Lilith

Lilith


CAPÍTULO 02

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CAPÍTULO 02

 

Amanda despertó tan temprano aquella mañana de mayo que oyó los primeros trinos de los pájaros. Por la ventana penetraban los frescos aromas de la mañana. Veía el castaño en flor, y pensó en los céspedes de su antigua casa, con su estanque y su reloj de sol; se representó los huertos, ya embellecidos por los capullos; se imaginó a sí misma paseando por la rosaleda, llegando al pequeño cuadro de césped limitado por tulipanes y continuando hasta el cenador, hasta los matorrales y la zona de los caballos; oyó la hora en el reloj de las cuadras. En aquella casa y en aquellos terrenos había pasado Amanda el año más feliz de su vida.

Sin embargo, había sido un año de espera; pero la espera había terminado ese día, pues ése era el día de su boda.

En aquella agradable casa georgiana Hesketh había pasado su infancia y, como le había contado, había conocido mucha felicidad; había decidido que ella le esperase allí, que esperase a que transcurriese el año que la convención y la respetabilidad exigían.

La madre de Hesketh le había recibido con gran afecto, pues, al amar a su hijo con absoluta dedicación, había deplorado sobremanera su infortunado matrimonio y estaba dispuesta a amar a cualquiera que pudiera volver a hacerle la vida feliz. La madre de Hesketh había dado a Amanda más cariño en un año que el que jamás había recibido de su propia madre. Amanda pensaba a menudo en Laura y se preguntaba qué sería de ella; ya no podía recordarla con mucha claridad; cuando se la imaginaba, veía a una mujer enfermiza que vivía bajo la sombra de un tirano.

No había vuelto a Londres desde el funeral de Bella. Pocos días después de su muerte, Hesketh había hablado con ella y le había comunicado las disposiciones que había tomado. Había decidido, explicó, cerrar la casa, a excepción de las salas de consulta. Se iban a marchar todos los criados. El se alojaría en un hotel próximo para poder acudir a la casa sin dificultad, a la que debía ir todos los días. Cuando transcurriera el año, podrían encontrar una servidumbre nueva y empezar otra vez.

—Quiero que conozcas a mi madre —dijo él—. Ella está deseando verte. Y —añadió rápidamente— lleva a Lilith contigo. A ella y al niño. Yo visitaré con frecuencia a mi madre.

Hesketh iba al campo todos los fines de semana, y montaban a caballo juntos. Ella le contaba lo feliz que era en casa de su madre, cómo la anciana señora le había enseñado a envasar la fruta y a hacer confituras, cómo permanecían durante las veladas invernales sentadas junto al fuego, trabajando en el ajuar y en la ropa de casa. A veces, le parecía a ella que él temía regresar a Londres. Se lo imaginaba de camino a la casa, al abrir la puerta principal con su llave, y luego, escuchado en el vestíbulo.

En una ocasión le preguntó: —¿Considerarías la posibilidad de vender la casa?

Su rostro había adquirido una expresión tensa.

—¿Es eso lo que quieres?

—¿Yo? No. Sólo me preguntaba si serías más feliz en otra.

—Es ideal para mi trabajo. Perteneció a mi padre. Creo que sería difícil encontrar nada tan adecuado y en lugar conveniente.

Amanda no dijo nada más acerca de la casa, y fue él quien habló otra vez de ella:

—¿Piensas que habría allí demasiados recuerdos de Bella? ¿Temes eso, Amanda?

—No, Hesketh.

—Entonces, yo tampoco. Hicimos todo lo posible por ella, los dos. No tenemos nada que reprocharnos.

Entonces ella comprendió que, aunque la casa estaba llena de recuerdos desagradables, él deseaba luchar contra ellos. ¿Sentía, consciente o inconscientemente, que sería una cobardía marcharse?

Y ahora la espera había terminado.

Había dormitado un poco, cuando la despertó el ruido de la puerta al abrirse suavemente. Lilith se deslizó al interior de la habitación.

Se detuvo a los pies de la cama, sonriente.

—Despierta —exclamó Lilith, con un temblor de emoción en la voz—. Despierta, Amanda. Es el día de tu boda.

 

 

Lilith le estaba poniendo a Leigh los pantalones blancos de raso. Con ellos debía llevar una chaqueta azul. El niño se sentía emocionado, lleno de la importancia de la ocasión; iba a ser paje en la boda de Manda y el Hombre.

—Estate quieto —ordenó su madre.

Pero ¿cómo podría estarse quieto? Tenía que contorsionarse y volverse a mirar a aquel extraño niño del espejo que, sorprendentemente, era él mismo. Unos ojos grandes y oscuros le devolvían con incredulidad la mirada.

—¿Qué va a ser Manda?

—La novia.

—¿Y qué va a ser el Hombre? —El novio, ya te lo he dicho antes. Él asintió. Sí, se lo había dicho, pero le gustaba oírlo.

—La novia —repitió—. El novio. ¿Yo seré novio?

—Algún día, quizá. Cuando seas mayor.

Leigh sonrió, viéndose a sí mismo tan grande como el Hombre. Todo lo que el Hombre hacía lo haría él. Lo tenía decidido desde mucho tiempo atrás.

—Dime lo que tengo que hacer —pidió Leigh, fingiendo no saberlo, sólo por la alegría de oírlo otra vez.

Iba a llevar la cola del vestido de Amanda. Era fácil. Había visto la cola; la había tenido en las manos; era suave y bonita.

Lilith le hablaba mientras contemplaba su animado rostro. ¡Qué guapo era! ¡Cómo daba cumplimiento a todos sus sueños!

Y ese día iba a ser paje en una boda; y cuando volvieran a la casa de Londres, él sería como un hijo de la casa. Todo estaba saliendo tal como ella lo había planeado. Al principio se había sentido turbada cuando el doctor visitaba la casa; le había rehuido.

Pero su comportamiento hacia ella había sido exactamente el mismo que antes... ¿o le miraba de forma extraña a veces, como si no pudiera apreciarla, como si desconfiara de ella?

Pero cumplía su promesa con respecto al niño, y la cumplía como la habría cumplido ella. Le tenía cariño a Leigh; y, en cuanto a Leigh, no había nadie a quien admirase más que al doctor.

Lilith se oyó a sí misma decir:

—Y, luego, cuando resuene el órgano, echas a andar detrás de Manda y sales de la iglesia.

—¿Y el Hombre es un novio, mamá?

—Sí, es un novio.

—Yo seré novio algún día... cuando sea tan grande como el Hombre.

Rió y movió afirmativamente la cabeza en dirección al niño de sonrosadas mejillas y ojos negros del espejo.

—Serás novio —le prometió Lilith—. Espera a ser tan grande como el Hombre.

 

 

Hacía calor en la iglesia. Desde el banco, Lilith contemplaba a la pareja situada en el altar. Su hijito estaba allí, y junto a él se hallaba otro niño que era pariente lejano del novio. Lilith no prestaba atención al servicio; sólo veía que su hijo estaba allí, al lado de aquel otro niño que había nacido en el lugar adecuado de la vida.

Leigh era tan bueno como cualquiera de ellos. ¡Oh, qué suerte había tenido ella! ¡Qué inteligente! Al volver la vista atrás, sólo encontraba un fracaso en su vida, y, cuando lo consideraba, no podía lamentarlo del todo, pues le había mostrado con claridad qué debía hacer para su hijo.

Amanda estaba hermosa con el vestido de raso blanco, confeccionado con alforzas y jaretas. Llevaba la cofia de encaje que años antes había llevado la madre de Hesketh. No había duda de que Amanda se encontraba de nuevo en su ambiente. Eso no era sorprendente; el milagro estribaba en el hecho de que el hijo de Lilith le hubiera seguido hasta allí.

Lilith consideraba que ese día debía ser casi tan feliz como la pareja nupcial, pues su boda representaba para ella su triunfo, la obtención de poder. Era el signo exterior de su éxito.

Había otra razón para su felicidad. Frith había regresado. El día anterior, Amanda había dicho a Lilith que iba a ser el padrino de Hesketh.

—He estado dándole vueltas a si debía o no decírtelo, Lilith. Y he pensado que sería mejor que te avisase. Si no, sería un sobresalto para ti. No llegará hasta la misma mañana de la boda.

Lilith había respondido:

—¡Sobresalto! Oh, no. Aquello terminó hace mucho.

Y así era, se convenció a sí misma; sin embargo, sabía que la razón de su felicidad se debía en parte a Frith.

Les contempló: Frith, el padrino, y el doctor Martin, aquel viejo amigo de la madre de Hesketh que hacía entrega de la novia; observó a la madre de Hesketh, al propio Hesketh y a Amanda. Y con ellos estaba Leigh, su niño... su querido hijo. Era uno de ellos.

 

 

Amanda se sentía llena de gozo mientras permanecía allí, con su mano en la de Hesketh. Todas sus inquietudes anteriores parecían haberse esfumado.

—Sí quiero —respondió. Y Hesketh deslizó el anillo en su dedo.

«Seremos felices —pensó—. Nada se interpone ahora entre nosotros y la felicidad. Volveremos a la casa y yo cambiaré todo. Si queda algo de Bella que le desagrada, yo lo eliminaré. De ahora en adelante será nuestro hogar.»

Se dio cuenta de que Leigh le estiraba de la cola del vestido y aflojó el paso para acomodarse al suyo. No pudo resistir la tentación de volverse a mirarle, a mirar su encendido rostro y sus brillantes ojos; no pudo por menos que sonreír ante su resuelta determinación en la tarea de ser paje en su boda.

 

 

Hesketh pensaba: «Todo irá bien.» No hay por qué preocuparse; la casa será diferente cuando ella esté allí conmigo. Habrá criados nuevos. Habrá una atmósfera completamente distinta.

No hay nada que deba reprocharme. ¿No dijo ella que estaba cansada de vivir? Había anhelado escapar de ella. Había deseado morir.

Qué feliz era, ahora que había terminado el año de espera. Parecía como si aquel año no fuera a terminar nunca. En ocasiones había pensando en pedirle a Amanda que se casara con él en una ceremonia íntima y discreta. Había ideado planes para marcharse con ella hasta que hubiera transcurrido el tiempo correcto y ambos pudieran residir en la casa.

¿Cuántas veces había tomado la decisión de vender la casa? ¡Cuántas veces, tras terminar su trabajo en aquellas habitaciones de la planta baja y después de haberse retirado la mujer que hacía la limpieza, había sido incapaz de resistirse a tentación de subir hasta la habitación de ella! ¿Cuántas veces había permanecido en la puerta... mirando los enfundados muebles, la cama en donde ella había muerto y que ofrecía un aspecto fantasmal bajo su funda, de tal modo que casi podía imaginar que estaba tendida allí, que se movía? Había anhelado vender la casa, romper con todo lo anterior, pero no podía evitar pensar que, hacerlo, sería admitir su debilidad. Si había obrado bien, no tenía nada que temer; y, si era así, ¿por qué había de vivir amenazado por el miedo? No. Estaba resuelto a vivir en aquella casa, a llevar a Amanda a aquella casa. No permitiría que Bella le expulsara de ella como si fuese un hombre acosado y obsesionado por una culpa secreta.

Puso el anillo en el dedo de Amanda, ¡qué frágil era! ¡Tan joven y delicada!

«Hice lo que debía», se dijo a sí mismo mientras entraban en la sacristía.

 

 

En la sala, llena de flores para la ocasión, Amanda estaba cortando la tarta.

Hesketh vio a Lilith y Frith uno al lado del otro.

«Hay quien diría que Lilith y yo somos unos criminales. ¡Qué criminales tan extraños! ¿Soy yo un asesino? ¿Es ella una chantajista? Ambos son delitos terribles... Y, sin embargo, ¿tan malos somos, tan perversos?

»Ella ama a su hijo con pasión. ¿Es eso bueno? Lo ama tanto, y ella misma ha sufrido de tal manera que está dispuesta a cometer un crimen para facilitarle el camino. Yo juro... juro que lo que hice fue por Bella, no por Amanda.»

Leigh le estiraba de la pernera del pantalón.

—Hombre, algún día yo seré novio.

—¿Sí, chico?

—Sí, Hombre. Pero tengo que esperar. Mamá dice que tengo que esperar a ser tan grande como tú.

Hesketh acarició afectuosamente la oscura cabeza.

¿Chantaje? ¿Cómo podía aplicársele un nombre tan feo? El amaba a este niño casi como si fuese hijo suyo. Asesinato, chantaje. Chantaje, asesinato. ¡No! Se estaba portando como un tonto.

Los invitados bebían a la salud de los novios. El fantasma de Bella debía desaparecer ya.

 

Frith sonrió a Lilith.

—Bueno —dijo—, he vuelto.

—Ya lo veo —respondió ella.

Lilith le observó. Había cambiado. Rondaba los veinticinco pero aparentaba treinta, los años pasados en Crimea le habían producido ese efecto, le habían endurecido y también maltratado un poco; sin embargo, entonces comprendió que nada podría arrebatarle aquel indefinible encanto suyo, su alegría natural, y el gesto de desafío ante la vida. Tampoco la controlada excitación que encontraba en ella y que indicaba a los otros, como a Lilith, que quien quiera que compartiese la suya compartiría esa emoción.

La última vez que le había visto, ella no tenía a Leigh: y, cuando el niño nació, Lilith creyó que habían disminuido sus sentimientos hacia Frith. Pero ya no estaba tan segura.

—La novia está preciosa —observó Frith.

—¿Estás celoso? —preguntó Lilith—. ¿Recuerdas que una vez le pediste que se casara contigo?

—Creo que recuerdas todo cuanto he dicho y hecho.

—Recuerdo lo que quiero recordar. Leigh había visto a su madre. Dejó a Hesketh y se acercó a ella. —Hola, mamá. —Hola, querido.

—Estoy haciendo de paje —le dijo a Frith.

—Y desempeñando muy correctamente tus obligaciones, por lo que veo —respondió Frith.

Leigh se agarró a la falda de su madre y miró inquisitivamente a Frith. Lilith le acarició la cabeza y miró también a Frith. Su mirada era casi desafiante, como si le dijera que a ella sólo le importaba su hijo.

 

 

Amanda decidió que había demasiados recuerdos de Bella en la casa de Wimpole Street y dijo a Hesketh que deseaba introducir cambios. EÍ doctor sabía, naturalmente, que los cambios eran por él. Amanda pensaba siempre en cómo podría complacerle, y creía comprender por qué se sentía incómodo en la casa.

Habría sido mejor venderla y comprar otra. Amanda entendía aquella extraña manía suya de preferir aquella sensación de incomodidad. Creía que él se sentía culpable por haberla amado y haber deseado casarse con ella mientras Bella vivía aún, y para un hombre de su integridad eso era pecaminoso, no podía olvidarlo, y, quizá, porque había sido incapaz de no desear la muerte de Bella, su conciencia le atormentaba. Había algo de santo en él, pensó enternecida Amanda. Quería hacer penitencia; quería vestir su hábito de arpillera.

Así pues, al modificar la disposición de la casa, ella iba a eliminar en lo posible todo rastro de Bella.

Lilith le ayudaba. Los criados creían que Lilith era una pariente lejana de la señora; el puesto que ocupaba en la casa era el de una privilegiada ama de llaves.

Amanda había escuchado las explicaciones de Hesketh sobre el niño.

—Es un chiquillo encantador y le he tomado cariño. Quiero ayudarle en su educación. Lilith desea ardientemente que reciba una buena instrucción y yo creo que, puesto que la ayudamos a escapar de su marido, somos en cierto modo responsables de ella.

Ella había sonreído.

—¡Mi querido Hesketh! No tienes por qué darme excusas. Sé por qué quieres ayudar a Leigh y a Lilith.

Ella miró sobresaltado.

—Quieres ayudarles porque eres bueno —había continuado—. Sientes compasión por ellos. Aunque no les hubieras ayudado en su fuga, seguirías queriendo hacerlo. Lo que haces es excusarte por tu bondad.

Él la abrazó, apretándola contra sí, de modo que Amanda no le podía ver la cara.

—Es ahijado tuyo, Amanda —dijo al fin—. Después de todo, tienes una obligación para con él.

Cuando Amanda le contó a Lilith los planes de Hesketh con respecto al niño, Lilith sonrió serenamente.

—No pareces sorprendida, Lilith —indicó.

—Bueno, quizá no. Mi Leigh es tan encantador que no me sorprende que la gente quiera hacer todo lo posible por él.

Lilith quería hacerles lo más agradable posible la vida a Hesketh y Amanda; quería que el doctor supiese que lamentaba haber utilizado el chantaje para conseguir lo que deseaba. Le parecía que había sido una necedad volver a aquella casa, pero no había nada que ella pudiera hacer al respecto, salvo eliminar todo rastro de Bella, y se aplicó a la tarea con entusiasmo.

—Lo primero que tengo que hacer —dijo a Amanda— es quitar ese retrato de la sala. Es tan realista que parece casi como si ella estuviese ahí arriba, mirándonos...

Con la ayuda de Padnoller, el nuevo mayordomo, lo descolgaron y pusieron en su lugar un cuadro del pueblecito próximo a la casa de la madre de Hesketh; era una imagen alegre de casitas de campo grises bajo la luz del sol.

—Y, otra cosa —añadió Lilith cuando se hubo marchado Padnoller—, yo quitaría todos estos chismes..., todos los abanicos y programas de danza. El fuego es el mejor sitio para ellos.

Así pues, convirtieron la sala en un lugar diferente; cambiaron de sitio los muebles, dentro de lo posible, y pusieron flores en los jarrones japoneses.

El que había sido dormitorio de Amanda lo era ahora del matrimonio, y Lilith opinó que deberían ocupar la amplia estancia del primer piso que había estado destinada a biblioteca.

—Creo que os gustaría —dijo—. Y es más grande que este cuarto. Se podría instalar esta habitación en la biblioteca.

—¿Y todas esas estanterías de libros?

—Podríais ponerlas aquí. Mira, Amanda, la habitación de Bella está justo al lado de ésta. Lo que tú quieres es suprimir todo rastro de ella en la casa. No te sorprendas. Lo malo de las personas como tú es que nunca dicen lo que piensan. Eso es lo que él desea, aunque tú no lo quieras.

—Tú crees, Lilith, que es necesario que... se olvide de ella.

—Estoy segura. Hablemos sensatamente por una vez. Estaban casados, y no era un buen matrimonio, ¿verdad? No finjas que lo era. Era desgraciado. Bueno, hasta el de Sam y yo era una fiesta en comparación con el suyo. Él quiere olvidarla. No quiere abandonar esta casa porque era la de su padre o algo parecido. Está bien. Cámbialo todo. Trae obreros para que te ayuden. Diles lo que quieres, y tú y yo trabajaremos juntas y haremos que él no pueda reconocer este lugar como la casa en que vivió con ella.

Siguieron unas semanas ajetreadas. Todas las mañanas, Amanda daba una clase a Leigh y, luego, mientras el niño se iba con Annie, la doncella que más lo quería, Amanda y Lilith se dedicaban a mover armarios, reordenar todo y, como decía Lilith, «a deshacerse de Bella.»

Una tarde, Lilith abrió la puerta de la habitación que había sido dormitorio de Bella.

Esa tarde ambas estaban más silenciosas que de costumbre. Lilith no pudo evitar pensar en la última vez que había visto viva a Bella, tendida allí, en la cama, en un sueño narcotizado con aquel olor que recordaba al Godfrey's Cordial adherido a su cuerpo.

Amanda estaba pensando en su estancia allí con Bella, en su voz quejumbrosa; en otra ocasión en que Hesketh había estado a un lado de la cama con una aflicción desolada reflejada en los ojos.

Temía que, para ella, esta habitación fuera siempre la habitación de Bella.

Se estremeció y sintió deseos de escapar, Lilith los sintió también aunque no permitió que eso la afectase. Se sentó en la cama, pero Amanda advirtió que, incluso Lilith, lo hacía con un cierto aire de reto, como si estuviese desafiando a una presencia invisible.

—Me parece sentirla aquí —dijo Amanda, paseando la vista por la habitación con desasosiego—. Parece haber aquí más oscuridad que en el resto de la casa.

Lilith se levantó de un salto y descorrió las pesadas cortinas de terciopelo.

—Claro que hay más oscuridad si no dejas pasar la luz. ¡Mira! Ahora hay tanta claridad como en cualquier otro sitio.

—Lilith, ¿tú crees que cuando las personas viven en una habitación... quiero decir, cuando viven tan intensamente como ella debió vivir, sufriendo tanto, tú crees que queda algo de su personalidad?

Lilith abrió la puerta del armario y olfateó.

—¡Puf! Los espíritus desde luego que dejan algo. Los espíritus del alcohol, claro. Todavía huele aquí dentro.

Amanda se acercó y se detuvo junto a ella.

—Supongo que se derramó mucho en el armario.

—Eso será —respondió Lilith.

Se volvió para mirar a Amanda. Bajo la fuerte luz, su rostro parecía cambiado. Había una insólita palidez en sus mejillas y una cierta tensión en el delicado contorno de su rostro.

—¿Estás bien, Amanda?

—Sí, Lilith.

—Ven siéntate un momento —empujó a Amanda hacia una silla y se quedó de pie a su lado, mirándola.

—¿Qué ocurre, Lilith?

—Tú no me ocultarías nada, ¿verdad, Amanda?

—Bueno, si estuviese segura, no.

Lilith se inclinó y besó a Amanda como si no pudiera evitarlo y, sin embargo, se avergonzara de ello.

—¿Se lo has dicho a él?

—No. Quería estar segura. Le daré una alegría enorme. No quisiera decírselo y que luego resultara no ser verdad.

—Lo es —afirmó Lilith—. Puedo darme cuenta. —Volvió luego la vista en derredor—. Te diré lo que vamos a hacer. Vamos a convertir esta habitación en el cuarto de los niños. Hay una puerta de comunicación que permite utilizarla también de noche. Yo creo que eso expulsará de aquí a la vieja madame Bella... siempre y cuando haya dejado algo más que el olor a licor.

Lilith parecía llena de excitación. Abrió la puerta del armario ropero y sacando un puñado de chales y pañuelos, los tiró encima de la cama.

Permaneció unos momentos mirándolos con ojos llameantes.

—Deshazte de esto —exclamó—. Deshazte de todo lo que fue suyo. Dejaremos esta casa como si nunca hubiera vivido en ella.

 

 

Frith fue de visita, y Lilith le recibió en la sala de estar como haría la señora de la casa.

Había ido, dijo, a ver a Amanda o a su marido; pero debía saber que Hesketh estaba trabajando en el hospital; y Lilith creía que, aunque tal vez hubiera ido a ver a Amanda, también esperaba verla a ella.

Despidió a Padnoller, que había hecho pasar a Frith.

—¿Es que eres tú la señora de la casa? —preguntó Frith cuando se quedaron solos.

—Casi —respondió ella con petulancia, alisándose el vestido con lazos de terciopelo en el corpiño.

—¡Casi! Eso significa «no del todo». ¿Te conformas con eso? ¿Dónde está Amanda?

—Descansando. Órdenes del doctor.

—¿De veras?

—Estamos todos encantados —dijo Lilith—. Siéntate, por favor.

Frith tomó una silla y la acercó a ella antes de sentarse.

—Lamento —observó Lilith— que hayas tenido la mala suerte de venir a esta hora. No puedo molestarla.

—No, por favor, no debes. Pero... después de todo, quizá no he tenido tan mala suerte.

—Todo e.so de ir a la guerra y trabajar con soldados no te ha cambiado mucho.

—Nada cambiará mis sentimientos hacia ti.

—¡Ah, el constante, ése eres tú!

—¿Y tú, Lilith?

—Te dije una vez que cuando cambio doy un giro completo.

—Entonces, vuélvete de nuevo.

Con rápido ademán, la rodeó con su brazo y, haciéndole darse la vuelta, la besó apasionadamente.

—¡Basta! —ordenó ella.

—Eso digo yo. Basta de jugar a señora de la casa. —Yo soy la señora de la casa cuando Amanda está acostada.

Frith la zarandeó.

—Lilith, no debes hacerme reír cuando quiero hablar en serio.

—Yo te agradecería que no te rieses de mí, ni me hablaras en serio.

—No puedo ganarme ese agradecimiento porque es algo que no puedo evitar. Tú me haces reír y ponerme serio; y todo el agradecimiento del mundo no cambiará eso.

Lilith se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, pero él le impidió que llegara porque ella deseaba que se lo impidiera.

—Lilith —dijo—, tenemos mucho que hablar tú y yo. No podemos estar el uno sin el otro.

—Yo me las he arreglado muy bien sin ti, gracias.

—Me has echado de menos. Reconócelo.

Lilith se volvió con gesto irritado hacia él.

—Está bien. Al principio, sí. Cuando decidiste que yo no era suficientemente buena para ti, sentí que podría morirme. Pero las personas como yo no se mueren por gente como tú. Tenemos demasiado sentido común. Luego, me casé con Sam y tuve a Leigh. Me va muy bien.

—Ya lo veo, y nunca dudé de tu buen sentido. Pero no hay ninguna razón por la que no debas añadirme a mí para completar toda esa satisfacción. La sal que sazona el plato.

—Yo no quiero sal. Todo está perfectamente condimentado sin ella, gracias.

—¿Gracias? —exclamó él.

—¿Te estás riendo de mí?

—Riendo a través de mis lágrimas. No he tenido un solo momento de paz desde que me abandonaste con tanta crueldad.

—Sabemos dónde estuvo la crueldad, así que dejémonos de confusiones.

—Eres dura, Lilith. Eres cruel. ¿Qué ha sido de tu marido?

—Le abandoné.

—¿O sea que era sólo un medio para tener respetablemente un hijo? No sabía que fueses tan decente, Lilith. Y, después, lo desechaste. ¿El zángano, al que ya no necesitaba la abeja reina?

—Yo no soy una reina, soy una obrera. No sé cómo puedes soportar hablar conmigo... en un salón como éste.

—Confieso que supone un esfuerzo hablarte cuando lo que deseo ardientemente es hacer el amor contigo.

Lilith se echó a reír.

—Es curioso que sea lo bastante buena para una cosa y no para otras.

—Te tomas todo esto demasiado en serio. No sabes cuánto desearía no haberte dejado marchar.

—No te engañes. Estás encantado. Estás pensando: «Ya no hay peligro. Ella está casada. Ya no se volverá a plantear la posibilidad de esa clase de locura entre los dos.»

—Lilith, te juro...

—¡Oh, a vosotros, los caballeros, os resulta muy fácil jurar!

Lilith hablaba en tono ligero y burlesco, pero Frith advirtió el rubor de sus mejillas, el brillo de sus ojos, el reblandecimiento de sus labios.

—Te aseguro, Lilith, que nunca he dejado de lamentar nuestra separación.

—Bueno —concedió ella—, quizás haya sido así... en cierto modo. Te habría gustado llevarme a la casa que me ofreciste para que yo hubiera vivido allí, escondida.

—En lo que tú llamas Pecado... Pecado Oculto. ¿Sabes que lo que tú has hecho es mucho más inmoral?

—No.

—Te casaste con ese pobre hombre sólo por resentimiento y, luego, cuando tuviste el niño, le abandonaste. Eso no es pecaminoso, ¿verdad? Eso es muy moral. Fue cruel, inhumano y despiadado. Pero no perdamos más tiempo hablando cada uno de la perversidad del otro.

—Tú has sido el primero en hablar de pecado.

—Bueno, pues dejémoslo. Estoy enamorado de ti. Dime, con franqueza, qué piensas de esta declaración.

—Pienso que es muy fácil decirlo; otra cosa es que sea verdad. ¿Qué quieres ahora?

—Sabes muy bien lo que quiero.

—Sí..., pero ¿qué más? ¿Casitas no demasiado cercanas ni demasiado lejanas?

—Una sola casita.

—Estoy a gusto aquí.

—No lo dudo. O sea que Amanda te consiguió esto, ¿no?

—Quizá lo conseguí por mí misma.

—Es más que probable. Pero, si haces lo que te pido, no tendrás que esperar a que la señora de la casa esté indispuesta para poder asumir ese papel. Lo serás tú misma por derecho propio.

—Me quedo donde estoy.

—¡Lilith! —Se acercó a ella y la agarró de los hombros—. ¿Estás realmente decidida a no tener nada más que ver conmigo?

Ella no respondió. Cuando él estaba cerca, se esfumaba su postura desafiante. Frith la besó, y, en ese momento, ella olvidó toda su causticidad; por mucho que lo intentara, todas sus réplicas ásperas parecían estar llenas de ternura.

Era un delicioso atardecer estival en los jardines de Cremorne. Lilith estaba sentada en uno de los cenadores. Llevaba un sombrero ajustado nuevo, según la última moda; era el que mejor le quedaba de cuantos había tenido jamás y estaba adornado con nomeolvides azules y cintas rosadas.

Comenzaba a anochecer, y brillaban, entre los árboles, los faroles ornamentales; tocaba una banda a lo lejos y fuegos artificiales surcaban de vez en cuando el cielo. El lugar parecía aquella noche encantado, pero no era por las suaves luces, la banda distante y los fuegos artificiales, sino porque Frith estaba sentado junto a ella, vehemente, lleno de planes para su futuro, como lo estuviera en los primeros días de su apasionada relación amorosa.

Habían ido allí para poder hablar con tranquilidad.

—¿Cuándo vamos a estar juntos? —preguntó Frith—. ¿Dónde nos veremos?

Ella no respondió, fija su mirada en las luces que brillaban entre los árboles.

—No finjas —exclamó él—. Sé que también es importante para ti.

—Eso no es verdad.

—¿Preferirías que te dijese adiós y me marchara?

—No. Prefiero que te quedes.

—Tú siempre tan sincera, mi querida Lilith.

—Digo lo que pienso y si quieres oír más escucha: no quiero que te marches porque me gustas; me diviertes y me excitas. ¿Amor? Yo no sé de eso. No soy tan sensible como antes. Antes creía que tú eras el mundo entero para mí. Ahora no es así. Tengo a mi hijo y me separaría de ti para siempre en este mismo momento si el hacerlo le ayudara a él.

—No te pongas maternal ahora. Es un niño encantador; todos lo sabemos. Yo me encargaré de que tenga todo lo que desees para él.

—Muy amable por tu parte, pero llegas tarde. El doctor ha prometido educarle y darle una oportunidad en la vida. Por eso tengo que vivir en esta casa con Amanda. No me separaría de mi hijo a pesar de todas tus promesas.

Frith se levantó y acercó su silla a la mesa de ella; le rodeó los hombros con el brazo y permanecieron silenciosos en la oscuridad.

Ella pensó: «Es extraño. Con él sigo siendo terriblemente débil. No hay nadie como él. ¿No lo he sabido siempre?»

Seguía muy quieta, complaciéndose en él, y exultante porque saber que él le necesitaba a ella más que ella a él le otorgaba el dominio de la situación.

Era Leigh quien la salvaba. Ni eso, ni muchos años junto a él... la apartarían de sus planes. El papel maternal, del que Frith se había mofado, sería el que siempre desempeñaría. Pero era agradable estar con él, no pensar en nada más que en las siguientes horas y, después, en otros encuentros. La madre de Leigh todavía podía ser la amante de Frith mientras este último papel no interfiriera en el primero.

Frith empezó a hablar de los días en Cornualles, de los encuentros en el bosque. «El principio», lo llamaba él, «el idílico principio».

—Es indudable que algo que empezó de una forma tan maravillosa —dijo— debe proseguir mientras vivamos.

—Ah, tú siempre has sabido hablar. Pero no es hablar lo importante. —Se apartó de él—. Cuando pienso en lo que podría haber sido... Leigh podría haber sido hijo tuyo. Pero eso no te gustaría... No sería lo bastante bueno para ti, ¿verdad? Con gente como yo, tienes que verte a escondidas... en secreto...

—Escucha, Lilith. Cometí un error. Ahora lo sé.

Ella sintió deseos de preguntar: «Y, si pudieras volver atrás, ¿te casarías conmigo?» Pero no podía hacerlo, porque sabía cuál sería la respuesta y, si la decía, ella no tendría más remedio que alejarse para siempre de él. Y no pensaba en absoluto hacer tal cosa.

Se suavizó y se volvió hacia él.

—Me alegro de que hayas vuelto. Me alegro. Me alegro. No vuelvas a apartarte nunca de mí.

Caminaron por los jardines y, al cabo de un rato, tomaron un cabriolé para regresar a Wimpole Street.

Cuando él le cogió la mano, Lilith recordó otra ocasión parecida. Frith abrió la puerta de la casa y se detuvieron ambos en el vestíbulo, débilmente iluminado por la luz de gas.

—Les dije que se acostaran. Lilith, amor mío, ¿te acuerdas?

—Sí —murmuró ella.

Subieron juntos la escalera, como lo hicieran aquella otra vez.

 

 

Todos los moradores de la casa estaban esperando. Los criados andaban de puntillas y hablaban en susurros. La comadrona había llegado por la mañana con las enfermeras. Custodiaban la habitación en que yacía Amanda, como dragones apostados por un hada maligna ante los aposentos de una princesa cautiva.

Sólo ellas conservaban la calma en la casa. Respondía a todas las preguntas con sonrisas de superioridad. «Todo va bien. No hay por qué preocuparse.» Querían decir: ¡Cómo podría ser de otro modo, estando nosotras aquí!

Para Hesketh, la espera era un tormento.

Paseaba de un lado a otro de la biblioteca, deteniéndose de vez en cuando para escuchar algún sonido que le indicara que la espera había terminado. ¿Cuándo oiría unos pasos en la escalera? ¿Cuándo oiría el llanto de un niño?

Mientras permanecía atento a estos sonidos, le parecía que estaba atento a otro... Un sonido procedente de la habitación contigua. Era ridículo. Era delirante, pero aguzaba el oído para escuchar un sonido procedente de la habitación que había sido dormitorio de Bella.

Esa habitación iba a ser ahora la nursery; pero él nunca olvidaría que había sido el cuarto de Bella. Durante estos días de tensión y de inquietud, había imaginado con frecuencia que oía el tintineo de vasos en aquella estancia, la voz grave y monótona que tantas veces oyera durante largos y tediosos años. Su risa suave y burlona.

Se dirigió hacia allí y se detuvo ante la puerta; luego, la abrió rápidamente y escrutó el interior. Una fantasía infantil había vuelto a su mente; había imaginado en otro tiempo que sucedían cosas extrañas en la oscuridad o en una habitación vacía y que, cuando se abría una puerta o se encendía una lámpara, los fantasmas retrocedían apresuradamente al lugar del que habían salido, así que, si uno lograba ser lo bastante rápido, podía verlos.

Se avergonzó al sorprenderse a sí mismo abriendo rápidamente la puerta de Bella, como para descubrirla antes de que tuviera tiempo de ocultarse. Todos somos niños cuando estamos asustados, reflexionó.

Allí estaba la habitación, amueblada ahora como nursery, con una cuna y todos los accesorios que serían necesarios. No podía parecer más distinto al cuarto de Bella; pero él siempre recordaría a su primera esposa cuando entrara allí.

«Hice lo que debía. Hice lo que debía.»

«Qué supersticiosos somos todos —pensó—. ¡Incluso los que jurábamos no serlo!» Le aterrorizaba la idea de que sería castigado por haberle quitado la vida a Bella, y la tortura más refinada sería para él la pérdida de Amanda. Era tan supersticioso como todos.

¿Cuánto tiempo debía esperar? ¿Qué estaba ocurriendo en aquella habitación? Debería estar allí. Era absurdo no estar. No podía soportar la incertidumbre.

Pensó ahora en ese último año, durante el cual había sido feliz, pero nunca totalmente. ¿Qué se interponía entre él y esa felicidad, sino su propia conciencia, que, en momentos de debilidad, él llamaba «el espíritu de Bella»?

«Hice lo que debía. Ella había pedido paz y reposo. Habría sido una inválida incurable.»

«Sí —decía su conciencia—, pero tú querías quitarla de en medio. Tú la mataste... la mataste para poder ser libre.»

Y sentía que el espíritu de Bella se burlaba de él. «Estoy sobreexcitado», se dijo a sí mismo.

Si una de aquellas mujeres se dirigiese a él y le dijera que tenía un hijo sano y que Amanda se encontraba bien, sus supersticiosos temores callarían para siempre. Sabría que no habría más castigo. Pero no saber... Esperar así... ¿Cómo podría soportarlo?

Y ahora... unas pisadas en la escalera. Alguien venía. Se precipitó a la puerta. La enfermera estaba subiendo la escalera.

—Ah, está usted ahí. Suspirando por tener noticias, supongo. —Tenía el rostro congestionado y brillante de orgullo—. Una niña preciosa y completamente sana —dijo con satisfacción, como si la criatura debiese la vida a su inteligencia.

No le importaba. La habría abrazado.

—¿Y... mi esposa?

—Muy bien. Puede usted verla. —Levantó un dedo, festivamente autoritario, cosa que en cualquier otro momento le habría irritado—. Pero no mucho tiempo, sólo unos minutos.

—Está bien —su voz era risueña—. Está bien, enfermera.

La siguió humildemente por la escalera no un médico, sino un marido preocupado y padre.

 

Le pusieron de nombre Kerensa.

—Quiero que se llame Kerensa —dijo Amanda a Hesketh—. Es del cornuallés Cres ha Kerensa, que significa paz y amor.

Era vivaz desde la primera semana de su vida; pataleaba con más furia que otros bebés; sus gritos también eran más violentos cuando se disgustaba; y, asimismo, sonreía más alegremente cuando era feliz. Desde el principio fue persona de vivas simpatías y antipatías, algunas de las cuales eran inexplicables, excepto en el caso de su madre, a la que adoraba. Su padre le desagradaba, y, si alguna vez se aventuraba a acariciarla, se veía forzado a apartarse ante sus miradas de aversión o, incluso, sus gritos de fastidio. A Lilith la aborrecía igualmente. Después de su madre, Frith y Leigh eran los que más le gustaban, aunque Padnoller competía reñidamente con ellos por sus sonrisas. Detestaba a todas las criadas.

Kerensa tenía el pelo oscuro, como su padre, pero tenía los ojos azules de su madre; sé mantenían azules, y su pelo se iba oscureciendo.

Amanda era feliz, pero —aunque no quería confesárselo ni siquiera a sí misma— no del todo. La razón era Hesketh, que nunca podía entrar en la nursery sin pensar en la habitación tal como era antes. ¡Cuánto desearía haber insistido en abandonar aquella casa! Sabía que él pensaba a menudo en Bella y en que, mientras ella aún vivía, había deseado casarse con Amanda. Amanda sabía que su conciencia le impedía alcanzar la felicidad, y así ¿cómo podía ninguno de los dos disfrutar de su vida en común?

Poco después de cumplir un año de edad, Kerensa pasó un sarampión bastante fuerte y, durante una noche, temieron por su vida. Amanda comprendió entonces que Hesketh se hallaba obsesionado por un temor supersticioso; sentía miedo por su nueva familia simplemente por haberla deseado tanto cuando no tenía derecho a ello.

Estaba luego el comportamiento de la niña, que no facilitaba nada las cosas; nunca acudía a él de buena gana, lo que le hacía actuar con torpeza, incapaz de darle un trato afable, cuando tan fácilmente podía hacerlo con Leigh.

Pero cuando los niños se recuperaron —pues Leigh había tenido también sarampión y era él quien se lo había contagiado a Kerensa—, Amanda olvidó su desasosiego y sólo lo recordaba ocasionalmente.

Los niños compartían ahora la nursery. Leigh tenía en ella su propio dormitorio, pues era ya demasiado mayor para dormir en la habitación de su madre. Kerensa dormía en la habitación que había sido de Hesketh y que estaba comunicada con la nursery.

Mientras Amanda y Lilith permanecían allí, cosiendo en tanto que los niños jugaban en el suelo, ambas se sentían profundamente satisfechas.

A Amanda le confortaba tener consigo a Lilith, que aplacaba todos sus temores de madre primeriza y compartía con ella los placeres de la maternidad. Lilith era reservada por naturaleza, pero Amanda sabía que ella y Frith se habían hecho de nuevo amantes; que Lilith le visitaba en su casa y que de vez en cuando salían juntos. Era un asunto en el que Amanda no quería entrar demasiado a fondo, y la Lilith que iba a reunirse con Frith era una persona completamente distinta a la joven madre que permanecía cosiendo mientras hablaba de cuestiones domésticas y vigilaba maternalmente a los niños.

Lilith estaba realmente satisfecha. Consideraba que había dirigido con mucha habilidad su vida. A veces, es cierto, pensaba en Sam con un estremecimiento y se despreciaba a sí misma por lo que le había hecho. En ocasiones, se había acercado a una distancia peligrosamente próxima al restaurante, pero nunca tanto como para verlo. No se atrevía. Sam tenía derechos sobre Leigh y, si averiguaba dónde vivían, podría invocar la ley contra ella; y las leyes estaban hechas para los hombres, no para las mujeres que abandonaban a sus maridos.

Lilith tenía dos vidas; una, de placer erótico, a la que debía entregarse en secreto —que por sí mismo ya constituía un aliciente—, y la otra, como madre de Leigh, cuyo dulce carácter le fascinaba. Otras personas veían también estas cualidades en él, así que no se trataba de imaginaciones engendradas por su orgullo maternal. Cada día veía a Leigh instalarse con más firmeza en aquella familia, y adquirir progresivamente un rango cada vez más semejante al de hijo de la casa.

No podía por menos de sentirse complacida al ver la indiferencia que la pequeña Kerensa sentía hacia su padre, al que llamaba Hombre, imitando, como hacía con todo, a Leigh. El doctor se sentía herido y desconcertado por el comportamiento de su hija, y era el hijo de Lilith quien le manifestaba el afecto que tanto anhelaba. Era casi como si Leigh fuese hijo de Amanda y Kerensa lo fuera de ella. Kerensa era voluntariosa y turbulenta, mientras que Leigh era apacible y complaciente, amable y considerado con los demás. Leigh, en otras palabras, era perfecto, y jamás una mujer tuvo un hijo tan maravilloso.

Mientras permanecían sentadas en la nursery, Lilith comunicaba sus pensamientos a Amanda.

—Estaba pensando... Leigh se parece más a ti, y Kerrie se parece más a mí. ¿Sabes? Si hubiéramos tenido juntas nuestros hijos y hubiera sido posible confundirlos, yo habría pensado que nos los habían cambiado.

Los niños jugaban abstraídamente con sus bloques, sabiendo que se hablaba de ellos perdieron de inmediato el interés por las coloreadas piezas de madera, ya que estaban tratando de aquel tema, más interesante que ningún otro.

—Leigh es mucho mayor que Kerensa —observó Amanda—. Ha tenido tiempo de acostumbrarse a la vida... Están escuchando. Ojalá fuera una buena costurera. He mejorado mucho desde mi niñez, pero aún no puedo considerarme una experta.

—Mira, Kerrie —dijo Leigh—. Ésta es una O. O de Oso.

—O de Oso —repitió Kerensa, derrumbando la casa de bloques que había estado construyendo hasta que la mención de su nombre por parte de los adultos le había hecho detenerse a escuchar.

—Y aquí hay una K —dijo Leigh—. K de Kerrie.

Kerensa cogió el bloque y lo sostuvo amorosamente.

—Kerrie... Kerrie... Kerrie —murmuró con expresión beatífica.

Luego, se puso en pie y se tambaleó. Leigh la sujetó con rapidez mientras caía. Ella le abrazó, y rodaron ambos por el suelo.

—Adora a Leigh —susurró Amanda.

—Quizá se casen algún día —dijo Lilith—. Me gustaría verlo.

—Eso es correr demasiado —rió Amanda.

—¿Por qué? Estas cosas se deciden cuando los niños son muy pequeños.

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