Lilith

Lilith


Capítulo3

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Inevitablemente se habían enterado del hallazgo de los cinco cuerpos. En toda la ciudad no se hablaba de otra cosa. Los cuatro intercambiaron una mirada que podía significar muchas cosas. Recogieron la maleta del padre Fernández del hotel y, ya en el coche, pararon en la puerta de un supermercado para comprar tres envases de cinco litros de agua mineral.

Cuando estacionaron el vehículo en la puerta del mercado en obras, no habían cambiado ni una sola palabra. Estaban tensos y serios y sólo la histérica llegada del guarda le arrancó a cada uno una leve sonrisa de simpatía.

—Llevo todo el día pensando que no vendrían, que todo esto sería una especie de broma que alguien me estaba gastando —les informó apresuradamente—. ¿Van a entrar?; Entonces ¿esto va en serio?

—Muy en serio, José Luis —le confirmó el sacerdote—. ¿Hay alguna novedad?; ¿Has notado algo raro?

—Bueno, verá, yo no he entrado —le confesó—. La verdad es que me da un poco de miedo. Más desde que me he enterado que han aparecido cinco muertos. ¿Ha sido ella?

—Me temo que sí, José Luis —confirmó Almagro— Tenemos que acabar con esto.

—¿Cómo puedo ayudarles? —se ofreció.

—Ya lo estás haciendo —le reconfortó Almagro—. Pero todavía puedes hacer algo más por mí, verás, amigo, quiero pedirte un favor.

El policía sacó del maletero su escopeta y se la ofreció al hombre, que la tomó como si temiera que le fuese a dar una descarga eléctrica. Sin decidirse a fijar su mirada, la pasaba alternativamente, de Almagro al arma y de ésta al policía.

—No puedo entrar ahí con ella, así que me gustaría que la tuvieras tú, por si hiciera falta —le pidió—. ¿me harías ese favor?

—Claro, pero no sé cómo se usa —se excusó—, nunca he utilizado una de éstas.

—Es una Saps-12, con cargador de seis cartuchos —le explicó—. La tienes en modo semiautomático, por lo que puede dispararse sin recargarse. Sólo apretar el gatillo seis veces.

Es potente y fiable. Ten cuidado con ella. Y cúbrela, no quiero que nadie la vea. Podrían asustarse.

—Gracias, lo tendré, no se preocupe, no la verá nadie —le aseguró, metiéndola de inmediato bajo su anorak negro.

Los otros esperaban pacientes a que Almagro terminara de hablar con el guarda. Habían descargado los envases de agua y estaban dispuestos para entrar al túnel de acceso a las ruinas. En cuanto el policía tomó el suyo, comenzaron a encaminarse hacia él. El sacerdote abría la marcha cargando con su maleta hasta que fue adelantado por el guarda que se apresuró a abrir la reja que les cerraba el paso.

Se adentraron unos cinco metros en el túnel. El padre Fernández comenzó a abrir de inmediato la maleta, extrayendo los tres taparrabos de hilo y desliando el envoltorio que contenía las espadas. El guarda lo miraba extasiado, lo que provocó que los otros tres hombres se intercambiaran cómplices sonrisas.

Almagro estaba ansioso porque todo acabara de una vez, por lo que comenzó a desnudarse sin esperar más. Era consciente de que su ausencia, precisamente ese día, estaría provocando un cisma en la policía y estaba deseando poder llamar a su jefe para decirle que todo había terminado. No sabía qué explicación le daría, más teniendo en cuenta que, si vencían, el cuerpo de aquella arpía desaparecería, pero aquello en ese momento no le preocupaba. Quizás lo más fácil sería explicarle la verdad. Después de cinco cuerpos en una noche, el comisario se creería lo que fuera.

Hacía frío. Tras colocarse el taparrabos comenzó a frotarse los brazos y a dar pequeños saltos para intentar entrar en calor. El sacerdote lo miraba satisfecho y los otros dos no tuvieron por menos que comenzar a desnudarse a su vez, ante la incrédula mirada del guarda.

Almagro le pidió ayuda y éste, tras unos segundos de vacilación, comenzó a verter el agua sobre sus manos colocadas en forma de cuenco. Se frotó enérgicamente todo el cuerpo con agua y dejó su pelo completamente empapado. El padre Fernández asintió aprobadoramente y puso su atención en los otros dos que, ya desnudos, se ayudaban a lavarse mutuamente.

Cuando estuvieron preparados, el sacerdote miró su reloj. Quedaban diez minutos para las cinco de la tarde.

—Bueno, señores, la suerte está echada. Llegó la hora de la hora —anunció—. Será mejor que entren y se preparen. No quiero que nos pueda sorprender si decidiera subir antes de que anocheciera. Elijan bien el sitio para ocultarse, lo dejo a su criterio, no quiero volver a entrar ahí por si me detectara. Recuerden, yo estaré aquí en todo momento y entraré cuando escuche la voz de Semangelof. Suerte, mis ángeles, hagan su trabajo y acaben con esa sátrapa de una vez.

Los tres hombres no pudieron evitar sonreír ante la soflama final del sacerdote y tras mirarse los unos a los otros durante unos instantes, comenzaron a caminar hacia el final del túnel. Estaban ateridos. Agradecieron llegar a las ruinas porque, aunque seguía haciendo mucho frío, al menos el aire que se colaba por el túnel, cesó.

La luz de los focos que permanecían encendidos, provocaba en las ruinas un ambiente espectral. Caminaban despacio, procurando no hacer ruido alguno. Ubicaron la salida del subterráneo, y se distribuyeron alrededor. El juez se colocó en cuclillas frente a ella, cercano a las luces para poder apreciar el momento en que saliera por la boca de las escaleras.

Habían decidido que sería Almagro el primero que atacara, por lo que Salvador se sentó frente al juez, apoyando su espalda en los fríos ladrillos de adobe de uno de los restos de muro que se encontraban a escasos metros de las escaleras. Soltó la espada cuidadosamente a su lado y cruzó con fuerza los brazos sobre su pecho. Lamentó no haber discutido más con el sacerdote la posibilidad de llevar algún tipo de abrigo. Si aquello se dilataba, iba a helarse. Durante unos instantes se horrorizó pensando lo que ocurriría si alguno de ellos estornudaba.

Almagro fue a arrodillarse tras uno de los muretes que se elevaban a la espalda del subterráneo. Sentía cada vez con más fuerza la presencia de aquel ser y sentía crecer en su interior un sentimiento parecido al odio. Ansiaba que saliera de una vez para poder atacarla.

Los tres hombres habían vuelto a experimentar el cambio que notaron cuando penetraron allí el día anterior. Ninguno lo había expresado a los demás, pensando que era absurdo, pero ahora se evidenciaba más. Sentían como su musculatura cambiaba, sobre todo en la espalda. Se ensanchaba y se endurecía. Era como si su piel se tornara más gruesa. De hecho, incluso disminuyó el frío que sentían y que ya ni siquiera les hacía temblar. También su visión cambiaba. Poco a poco la oscuridad que los envolvía iba desapareciendo. Era evidente que aquellos tristes focos no habían aumentado su potencia, por tanto tenían que ser sus ojos los que habían experimentado un cambio.

Almagro, alucinado miraba como su abdomen se musculaba ante sus propios ojos. Era un hombre atlético, siempre lo había sido, sin embargo en los últimos años había descuidado su estado de forma hasta el punto que su cintura se había ensanchado preocupantemente. Sin embargo, el aspecto que estaban tomando sus abdominales, no lo habían tenido jamás. Aquel cambio no les había sido revelado por Ivanov.

El silencio era total, los hombres procuraban no moverse. Comenzaron a pasar los minutos y la espera se hacía desesperadamente larga. Los tres envidiaban al sacerdote que, cobijado con su abrigo gris, podría estar al menos, caminando a lo largo del túnel.

Sin embargo, el padre Fernández no aprovechaba su “envidiable” situación. Estaba igual de inmóvil que ellos. Había pedido al guarda que marchara hasta la reja para evitar cualquier inesperada intromisión que provocara la tragedia, ordenándole que, bajo ningún concepto, permitiera el paso de nadie por el túnel. Con la espalda apoyada contra el viejísimo muro, rezaba mentalmente. El anhelo, el objetivo de toda su vida estaba a punto de realizarse y repasaba mentalmente cómo habrían de producirse los acontecimientos. Sentía terror porque algo fallara y aquellos hombres fracasaran en su misión. Su fracaso implicaría la muerte y ésta sería de su entera responsabilidad.

Sin saber muy bien el motivo, sintió que dos gruesas lágrimas corrían por sus mejillas provocándole un pequeño cosquilleo. Rogó a Dios que su involuntario llanto no fuera premonitorio.

 

 

 

18:05 horas

 

 

 

Los tres hombres estaban experimentando cambios que no dejaban de sorprenderles. Además del cambio en sus cuerpos y de la visión nocturna adquirida, ahora llegaban hasta ellos ruidos y olores que antes no percibían. Incluso podían oler al sacerdote y oírlo cada vez que cambiaba de postura. Sin embargo, ningún ruido les alertó de la aparición de la mujer. Su melena roja apareció de improviso, enmarcándose en la oscuridad de la escalera subterránea. Semangelof no pudo evitar asustarse al verla. Estaba de rodillas, con las piernas flexionadas hacia atrás. Tardó unos instantes en reaccionar y se sintió aterrado, incapaz de ponerse en pie y comenzar el exorcismo.

Sin embargo, lo hizo. Se sorprendió a sí mismo levantándose involuntaria y ágilmente. Había estado temiendo que llegara el momento y pensaba que sentiría un tremendo dolor articular tras tan prolongada y difícil postura, pero se alzó con tremenda facilidad y sin necesitar orden alguna de su mente, comenzó a recitar, con una voz alta y clara que difícilmente reconoció como suya. Era como si otra persona, dentro de él, se hubiera adueñado de su cuerpo.

La mujer lanzó un alarido de sorpresa al verle aparecer frente a ella. Semangelof ni siquiera entendió el insulto que le lanzó, siguió impertérrito atronando aquellas ruinas con su poderosa voz.

 

 

 

Ella se había agazapado, mirando a su alrededor, buscando a los demás conocedora del ataque que se llevaría a cabo de inmediato, como tantas otras veces durante siglos. Por eso, por inesperado, le sorprendió la aparición del sacerdote, sin alcanzar a comprender que hacía allí, ni el sorpresivo grito que lanzó. El fogonazo fue brutal y el ruido que le siguió ensordecedor. Destrozaron sus ojos y sus oídos. Su alarido no fue de miedo, sino de dolor. Ella llevaba miles de años sin ver la luz del sol, viviendo en la profundidad de sus cuevas, criando a sus hijos y preparándolos para que propagaran la fe en su Dios, para que prepararan por fin la anhelada llegada de su Señor. Aquella luz fue como si el mismo astro que tanto odiaba reventara en aquel subterráneo. Tan sólo su instinto le advirtió del peligro y evitó que el poderoso golpe de Senoy acabara con ella. Los otros tenían que estar allí también y la atacarían. Permanecer quieta sería morir en un momento. Alzó los brazos para protegerse en el mismo momento en que la espada se blandía sobre ella. No alcanzó su cuello, pero su brazo derecho fue cortado casi a la altura del hombro. Volvió a gritar de dolor y, a ciegas, lanzó un golpe de su brazo izquierdo que no encontró rival alguno en su trayectoria. Empezaba a vislumbrar las formas, pero aún no podía distinguirlas. No sabía lo que había a su alrededor. Estaba en peligro, un nuevo golpe tendría que llegar de inmediato. Saltó hacia adelante, allí donde debía estar Semangelof. Seguía escuchando su voz, pero no oía lo que decía. Aquel estruendo había dañado sus oídos y, al menos, la salvaba de aquella odiosa perorata.

Aunque el segundo golpe de Senoy se perdió en el vacío, rasgando el espacio que un instante antes ocupaba la mujer, no pudo prever que otro rival se alzara de la nada interrumpiendo su trayectoria. Sintió como algo largo y frío penetraba en su vientre, traspasando su cuerpo. Golpeó al frente con todas las fuerzas de su único brazo y sintió como barría a uno de sus enemigos. Con furia arrancó de su cuerpo la espada que la había herido, lanzando un prolongado aullido.

 

 

 

Sansenoy la había visto llegar, saltando tras el golpe que su compañero había conseguido propinarle. Se levantó rugiendo y vio como la mujer, por el impulso de su propio salto, se ensartaba completamente en su espada. La violencia del impacto le hizo trastabillar hacia atrás. Aquello le salvó la vida. El tremendo golpe que lanzó su enemiga le alcanzó, parcialmente, en el pecho, haciéndole volar hacia atrás. Sin duda, de haberle alcanzado de lleno en el rostro, le habría roto el cuello. Chocó con su hombro contra uno de los muretes que delimitaban los habitáculos que se habían alzado en aquellas ruinas y quedó tumbado en el suelo, jadeante y completamente aturdido.

 

 

 

El combate con Sansenoy la había retrasado demasiado. Un nuevo golpe tendría que llegar de inmediato a su espalda. Lilith, se giró por pura intuición y la ensangrentada espada que ahora blandía, paró parcialmente el nuevo golpe de Senoy, pero sin poder evitar que la hoja de su espada cortara la carne de su cuello. Saltó hacia atrás intentando llevar su mano libre hacia la herida, sin recordar que la misma ya no existía. Constatarlo la aturdió un instante y un nuevo golpe se blandía sobre ella. Lo paró como pudo, alzando la espada y arqueando el cuerpo hacia atrás. Cuando había desviado lo suficiente la espada, golpeó furiosa con su pierna izquierda al ángel, que salió despedido hacia atrás, pero sin llegar a caer.

 

 

 

Cuando lanzó su primer golpe, Senoy estaba convencido de que allí se acabaría todo. La mujer no lo había detectado y la aparición del sacerdote la había dejado completamente aturdida y quieta. El efecto de la granada debía haber sido impactante para ella porque él mismo encontraba dificultades para vislumbrarla a pesar de haber cerrado los ojos y haberlos cubierto con su propio brazo. No pudo evitar lanzar un rugido de frustración cuando la mujer alzó los brazos en el último momento y evitó que su espada le cercenara el cuello. El brazo derecho de la mujer voló por el aire y un rojo surtidor de sangre ocupó su lugar. Recordó las palabras del sacerdote “golpeadla sin piedad y sin tregua” y armó de nuevo su brazo. Sin embargo, la mujer saltó con extraordinaria agilidad y su espada barrió el espacio que ocupaba unas décimas de segundo antes. Cuando recuperó el equilibrio, buscó el salto de su enemiga a tiempo de ver como se había ensartado en la espada de su compañero. Mientras saltaba a su vez hacia allí pudo comprobar cómo, a pesar de las tremendas heridas que le habían infligido, tenía fuerza suficiente para golpear a Sansenoy y derribarlo, haciéndole caer. No podía preocuparse del estado de su amigo. Todavía no. Tenía que aprovechar que le daba la espalda para volver a golpearla. Inexplicablemente, pudo parar lo suficiente su golpe con la propia espada que había extraído de su vientre, para evitar que pudiera cortarle la cabeza. Estaba casi derrotada, lo presentía. Volvió a golpearla, pero ella consiguió parar de nuevo el golpe, propinándole una fuerte patada en el vientre que le hizo retroceder a la vez que un fuerte dolor le reventaba en las entrañas. Senoy, con el cuerpo doblado por el daño sufrido, vio como en su huida, la mujer se encontraba con el sacerdote y, temiendo por la vida de su amigo, se lanzó tras ella.

 

 

 

Estaba perdiendo mucha sangre por sus heridas, se sentía confusa y débil. Había recuperado la vista casi por completo pero aquella voz no dejaba de tronar en su cabeza. Si conseguía alejarse lo suficiente para poder tomar aliento, aún podría vencer. Saltó con fuerza hacia la pared del fondo y entonces lo vio de nuevo, recitando aquellas palabras que tanto daño hacían a su cerebro. Aquel hombre se volvía a cruzar en su camino.

—Maldito seas, debí haberte matado aquel día junto al perro de tu padre, puerco —le gritó mientras corría hacia él—. Hoy no cometeré el mismo error.

Justo cuando le alcanzaba y podía apreciar el rostro demudado del hombre que, ya en silencio, miraba llegar su muerte en la punta de la espada, vio como un rayo se cernía sobre ella.

—Humíllate bajo la poderosa mano de Dios —oyó ahora perfectamente clamar a Semangelof mientras su espada rasgaba el aire a su izquierda.

Tuvo que olvidarse del hombre para evitar la embestida y esquivar el golpe del ángel. Le oyó gritar de nuevo y comprendió que era una advertencia. Lanzaba algo desde su mano y alcanzó a cerrar los ojos con fuerza y girar la cabeza antes de que aquella poderosa luz volviera a quemarle la piel.

—Tiembla y huye, al ser invocado por nosotros el santo y terrible Nombre de Jesús —oyó que seguía gritando el ángel.

—Calla de una vez, bastardo hijo de puta —le gritó abriendo los ojos y comprobando como el daño sufrido esta vez era mucho menor pero que, aún así, no podía ver con nitidez.

—...ante el que se estremecen los infiernos, a quien están sometidas las Virtudes de los cielos, las Potestades y las Dominaciones —obtuvo como única respuesta.

Se sentía cada vez más débil. Vislumbraba como Senoy corría hacia ella aferrado a su espada y como Semangelof, sin cesar en su odiosa letanía, le encaraba con la suya. Comprendió que aquella batalla no podía ganarla. Debía huir y regenerarse, buscaría a alguna mujer joven que restañara sus heridas con su sangre y después sería ella misma quién los buscara y les arrancara el corazón. Se vengaría como jamás lo había hecho.

Sin dudarlo más, se giró y, con las pocas fuerzas que le quedaban, emprendió una veloz huida hacia la salida, dejando tras de sí un aparatoso reguero de sangre.

—Que no escape, por el amor de Dios, Senoy detenla —escuchó como gritaba aquel odioso cura. Se juró que su muerte sería la más dolorosa de las que jamás había infligido.

Justo cuando ya embocaba el túnel de salida, sintió como un fuerte golpe la detenía en seco, arrojándola hacia atrás mientras escuchaba el estampido. En el suelo se sintió confusa y aturdida. Un tipo grueso se encontraba frente a ella con un arma en sus manos. La miraba asustado, con el rostro completamente pálido.

—¿Cómo te atreves a alzar tu mano contra mí, infecto saco de grasa, gordo maloliente? —le gritó consciente que Senoy llegaba ya a su altura e intentaba incorporarse con rapidez.

Sintió cinco nuevos golpes en su pecho, rápidos, secos y potentes que la tumbaron de nuevo. Las cinco detonaciones casi se solaparon entre ellas. Miró atónita al hombre, comprendiendo que ya había perdido.

—Gordo será tu puta madre, zorra —oyó como el hombre le escupió mientras seguía apretando ya inútilmente el gatillo.

Se incorporó lentamente sobre su único codo enseñándole desafiante los dientes en una feroz mueca de odio.

—Te mataré —le amenazó justo cuando sentía como la espada de Senoy cercenaba su cuello y sentía su cabeza caer al lado de su cuerpo—. Te mataré, gordo asqueroso.

—Huye Satanás, inventor y maestro de toda falacia, enemigo de la salvación de los hombres —la voz de Semangelof fue lo último que escuchó Lilith antes de morir—. Retrocede ante Cristo, en quien nada has hallado semejante a tus obras. Retrocede ante la Iglesia...

 

 

 

18:40 horas

 

 

 

Senoy retiró con cuidado la escopeta de las manos de José Luis Rodríguez. El hombre lo miraba con la boca abierta y con ojos alucinados.

—Ahora, sí que pareces un ángel —balbuceó el hombre haciéndole sonreír.

Cuando volvió el rostro, vio como llegaban hasta ellos Semangelof y el sacerdote, más atrás Sansenoy se había incorporado y un tanto encorvado y aferrándose el pecho con su brazo, intentaba seguirles. Al ver el aspecto de sus compañeros, comprendió las palabras del guarda. Presentaban una espléndida imagen, musculosos y sólidos. Puso su mano sobre el hombro de José Luis y se sorprendió al comprobar que le sacaba casi una cabeza de altura. Hacía apenas unas horas, los dos tenían prácticamente la misma estatura.

—Gracias, José Luis, sin ti no lo hubiéramos conseguido, habría escapado —le dijo, comprobando divertido como el hombre se ruborizaba— Has sido muy valiente.

Senoy se volvió ahora para esperar a los que se acercaban, sonriendo abiertamente.

—Me alegro de volver a veros, compañeros —saludó mientras se dirigía a ellos y los abrazaba con fuerza— Tenía ganas de abrazaros después de tantos años.

—Vaya José Luis, soy sacerdote y no puedo aprobar la blasfemia, pero he de reconocer que jamás ninguna me sonó tan bien y fue tan apropiada.

Ahora los cinco hombres se quedaron en silencio mirando el cuerpo sin vida de la mujer. Su rostro conservaba la expresión de fiero odio con que encaró al guarda y parecía que estuviera a punto de lanzar una nueva maldición. Sin previo aviso y sin que sufriera ningún otro cambio, comenzó a desintegrarse lentamente al mismo tiempo que lo hacía el espectacular cuerpo femenino que yacía desmadejado a su lado. Los hombres lo miraron hipnotizados hasta que desapareció por completo.

—Enhorabuena, señores, han conseguido vencerla, por fin han logrado matarla y seguir con vida —felicitó el sacerdote alborozado—. Han hecho historia.

—La hemos hecho, padre —corrigió Semangelof—. Sin usted, sin él, no lo hubiéramos conseguido.

—Por fin ha vengado a su padre —terció Sansenoy aún encogido por el dolor—. Por fin logró alcanzar el objetivo de su vida.

El padre Horacio Fernández sonrió emocionado, sintiendo como sus ojos se inundaban. Agitó levemente la cabeza para intentar mantener la compostura.

—Sí, por mi padre, por el pobre Helschmit, por Schmaikel, por el desgraciado padre Ivanov, que nos enseñó quién era ella —murmuró extasiado—. Por ustedes, que han muerto tantas veces a sus manos. Por todos esos miles de desgraciados cuyas almas robó. Enhorabuena, mis valientes ángeles. Han cumplido con su misión y viven para celebrarlo.

El hombre, emocionado, fue abrazando uno a uno a los tres ángeles, cuyas sonrisas lo fueron recibiendo complacidos. Después quedó frente al guarda, al que apretó con fuerza entre sus brazos.

—Ingenuo de mí, no comprendí que eras un regalo de Dios —le dedicó entrecortadamente. Después se separó de él y tras volver a contemplar a los tres hombres, tomó una fuerte bocanada de aire y procuró asumir de nuevo su flemática compostura—. Ahora, será mejor que se vistan y nos vayamos, los disparos pueden haber llamado la atención.

—Sí, es cierto —convino Senoy—. Ahora tendré que llamar a mi jefe, debe estar buscándome como un desesperado.

—No sé si les va a caber la ropa —dudó el guarda—. ¡Se han puesto ustedes enormes!

La expresión de Semangelof y Sansenoy denotaba que no se habían percatado del cambio físico que se había operado en sus cuerpos y ahora se miraban atónitos.

—Padre, usted no dijo nada de estos cambios —reprochó Senoy—. No sé ellos, pero a mí se me ha agudizado la vista y el oído, además de crecer, claro.

—No sabía que se producirían —reconoció—. Ni Ivanov ni Helschmit lo mencionaban. Quizás, ni siquiera los notaron. O, quizás no se produjeron. En los enfrentamientos que conocemos, nunca estuvieron tanto tiempo tan cerca de ella. Es posible que esos cambios sólo surjan en su presencia. En cualquier caso, lamento comunicarles que no son permanentes, porque su aspecto ya no es tan imponente. Es evidente que su influencia ya ha desaparecido.

Los tres hombres se miraron de inmediato comprobando como, efectivamente, estaban recuperando el aspecto que tenían antes de entrar en aquel subterráneo.

—Bueno, me alegro, la verdad, hubiera sido engorroso aparecer ahora delante de mi familia con ese aspecto —se congratuló el juez—. No hubiera sabido explicarlo.

Comenzaron a vestirse, mientras el sacerdote caminaba hacia la salida tomando del brazo al guarda que por fin había podido cerrar la boca.

—José Luis, no quisiera atemorizarte, pero estoy preocupado —le decía—. Has sido una valiosísima ayuda para nosotros y has demostrado ser muy valiente, pero tu intervención podría tener consecuencias.

—Te has enfrentado con un demonio muy poderoso y peligroso —continuó ante el silencio del hombre—. Y no puedo descartar que quiera venganza. Su última amenaza... no me ha gustado.

—Pero, ella está muerta ¿Cómo podría hacerme daño?

—No, ella no está muerta, no del todo. Es difícil de explicar. Creo que deberíamos mantener una larga charla tú y yo, pero mientras tanto, ten mucho cuidado. El mal puede venir en el momento y de la persona más inesperada. ¿Lo harás?

—Padre, me está usted dando miedo.

—Es lo que pretendo, muchacho, no hay nadie más prevenido que el temeroso —le advirtió—. Pero, no te preocupes por ahora, Dios está contigo y debe estar muy orgulloso de ti. Él velará para que nada malo te ocurra.

Los dos hombres dejaron de caminar y se volvieron hacia la boca del túnel por donde ahora salía Almagro hablando por teléfono.

—Te vuelvo a asegurar, Lorenzo, que todo ha terminado. Ella ha muerto. Yo la he matado. Bueno con la ayuda de un buen amigo que ya te presentaré —dijo mientras sonreía al guarda—. No, no tengo el cuerpo.

Ha desaparecido, se ha desintegrado. No quieras saber nada más, amigo mío. Todo esto es de locos, pero puedo asegurarte que ha terminado. Te esperaré para contártelo con detalle si quieres, pero no vas a creerlo. De todas formas, cuando sepas los testigos que tengo, tendrás que convencerte.

Cuando apagó el aparato, se dirigió hacia los dos hombres que lo habían estado escuchando. Salvador y el juez ya salían también a la calle.

—El comisario viene hacia aquí, creo que debemos decirle la verdad y que él decida que quiere creerse y que quiere contar. A mí ya me da igual.

Los cinco hombres se quedaron mirándose en silencio, en las puertas del que una vez fue santuario de la Inquisición y que muchos siglos después había servido, por fin, al destino para el que fue concebido. En su seno habían conseguido dar muerte a la más pérfida y peligrosa de los servidores de Satán. Y habían sobrevivido.

 

 

FIN

EPÍLOGO

 

 

El ser, se agitó convulsivamente en la insondable oscuridad que lo amortajaba. Infló con desesperación el yermo y escuálido pecho, haciendo que los fláccidos senos resbalaran sobre la mortecina piel.

El histérico y desgajado chillido se extendió por todos los recovecos del amplio habitáculo en que yacía tumbada sobre el frío y húmedo suelo, desperdigándose por los múltiples corredores laberínticos que partían de él.

Como si fuera una urgente llamada, una multitud de sombras comenzaron a recorrer aquellos silenciosos pasadizos donde, unos segundos antes, el único sonido que se percibía era el eterno goteo del agua que resudaban sus paredes frías y estériles.

Poco a poco, aquellas oscuras siluetas fueron concentrándose a su alrededor, angustiadas y temerosas. La ira de su madre era lo único a lo que en verdad temían y aquel grito evidenciaba que estaría absolutamente embargada por ella.

Con extrañas y sibilantes palabras preñadas de odio, comenzó a impartir órdenes que no admitían réplica ni ofrecían explicaciones. Durante horas estuvo escupiéndoles instrucciones que recibían en silencio y, tras las cuales, con una premura insólita, las sombras comenzaron a esparcirse de nuevo por los corredores que les albergaban desde su propio nacimiento.

Con evidente esfuerzo, comenzó a incorporarse hasta dejar su espalda reposando sobre la pared desnuda. Sentía esparcirse en su hueca y pútrida boca, unos líquidos de infinito amargor. El odio latía en su escuálido pecho como nunca antes lo había sentido y había odiado mucho en su milenaria existencia. Aquel gordo, sarnoso, había provocado su primera derrota en siglos. Si no se hubiese interpuesto en su camino, habría podido escapar de la celada que aquel maldito cura le había tendido. Por primera vez en toda su vida se permitió mostrar compasión, perdonando la vida de aquel enclenque muchacho que la miraba con ojos espantados. No podría haber sacado nada de su insignificante sexo, pero permitirle seguir con vida fue un gesto del que sabía que podría llegar a arrepentirse. Su propia soberbia la traicionó y le provocó la tragedia. Se cansó de arrepentirse y quedándose en silencio, completamente quieta, comenzó a mascullar su odio y a planear su venganza. Sin embargo, por primera vez en toda su existencia, sabía que también había llegado el momento de proveer lo necesario para defender su vida.

GUÍA DE PERSONAJES:

 

 

Fernando Palacios: Arquitecto. Primera víctima.

José Nicolás Almagro: Inspector de la policía.

Ángel de los Santos: Juez de Instrucción.

José María Franco: Médico forense judicial.

Agustín Valbueba: Inspector de 2º de la policía.

Isabel Gálvez: Esposa de Fernando Palacios.

Lourdes Castillo: Joven camarera del pub irlandés

Javier Ruiz: Cliente del pub irlandés

Antonio Cuevas: Contable. Tercera víctima.

Miguel Salvador: Oficial jefe de la unidad de policía científica.

Lorenzo Blanco: Comisario de policía.

Horacio Fernández: Sacerdote demonólogo.

Rudolf Helschmit: Joven sacerdote de Munich

Manfred Siegel: Párroco de Munich.

Blaz Steiner: Sargento de la policía de Munich.

Otto Hinkel: Jefe de policía de Munich.

Herman Maier: Policía de Munich

Adolf Markus: Sacerdote encargado de la entrada del seminario de Traunstein

Bernard Merkel: Sacerdote director del seminario de Traunstein

Pancracio: Cocinero del seminario de Traunstein

Frank Schmaikel: Sacerdote exorcista alemán.

Andrés Campos: Médico de cuidados intensivos.

Georgi Ivanov: Sacerdote que vivió en 1230

Amier de Saboya: Discípulo fallecido de Ivanov.

Honorio de Siena: Maestro de Ivanov

Juan Antonio Ruiz: Patrullero de la policía.

Manuel Gutiérrez: Patrullero de la policía.

Kart Heinz: Sacristán de la parroquia de Siegel, en Munich.

Heinrich Loser: Profesor judío amparado por Siegel.

Pedro Rodríguez: Encargado de las instalaciones del puerto de Sevilla.

Agustín: Empleado del puerto de Sevilla.

José Luis Rodríguez: Guarda de Seguridad en las obras del mercado de Triana.

Elsa Roosberg: Feligresa de la parroquia del padre Siegel.

Ricardo Fresas: Periodista mexicano.

Alberto González Rey: Médico forense mexicano.

Juan Antonio Cadenas: Detective de la policía federal mexicana.

Maribel Ostos: Esposa del juez de los Santos.

 

notes

Notas a pie de página

 

1

“Levántate señor, dispérsense tus enemigos y huyan de tu presencia los que te aborrecen”

2

“Te damos gracias por tu infinita gloria”

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