Lilith

Lilith


CAPÍTULO 01

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—Entonces soy yo el que llega tarde.

Resultaba extraño, pero Lilith sentía como si fuera a echarse a llorar. No podía olvidar que él no era mala persona. Su intención siempre había sido buena. Era vulgar, pero eso no lo podía evitar. Era débil; no podía resistirse a Fan. Eso quizá pudiera evitarlo, pero no se lo censuraba. Se había mostrado muy contrito y avergonzado de sí mismo. Y amaba al niño. ¿Qué sentiría cuando comprendiese que nunca más volvería a verle?

Se sintió flaquear. Le destrozaría el corazón, pues adoraba al pequeño Leigh.

Por un instante de insólita debilidad, sintió que no podía hacerle eso a Sam; tendría que tomar alguna otra determinación. Tendría que decirle: «Sam, Leigh debe recibir la educación que yo quiero que reciba. Pero no quiero que tú dejes de verle...»

¿Cómo podría decir eso? Él le enseñaría cosas al niño a escondidas apartándole de su madre y de la clase alta.

No. Leigh no sufriría como había sufrido ella. Nadie le diría: «No eres suficientemente bueno.» Lo más importante del mundo para él era aprender a convertirse en un caballero; y cualquiera que fuese el corazón que resultara destrozado en el proceso, ella debía seguir adelante con su plan; si era el corazón de Sam, lo sentiría; y si era el suyo propio, lo sentiría más aún; pero no importaba.

Deseaba no sentirse tan tierna y tan tonta esta mañana; deseaba no tener esos recuerdos tan sentimentales, como el de la primera vez que entró en el establecimiento y se sentó enfrente de Sam, comiendo bocadillos de jamón y bebiendo café caliente. Deseaba no recordar su regreso junto a Sam cuando Frith la hirió tan cruelmente; no recordar lo orgulloso que él se había sentido el día de su boda y ciertas frases del balbuceante pero conmovedor discurso que había dirigido a los clientes; poder olvidar su cara cuando vio por primera vez al niño.

Pero eso era una tontería, y no podía permitirse ser tonta en ese momento. Sam dijo:

—Tenéis un aspecto estupendo esta mañana los dos.

Se detuvo, con las piernas abiertas, mirándoles, palmeándose el muslo, frotándose las manos. —De modo que vas a salir, ¿eh, hijo? —Gran adiós —exclamó Leigh. —¿Grande, eh? Eso está bien. —Adiós, Sam.

Con súbito impulso, Lilith le dio un beso. Era una tontería.

—¡El Señor nos proteja! —exclamó él, sonriendo y chasqueando los labios—. ¿Qué ocurre? ¿Se ha desplomado el cielo o algo así?

Se volvió y la abrazó con pasión, de tal modo que ella temió que oyera el crujido del papel que llevaba en el corpiño.

—Me vas a tirar el sombrero.

—Y qué sombrero, ¿eh? Todo el mundo sabrá que es la señora de Sam Marpit la que pasa por la calle. En cuanto al chiquillo, parece un pequeño lord.

—Adiós, Sam. Tenemos que irnos.

—Adiós.

Lilith le oyó silbar mientras entraba en el restaurante.

Al salir por la puerta de atrás, se encontró con Fan. Se detuvo.

—¿Me buscaba? —preguntó Fan, con cierta sorpresa.

—No... En realidad, no Fan. Cuida de él, ¿eh?

Fan pareció desconcertada.

—Adiós —continuó apresuradamente Lilith, y salió a la calle empujando el cochecito de Leigh. Una vez allí, se detuvo unos momentos antes de sacarse la carta del corpiño y echarla por debajo de la puerta.

Fue corriendo casi hasta el final de la avenida y sólo aflojó el paso cuando estuvo a varias calles de distancia del restaurante Marpit's.

Miró furtivamente a su alrededor; mientras empujaba el cochecito, empezó a hablarle a Leigh.

—Mira a tu alrededor, Leigh. Éste es el lugar adecuado para ti. ¿Ves la calesa, cariño? Algún día irás tú en calesa. Eso es lo que te corresponde. No habrá más calles sucias para ti. Tú respingarás la naricilla al verlas, como hacen los caballeros. Mira esta casa, Leigh. Es una gran casa. Éste es tu nuevo hogar. Aquí es donde vas a aprender a ser un caballero.

Amanda la recibió en el vestíbulo.

—Oh, Lilith, me alegra que estés aquí. Tenía miedo de que no pudieras marcharte.

—No ha habido dificultades.

—Supongo que no tenía motivos para preocuparme. Ven. Te voy a enseñar tu habitación.

Lilith, con el niño cogido de la mano, siguió a Amanda.

El primer paso estaba dado.

 

 

A Leigh le gustaba su nuevo hogar. Durante los primeros días hizo muchas preguntas acerca de su padre.

—Oh, está perfectamente, Leigh. No te preocupes por él.

—¿A casa? —preguntó Leigh cuando Lilith le sacó a la calle.

—Hoy no, tesoro.

Durante sus salidas, el niño parecía percibir su temor, las miradas furtivas, la cautela con que doblaba una esquina y escrutaba una calle. A Leigh le parecía un nuevo juego; reía, le brillaban los ojos.

Al cabo de unas semanas, parecía haberse olvidado casi de su padre y de su antiguo hogar.

¡Pobre Sam!, pensó Lilith. ¿Qué podía hacer? No sabía dónde estaba Amanda, pues ella había tenido mucho cuidado en no hablarle nunca de Wimpole Street. Supondría que ella y Amanda estaban juntas, pero ¿de qué le serviría eso si no sabía dónde estaba Amanda?

Y al cabo de poco tiempo, Leigh dejó de mencionar a su padre. Las personas importantes de su vida eran su madre y Amanda; los criados, después de reaccionar hostilmente a su presencia durante los primeros días, quedaron muy pronto seducidos por su encanto y enseguida compitieron por estar con él. Había otra persona que se ganó el interés de Leigh. El niño solía situarse en la ventana de la cocina, mirando piernas y pies mientras sus dueños subían los peldaños que daban acceso a la puerta principal. Le gustaban especialmente los que pertenecían al hombre.

Una vez, estaba en el patio cuando apareció el hombre.

—Hola, Hombre —saludó Leigh.

—Hola —respondió el hombre.

Leigh subió muy serio dos de los peldaños que conducían desde el patio hasta el camino donde estaba el hombre. Rió, complacido, al hacerlo, porque estaba prohibido.

Luego, sacó un bizcocho del bolsillo del delantal con absoluta solemnidad y, partiéndolo por la mitad, le dio un trozo.

—Para ti, Hombre —dijo.

—Muy amable por tu parte —respondió el hombre—. ¿Estás seguro de que puedes prescindir de él?

—Lo ha hecho la cocinera —dijo Leigh—I Es rico.

El hombre se lo guardó en el bolsillo; luego, Leigh guardó, a su vez, la mitad de su bizcocho en el bolsillo del delantal. Rió y volvió al patio.

—Adiós —dijo.

—Adiós —respondió el hombre.

A Leigh le agradaba el hombre, y procuraba verle siempre que podía. El niño había asociado en su mente a ese hombre con su padre.

En una ocasión, salió del cuarto que compartía con su madre y atisbo entre los barrotes de la barandilla. Desde allí veía allá abajo la escalera; kilómetros y kilómetros, pensó Leigh. Vio al hombre y le llamó:

—¡Hombre! ¡Hombre!

El hombre le oyó. Saludó con la mano mientras miraba hacia arriba.

Leigh contestó al saludo.

—Ten cuidado —advirtió el hombre—. No vayas a caerte.

—Ten cuidado, Hombre —respondió Leigh—. No vayas a caerte.

Salía con frecuencia al rellano y miraba hacia abajo, buscándole.

Una vez, le vio entrar en una habitación y cerrar la puerta tras de sí; entonces asaltó a Leigh la tentación. No había nadie cerca, así que se deslizó en silencio escaleras abajo y, cuando llegó a la puerta por la que había entrado el hombre, no pudo evitar que sus dedos tocaran el picaporte. No tenía intención de girarlo, porque su madre le había dicho que bajo ningún concepto debía entrar en ninguna de las habitaciones. Pero sus dedos hicieron girar el picaporte y la puerta se abrió; y, antes de darse cuenta de lo que hacía, Leigh se encontró de pie en el umbral de la habitación.

Era una habitación preciosa; el fuego de la chimenea brillaba con radiantes reflejos rojizos en los morillos y el atizador, que a él le parecieron de oro. Todo en aquella habitación era de un rojo y de un azul intensos; todo era tan grande que le hacía a Leigh sentirse muy pequeño. Se habría asustado de no haber sido porque el hombre estaba allí, sentado a la enorme mesa y mirando unos libros enormes.

—Hola, Hombre —dijo tímidamente Leigh.

—Vaya, hola —respondió el hombre—. ¿Has venido a visitarme?

Leigh levantó los hombros, una costumbre suya que denotaba satisfacción. Cerró con cuidado la puerta a su espalda y se llevó los dedos a los labios.

Su gesto quería decir: No hagas ruido, Hombre, porque yo no debo estar aquí.

Leigh se acercó y se detuvo junto a la mesa. La cabeza le llegaba justo al nivel de ésta, por lo que, al ponerse de puntillas, vio los libros y todas las plumas de la escribanía.

—¿Qué estás haciendo, Hombre? —preguntó.

—Leer —respondió el hombre—, escribir y aprender cosas.

Leigh se aproximó a él y le colocó una mano en la rodilla.

—Levántame, Hombre. Quiero ver.

El hombre le levantó, y él se sentó en su rodilla para mirar las cosas tan emocionantes que había sobre la mesa. El hombre le explicó para qué servían las plumas, la tinta y el secante. Mostró a Leigh el tintero, que relucía como el oro; luego, le enseñó las láminas del voluminoso libro. Había láminas de colores que mostraban cuerpos humanos y toda clase de cosas extrañas.

—¿Qué es eso, Hombre? —preguntaba de vez en cuando Leigh, poniendo un dedo gordezuelo sobre la página.

—Eso es un corazón. Tú tienes uno igual.

—¿Tú también, Hombre?

—Sí. Yo también. Todo el mundo lo tiene.

El hombre le enseñó entonces cómo percibir su latido y, luego, a sentir las pulsaciones en la muñeca.

—Es el motor que te mantiene vivo —dijo el hombre.

Leigh no entendía, pero le gustaba ver los labios del hombre moverse mientras hablaba.

Después, le enseñó retratos de otros hombres. Allí estaba el doctor Jenner, que había salvado a la gente de la viruela; allí estaba el doctor Paré, un cirujano francés muy viejo que había vivido hacía mucho tiempo; y allí estaba el doctor Harvey, que había descubierto cómo se comportaba la sangre en los cuerpos de las personas.

—Yo también soy médico —dijo el hombre.

—¿Soy yo médico, Hombre?

—No, pero podrías serlo de mayor... quizá.

—¿Cómo tú?

—Supongo que sí. Quizá mejor, porque para entonces se sabrá mucho más.

Leigh no podía apartar los ojos de la boca del hombre mientras hablaba; también le gustaba escuchar las palabras.

Lilith los encontró juntos. Uno de los criados había visto al niño entrar en la habitación y había ido a decírselo. Lilith estaba preocupada. Le había ordenado a Leigh que no fuese a la planta baja cuando estuviera arriba, en su cuarto, y que no subiera cuando estuviese abajo con la servidumbre. Si Leigh empezaba a convertirse en un estorbo, podrían frustrarse todos sus planes.

Corrió a la biblioteca y llamó a la puerta.

—Adelante —respondió el dueño de la casa.

En cuanto abrió la puerta y vio a su hijo ante la mesa con el doctor, comprendió por la expresión de éste que estaba disfrutando con la compañía de Leigh tanto como Leigh disfrutaba con la suya.

—Lo... lo siento, señor—dijo Lilith—. No sabía que le estaba molestando. Le tengo prohibido entrar en estas habitaciones.

Leigh levantó los hombros con aire conspiratorio y le sonrió tranquilizadoramente al doctor, como diciendo: No pasa nada, Hombre. No te asustes.

Susurró:

—Mamá no está realmente enfadada, Hombre.

—Estoy seguro de ello —respondió el doctor, levantándole de su rodilla.

—Hay un montón de cuadros en el libro, mamá —anunció conciliadoramente Leigh.

Lilith cogió al niño de la mano.

—Ven inmediatamente, y no te atrevas a molestar otra vez al señor—exclamó en tono de reproche.

—Tienes un hijo inteligente, Lilith —dijo el doctor—. Debes de estar orgullosa de él.

Lilith miró al niño y en su rostro se traslució de manera inequívoca el orgullo que sentía.

—Gracias, señor.

Lilith abrazó con fuerza a su hijo en el pasillo. Era maravilloso, encantador. Nadie podía resistírsele; y, con su encanto natural y la firme determinación de ella, conseguiría todo lo que ella deseaba para él.

 

 

A Lilith le fascinaba aquella casa. Estaba empezando a pensar que nunca había encontrado la vida tan emocionante. Quizás había sido más divertida, más animada, pero nunca había experimentado aquella corriente interna de admiración, nunca se había sentido tan segura de su capacidad para triunfar.

Era una casa extraña. La señora, con su enfermedad y su armario secreto lleno de bebidas fuertes, bastaba para conferirle ese carácter, pero cuando creía que su marido la odiaba y ansiaba liberarse de ella, cuando creía que estaba enamorado de Amanda, empezaba uno a preguntarse qué iba a ocurrir después.

Lilith había tomado la costumbre de ir a la habitación de Amanda; se echaba en su cama y hablaba con ella.

—¿A qué te recuerda esto? Los viejos tiempos, ¿eh? ¿Recuerdas, Amanda, que solía ir a tu habitación cuando estabas castigada... que te llevaba cosas ricas de la cocina?

—Sí. Me recuerda uno de aquellos días. Oh, Lilith, ¿no te asombra pensar en todo lo que ha sucedido desde entonces?

Lilith se echaba en la cama, agitaba las piernas en el aire como si fuera una niña, dejaba que el pelo le cayera sobre la cara; y sonreía astutamente.

—Aquí estamos, casi en la misma posición.

—Oh, no, Lilith. Tú puede que seas una criada aquí, pero, en cierto modo, yo también lo soy.

—Nadie en esta casa te considera una criada, estoy segura. En especial... el señor. Creo que ha olvidado por completo que eres la enfermera, acompañante... o lo que sea, de su mujer.

Amanda se había ruborizado.

—No, Lilith —repuso—, no lo olvida.

Lilith se limitó a sonreír.

—Escucha. Ya está otra vez. Se la oye manipular en el armario. Es curioso lo mucho que se puede oír a través de estas paredes. Me parece que se emborracha todas las noches.

—Es muy triste —dijo Amanda.

—A este paso, no durará mucho.

Amanda se dirigió al fuego y lo atizó, innecesariamente. Intentó con desesperación cambiar de tema.

—Me pregunto por qué no tendremos noticias de Frith. Supongo que resulta muy difícil escribir desde allí. Debe de ser terrible. Sin embargo, ojalá supiéramos algo de él.

Lilith guardó silencio. Todavía pensaba mucho en él. Había acabado interesándose por la guerra; en la cocina estaban asombrados de lo informada que estaba de ella. Cuando tuvo noticia de las batallas de Malakoff y Redan permaneció callada durante varios días.

—Cualquiera pensaría —había indicado Shackleton— que tienes un amante en la guerra.

—¿Sí? —había replicado Lilith—. Pues si me lo dijese a mí, le respondería que se guardase sus pensamientos.

A Shackleton podía hablarle así, pues estaba ansioso por conseguir sus favores y le ayudaba a suavizarle considerablemente sus tareas. Le despreciaba en secreto, pero era el jefe de la servidumbre, y, como podía serle útil, le hacía veladas promesas que no tenía ninguna intención de cumplir.

—Me pregunto si volverá —dijo Lilith.

—Estoy segura de que sí. ¿Qué harás tú entonces, Lilith?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Estaba profundamente enamorado de ti.

—¿De veras? Pues tuvo una forma muy curiosa de demostrarlo. Si yo estuviese enamorada de alguien, querría casarme con él. Querría vivir con él en la misma casa. ¿Tú no, Amanda? ¿Tú no?

—Sí —respondió Amanda, volviéndose de nuevo hacia el fuego.

—Incluso tú, Amanda. Y tú nunca has tenido un verdadero marido, ¿verdad? Yo creo que es una pena. No hay derecho. Creo que deberías ser la dueña de una casa importante... una casa como ésta, con un montón de criados.

Amanda tenía la mirada fija en el fuego; no se atrevía a mirar a Lilith, y, tras soltar una risita, Lilith se levantó de la cama, se arrodilló junto a Amanda y la rodeó con el brazo.

—Manda —la llamaba así a veces; era como la llamaba Leigh—, si alguna vez llegaras a serlo, eso no significaría que debiéramos separarnos, ¿verdad? Estaríamos siempre juntas..., las dos, ¿eh?

Amanda no se atrevía a mirar a Lilith; continuó con la mirada en el fuego.

—Sí, desde luego —respondió—. Así debe ser siempre. Siempre estaremos juntas.

Oían el bajo y monótono murmullo que llegaba del otro lado de la pared. La esposa del doctor estaba entregada a uno de sus monólogos de borrachera.

—No puede durar mucho tiempo —susurró Lilith—. ¿Cómo puede durar? Se está matando con la bebida. Yo creo que sería un alivio, ¿no te parece?

—Ésa no es forma de hablar —replicó Amanda con sequedad.

Lilith se balanceó sobre los talones.

—Tienes razón, Amanda. No es forma de hablar. ¡Es sólo forma de pensar!

 

 

Bella estaba muy enferma. Su piel presentaba una tonalidad amarilla a consecuencia de alguna dolencia del hígado. Amanda permanecía junto a su cabecera a todas horas del día y de la noche. El doctor había prescrito que se le diera una cierta cantidad de whisky cada día.

—Iremos disminuyendo gradualmente la dosis —señaló—. Ha llegado a depender tanto del alcohol que sería peligroso suprimírselo por completo.

Durante una semana, Bella permaneció postrada en cama, llorando con frecuencia por el dolor y la melancolía que producía su enfermedad. Luego, empezó a mejorar lentamente.

Su marido entró en la habitación una noche, mientras Amanda se hallaba con ella. Le tomó el pulso a su esposa y le apoyó la mano sobre la pegajosa frente.

—Está mucho mejor —le dijo a Amanda—. Voy a darle un somnífero que le asegurará una noche de descanso. Creo que por la mañana habrá mejorado mucho.

Le administró el somnífero; él estaba a un lado de la cama y Amanda al otro, como hacían antes. Contemplaron cómo se sumía Bella en un tranquilo sueño.

Hesketh sonrió a Amanda.

—Parece cansada —dijo.

—Me encuentro bien, gracias.

—¿Duerme bien? Sé que ha estado yendo de un lado para otro por las noches esta última semana.

—Duermo bastante bien, gracias.

—¿Quiere que le dé algo que le ayude a dormir? ¿Algo sedante y agradable?

—¿Cree que lo necesito?

—Sí —respondió él—. Sólo esta vez. Se lo prepararé.

—Gracias. Bajaré a cogerlo.

—Venga a la biblioteca. Se lo doy y puede llevárselo a la habitación. Tómelo después de acostarse.

Entraron en la biblioteca.

—Siéntese. Quiero hablar con usted.

Percibió en ella una expresión de alarma que brilló en sus ojos y se apresuró a añadir:

—No hay nada que temer, Amanda, a menos que diga algo que deba silenciarse.

—¿Me... me voy, entonces?

—No. Debemos hablar alguna vez. ¿Sabe qué es lo que le pasa a mi esposa?

—Sé que tiene dañado el corazón.

—Sí, las válvulas del corazón. Se le están obstruyendo, de tal modo que a la sangre le cuesta pasar a través de ellas. La obstrucción va empeorando a medida que pasa el tiempo; pero el corazón es un órgano fuerte, y resulta sorprendente cómo se recobra una y otra vez.

—Esta enfermedad suya... debe de haber empeorado las cosas.

El se encogió de hombros.

—Ha padecido una enfermedad del hígado, ocasionada, sin duda, por sus excesos con la bebida. Me sorprende que tenga fuerzas para recuperarse de ella. Ya ve, le suprimimos la bebida y el efecto fue inmediato. Es muy fuerte. Siempre ha sido una mujer particularmente fuerte... salvo el corazón.

—¿Y quiere decir que saldrá de esta enfermedad y será tan fuerte como lo era antes?

—No lo creo. Tiene mucho dolor, como sabe. El dolor aumentará más y más a medida que avance la enfermedad. Preveo otras enfermedades como ésta. La obstrucción de las válvulas afectará sucesivamente a cada uno de sus órganos. Oh, Amanda —exclamó de pronto—, habría sido mejor que hubiera muerto de ésta. ¿Qué bien podemos hacer cuidándola en una enfermedad tras otra, viéndola empeorar gradualmente, contemplando el lento proceso, el deterioro, tan cruel para ella, y para todos nosotros?

Amanda se levantó.

—No... no debe decir esas cosas.

—Perdóneme —respondió él—. Estoy cansado. Los dos estamos cansados. —Se acercó y se detuvo ante ella. Le puso las manos sobre los hombros, y Amanda sintió que un estremecimiento le recorría el cuerpo—. Es que todo este dolor... todo este sufrimiento... toda esta frustración parece tan absurda...

—Para ella no —adujo Amanda—. Ella quiere vivir.

—¿Cómo puede quererlo? ¿Cómo puede querer llevar una vida de dolor... dolor que va aumentando gradualmente? ¿Por qué cree que bebe tanto? Porque está cansada de la vida... tan cansada de la vida como lo estoy yo.

—Por favor, deme lo que debo tomar —dijo Amanda—. Tengo que irme. Es porque está usted cansado...

—Estoy diciendo ahora lo que he pensado decir muchas veces, Amanda. Si yo fuese libre...

La rodeó con los brazos, y por un instante ella no se resistió.

—Debemos esperar, esperar... —dijo al fin Amanda.

—¿Esperar? —exclamó él—. ¿Cuánto tiempo? A veces he pensado... A veces he pensado en lo fácil que sería. Amanda se separó de él y le miró, horrorizada. —Debo contarle los pensamientos que han acudido a mi mente.

He tratado de no pensar en lo que quiero. He tratado de pensar qué es lo mejor para ella. ¿Qué cree que puede ser? ¿Qué podría ser lo mejor para ella? ¿Sumirla en un sueño suave, tranquilo, indoloro... utilizar mi ciencia para ayudarla a descansar? ¿O mantenerla con vida, hacerla volver una y otra vez al sufrimiento, a la frustración y al terrible dolor?

—No debe hablar así.

—Lo sé. «No matarás.» —Rió con tristeza—. Hay veces en que siento el impulso de quebrantar ese mandamiento. A veces siento que las leyes se establecen porque se adaptan a la mayoría de los casos. Pero, Amanda, ¿se adaptan siempre a todos los casos?

—No lo sé. No puedo decirlo. Está cansado y sobreexcitado.

—No. Estoy pensando con más claridad. Ella duerme tranquilamente. Mañana estará repuesta. Le he dado exactamente la dosis adecuada para ello. Si le hubiera administrado una cantidad mayor, habría dormido con la misma tranquilidad. La única diferencia habría sido que mañana por la mañana no se despertaría.

—¡Eso sería un asesinato!

—¿Lo sería? Si yo pudiera convencer a mi conciencia de que estaba pensando sólo en ella, ¿sería asesinato? Le he administrado drogas para aliviarle temporalmente el dolor; ¿y si se las administrara para aliviárselo permanentemente?

Amanda le agarró del brazo.

—¿Cómo podría estar seguro de que había pensado sólo en ella?

—Yo creo que lo sabría, Amanda. Si no estuviese enferma y su conducta fuese tan intolerable como lo es ahora, esas ideas no se me ocurrirían ni por un momento. Yo le diría a usted: «Debe marcharse. No es prudente que se quede. Estoy cansado con una mujer a la que aborrezco, pero estoy casado con ella... y ese matrimonio debe durar mientras ambos vivamos.» La despediría. Se lo juro. Entonces estaría claro mi deber. Pero no es ése el caso. Yo veo que sufre... veo aumentar sus sufrimientos. Es muy improbable que ella nos sobreviva. Podemos esperar, Amanda.

—Debemos esperar —exclamó ella.

Hesketh se dirigió a la mesa y pareció recuperar su habitual calma.

—Tiene razón —añadió—. Estoy cansado. He hablado más de lo que hubiera debido. Le he revelado mis sentimientos. Ahora sabe usted que, desde que vino a esta casa, yo he soñado con otra vida... una vida normal, razonable y digna. Ese niño..., el hijo de Lilith... me ha hecho comprender que quiero tener hijos. Pero me casé con Isabella, y no hay nada más que decir. Le suplico que no se marche. No tema, se lo ruego. Quédese aquí. Quédese en esta casa. Es usted un gran consuelo para mí. Le juro que nunca haría nada en contra de mi conciencia.

—Estoy segura de que hará usted lo que sea justo —respondió ella—. Jamás lo he dudado ni un solo momento.

Hesketh le dio unos polvos envueltos en un papel.

—Tómese esto en un vaso de agua. Dormirá bien.

—Gracias.

—Voy a asegurarme de que continúa durmiendo tranquila.

Subieron juntos la escalera.

Bella dormía sosegadamente. Su rostro estaba menos amarillo que antes y sonreía a medias en sueños.

Salieron, y, en la puerta, Amanda le dio las buenas noches.

—Perdone mis insensatas palabras —dijo él—. Nunca hubiera debido pronunciarlas.

Mientras giraba el picaporte, Amanda respondió:

—Me alegro de que me haya dicho lo que pensaba.

El sonrió.

—Buenas noches. Buenas noches, amor mío.

Amanda entró en su habitación y cerró la puerta. Mientras cruzaba la estancia, Lilith se levantó de su cama.

Lilith sonreía con malicia.

 

 

Habían pasado unas pocas semanas desde su enfermedad, y Bella ya se había recuperado y había vuelto a ser la misma de siempre: locuaz, agresiva a ratos y llena de una casi gimiente autocompasión. Amanda se estremecía cuando miraba a la mujer y veía que sus dedos blancos y gordezuelos temblaban al levantar la taza de té y las furtivas miradas que dirigía hacia el armario. Amanda no podía evitar sus pensamientos. ¿Cuánto tiempo?, se preguntaba.

Su mayor y más satisfactorio entretenimiento entonces era enseñarle las letras a Leigh. Tenía poco más de dos años y era demasiado pequeño para aprender, pero Lilith insistía en su excepcional inteligencia. Todas las mañanas, mientras Bella dormía, Lilith y ella se sentaban con el niño a la mesa del cuarto de Amanda, y Amanda escribía en una pizarra las letras del alfabeto. Leigh, sumido en una profunda concentración, con la punta de la lengua asomando por la comisura de los labios y agarrando el lápiz con su gordezuela manita, trataba de copiar las letras. Lilith le miraba con fascinación, disfrutaba de las clases con Amanda, aprendía con Leigh.

Lilith acariciaba sus propios secretos, observando el progreso en la educación de Leigh y el empeoramiento de Bella —pues parecía que de nuevo iba a caer enferma a consecuencia de la bebida—, viendo cómo el afecto entre Hesketh y Amanda se hacía más intenso y más difícil de controlar.

Y llegó un día en que Amanda llevó noticias a Lilith, que estaba jugando con Leigh en la habitación del piso alto de la casa.

—Lilith, la guerra ha terminado.

Lilith miró a Amanda por encima de la cabeza de su hijo.

—Eso significa —continuó Amanda— que pronto volverán Frith y David Young.

Lilith asintió. Sonrió lentamente. Le alegraría verle, pero la noticia no le produjo el júbilo que había imaginado. Apoyó los labios sobre la morena cabeza del niño. El era lo primero, pensó con vehemencia, ahora y siempre.

Pero cuando, unos días después, los padres de David Young escribieron a Amanda para decirle que su hijo había muerto a consecuencia de las heridas recibidas en Escutari durante las últimas semanas de la guerra, Lilith se sintió invadida por el temor a que Frith, de quien no tenían aún noticias, hubiera sufrido un destino similar.

Estaba todavía insegura de sus sentimientos hacia él.

 

 

Bella gemía tumbada en la cama. Sus labios presentaban una tonalidad purpúrea y había una mirada extraviada en sus ojos; respirar suponía un esfuerzo continuo. Era noche avanzada, una noche de marzo en que el viento aullaba alrededor de la casa. El doctor se hallaba junto al fuego, mirando a su mujer.

Había sido un mes lleno de acontecimientos, pues acababa de firmarse en París el tratado de paz. Frith regresaría, pero, sin duda, aún tardaría varios meses. Deseaba que Frith estuviese allí. Necesitaba compartir sus pensamientos con alguien. No podía hacerlo con Amanda; a su parecer, se hallaba profundamente implicada en aquello. Cuando estaba con Amanda, sus emociones prevalecían sobre todo lo demás. Esto era algo que debía considerar con calma, con sentido común y, sobre todo, con la máxima honestidad posible.

Hesketh era un hombre religioso, pero con cierta elasticidad. No aceptaba todas las reglas establecidas. Su profesión le había enseñado que a veces, en casos de emergencia, era necesario violar todas las reglas que habían sido dictadas, aunque fueran adecuadas para ocasiones normales. A menudo, hacía falta correr el riesgo, obrar espontáneamente, decir: «En todos los demás casos esto sería perjudicial, pero sucede que en este caso es bueno.»

—Hesketh... ¿estás ahí, Hesketh?

Se acercó a la cama.

—Sí, Bella.

—Quiero beber, Hesketh. Whisky... Se inclinó sobre ella.

—Bella... No, Bella. No sería bueno. Te excitaría demasiado.

—No... no puedo soportarlo, Hesketh. —Ya lo sé. Ya lo sé.

La miró y pensó en ella tal como era cuando se conocieron, alegre, joven, encantada de la vida. Rememoró el gradual deterioro, la intromisión del dolor, que había puesto su horrible máscara sobre su belleza. ¿Había que reprocharle su estúpida frivolidad, su egoísmo, su mal genio? ¡Pobre Bella! Debería haber estado moldeada de forma diferente; debería haber estado dotada de paciencia, en vez de vanidad, de santa resignación, en lugar de frivolidad.

Recordó un día de su infancia, que había pasado en una hermosa casa de campo victoriana. Había admirado a su padre más de lo que jamás había admirado a nadie; se había hecho médico porque su padre también era médico; si su padre hubiera estado vivo, le habría consultado el problema.

El padre de Hesketh había muerto en la epidemia de cólera de 1848, durante la que había trabajado entre los pobres y había acabado sucumbiendo a la infección por causa de la debilidad producida por el constante y duro trabajo, el poco descanso y la insuficiente alimentación.

El día que ahora recordaba Hesketh era un día de hacía casi veinte años en el que su caballo favorito, Ibrahim, se había roto una pata en una caída. Veía ahora al caballo en vez de a Bella, le veía retorcerse de dolor en el suelo. Recordó que su padre había sacado una pistola y había disparado a Ibrahim en la cabeza. Él, Hesketh, había sentido que el corazón se le destrozaba, pues amaba a su caballo y no entendía por qué había sido necesario matarle.

—Es mejor así —le había dicho su padre.

—Matar es malo. Tú sueles decirlo.

—Sí, lo es en muchos casos. Pero piensa en lo que sufriría Ibrahim ahora si estuviese vivo. Imagina un caballo como Ibrahim, arrastrando una pata toda su vida. Ningún caballo podría ser feliz así. Sólo desdichado.

Era cierto, claro que era cierto. Ahora lo entendía.

¿Y qué le quedaba a Bella, sino unos cuantos años de sufrimientos?

—Hesketh... Hesketh...

—Bella, mi pobre Bella.

—Un poco de whisky, sólo un poco...

—Te daré algo que te aliviará el dolor, que te hará dormir.

—Oh, Hesketh, quisiera poder dormirme para siempre... y no despertar jamás.

Ella lo deseaba. Claro que lo deseaba. ¿Quién, en su triste situación, no lo desearía?

«No puedo dejar que sufra tanto —pensó con desesperación—. Es demasiada crueldad.»

Un dolor rápido e intenso, le había explicado su padre, eso era lo único que Ibrahim sentiría. Un dolor rápido e intenso y, luego, paz.

Y para Bella ni ese dolor siquiera... tan sólo un sueño apacible del que no despertaría en este mundo.

¿Tenía el valor necesario? Se decía que era malo quitar la vida. Pero tenía que haber un trato diferente para casos diferentes. Había que considerar cada caso por separado. Él, como médico, lo sabía. Y estaba en su mano librarla de su sufrimiento.

Y luego, de pronto, lo decidió. Él era fuerte y tenía el valor preciso. No temía hacer lo que creía que era bueno. Si no fuese por su amor a Amanda, ¿estaría dispuesto a hacerlo? Eso era lo que debía preguntarse a sí mismo. Si podía responder afirmativamente a esa pregunta, el camino estaba claro.

¿Haría eso por Bella si la amase como amaba a Amanda? ¿Ayudaría a Amanda a salir de esta vida si fuese ella la invadida por el sufrimiento?

Creía conocer la respuesta a esa pregunta.

—Hesketh... Hesketh...

—Voy, Bella. Tengo algo para ti, Bella.

Su mano estaba completamente firme mientras preparaba la pócima.

—Toma esto, Bella. Toma esto, querida. Te proporcionará descanso y paz...

Lilith había subido a su dormitorio para asegurarse de que Leigh se encontraba bien. Allí estaba, con el rostro sonrosado por el sueño y los oscuros cabellos, casi tan rizados como los suyos, cayéndole sobre la frente. Estaba destapado. Lo tapó con suavidad y le besó el pelo.

—Duerme bien, tesoro —dijo.

Se detuvo junto a la puerta para mirarle otra vez.

—¡Caballerito inteligente! —murmuró con voz baja. Cerró la puerta y salió.

Oyó voces en el pasillo inferior y, mirando por encima de la barandilla hacia el hueco de la escalera, como hacía Leigh, reconoció la voz del doctor, aunque no podía verle. Estaba hablando con Amanda.

—No entre. Ahora está durmiendo. Me temo que está muy mal.

—Iré después —dijo Amanda.

—No. Ya entraré yo a verla... antes de acostarme. Supongo que estará dormida, y no le haría bien despertarla.

Su voz sonaba remota, como si no estuviese hablando con Amanda. Las personas delataban sus sentimientos en la voz. «De ordinario —pensó Lilith—, me habría dado cuenta enseguida de que estaba hablando con Amanda.»

Oyó que Amanda entraba en su habitación y decidió bajar para hacerle compañía.

—Hola, Amanda.

—Hola, Lilith.

—¿Vas a entrar en la habitación de al lado? —No. Está dormida.

—Eso está bien. Un poco de descanso para ti. —Sí. El doctor ha dicho que no se la moleste. —Supongo que le habrá dado algo para hacerla dormir.

—Creo que sí. ¿Está dormido Leigh? —Sí. Completamente destapado, claro. ¿Cuándo crees que sabrá leer?

—Me imagino que muy pronto. No se tarda mucho. Es inteligente y lo más importante es que tiene interés.

—Me gustaría que de mayor fuese médico.

—Es una gran profesión.

—Sí. Y me gustaría que fuese la de Leigh. Quiero que sea médico y caballero. ¡Qué viento hace esta noche!

—¡Un verdadero viento de marzo! No importa. Pronto llegará la primavera.

«Estoy aquí sentada —pensó Lilith— charlando de cosas sin importancia, y todo el rato estoy pendiente de oír algún ruido en la habitación de al lado. ¿Por qué era tan fría y tan distante su voz cuando hablaba con Amanda? ¿Será que ya no está enamorado de ella?»

 

 

—Buenas noches, Amanda —dijo Lilith. —Buenas noches, Lilith.

Lilith salió al pasillo. Brillaba mortecinamente la luz de gas. Eran casi las diez y la casa se hallaba en silencio. ¿Dónde estaba el doctor? ¿En la biblioteca?

Lilith se acercó a la puerta de la habitación de Bella y escuchó. No se oía nada. Abrió silenciosamente la puerta. El fuego de la chimenea ardía en rescoldos y la luz de gas apenas iluminaba la estancia; la mujer que yacía sobre la cama estaba inmóvil.

Lilith avanzó hacia ella.

—¿Señora? —susurró—. ¿Me ha llamado, señora? —Miró a Bella—. Creía... creía que me había llamado.

Se acercó más y miró el pálido rostro de la mujer. Luego, se inclinó sobre ella. Olía a algo... una aroma extraño, débil pero inconfundible. No era vino ni licor. ¿Dónde había visto antes esa extraña expresión en un rostro?

Era muy difícil saber si Bella respiraba.

Lilith sintió un súbito acceso de pánico. No quería ser sorprendida en aquella habitación. A toda prisa se dirigió de puntillas a la puerta y la abrió. Miró furtivamente a lo largo del pasillo para asegurarse de que nadie la había visto y subió enseguida a su habitación, donde su hijo dormía plácidamente.

Lilith no concilio el sueño hasta la mañana siguiente. Leigh la despertó saltando a su cama y gritándole al oído:

—¡Mamá! ¡Mamá! Despierta. Ya es la mañana.

Despertó, sobresaltada, envuelta todavía en extraños sueños con el cerebro abrasado de extrañas ideas.

—Hay mucho ruido abajo —anunció Leigh—. Todo el mundo se ha levantado temprano.

Lilith se incorporó en la cama y escuchó. Sabía lo que significaban los extraños ruidos. La señora de la casa había muerto.

 

 

Era el anochecer de aquel día, y Lilith estaba acostando a Leigh.

—Estás muy callada, mamá. —¿Sí, tesoro?

—Todo el mundo está raro hoy. —¿Sí, tesoro?

—No hemos hecho letras en la pizarra esta mañana. Manda ha dicho que hoy no.

—No importa. Las harás mañana. Leigh se arrodilló junto a la cama y rezó sus oraciones.

—Dios bendiga a mi madre y a Manda y a todos mis amigos, y me haga un caballero, amén. Lilith le arropó.

—Ahora quédate tapadito. Sé buen chico. —¿Por qué estás temblando? —¿Temblando? No. —Sí, estás temblando, estás temblando. —Ah, ¿esto? Es sólo por entretenerme. Leigh empezó a agitar su mano. —No, no —exclamó ella—. Tú, no Leigh. Tú no debes temblar. Ahora quédate quieto y duerme. —¿Vendrás a ver si estoy tapado? —Supongo que sí.

Se sentó junto a la cama y le contempló. «Todo lo que hago es por él —pensó—. Todo es para él. Haría cualquier cosa por él.»

Cuando el niño se durmió, se levantó y fue hasta el espejo sin hacer ruido. Apenas se reconoció a sí misma; tenía la cara pálida y le brillaban los ojos. Supuso que parecía muy malvada.

Y lo era. Pero no le importaba. Era por él... su tesoro. Todo lo que hiciera en lo sucesivo sería para él, su querido, su adorado hijo.

Bajó la escalera y llamó con los nudillos a la puerta de la biblioteca. Sabía que él estaría allí, y sabía que estaría solo. Mientras esperaba la autorización para entrar, comprendió que estaba corriendo un riesgo. Se lo estaba jugando todo. Quizás él fuese más listo que ella. El amor era el motivo impulsor de los actos de ambos; las personas se fortalecían en el amor. Ella lo sabía. El podría decirle: «Recoge tus cosas y sal inmediatamente de esta casa.» Pero era fuerte y audaz; estaba segura de que, si actuaba con suficiente inteligencia, no podría fracasar.

El doctor levantó la mirada de la mesa, y ella se fijó en su rostro, macilento y demacrado.

—¡Lilith! —exclamó con cierta sorpresa.

Ella avanzó hacia la mesa.

—Tengo que hablar con usted —dijo—. Es acerca de su esposa.

El doctor se sintió sobrecogido, pero Lilith sólo lo advirtió por el súbito emblanquecimiento de sus nudillos al agarrar una pluma que había sobre la mesa.

—¿Acerca de mi esposa? —preguntó.

Ella asintió con lentitud; tenía la boca tan seca que temió no poder hablar.

—Yo... no creo que haya muerto de muerte natural.

Le vio cómo palideció, la expresión de miedo en sus ojos era inconfundible.

—¿Tú no crees que haya muerto de muerte natural?

—No; de hecho, estoy segura de que no.

—¿Por qué habrías de imaginar eso? Yo soy médico. Sé la causa de su muerte.

—Sí, creo que la sabe —respondió Lilith—. Anoche entré en su habitación. Pasaba delante de su puerta y tuve la sensación de que algo marchaba mal, así que entré. Creo que estaba drogada.

—¡Crees que estaba drogada! —Después de todo, él era un hombre de recursos, un doctor importante; ella no era más que una criada. Él debía de pensar que su posición era ventajosa; pero no sabía lo fuerte e inteligente que era ella—. ¿Tú entiendes de estas cosas?

—Sí.

—¿Oh? —Su voz era dura. Se disponía a decirle que no toleraría su insolencia.

—Yo he visto niños bajo la influencia del Godfrey's Cordial. Siempre se podía decir en qué clase de sueño estaban. Y se podía oler también. Era alguna cosa que había en el cordial. Una vez vi a un bebé que había tomado una dosis demasiado fuerte. Estaba muerto. Recuerdo la expresión y el color y el olor. Nunca he olvidado ese olor. Lo recordé cuando estuve anoche en la habitación de su esposa.

—Has hecho bien en acudir a mí, Lilith —dijo el doctor—. Y tienes razón en lo de la droga. Mi esposa estaba drogada. Necesitaba dormir. Eso era muy importante para ella. Murió por las complicaciones que le provocó la congestión de los pulmones, un paro cardíaco.

Lilith estaba desconcertada. El doctor hablaba de una manera muy convincente. Nunca se lo perdonaría. Había sido una estúpida. Él encontraría alguna excusa para despedirla. Nunca tendría para Leigh lo que quería. Quizá tuviera razón el doctor. Se daba cuenta ahora de que había basado su idea en meras conjeturas, en su conocimiento de la naturaleza humana, en lo que había descubierto sobre los sentimientos de él hacia Amanda. Tenía otro paso más que dar, y debía ser audaz y darlo, pues había ido ya demasiado lejos como para retirarse.

—Lo que haya sido lo verán en la autopsia, ¿no es así, señor?

—¿Autopsia? —exclamó él—. No habrá ninguna autopsia. —Estaba ahora a la defensiva. Ella había tenido razón; ahora lo sabía.

Él continuó:

—Está perfectamente claro de qué ha muerto mi esposa.

—¿Aceptarán su palabra?

—Varios de mis amigos la han visto, la han examinado, han tratado de hacer lo posible por curarla. Habrá otros que confirmará que ha muerto de muerte natural... una muerte esperada, podría decirse.

—Pero —dijo Lilith con astucia—, si hubiese una de esas autopsias... Recuerdo que le hicieron una a aquel bebé. Dijeron que no había duda de que había muerto por una dosis excesiva. Bueno, su madre no sabía. Sólo quería que se estuviese callado. Ella no sabía que la dosis era excesiva. Pero en un médico sería diferente. Él sabría...

—¿A dónde quieres ir a parar? —preguntó ásperamente el doctor.

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