Lilith

Lilith


CAPÍTULO 01

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CAPÍTULO 01

 

Amanda yacía tendida en la cama sin poder dormir. Se le había asignado una confortable habitación en la casa de Wimpole Street. Estaba situada en el segundo piso, justo encima de la sala, y junto a ella se encontraba el dormitorio de Bella Stockland.

—Quiero que esté cerca —había ordenado ella—. Eso me proporciona una agradable sensación de compañía.

La habitación se hallaba amueblada con lujo al igual que todas las habitaciones de la casa. La alfombra era gruesa; la cama, de caoba tallada; las cortinas, de terciopelo azul oscuro. Sobre el pesado tocador había un gran espejo que reflejaba la habitación, de techo alto y con un centro de mesa ornamental; y, cuando el tiempo era frío, siempre había fuego encendido en la chimenea.

Los criados se mostraban atentos con ella. La suya era una posición muy diferente de la que debía de haber tenido la señorita Robinson. Todos los habitantes de la casa, incluida Bella, se daban cuenta de la importancia de Amanda, pues tenía una cualidad que, al parecer, no poseía nadie más: era el don de apaciguar los accesos de ira de Bella y restablecer la paz. El resto, incluido su marido —y, de hecho, quizás él más que nadie—, podían, con la observación más intrascendente, enfurecer a la señora de la casa; y, cuando estaba irritada, cuando le dominaba la cólera o lloraba por efecto de la autocompasión, la vida en aquella casa resultaba intolerable.

El fuego se extinguía en la chimenea, y debía de ser más de medianoche. Amanda se sentía exhausta —pues sus días eran agotadores— y, sin embargo, no podía dormir.

Sabía por qué no podía conciliar el sueño esa noche. Era porque el doctor no estaba en casa. Era la primera vez desde su llegada allí, hacía seis meses, que él estaba fuera; y experimentaba una sensación de inseguridad porque aquella habitación del final del pasillo se hallaba desocupada.

«Creo —reflexionó— que debería marcharme de esta casa.» Era una casa de sombras. Los muebles, majestuosos y espléndidos, le conferían un aire de sólida respetabilidad, y eso era engañoso. Reinaba el odio en aquella casa. Los sirvientes no podían soportar a su señora. Era una mujer de reacciones imprevisibles, imposible de complacer. Fingían docilidad y odiaban a Bella Stockland, pero compadecían a su marido.

¿Y el doctor? Era animado y apacible; siempre calmaba a su esposa y nunca se permitía replicarle airadamente.

En cierta ocasión, Amanda había estado a punto de decirle que se marchaba, pero él pareció leer sus pensamientos y le dijo:

—Señora Tremorney, es difícil manifestarle mi agradecimiento como quisiera. Ejerce usted un efecto apaciguador sobre mi esposa. Es mucho más feliz desde que usted llegó. Espero que permanezca mucho tiempo con nosotros.

Ése había sido el comienzo de un nuevo desasosiego. Ella había pensado que su gratitud era completamente desproporcionada con lo que ella había podido hacer.

En su impotencia para tratar adecuadamente a su esposa, parecía doblemente digno de compasión cuando se recordaba que era un hombre inteligente y que su trabajo revestía gran importancia. Frith le había dicho que Hesketh Stockland era uno de los cardiólogos más reputados de Londres y que sus servicios estaban muy solicitados. Su ejercicio profesional y su trabajo en un gran hospital del East End de Londres le mantenían perpetuamente ocupado. Resultaba extraño, y triste, que un hombre que tanto podía hacer por la humanidad doliente fuera incapaz de tratar a una sola mujer enferma.

¿Por qué se había casado con ella? Ésta era una pregunta que siempre se hacía Amanda. El matrimonio parecía incongruente. Él era muy serio; ella muy frívola. Entonces, Amanda miraba el cuadro de la sala y comprendía que aquella alegre muchacha no era la misma persona a cuyo servicio estaba ahora. El tiempo y el sufrimiento habían forjado aquel terrible cambio.

Durante la noche parecía más fácil evaluar la situación.

¿Estaba aborreciendo cada día más a Bella, y su aborrecimiento crecía en proporción a la compasión que sentía por su marido?

Había veces en que Bella cenaba en su habitación, y Amanda y el doctor lo hacían juntos. En tales ocasiones, él se mostraba relajado, más desenvuelto, libre de la tensión que siempre creaba la presencia de Bella. Animaba a Amanda para que hablara y, poco a poco, había acabado conociendo la historia de su vida. Ella no había tenido intención de contársela, pero, sin saber cómo, él se la había sonsacado. Estaba enterado de su vida en Leigh House; Amanda recreaba para él la atmósfera de terror que había oprimido su infancia. Él lo comprendía perfectamente, pues experimentaba otra clase de terror en su casa. Le habló de Lilith y de cómo se habían marchado de Cornualles; le contó sus aventuras en Londres. Él estaba asombrado, horrorizado y lleno de admiración al mismo tiempo.

El doctor nunca buscaba su compañía, pero ella no podía dejar de percibir satisfacción cuando estaban juntos los dos solos. Eso, se recordaba a sí misma, se debía más a la ausencia de su esposa que a su propia presencia. ¡Cuánto le compadecía! Vivía un perpetuo terror a los posibles improperios de su esposa. Cuando ella estaba presente se hallaba siempre en vilo, esperando sus estallidos, que él patéticamente trataba de prevenir.

Amanda había aprendido mucho sobre los asuntos de aquellas dos personas a través de Bella, pues ésta hablaba sin parar de sí misma, pero su marido figuraba necesariamente en sus reminiscencias. Leía poco, ya que no podía concentrarse en nada que no fuera ella misma, y parecía que, cualquiera que fuese el libro elegido, siempre contenía algo que le recordaba algún suceso de su propia vida. Decía: «Eso me recuerda... Deje el libro y hablemos...»

Comenzaba entonces una de aquellas excursiones al pasado que la alteraban tanto como los licores que guardaba en el armario de su habitación, y producían la misma desbordante alegría que, al cabo de un rato, se convertiría en melancolía o, peor aún, en violenta ira, dirigida, al parecer contra alguno de los moradores de la casa, pero en realidad contra la vida misma por infligir a una enamorada de la alegría como ella una enfermedad que había de terminar en una muerte temprana.

Amanda fue informada de la existencia de la casa de campo en la que, al parecer, había habido perpetua diversión. Bella había sido la adorada hija de unos padres indulgentes, a la que se había inducido a creer que podía obtener cuando deseara con sólo pedirlo.

Debía de haber sido muy guapa en aquellos tiempos... el cuadro daba testimonio de ello. Había tenido muchos pretendientes, que habían empezado a congregarse cuando ella apenas tenía dieciséis años. «Como abejas —según se decía que aseguraba su padre— en torno al heliotropo.»

—¡Ah, si hubiera podido verme usted entonces! Bailaba hasta altas horas de la noche, y por la mañana me levantaba temprano para pasarme el día cazando.

Una de sus diversiones favoritas era imaginar lo que podría haber sucedido si se hubiera casado con lord Bankside o sir Gerald Thor o uno de aquellos hombres que la habían pedido en matrimonio.

—Podría haberme casado veinte veces, estoy segura. Oh, y más también. —Empezaba a contar con los dedos—. Estuve prometida cuatro veces. Mi padre solía decir que yo vacilaba demasiado. Y, luego, mi padres temían que tuviese la misma dolencia cardíaca que él. Recuerdo cómo me observaba. Empecé a respirar con dificultad, y un día tuve un ataque. Llamaron al médico...

—¿Estaba enamorado de usted? —preguntó Amanda, con un leve deje irónico.

—Bueno, en cierto modo, sí. Tenía unos sesenta años, pero solía decir cosas encantadoras. Pero no quedaron satisfechos con él, y fue entonces cuando decidieron llamar a un especialista. Hesketh era su hijo. Estaba estudiando para llegar a serlo él también. Conocimos a nuestras respectivas familias. Quizá no hubiera debido casarme. O, de hacerlo... con alguien diferente. Hesketh siempre está diciendo: «No debes hacer esto...» «No debes hacer aquello...» Y, naturalmente, «esto» y «aquello» es lo que yo quiero hacer. «Eso te alteraría mucho.» «Esto sería demasiado para ti.» A veces pienso que preferiría morirme antes que seguir viviendo sumida en la tristeza, como quiere Hesketh.

—Es porque está pendiente de usted, porque quiere que usted esté bien —indicó de manera conciliadora Amanda.

—Oh, sí, lo sé. Pero ¿quién quiere estar bien para llevar esta existencia tan triste? —Los ojos se le llenaban de aquellas lágrimas tan temidas como sus arrebatos de cólera, las lágrimas de autocompasión—. A veces desearía estar muerta. A veces pienso en dar una fiesta para bailar y bailar... como hacía antes. Bailar y bailar hasta caerme muerta.

—Pero usted no bailaría hasta caer muerta —objetó pragmáticamente Amanda—. Eso es una imagen romántica. Se quedaría sin aliento... incapaz de bailar. Se desplomaría y sufriría un ataque. No podría bailar hasta quedar pulcra y fascinadoramente muerta.

—¡Qué ruda es usted!

Sin embargo aceptaba esa rudeza en Amanda, aunque no de nadie más. El sosegado sentido común de Amanda no la enfurecía. Quizá porque iba acompañado de una compasión y una comprensión mayores que las que recibía de ninguna otra persona.

«Sí —pensó de nuevo Amanda mirando hacia el débil resplandor de la chimenea—, debería marcharme de aquí.»

Seis meses en la casa habían sido suficientes para convencerse de que debía irse y de que cuanto más tiempo se quedara más difícil le resultaría marcharse, no por la compasión que le inspiraba la inválida, sino por el marido de la inválida.

Había alternativas: podría casarse con Frith. Estaba segura de que, si ella le animaba un poco, volvería a pedírselo. Podría casarse con David Young. Pensó en la vida en una agradable casa de campo... un retorno a aquel ambiente en donde se había criado.

Estaba Lilith, que podría ayudarle. Amanda le visitaba de vez en cuando, y a Lilith le gustaba que esas visitas se realizaran cuando Sam no estaba. Nunca preguntaba por Frith, y Frith nunca hablaba de ella. Amanda suponía que cada uno de ellos pensaba con frecuencia en el otro. Deberían haberse casado. ¿O no? Era el viejo problema de clase; no había forma de escapar a él. O se pertenecía o no se pertenecía. Y Lilith y Frith pertenecían a dos mundos diferentes. ¿Sería posible combinar esos dos mundos? Quizás algunas personas pudieran hacerlo. Amanda comprendía el punto de vista de Frith, pero también el de Lilith. Por eso le resultaba difícil prestar pleno apoyo a ninguno de los dos; por eso era por lo que nunca podía entregarse de lleno a una causa como William, como David había querido. No podía prestar su fidelidad a uno solo de los combatientes. Nada en el mundo estaba tan nítidamente definido como para eso. Había demasiados matices entre el negro y el blanco, demasiadas gradaciones entre el bien y el mal. Compadecía a Hesketh; compadecía a Bella. Y allí estaba, de nuevo vuelta hacia el doctor y su esposa.

Mientras permanecía tendida, oyó un movimiento en la habitación contigua. Bella estaba andando. Oyó el ruido de la puerta del armario al abrirse, seguido por un tintineo de vasos. Bella no podía dormir, y su consuelo para el insomnio lo ocultaba en el armario.

Amanda se estremeció. Bella había tomado tres vasos de oporto después de cenar. Cuando se hallaba presente, el doctor siempre cuidaba de que bebiese con moderación y, en la medida de lo posible, guardaba vinos y licores bajo llave.

Amanda había visto a menudo que Bella miraba con socarronería a su marido cuando cerraba con llave el aparador y suponía que estaba pensando en el almacén secreto que tenía en su propio armario.

Los criados se encargaban de reponer las provisiones. Bella creía portarse con astucia. Enviaba por turnos a cada uno de los sirvientes a comprar ginebra o whisky; prefería creer que mantenían secreta esa información. Había veces en que, si encontraba abierta la puerta de la bodega, se llevaba con gran júbilo una botella para su armario. En aquella casa, la ropa sucia estaba, sin duda, en el armario de Bella.

Amanda había oído con frecuencia al doctor entrar en la habitación de su esposa; había oído las voces de disputa; la de ella, aguda y quejumbrosa, él alternaba un tono autoritario y suplicante.

Pero esa noche él no estaba allí para impedirle beber.

Se lo imaginó en las noches en que estaba en su habitación, al otro lado de la puerta que comunicaba con la de su esposa. Hacía años que dormían en habitaciones separadas, según le había contado Bella a Amanda. Él permanecería despierto, como permanecía ella ahora, atento al sonido de la puerta del armario al abrirse, al tintineo del cristal contra el cristal.

Por vigésima vez en aquella noche, Amanda pensó que debía marcharse.

Le sobresaltó un ruido de cristales rotos, y, tras saltar de la cama y echarse una bata encima, salió al corredor. Al llegar ante la habitación de Bella, se detuvo y titubeó unos instantes antes de llamar con los nudillos.

No hubo respuesta.

—Señora Stockland, ¿se encuentra usted bien? —preguntó.

Como siguiera sin haber respuesta, abrió la puerta y entró.

Bella estaba sentada en sillón. El vaso roto yacía a sus pies; sonrió y agitó la mano en dirección a Amanda.

—Estaba tomando un traguito. Tenía sed... una sed terrible. Me he levantado de la cama y he cogido algo para beber.

Amanda recogió los pedazos de cristal.

—Lo secaré —dijo—. Debe de haber un trapo en alguna parte.

Bella asintió. Tenía los ojos vidriosos y se reía. No se hallaba enfurecida, y eso era de agradecer.

Amanda encontró un trapo y secó el líquido que había caído sobre la alfombra. Como tenía la puerta abierta, vio el armario, lleno de botellas y vasos. Bella siguió su mirada.

—Tengo yo la llave... —murmuró—. A él le gustaría tenerla, pero nunca se la dejaré. Cuando el gato está fuera... ¿cómo es? ¡Los ratones juegan! Yo soy el ratoncito. ¡Ratón! Así solía llamarme mi padre. Decía que yo era su ratoncito. Pero el ratoncito cayó en poder del gato, y el gato ya no le dejaba divertirse. No le dejaba bailar... No le dejaba recibir amigos... Intentaba quitarle la llave de su armario.

—Debería acostarse —sugirió Amanda—. Deje que le ayude.

—Whisky... —murmuró Bella.

—Ya ha bebido bastante.

—Eso es lo que él dice... Intentó quitarme la llave. ¿Por qué no puedo tomar un poquito de whisky cuando quiero, eh? Dígame por qué.

—Le hace daño —respondió Amanda—. Vamos. Deje que le ayude a acostarse. Luego, quizá pueda tomar un poco de leche caliente.

—¡Leche caliente! ¡Leche caliente! Es usted tan mala como él. Yo no quiero leche caliente. Quiero whisky, le digo.

Amanda la levantó apartando la cabeza para eludir el olor de su aliento. Nunca había visto a Bella en semejante estado. Estaba muy borracha... tan borracha que apenas parecía saber de qué estaba hablando. ¿Sucedía a menudo durante la noche? ¿Era así como él la veía a menudo?

Por fortuna, no se mostraba violenta. Estaba amodorrada, y Amanda logró llevarla hacia la cama, dejarla caer en ella y levantarle los pies. La arropó como si fuera una niña.

—Whisky... —murmuró Bella.

—Más, no.

—Tan mala como él... Pero yo tengo la llave, ¿no?

—Démela, y cerraré la puerta del armario. Bella sonrió con astucia.

—No doy nunca la llave. Es mía. —Tendrá que acordarse de cerrar el armario por la mañana.

—A él le gustaría coger la llave. Puede cerrar lo que quiera mientras yo conserve mi llave. Es cruel conmigo. Me impide beber, con la sed tan terrible que tengo. Y usted es igual de mala. Usted y Hesketh... están juntos en esto. Usted también está contra mí.

Allí estaba de nuevo su característica manía persecutoria. El mundo entero se hallaba en contra de ella. ¿Cuántas veces se lo había dicho a Amanda?

—Queremos ayudarla —prosiguió Amanda—. Queremos que se encuentre lo mejor posible, y no puede encontrarse bien si bebe demasiado.

—No es demasiado. Sólo un poco. Sólo un sorbo... por favor. Deme un sorbo...

Se le estaban cerrando los párpados. Presentaba una imagen terrible; su rostro marchito ya no era hermoso; los rojos cabellos habían perdido el brillo y le caían, lacios, sobre la cara; tenía los ojos inyectados en sangre, manchas rojas en las mejillas y la boca abierta.

—¿No... no me lo da? Usted y Hesketh están confabulados. —De pronto pareció despertar—. Claro que lo están. Cree que no lo sé. Cree que estoy ciega. Le he visto cómo le miraba a usted. Él piensa que ojalá se hubiera casado conmigo. «Bella no está bien. Está enferma. Bebe... y es terrible vivir con ella. Debería haberme casado con una mujer tranquila, como yo, una persona sosegada que considerase maravilloso ser la esposa de un médico de éxito., que se interesara por mi trabajo.» Eso piensa él. No puede usted engañarme. Lo he visto. Él piensa: «Ahí está Amanda Tremorney. Es hermosa, con ese pelo rubio y esos ojos azules... y además dócil, sin problemas.» Le conozco mejor de lo que él imagina.

Amanda dijo ásperamente:

—Debe dormirse. No debe decir tonterías.

—¿Tonterías? Tonterías... No importa. Deme un poco de whisky... sólo un poco. Me noto raras las piernas. No me llevarían hasta el armario. Ya ve, hasta ellas están contra mí.

—Duérmase —ordenó Amanda.

Bella se echó hacia atrás, con los ojos cerrados. Amanda paseó la mirada por la habitación, hacia el abierto armario, las botellas y los vasos, los refinados muebles, todos los objetos femeninos de que la mujer gustaba rodearse; y miró la puerta que daba a la habitación que, otras noches, estaba ocupada por el doctor.

La cabeza de Bella rodó a un costado, se le abrió la boca y emitió un ahogado ronquido.

Amanda fue hasta el armario y cerró la puerta; y, mientras salía en silencio de la habitación, se dijo a sí misma:

«Sí, ya es hora de que me vaya de esta casa.»

 

 

El restaurante estaba prosperando. Todavía se llamaba Restaurante de Sam Marpit, pero la mayoría de la gente lo conocía ya como el de Sam y Lilith.

Lilith hacía algo más que bailar; se sentaba a las mesas, charlaba y bromeaba; se situaba con Sam en la puerta para recibir a los clientes más distinguidos. Se presentaba con sus refinados vestidos de noche, simpática, acogedora y extraordinariamente elegante.

Ella se había endurecido considerablemente, y la vida con Lilith, se decía Sam, no era todo tartaleta de anchoas y ponche caliente.

Era curioso, pensaba Sam, porque él había imaginado que el matrimonio la habría ablandado; había creído que sería él quien mandara. Pero no era así. Ella se mostraba tan independiente como siempre. Una pequeña discusión, y ella montaba en cólera al instante y hablaba de irse con Dan Delaney, como si el estar casada con Sam no le obligara a nada.

Y el caso es, solía decirse a sí mismo Sam, que haría lo mismo aunque pudiese retrasar el reloj. No es que hubiesen cambiado sus sentimientos hacia ella; es que el matrimonio constituía una decepción. Y luego estaba Fan. Este matrimonio suyo la había dejado con un palmo de narices. Bueno, no podía uno complacer a todas las mujeres todo el tiempo. La boda de una mujer era el funeral de otra, por así decirlo. Y no es que Fan no hubiera sido siempre su preferida; lo había sido. Fan era una de esas mujeres que, simplemente, no sabían decir no. Suave y complaciente. Aunque se había llevado un chasco al casarse él con Lilith, sabía que unos piropos, unas caricias en la barbilla, una o dos palmaditas amistosas, y Fan volvería a ser tan complaciente como siempre. Quizás hubiera debido desprenderse de Fan. Bueno, pues no lo haría. No, a menos que encontrase otro empleo. ¿Y por qué había de desprenderse de ella? No había hecho nada malo. No cabía esperar que Fan perdiese su empleo, además de la diversión que había tenido con él. Por otra parte —Sam guiñaba el ojo sin dirigirse a nadie en particular cuando pensaba esto—, ¡nunca se sabe!

Lilith no le había pedido que se deshiciera de Fan. De haberlo hecho, quizás él se hubiera visto obligado a ello. Oh, no, madame Lilith era demasiado orgullosa para sugerirlo. Ahí era donde resultaba extraña. Cualquier mujer habría exigido la marcha de Fan, pero Lilith erguía la cabeza y fingía que él le pertenecía en exclusiva, estuviese allí Fan o no.

Así que Fan se quedó... para un día de lluvia, como si dijéramos, se indicaba a sí mismo Sam con otro guiño.

Aquel petimetre no había vuelto a aparecer por el restaurante en busca de Lilith. A Sam le gustaría saber qué había sido de él. Bueno, Lilith tenía algunos amigos de la alta sociedad. Estaba aquella prima o cuñada suya que iba a visitarla de vez en cuando. Una damita atractiva. Una especie de acompañante de alguna mujer rica en alguna parte. Se preguntaba por qué no iba nunca Lilith a visitarla a ella. No era propio de Lilith no meter la nariz.

Había pensado en preguntárselo, pero había cosas que no se le podían preguntar a Lilith si uno quería que hubiera paz.

Bueno, no debía quejarse. El negocio funcionaba bien, y él había querido casarse con Lilith. Pero era curioso cómo podía ella atormentarle todavía, hacerle sentir que no la conocía muy bien, pese a lo que llamaban «relaciones íntimas».

Detrás del mostrador, Sam se hurgaba los dientes con un palillo y contemplaba a Lilith cuando se sentaba a las mesas. Desde luego, atraía a los clientes. Y sabía manejar a la gente. Un poco de coqueteo y, luego: ¡Ojo! ¡Las manos, quietas!

Lilith era muy eficaz y hacía algo más que cantar sus canciones y bailar la danza de los velos. Esa noche tenía un aire un poco extraño, una cierta delgadez en el semblante. Estaba... ¿cómo decirlo? ¿Pensativa? No exactamente. Era más bien como si tuviera algún secreto que la complaciese. Esperó, con un estremecimiento de inquietud, que no estuviese viendo de nuevo a aquel petimetre. Pero ¿cómo podría hacerlo? Él se mantenía al tanto de sus movimientos, y nunca parecía querer alejarse del restaurante.

Sin embargo, había un cambio en ella, era indudable. Lilith... pero no exactamente Lilith. Se estaba quitando los velos uno a uno. Sam se alegraba de que no se hubiera dejado persuadir para actuar en aquel sótano. Ahora podía hinchar el pecho; podía lanzar una mirada despectiva cuando alguien mencionaba a Delaney's. Al final, quien acababa ganando era el hombre bueno y honrado que mantenía la respetabilidad de su establecimiento.

¿Cuál era la diferencia que había en ella? Bailaba con los mismos movimientos. Sam conocía ya la danza de los velos hasta en los más mínimos detalles. Todo era igual y, sin embargo, ella parecía remota, ya no prometía nada, ya no les hacía tener la impresión de que, cuando arrojara el último velo, estaría realmente desnuda.

La siguió hasta el cuarto en lo que ya se había convertido en una costumbre para él. Lo había hecho en los viejos tiempos, cuando la cortejaba; Sam imaginaba, en cierto modo, que todavía estaba cortejando a Lilith.

—Oh, eres tú.

—Vaya, bonita manera de recibir a tu media naranja.

Lilith le dirigió una de sus miradas desdeñosas. No le gustaban las expresiones vulgares; intentaba refinarse, tratando de hablar más al estilo de aquella elegante cuñada suya.

Estaba sentada frente al espejo, y continuaba con aquella expresión remota y soñadora. Él apoyó las manos sobre sus desnudos hombros, y ella retorció el cuerpo para desasirse.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

Lilith levantó la mirada hacia el techo, con aquel gesto de exasperación que él recordaba bien.

—Estás diferente —afirmó—. Algo ha ocurrido. Lo sé.

Lilith se volvió, suavizada de pronto y sonriendo.

—¿Lo sabes, Sam?

Se levantó y se sentó sobre el tocador, de espaldas al espejo. Continuaba sonriente. Sam sintió en aquel momento que la amaba mucho. Había en ella algún poder que le hacía odiarla y, luego, con una súbita sonrisa, hacerle sentir lo que estaba sintiendo en ese instante. ¿No le había impresionado desde el principio, cuando le había hecho pagarle doce chelines y medio y la cena, en lugar de los diez que él le había ofrecido?

—Lilith —dijo, con voz ligeramente aguda—, ¿qué ha pasado?

—No estaba segura al principio —respondió ella—. No quería decírtelo hasta estarlo. Voy a tener un hijo, Sam.

—¡Un hijo!

—Bueno, no hagas como si no pudieras creerlo.

Sam avanzó dos pasos hacia ella y la rodeó con sus brazos.

—Lilith —repitió—. Un hijo, ¿eh?

—Estarás contento, supongo.

—¿Quién no lo estaría? ¿No lo estás tú?

—Oh, Sam —exclamó ella—, estoy tan contenta... que me daban ganas de besar a todos los que estaban esta noche en el restaurante.

—Oye, oye, que Marpit's es una casa respetable, ¿eh?

Se echaron a reír, y él le dio un beso; continuó besándola. Lilith le agarró de las orejas y le zarandeó.

—Es lo que más deseaba en el mundo —dijo Lilith—. Un hijo. Un hijo de verdad. ¡Mío!

Sam sentía que deseaba bailar. Cogió los velos y, envolviéndose en ellos, empezó a quitárselos uno a uno, riendo, o fingiendo reír, hasta que las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. Pero eran lágrimas auténticas. «¡Imagina —pensó Sam— yo llorando!»

Lilith se apoyó en el tocador. También lloraba. Tan débil como Fan, pero mucho más bella.

—Dentro de poco, no podré bailar, Sam.

Él se palmeaba el muslo con suavidad, con cariño, como si fuese la fuente de toda su dicha.

—No —respondió—. Tienes que cuidarte. Que me ahorquen si no pago una ronda de champán para todos en honor a la criatura.

—No digas nada todavía.

—Está bien, está bien.

Sam le dirigió una sonrisa. Le agradaba compartir con ella un secreto, y menudo secreto.

—¿Para cuándo? —preguntó.

—Aún falta mucho. Seis meses, por lo menos.

—¿Será... niño o niña?

—Niño —respondió ella.

—Yo también digo que será niño. Le llamaremos Sam.

Lilith no respondió; ella no tenía intención de llamarle Sam.

—Tiene que tener todo, Sam. Tiene que tener todo lo mejor.

—Desde luego. Tendrá una cuchara de plata en la boca y diamantes en los pañales.

—Le harían daño —rió ella.

—Bueno, es una forma de hablar. Lo que quiero decir es que tendrá todo lo mejor.

—Le daremos una buena instrucción, Sam.

—¡Instrucción! ¿Para qué? La instrucción no lleva a ninguna parte.

—Yo quiero que tenga instrucción.

Sam se metió las manos en los bolsillos del pantalón, echando hacia atrás la chaqueta para mostrar todo el esplendor de su chaleco. Se estaba imaginando a su hijo con un chaleco más esplendoroso aún, ofreciendo a sus clientes una cajita de rapé engarzada de diamantes ante la magnificente puerta del más regio restaurante nocturno de Londres.

Lilith exclamó con vehemencia:

—Tiene que tenerlo todo, todo. Nuestro hijo habrá de tener lo mejor del mundo. Nadie le va a mirar de arriba abajo y a decirle: «Tú no eres lo bastante bueno.» El va a ser lo bastante bueno como para bailar con la Reina.

—Lilith —dijo Sam—. Yo le enseñaré el negocio. Tendrá todas las oportunidades que yo no tuve. Y cuando tenga edad suficiente estaremos juntos en él, Marpit e Hijo.

Lilith no respondió. La perspectiva del hijo le suavizaba. Sam no comprendía, y ella no quería herirle diciéndole que su hijo nunca dirigiría un establecimiento nocturno. Ella, que había sido tan terriblemente desgraciada por haber nacido en el seno de la clase baja, se iba a asegurar de que su hijo no sufriera como ella. En otro tiempo, no había querido más que compartir su vida con Frith; ahora ya no le deseaba. Ahora estaba concentrando todo su amor apasionado en otro ser, en el niño que aún no había nacido. Toda su vitalidad, todos sus proyectos y ambiciones eran para su hijo; estaba decidida a librarle del estigma de un nacimiento humilde.

Esperaba que fuese chico, y estaba resuelta a hacer de él un caballero. No permitiría que nada en el mundo se lo impidiera.

 

 

Amanda se estaba poniendo para la cena el vestido de terciopelo negro que se había comprado con el dinero que Frith la había prestado. Llevaba el pelo recogido sobre la cabeza, lo cual no resultaba muy elegante, pero no quería eclipsar a Bella, pues iba a ir Frith y Bella estaba muy encariñada con Frith. Amanda se preguntó si Bella creería que Frith estaba enamorado de ella. Le hacía cumplidos extravagantes que ella aceptaba con placer. Todo el mundo le estaba agradecido a Frith, pues cuando se esperaba su asistencia, Bella estaba de buen humor durante todo el día.

Amanda entró en la habitación de Bella, tal como se le había ordenado que hiciera antes de bajar. Se encontraba allí su doncella, y Bella ya estaba preparada. Llevaba un vestido malva que parecía resaltar la tonalidad malva de su cutis. Tenía los ojos brillantes y, supuso Amanda, ya había visitado su armario.

—Ah, ya ha venido. ¿Qué tal estoy?

—Muy atractiva —respondió Amanda, y era cierto, pues, sin duda, atraería la atención con el vestido de seda de color malva y la cinta de terciopelo malva en el pelo y el medallón de diamantes que colgaba de la cinta también malva que llevaba al

—La última vez que vino, Frith dijo que el malva me sentaba mejor que ningún otro color. Y creo que tiene razón. El entiende de estas cosas. Es un joven encantador. Muchas veces me pregunto por qué no se casa.

Sonreía complacida mirando su imagen reflejada en el espejo. Miró la imagen de Amanda.

—¡Está usted espléndida! Su negro va muy bien con mi malva, ¿verdad? El negro va bien con cualquier cosa, desde luego. Este vestido me recuerda uno que tuve hace años. Oh, en aquellos tiempos celebrábamos unas cenas magníficas. Nos sentábamos veinte a la mesa. Y ahora seremos sólo cuatro. Bueno, no importa. Frith es encantador... y si hubiese otras personas, quizá no me prestara tanta atención a mí.

La verdad es que no creía que Frith ni nadie pudiera interesarse por otras personas cuando ella estaba presente.

No había vuelto a aludir al interés de Hesketh por Amanda desde aquella noche, hacía varios meses, en que Amanda la había encontrado intoxicada en su dormitorio. Amanda le estaba agradecida por ello; sentía que cualquier nueva insinuación en ese sentido le habría obligado a abandonar la casa. No. Bella no creía seriamente que nadie pudiera pensar en otra mujer mientras ella se hallara presente. Sin embargo, quizás era sólo cuando estaba bebida cuando se veía a sí misma tal como realmente era; parecía que cuando estaba sobria o medio sobria vivía en perpetuos sueños en los que representaba el papel de una Helena o una Cleopatra.

Fue para Amanda una cena incómoda, porque durante todo el tiempo Hesketh estuvo observando a su esposa. Ésta hablaba continuamente —casi siempre con Frith— y bebía tanto como de costumbre.

Frith fingía no darse cuenta de que algo marchaba mal. Lisonjeaba a Bella, y conseguía ponerla de buen humor. «¡Querido Frith! —pensó Amanda—. Es realmente muy amable.»

Bella dominaba la mesa —lo mismo que la casa— mediante el expediente de hacer que quienes la rodeaban temieran lo que ella pudiese decir en sus arrebatos de ira. Parecía ridículo que una mujer tan estúpida pudiera adquirir importancia por esa razón.

Estaba hablando de la casa de su padre y de las cenas que éste ofrecía.

—¡Qué absurdo! Hesketh cree que no me encuentro lo bastante bien como para dar fiestas. Ya le he dicho que precisamente eso es lo que me sienta bien. Me encanta estar rodeada de gente. Pero Hesketh está más dedicado a su trabajo que a ninguna otra cosa. En esta casa sólo cuenta el trabajo de Hesketh. Frith, pienso que tú eres igual. Yo creo que si alguna vez te casaras desatenderías a tu esposa lo mismo que Hesketh me desatiende a mí.

—¡Vergonzoso, Hesketh! —exclamó Frith a la ligera—. Pero yo no creo que Hesketh te desatienda, por la sencilla razón de que nadie podría hacerlo.

—Eres completamente absurdo. Me recuerdas a un joven que conocí una vez. Yo tenía entonces dieciocho años. El estaba, o al menos eso decía, enamorado de mí.

Hesketh miraba con inquietud a su mujer. La voz de ella se elevaba al final de las frases en una aguda risita.

—¿Qué va a pasar en Crimea? —preguntó apresuradamente Hesketh para cambiar de tema. —Eso está por ver —indicó Frith.

—¿Cómo les irá a nuestros hombres en ese cuma tan terrible? —preguntó Amanda.

—Habrá más muertos por enfermedad que por heridas —señaló Hesketh.

—La verdad —dijo Frith— es que yo había pensado ofrecer mis servicios. Estoy de acuerdo en que la necesidad de médicos será casi tan grande como la de soldados.

—¡Oh, Frith! —exclamó Bella—. ¿No irás a marcharte?

—No estoy seguro todavía. No logro decidirme. A veces me parece que es una completa locura abandonar Londres para ir Dios sabe a dónde. Las cosas van a estar muy revueltas allá. ¡Los franceses, aliados nuestros! ¡Pero si no hace mucho éramos enemigos mortales! A veces me da la impresión de que serán unos aliados... incómodos ¡y encima contra el oso ruso!

—No debes ir —sentenció Bella—. Te lo prohíbo.

—Ah —comentó alegremente Frith—. Ya has tomado la decisión por mí.

—Querida —intervino apresuradamente Hesketh—, ¿crees que debes tomar otro vaso de vino?

—¿Por qué no? —Su tono era quejumbroso.

—Porque creo que, en tu estado de salud, ya has bebido bastante.

—Y yo creo que soy la más indicada para juzgarlo. Ya ves, Frith —continuó, y la tonalidad purpúrea que teñía su rostro era ya ostensible; se extendía hasta la barbilla y las orejas—. Ya ves cómo se me trata. Como a una niña. No debo hacer esto... no debo hacer aquello.

Shackleton se había vuelto hacia el aparador; la doncella miraba la alfombra; aquel temido desasosiego estaba llenando la estancia.

Frith intervino para salvar la situación.

—Es por tu propio bien. Está preocupado... todos lo estamos.

—¡Preocupado tú, cuando te propones abandonarme por un montón de gente en algún lugar extraño!

—Como si yo pudiera abandonarte jamás. Por eso uno mi voz a la de Hesketh y digo: «Por favor, Bella, no bebas más vino.»

Ella rió, pero quedó sólo a medias aplacada y sus ojos brillaron peligrosamente.

—Estáis todos contra mí —se lamentó con tristeza—. Tratáis de negarme todo pequeño placer. Cualquiera pensaría que yo era una borracha. Y es bueno para mí. Uno de mis médicos, hace mucho, un hombre muy agradable, dijo que me convenía tomar vino.

—Supongo que lo tenías rendido a tus pies.

Bella recuperó el buen humor.

—Oh, a ti no te interesaría. ¡Pobrecillo! Nunca se casó. A menudo me pregunto por qué.

—Otro de esos corazones que has pisoteado en tu camino por la vida —dijo Frith.

Bella se levantó, tambaleándose ligeramente, y se llevó la mano al corazón.

—¿Estás bien? —preguntó Hesketh.

Ella afirmó.

—Vámonos, señora Tremorney. Usted y yo dejaremos que los hombres beban su oporto en paz y hablen de guerras, enfermedades y otras cosas igualmente agradables que a ellos les gustan, estoy segura, mucho más que nuestra frívola conversación.

Cuando salieron del comedor, subió la escalera en dirección al dormitorio.

—Vuelvo enseguida —dijo.

Amanda se quedó junto a la chimenea; sabía que había ido al armario secreto para tomarse el trago que en el comedor le habían convencido para que no se bebiera.

Cuando los hombres llegaron a la sala, Bella no había regresado aún. Hesketh pareció alarmado.

—Voy a buscarla —dijo.

Al quedar solos, Frith comentó:

—¡Trágico! Bella empeora. ¡Pobre Hesketh! Tiene sus problemas.

—Me temo que sí, Frith. A veces pienso que yo no soy de mucha utilidad.

—Te equivocas. Acaba de decirme que ella se lleva espléndidamente bien contigo.

—Un día de éstos, beberá demasiado.

—Ya lo hace.

—Quiero decir que será fatal. —¡Pobre Bella!

—Frith, ¿hablabas en serio cuando dijiste lo de irte a Crimea?

—Ciertamente, lo estoy considerando. —Frunció el ceño—. A veces experimento la necesidad de marcharme.

—¿No perderías todo lo que has conseguido aquí?

—He pensado en ello. No. No creo. Creo que sería una tremenda ventaja regresar de la guerra convertido en un héroe. Mi ayudante continuaría aquí en mi ausencia. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Podrías no volver.

—Las personas como yo siempre vuelven. Acaban reapareciendo. Puedes estar segura de que volvería convertido en héroe.

—Te echaría de menos.

—¡Mi buena Amanda!

—¿Podría ir contigo? Bueno..., no realmente contigo, claro. Pero ¿podría ir allí?

—¿Tú, Amanda? No se necesitan mujeres en Crimea.

—Pensaba que podría ayudar a cuidar a los heridos.

—¡Tú! Te pasarías los días y las noches llorando. No puedes imaginar las cosas que se ven en los campos de batalla del mundo. No. Quédate aquí y cuida a Bella. Procura hacerle las cosas más tolerables al pobre Hesketh. El asegura que lo que tú has hecho es un pequeño milagro.

—¿Has visto últimamente... a Lilith?

—¿Lilith? No la he visto desde que se casó.

—Tiene un hijo ya. Un chico precioso.

—Lilith... madre... Qué extraño.

—Y una madre excelente. Adora al niño. Le ha puesto de nombre Leigh. En mi honor, creo. Yo fui su madrina. No creo haberla visto nunca tan feliz desde los días que siguieron justo después de que Napoleón te encontrara.

—Me alegro de que sea feliz. Me gustaría verla, y también a su hijo.

—No, Frith. Déjala que siga satisfecha. Sam es un hombre muy bueno. Ama a Lilith, y yo creo que el niño les unirá estrechamente. Le tengo mucho afecto a Sam. Es un hombre divertido y de buen corazón. No te acerques a ellos, Frith. Déjales solos.

—Bueno, habrá muchos kilómetros de distancia entre los campos de batalla de Crimea y el restaurante de Sam Marpit.

—Quieres irte porque te sientes desasosegado, ¿verdad? Quieres poner mucha distancia entre Lilith y tú.

Frith le acarició con suavidad la mejilla.

—¡Ah, qué perspicaz se ha vuelto nuestra joven Amanda! Escucha. Ya vienen. Me parece que está borracha. ¡Pobre Hesketh! ¿Ocurre a menudo esto?

—Cuando hay visitantes, no.

Bella se detuvo en el umbral; tenía torcida la cinta de terciopelo que llevaba en el pelo.

—Ah, estás ahí—dijo—. Lo siento. Te he abandonado. He ido un momento a mi habitación. Tomaremos el café ahora.

La doncella llevó el café y el coñac.

Bella se sentó muy erguida en su silla; permanecía silenciosa y Amanda reconoció el comienzo de uno de sus temidos accesos de humor sombrío.

Frith se marchó temprano, y, cuando se hubo ido, Amanda se retiró a su habitación, pero no a dormir. Se quitó el vestido de terciopelo negro y lo colgó en el armario; luego, se puso la bata y se sentó junto al fuego, repasando los sucesos de la velada. Bella debía de haber olvidado que tenía un invitado cuando se fue a su habitación.

Se imaginó a sí misma como enfermera en Crimea. Había oído que una tal señorita Florence Nightingale estaba considerando la posibilidad de llevar un grupo de enfermeras a la guerra. Creía que Frith estaba pensando en ir porque lamentaba tanto la pérdida de Lilith que quería alejarse de todo lo que le recordara a ella. Amanda también quería marcharse.

Oyó voces en la habitación contigua. Se estaba desarrollando una disputa. Solía oír con frecuencia voces en la habitación contigua; la de ella, airada y agresiva; la de él, conciliadora.

«Un día de éstos —pensó— él no se mostrará tan comedido. ¿Cuánto tiempo puede seguir soportando lo mismo? Un día de éstos, ella irá demasiado lejos.»

Se hizo un súbito silencio; luego, oyó el sonido de una puerta al cerrarse. Sonaron unos golpecitos en su puerta. La abrió y vio a Hesketh.

—¿Tendría usted la bondad de hablar con ella? —preguntó—. A usted tal vez le atienda. Me temo que yo no haría más que irritarla.

—Sí, desde luego.

Salió a toda prisa. Bella soltó una risita al ver a Amanda.

—Así que la ha enviado a usted. En mi vida me he sentido tan avergonzada. Casi le dijo a Frith que yo era una borracha, una bebedora secreta... Eso es lo que le dijo a Frith.

—No le ha dicho nada semejante.

—¿De qué hablaban usted y Frith cuando yo estaba aquí? ¿De mí?

—No.

—No la creo.

—Existen otros temas de conversación también, señora Stockland —replicó Amanda. Rara vez hablaba con tanta aspereza, y cuando lo hacía, siempre resultaba eficaz.

—¿De qué hablaba él entonces?

—De su posible viaje a Crimea.

—¿Sabe por qué se va? —Soltó una carcajada—. Porque está enamorado de mí y yo soy la esposa de Hesketh. Eso es lo que le ha dicho a usted, ¿verdad?

—Sea sensata, por favor. Acuéstese. Se sentirá mucho mejor si lo hace. Permítame que le ayude.

Amanda la cogió del brazo. Bella se levantó y se tambaleó, agarrándose a la silla mientras se dejaba caer lentamente al suelo.

—Oh, querida, me da vueltas la habitación. Me temo que estoy realmente un poco in... to... xi... cada.

—Le ayudaré a desvestirse y, luego, si no puedo llevarla a la cama, tendré que llamar a su marido.

—A veces creo que a él le gustaría verme en la cama, en la cama todo el tiempo, para que no pudiera tener ningún amigo.

Amanda le soltó la cinta de terciopelo que llevaba en el cuello y todos los ganchos y ojales del vestido malva. Le costó quitarle las enaguas y las ballenas del corsé.

—No debería apretarse tanto la ropa —observó Amanda—. Es muy malo para usted.

—Yo tenía una cintura tan fina, cuarenta y cinco centímetros. Eso es lo que tenía. Cuarenta y cinco...

—Usted era joven entonces. No puede esperar conservar eternamente una figura juvenil.

—A usted le gustaría impedirme hacer todo lo que yo quiero. Nada de ropas ajustadas, nada de bebidas. Oh, estoy sedienta. Deme un poquito de ginebra. Me apetece ginebra.

Amanda le introdujo por la cabeza el camisón bordado.

—¿Intentará acostarse ahora?

—Cuando tome un poquito de ginebra.

—Esta noche, no. Ya ha bebido bastante.

—Me quedaré aquí sentada hasta que me la dé.

Amanda llamó con los nudillos a la puerta de intercomunicación. Hesketh abrió de inmediato.

—No puedo meterla en la cama. Creo que tendremos que llevarla en vilo entre los dos. Ella es incapaz de andar.

—Comprendo. Le daré una dosis de algo para que se duerma.

Se dirigieron juntos hacia la cama. Bella tenía los ojos entornados y no pareció reparar en ellos mientras la depositaban sobre la cama y Amanda la tapaba.

—Quiero un trago —gimió Bella.

—Quédese unos momentos con ella —dijo Hesketh—. Voy a traerle un somnífero.

Cuando regresó, llevaba en la mano un vaso con un poco de líquido. Se lo acercó a Bella a los labios, y Amanda quedó sorprendida al ver lo sumisamente que lo bebía.

Permanecieron uno a cada lado de la cama, mirándola. A los pocos minutos dormía profundamente.

—Dormirá hasta la mañana —dijo Hesketh—. Déjela dormir hasta que despierte por sí sola. ¿Querrá decírselo a los criados?

Amanda asintió y pensó en el aire fatigado que él ofrecía mientras salían juntos de la habitación y se detenían en el pasillo.

—Esta noche ha sido una dura prueba —reconoció él.

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