegando la hora del almuerzo y no quiero comer hasta que haya hecho los deberes —el sacerdote comenzó a caminar por el pasillo seguido por Almagro que no pudo reprimir una nueva sonrisa. No recordaba haber sonreído tanto desde hacía mucho tiempo.

 

 

 

12:30 horas

 

 

 

Almagro dejó que el sacerdote manejara la situación. El juez Ángel de los Santos los había recibido de inmediato. Salió del despacho en cuanto le comunicaron que él deseaba verlo. Cuando se sentaron ante la mesa, después de presentarle al padre Fernández, la expresión del magistrado evidenciaba perplejidad. No podía entender que tenía que explicar un sacerdote sobre un asunto en que se habían asesinado a tres hombres.

El padre Fernández, quizás escarmentado por la reacción de Salvador, intentó remontarse en su tesis hasta las muertes ocurridas en México, sin embargo al poco de iniciar su historia, el juez le interrumpió delicadamente.

—Lo siento, padre, pero tengo a dos hombres y sus abogados esperando para declarar. No entiendo muy bien donde pretende llegar contándome esa historia. Estamos intentando...

—Si tiene un poco de paciencia conmigo lo comprenderá pronto —interrumpió el sacerdote—. Lo que pretendo explicarle, es que lo mismo que está ocurriendo aquí, ya pasó en mi país hace treinta y cinco años y en Alemania otros tantos años antes. Lo que estoy diciéndole es que la mujer que está asesinando a esos hombres, no es lo que parece. Es un demonio, señor juez, uno de los demonios más poderosos que existen y no parará de matar hasta que se encuentre saciada.

—¿Está usted loco? ¿De verdad pretende que crea que la asesina es un demonio? —inquirió elevando el tono de voz.

—Sí, entre otras cosas que, si me lo permite, le seguiré exponiendo —respondió muy sereno el sacerdote.

—Realmente, Almagro, estoy sorprendido —exclamó dirigiéndose al policía—. Pensaba que era usted el más cualificado para llevar este asunto porque lo tengo en una gran estima y consideración, pero que me traiga usted a este señor a mi despacho para que me cuente todo esto, me parece lamentable. Sinceramente, no sólo estoy decepcionado, sino que empiezo a dudar de su capacidad.

—Verá, señoría —intervino Almagro—. Soy consciente de lo que parece, pero le rogaría que dejara al padre Fernández que acabara de contarle su historia. Acabo de hablar con el inspector jefe de la policía científica. Han analizado la sangre de esa mujer y el ADN que recogieron del vaso que encontramos en el piso del arquitecto y de la piel que tenía el cadáver bajo las uñas. Según me ha asegurado, ni la una ni el otro, pueden considerarse humanos, por tanto, parece claro que quién mató a ese hombre y quien se enfrentó conmigo no es una mujer. ¿Qué es? No lo sé. El padre Fernández asegura que es un demonio y tiene argumentos. Sólo quiero que lo escuche, después podrá mandarnos a paseo y dar parte de mí, si lo estima oportuno.

—¿Realmente cree en el demonio, inspector? Esto me parece tan absurdo...

—Le aseguro que, hasta ayer, consideraba que eso de los demonios era una estupidez. Pero eso era antes de haberle destrozado la cabeza y el corazón a una mujer que siguió caminando hacia mí para matarme. Después de ver eso, estoy dispuesto a creer cualquier cosa.

—En cualquier caso, no sé qué pinto yo en todo esto —concluyó el juez tras mirar en silencio al policía durante unos minutos recapacitando sobre todo lo que le había argumentado—. Hombre, mujer o demonio, tendrán que atraparlo para que yo pueda intervenir ¿o es que quieren algún tipo de autorización judicial?

—No, señor juez, lo que queremos es su ayuda. Necesitamos su ayuda —aseguró el sacerdote—. Eso es lo que pretendía explicarle. Dígame ¿No es cierto que usted sueña con esa mujer? ¿No es cierto que en esos sueños usted lucha con ella? ¿No es cierto que, en el fondo, usted sabe que debe enfrentarse a ella?

—¡Realmente está usted loco! —exclamó poniéndose en pie—. Por favor, les agradecería que se marcharan, tengo que seguir con mi trabajo.

—¿No sueña con ella? —insistió el padre Fernández—. Al menos contésteme con sinceridad. Después nos iremos si quiere, pero necesito saberlo.

—Sí, claro que sueño con ella —confirmó tras unos instantes—. Es lógico que lo haga. He tenido que hacerme cargo de tres cadáveres destrozados. Con el horror en su rostro. He leído los informes del inspector Almagro e incluso he visto el retrato robot de esa mujer. Estoy obsesionado con ella porque hacerlo es parte de mi trabajo. Basarse en ello para pretender que crea en demonios y fantasma es estúpido ¿no cree?

—Es posible, pero dígame ¿La primera vez que soñó con ella, fue antes o después de ver el retrato?

El magistrado se quedó bloqueado durante unos minutos mirando al sacerdote. Lentamente se volvió a sentar en su sillón tapizado en rojo y empezó a mover los documentos que había sobre la mesa.

—Es cierto. Soñé con esa mujer antes de verla reflejada en el dibujo, pero debió ser por algún tipo de asociación de ideas. Alguien debió describirla o vi alguna fotografía. No lo sé.

—No señor juez. Acéptelo. Usted conocía a esa mujer. Usted, en su subconsciente, sabía que ella los había matado —el sacerdote intentaba aprovechar la duda del juez—. Mire esta fotografía, la tomaron en México hace treinta y cinco años. Es del policía que investigó el asesinato de veinte hombres.

El juez De los Santos tomó la fotografía y la examinó poniéndose las gafas que reposaban sobre su mesa. No pudo evitar disimular la sorpresa que le causó ver su rostro en ella. Siguió contemplándola durante unos minutos y después la devolvió al sacerdote.

—¿Qué están intentando decirme? —preguntó sin mirarles—. ¡Me estoy empezando a volver loco yo también! ¿Pretende decirme que viví en México en otra vida y que usted me conoció? ¡Por Dios!

—Sólo quiero que escuche una historia. Después haga lo que estime oportuno, pero puedo asegurarle que si no nos ayuda, nadie podrá detener a esa bestia —el sacerdote suavizó lo que pudo su voz comprensivo por el estado en que se encontraba el magistrado—. Matará hasta que se encuentre saciada y luego desaparecerá.

—Está bien, le escucharé, pero no puedo hacer esperar más a esos hombres —se rindió el juez, entrelazando sus dedos y acomodándose en el sillón mirando el rostro complacido del sacerdote—. Vengan mañana a primera hora y les dedicaré el tiempo necesario.

—Desgraciadamente, no podemos perder más tiempo —urgió el sacerdote—. ¿Por qué no deja que le invite a almorzar? Créame que esta historia se escucha mejor con una copa de buen vino en la mano.

—De acuerdo —aceptó tras meditar unos segundos—. En un par de hora estaré con ustedes, llámenme cuando hayan elegido el sitio.

Salieron del despacho sin que el magistrado les acompañara ni les ofreciera siquiera la mano. Lo habían convencido, pero era evidente que no lo habían hecho feliz. Los dos hombres salieron del edificio rápidamente y sin hablar.

—Me gustaría que llamara al amigo Salvador. Quisiera intentarlo de nuevo —planteó el sacerdote cuando llegaron al vehículo—. Quizás acepte la invitación sabiendo que el juez asistirá.

Antes de arrancar el vehículo, Almagro marcó el número y le cedió el teléfono.

—Tome, intente convencerle usted, yo paso —dijo—. Estoy empezando a cansarme de este jueguecito. ¿Por qué no me dice de una vez como matarla y nos dejamos de historias?

—Todo a su tiempo —contestó tomando el teléfono y llevándolo al oído—. No se preocupe, pronto sabrá toda la historia y lo comprenderá.

 

 

 

Cuando recibió la llamada, Miguel Salvador estuvo a punto de no contestar. Era un número desconocido y supuso que era Almagro. No quería saber nada más de aquella absurda historia. Él siempre había sido un hombre racional y nunca, ni siquiera de niño, se había sentido atraído por nada que no tuviera una explicación lógica y científica.

Desde que les dio la espalda en el hospital había sentido una sensación de vacío que no llegaba a comprender. Toda la historia que le había contado el sacerdote no dejaba de parecerle una estupidez, pero algunos de sus comentarios lo dejaron desconcertado. Estaba seguro que la fotografía tenía que estar trucada, pero realmente parecía auténtica y si era así ¿cómo podía tener aquel hombre tanto parecido con el juez? Por otra parte, ¿cómo podía saber él de sus pesadillas? Haber soñado con aquella mujer antes de ver el retrato robot lo tenía confuso. No sabía encontrarle una explicación lógica y aquello lo enfurecía, pero que aquel hombre hubiera adivinado que lo había hecho, lo dejó todavía más desorientado.

Cuando al fin se decidió a responder, el sacerdote se limitó a comunicarle que habían quedado con el juez para almorzar y que querría que él también acudiera. Necesitaba explicarle algo, afirmó.

—No tiene nada que perder, tan solo un par de horas. A cambio, le prometo que le invitaré a una comida bien rica. Por favor señor, le necesitamos —acabó rogándole.

—De acuerdo —accedió por fin tras meditar unos segundos en un silencio respetado por el sacerdote—. ¿Dónde han quedado?

—Aún no lo hemos hecho —reconoció— Le llamaré en unos minutos cuando lo decidamos. Gracias, amigo mío, muchas gracias.

Cuando el sacerdote colgó, Salvador tardó varios segundos en apartar el teléfono de su oído, confuso y sorprendido todavía por haber accedido a la invitación. Aunque era un camino largo, había decidido regresar caminando hasta la comisaría para poner en orden sus pensamientos. Se quedó en pie en medio del puente de Triana esperando la nueva llamada del sacerdote, procurando mantener la mente en blanco para evitar que se impusiera su sentido común y lo mandara todo a paseo.

No le sorprendió que el sacerdote, al cabo de unos minutos, lo citara en un restaurante mejicano. Desde que le prometió una “comida bien rica” dedujo que pretendía agasajarlo con los platos de su país. Él era, como en casi todo, frugal en la comida, por lo que la noticia no le alegró precisamente. Las especias y las salsas no eran su comida preferida. Se consoló pensando que también tendrían ensaladas y sándwiches.

Sopesó tomar un taxi pero, finalmente, decidió acudir caminando. “La cantina de Zapata” estaba en el centro del barrio de Los Remedios y, en relación a la distancia que ya había recorrido, no estaba lejos.

Jamás había creído en el destino, la predestinación y mucho menos en la reencarnación y ahora aquel extraño cura venía a asegurarle que él llevaba haciéndolo, prácticamente desde el principio de los tiempos y siempre con el objeto de luchar contra un demonio que regularmente acudía a su mundo a violar hombres y matarlos. Era tan estúpido que no podía comprender la apremiante necesidad que sentía de seguir escuchando al hombre. Podía llegar a comprender que Almagro hubiera acabado creyéndolo. La tragedia que había sufrido el pobre hombre podía haberlo dejado afectado y susceptible a aquella historia. Campo de cultivo para todas aquellas patrañas de espiritismos, fantasmas y vida en el más allá, pero no se explicaba como él, el brillante investigador criminólogo, podía vencerse a ellas.

Era evidente que no las creía pero no era menos cierto que tampoco se explicaba qué había pasado con sus análisis. El tipo sanguíneo desconocido, las huellas dactilares inexistentes y el ADN inexplicable. ¿Qué pasaba con ellos? No podía encontrarles explicación pero, sin duda, la tendrían. Tenían que tenerlas. Lo contrario implicaría admitir que no sería tan descabellado plantear un origen extrahumano para aquella mujer y eso sería poco menos que aceptar que las historias del cura podían tener cierto atisbo de verdad. Y él se negaba a creerlo.

Cuando entró al restaurante, el juez de los Santos aún no había llegado.

Era un sitio acogedor, con las mesas y las sillas pintadas de diversos colores. El sacerdote le hizo señas desde la mesa que ocupaba con Almagro al fondo del local. Estaba radiante, con una ancha sonrisa que iluminaba su moreno rostro. Salvador no pudo evitar sentir simpatía por el hombre y aquello lo desconcertó aún más. Él no era un hombre simpático, ni siquiera podía decirse que fuera muy sociable. No tenía amigos. Tan sólo se relacionaba socialmente con los hombres de su laboratorio y con algunos antiguos compañeros de facultad con los que, muy esporádicamente, se citaba para ir al cine o tomar algún café. Sin embargo, ahora sentía la necesidad de hacerse amigo de aquel extraño sacerdote que había llegado para complicar su monótona y regular existencia.

Sin saber negarse, se sorprendió agarrando la jarra de cerveza que le ofrecía y más aún cuando se descubrió tomando un gran sorbo del frío líquido ambarino. A lo largo de su vida no habrían sido más de diez cervezas las que había bebido y siempre por compromiso y en circunstancias muy especiales. No es que le resultara desagradable su sabor pero tampoco se había aficionado en modo alguno a beberla. Sin embargo, curiosamente, en ese momento era lo que más le apetecía del mundo. La apuró en tres largos tragos y le reconfortó ver como el sacerdote inmediatamente procedía a reclamar otra al camarero. No llevaba más de cinco minutos con aquel hombre y ya estaba comportándose de forma extraña y absolutamente desacostumbrada.

—Me alegro mucho de que haya accedido a venir, señor Salvador —le confesó el sacerdote alargándole la nueva jarra de cerveza—. Después de comer, si usted quiere, le dejaré tranquilo.

—Eso espero, realmente todavía no sé qué hago aquí. Me parece absurdo volver a escuchar sus historias porque no me convencerá.

—No adelantemos acontecimientos, mi amigo. Cuando llegue el juez, les relataré lo que sé y después les dejaré tranquilos si es lo que quieren.

—¿Pedimos ya o esperamos a su señoría? —terció Almagro—. Maldita sea, padre, desde que lo conozco se me ha abierto el apetito. Vuelvo a estar hambriento.

—Me gustaría esperarlo porque quiero pedirles que me permitan seleccionar el menú. Ya he estado hablando con el cocinero que es paisano mío.

—Lo siento, pero no me gustan las comidas picantes —se excusó Salvador—. Preferiría tomar una ensalada o algún sándwich.

—Vamos, inspector, un día es un día —exclamó el sacerdote—. Hágame caso, atrévase. Ya verá como no lo decepcionamos. Le encantará. Es el último favor que le pediré.

Miguel Salvador se limitó a llevarse la jarra de cerveza a los labios tras esbozar una sonrisa. Aquel hombre tenía la virtud de convencerlo siempre, así que se preparó para degustar la cocina mejicana.

Unos minutos después apareció el juez disculpándose por su demora y agradeciendo la jarra de cerveza que el sacerdote se apresuró a ofrecerle. Estuvieron departiendo de forma intrascendente durante unos minutos, hasta que el camarero puso en la mesa una gran bandeja llena de diversos y pequeños bocados.

—Pruébenlos. Los llamamos antojitos —exclamó el sacerdote como si la llegada de los aperitivos significara un gran acontecimiento—. En mi país los tomamos en las grandes ocasiones.

Se quedó mirando complacido como se servían algunos de los pastelillos en sus platos y esperó expectante su reacción. Cuando comprobó que, por sus gestos, los tres hombres aprobaban su sabor, tomó uno él mismo y apoltronándose en su silla se dispuso a saborearlo.

—No es que no me encuentre a gusto en su compañía, padre —terció el juez al cabo de unos minutos—. Pero he dejado tarea para la tarde. Si tiene algo que explicarnos o pedirnos, le rogaría que comenzara.

—Lleva razón, don Ángel —exclamó inmediatamente—. No me demoraré más. Mi amigo el inspector Almagro les lleva algo de ventaja, por eso abreviaré algo mi relato. Por separado, les he expuesto mi descabellada teoría por la cual ustedes serían la reencarnación de los tres ángeles que según la mitología Dios envió a buscar a Lilith para devolverla junto a Adán. Es cierto, mirado así no deja de parecer una estupidez. Pero es más absurdo que un demonio se pasee por las calles de su ciudad, reventando a pobres desgraciados que piensan que van a tener una noche de amor y acaban completamente disecados. Y sin embargo, esa mujer existe y está aquí y está matando a sus paisanos. Por favor, permítanme que les cuente mi historia. Es imprescindible que la conozcan para que puedan comprender qué hago aquí y por qué les ruego que me ayuden.

El sacerdote tomó la copa de vino, se la llevó a los labios y fijando su mirada en un punto indefinido de la pared, comenzó a narrar su historia ante la mirada expectante de los tres hombres.

Cuando narró la muerte de su padre, no pudo evitar volver a emocionarse. Sus ojos se enturbiaron y, ante la respetuosa mirada de los tres hombres, tuvo que hacer varias pausas. Almagro supuso que recordar aquello ante el juez de los Santos le hacía revivirlo con más intensidad que la vez anterior, cuando únicamente él le escuchaba.

—Créame, don Ángel, aquel abrazo me reconfortó por toda una vida. Yo no quería separarme de su pecho, no quería dejar de sentir sus brazos rodeándome, ¡me sentía tan seguro, tan protegido a su lado! —la expresividad del sacerdote incomodó al juez—. Desde ese momento supe que usted era especial.

—Vamos, padre, eso es absurdo —le interrumpió—. Usted había sufrido un evidente y comprensible trauma y fue el abrazo lo que le reconfortó. Independientemente de quién se lo diera. Es obvio que el hombre se comportó con sensibilidad, pero de ahí a que fuera un ángel... es absurdo. Casi tan absurdo como que ese hombre fuera yo. Es posible que se lo recuerde y no dude que eso me halaga puesto que es evidente que era un buen hombre pero créame, no era yo.

—De acuerdo, de acuerdo —sonrió el sacerdote extendiendo sus palmas hacia el juez en señal de rendición— no empecemos a discutir ya. Continuaré con mi historia. Es que no puedo evitar revivir aquel momento cada vez que lo miro.

El padre Fernández retomó enseguida su historia para evitar que los hombres pudieran seguir exponiendo sus dudas y alegando su evidente escepticismo. Les narró cómo se convirtió en un experto en demonología y como su obsesión por encontrar a la asesina de su padre le llevó hasta Alemania, en busca del padre Rudolf, quien según su profesor, había conocido a Lilith en el pasado y al parecer había llegado a enfrentarse a ella.

—¡Por fin! —exclamó Almagro cuando el sacerdote comenzó a narrar el viaje del cura y el policía alemanes hasta el seminario de Traunstein— Espero que esta vez pueda enterarme de una vez cómo, según usted, se puede encontrar y matar a esa fulana.

—Tranquilo, inspector —sonrió el sacerdote—. Dentro de un momento sabrá de ella casi tanto como yo.

 

 

 

15:00 horas

 

 

 

Steiner recogió al sacerdote a las ocho de la mañana del día siguiente. Prácticamente no había conseguido dormir en toda la noche. Desde que salió de la casa parroquial y se marchó a su domicilio estuvo dando vueltas a la conversación mantenida con los dos religiosos. Temiendo despertar a su esposa por las continuas vueltas que daba sobre la cama, decidió levantarse y comenzar a preparar el viaje hacia Traunstein. No conocía la ciudad. Únicamente sabía que estaba entre Munich y Salzburgo, a unos 120 kilómetros.

Cuando abrieron la estación, a las cinco de la mañana, el Oberwachtmeister Steiner ya estaba en la puerta, aguardando. El primer tren que pasaba por Traunstein no saldría hasta la mañana siguiente y no podría enlazar con otro para regresar hasta dos días después. Desechó de inmediato viajar en tren y se encaminó hacia el domicilio de su superior, arriesgándose a sufrir el embate del colérico Hauptwachtmeister.

Como la inmensa mayoría de los alemanes carecía de vehículo, por lo que dentro del taxi iba buscando una excusa apropiada que le permitiera usar uno de los automóviles Daimler con que contaba el cuerpo. Los asesinatos eran la prioridad de la policía en esos momentos, pero su superior no era más que un burócrata politizado. No podía ponerlo al corriente de sus sospechas ni de sus intenciones. Decidió mentirle, asegurándole que, unos meses antes, en Traunstein se había cometido un asesinato parecido a los que investigaban y era imprescindible que conociera el asunto de primera mano. La historia no aguantaría la más mínima indagación, pero confiaba en que el cretino de su superior obviara hacerlo y se limitara a exigirle, como suponía, el mínimo gasto y su inmediata reincorporación.

Otto Hinkel no llegaba al cuartel nunca antes de las diez y media de la mañana, por lo que a esas horas estaría aún en la cama y su visita lo enfurecería ofuscándole. Si descubría la mentira, las consecuencias serían gravísimas. Supuso que incluso podría expulsarlo del cuerpo, pero consideró que el riesgo valía la pena.

El policía llevaba razón en sus temores. Cuando su superior abrió la puerta ante sus apremiantes llamadas, sus ojos iracundos lanzaban fuego.

—Lamento molestarle señor, pero necesito hablar con usted. Es imprescindible —se excusó procurando calmarlo antes de que explotara—. Necesito ir con urgencia a la ciudad de Traunstein. Hace unos meses encontraron un cadáver con el mismo aspecto de los que nos están dejando a nosotros. Tengo que ir hasta allí.

—¿Es que el cadáver se va de viaje? —le imprecó el Oberwachtmeister—. No puedo creer que me haya despertado de madrugada por un asesinato de hace meses. Es usted el policía más estúpido de la ciudad. Pida que le informen por teléfono, imbécil.

—Tienen una sospechosa. Es pelirroja. Tengo que hablar con ella.

La mentira funcionó. El hombre quedó en silencio unos momentos mientras sopesaba la información que acababa de proporcionarle. Le estaban presionando continuamente para que atrapara al asesino y la única pista con que contaban, era la misteriosa mujer que habían visto con algunas de las víctimas.

—Váyase en tren. Tiene dos días.

—No sale ninguno hasta mañana y no podría volver hasta el viernes. Necesito un automóvil y un conductor.

—Imposible. No voy a desprenderme de un coche y de otro policía para que usted se vaya de excursión. Descartado.

—Con suerte podría volver esta noche. Ir en taxi costaría mucho dinero.

Tardó unos minutos en acceder. Tras varios resoplidos y gruñidos, le autorizó por fin a tomar uno de los automóviles pero exigiendo que él mismo corriera con los gastos del viaje. No tendría excusa para contabilizarlos, le justificó.

Eligió a Herman Maier para que los acompañara. Era un veterano policía al que conocía desde siempre y que mostró una sincera alegría cuando Steiner le propuso el viaje. Solían desayunar juntos. Permanecía soltero y su trabajo y la lectura eran su única vida. Los compañeros le gastaban bromas continuamente y él las asumía con estoicismo. Steiner siempre le comentaba que había elegido la profesión equivocada, que debía haber sido profesor o incluso filósofo.

Maier le advirtió que podrían tener problemas con la nieve y encontrarse con la carretera cortada. Steiner ni siquiera sopesó la posibilidad de suspender el viaje, se limitó a pedir que le buscaran un par de palas.

—Es imprescindible que lleguemos allí cuanto antes, Herman, iré quitando la nieve delante si es necesario.

El padre Rudolf les esperaba completamente preparado cuando aparecieron. Se acomodó en el asiento trasero y el automóvil se puso en marcha. Tras los protocolarios saludos, los tres hombres se mantuvieron en silencio. Ninguno de los tres hombres conocía la carretera (el sacerdote había llegado a la ciudad en tren) que discurría brillante ante el vehículo. Los arcenes se veían cubiertos por la nieve. Maier era un hombre tranquilo y prudente y desde que salieron de la ciudad, conducía con extremada precaución temiendo que la fina capa de hielo que cubría el asfalto pudiera hacer patinar el vehículo.

—A esta velocidad llegaremos mañana —explotó Steiner ante la escasa velocidad con que conducía su compañero—. Acelera de una vez, Herman.

—El conductor soy yo, Oberwachtmeister —respondió Maier demostrando la confianza que mantenía con su superior—. Prefiero llegar tarde antes que no llegar nunca.

Llegaron a Traunstein después de las doce. Era una ciudad tranquila situada al sudeste de Baviera, centro administrativo del distrito al que daba nombre. Situada en el corazón de la región de Chiemgau, al este del Lago Chiemsee, su principal atractivo era el seminario que se levantaba a las afueras. Era un enorme edificio de piedra rodeado por una densa arboleda.

Estacionaron en la entrada y el padre Rudolf los dirigió hacia el zócalo de entrada. Una pequeña puerta incrustada en una de las dos enormes hojas de madera que clausuraban el edificio al exterior se abrió antes de que el sacerdote pudiera golpearla con sus nudillos. Un pequeño hombrecillo les recibió con una hosca expresión en su rostro, extremadamente delgado. Examinó a los tres hombres con unos ojillos negros que se movían vivaces bajo el ceño fruncido.

—Padre Markus, me alegro de verle —saludó Rudolf con una sonrisa—. ¿No me recuerda? No hace tanto que salí de aquí. Soy Rudolf Helschmit, bueno ya soy el padre Rudolf Helschmit.

El hombrecillo lo escrutó con intensidad frunciendo aún más su arrugada frente, sin embargo, cuando consiguió reconocerlo, su rostro se relajó de inmediato y una franca y amplia sonrisa iluminó su rostro rejuveneciéndolo.

—Rudolf Helschmit, el joven Rudolf, válgame Dios, qué sorpresa— tomó las manos del sacerdote y las apretó con fuerza—. ¿Qué te trae por aquí? Ya acabaste tus estudios ¿Es que te han echado de tu parroquia?

—No, padre Markus, no me han echado, pero si así pudiera volver aquí, no me importaría —bromeó Rudolf sonriendo y añadió señalando a sus acompañantes—. Estos señores son policías de Munich. Hemos venido a ver al padre Schmeikel ¿sigue aquí, verdad?

—¿Ese viejo cura loco? ¡Claro que está aquí! ¿Dónde iban a soportarlo? Pero ¿qué queréis de él? Ese hombre está cada día más ido.

—¿Dónde podemos encontrarlo, padre? —quiso saber—. ¿Podemos pasar a buscarlo?

—Tendré que preguntarlo. Esta es una visita muy particular —se excusó el anciano—. No todos los días viene la policía a visitarnos. Lo siento, pero tendréis que esperar fuera.

El anciano cerró la puerta y dejó a los tres hombres mirándose con estupor. Ante la sonrisa embarazada del sacerdote, los dos policías optaron por no hacer comentario alguno, dedicándose a caminar por los alrededores dando, de vez en cuando, fuertes patadas en el suelo para luchar contra el frío ambiente.

Cuando la puerta se abrió de nuevo, el anciano les hizo gestos con sus manos para que se acercaran apartándose y dejándoles franca la entrada a una amplia cámara cuadrada de fríos muros desnudos y que contaba con dos tristes sillas como única decoración.

—El padre Merkel os recibirá en su despacho, Rudolf —anunció complacido—. Se ha alegrado mucho cuando le he contado que estabas aquí. ¿Recuerdas el camino u os acompaño?

—No hace falta, padre. Aún conozco la casa —confirmó Rudolf—. Estuve aquí más de cinco años, ¿recuerda?

Dejaron atrás al anciano sacerdote y se internaron en un ancho pasillo porticado que rodeaba un extenso y cuadrado patio de tierra. Podían verse algunos jóvenes seminaristas paseando bajo el helado sol del mediodía, con las manos entrelazadas a la espalda y conversando en voz queda. A su derecha, iban dejando atrás grandes puertas cerradas que el sacerdote les informó se correspondían con las aulas donde se impartían las clases.

El padre Rudolf los condujo hasta una escalinata de un mármol ya ajado por los años que subía hasta la planta superior. Pronto se encontraron ante una puerta de madera primorosamente labrada. Unos segundos después de que el sacerdote llamara suavemente con los nudillos, una voz recia los invitó a pasar.

La estancia estaba oscura. Mantenía las ventanas cerradas y sólo unos candelabros plateados que se encontraban sobre la mesa de trabajo escrutaban la oscuridad. Tras ella se incorporó un fornido sacerdote entrado en años que ceñía su sotana a la cintura con un ancho cinto de tafetán negro.

—Mi querido muchacho, qué sorpresa tan agradable —exclamó dirigiéndose hacia el joven Rudolf extendiendo la mano que el sacerdote tomó para besar—. No estamos acostumbrados a que nuestros alumnos vuelvan por aquí. Cuéntame ¿qué os trae a ti y a tus acompañantes a nuestro seminario?

—Me alegro mucho de verlo, padre —aseguró—. ¡He echado tanto de menos este lugar!

Rudolf parecía sinceramente emocionado y tuvo que guardar silencio durante unos segundos mientras el veterano sacerdote le apretaba las manos. Después, ante la mirada complacida de su superior, presentó a los dos policías que estrecharon sin más la mano que les tendió.

Aceptando la invitación de tomar asiento tras la oscura mesa tallada con unos relieves muy parecidos a los que ornaban la puerta de entrada, el padre Rudolf comenzó a narrar el motivo de su visita. Steiner se sintió incómodo cuando el sacerdote relató los temores que les había confesado la noche anterior, pero le reconfortó observar que la gravedad del rostro del hombre no se alteraba y su frente se arrugaba en un gesto de preocupación.

—No sé si el padre Schmaikel podrá ayudaros. Particularmente, yo no soy dado a creer que los demonios se mezclen con los asuntos humanos —razonó fijando su mirada en los dos policías—. Pero desde luego, si queréis información sobre ellos, habéis venido al lugar idóneo. Nuestro hermano es una auténtica autoridad en la materia. No obstante, tendréis que esperar. Está muy mayor y cada tarde, tras el almuerzo, tiene que tumbarse unas horas a descansar. No podréis verlo hasta dentro de un par de horas.

—¿No podríamos hacer una excepción, padre? —se atrevió a inquirir Steiner—. ¿No podríais despertarle antes? Nos queda un largo viaje hasta Munich y quisiéramos regresar cuanto antes.

—Lo siento. No hay excepciones —denegó con una sonrisa—. Es su corazón. Lo tiene delicado y el reposo es una orden médica. Mientras, Rudolf puede enseñarles el seminario. Nuestra biblioteca es muy afamada.

—Si hemos de esperar, preferiría aprovechar para almorzar —señaló Steiner—. ¿Podría recomendarnos algún lugar apropiado?

—Pero qué descortesía la mía no haberles ofrecido nuestra hospitalidad —se disculpó—. Claro que les recomendaré un buen lugar para almorzar: Nuestra cocina. Algunos incultos aseguran que es más importante que la biblioteca. Rudolf los guiará y estoy seguro que nuestro cocinero, el bueno de Pancracio, estará encantado de agasajarlos como merecen. Era un buen amigo tuyo, ¿verdad hijo?

—Pancracio era el mejor amigo de todos los seminaristas, padre.

Dejaron al director del seminario en su despacho y volvieron a bajar hasta el patio. Rudolf los condujo justo al otro extremo, donde una puerta abierta les dio la bienvenida a todo un mundo de sabrosos aromas.

El hombre era casi tan ancho como alto. Bajo su barbilla, una abultada protuberancia parecía dotarlo de un doble rostro. Tenía la cabeza completamente rasurada y cubría su cuerpo con una impoluta y larga camisa blanca.

Salió con las manos cubiertas de harina desde detrás de una ancha mesa de madera y se quedó mirándolos en silencio y con el ceño fruncido.

—¡Válgame Dios, si es el bueno de Rudolf! —exclamó mientras se sacudía las manos con un paño tan blanco como el resto de su ropa—. Ven a mis brazos, hijo mío.

El joven sacerdote se dejó estrechar entre los mullidos brazos del cocinero mientras miraba, un tanto embarazado a los policías que los observaban sonriendo.

—Mi buen Pancracio, el director nos ha mandado hasta aquí para que agasajes a estos señores con una de tus exquisitas comidas —anunció mientras intentaba desembarazarse del cariñoso abrazo del hombre—. ¿Puede ser o es demasiado tarde?

—Nunca es demasiado tarde o temprano para comer en mi cocina, niño —exclamó haciéndose el ofendido—. Siéntense señores, los amigos del bueno de Rudolf lo son míos, así que procuraré que no olviden su paso por mis dominios.

Los dos hombres se apresuraron a seguir las indicaciones del rechoncho cocinero esperanzados por su desafío.

Pancracio comenzó a moverse por la cocina con una diligencia impensable por su aspecto. Los tres hombres lo seguían con la mirada mientras trajinaba en los fogones y sacaba, una tras otra, distintas viandas de su alacena. Mientras desarrollaba su tarea, no cesaba de indagar sobre la situación del sacerdote y su nueva vida, interesándose por todas las circunstancias de la parroquia donde había sido destinado.

Cuando puso ante los policías una botella de vino, una hogaza de pan y un gran trozo de queso, ambos se lanzaron a degustarlos, desentendiéndose de la animada conversación que los otros seguían manteniendo.

—¿Quién quería verme?— la pregunta cogió por sorpresa a los cuatro hombres que se sobresaltaron ante la profunda voz que sonó a sus espaldas—. ¿Quiénes son ustedes y qué quieren de mí?

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