Lilith

Lilith


CAPÍTULO 02

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—Y a menudo no forman los matrimonios concertados para ellos.

—Yo creo que los padres suelen saber mejor lo que les convienen —indicó Lilith.

—Yo, no —respondió sombríamente Amanda.

Continuaron cosiendo en silencio un rato. Luego, Leigh se acercó y se detuvo junto a la rodilla de su madre y Kerensa gateó hasta donde estaba la suya y trepó a su regazo.

—Mamá —dijo Leigh—, ¿cuándo me casaré con Kerrie?

—¡Escucha eso! —exclamó Lilith—. No se le escapa nada.

Y después Leigh hizo toda una larga serie de preguntas sobre bodas.

Tenía Kerensa dieciocho meses cuando Amanda supo que iba a tener otro hijo. Estaba encantada, pero la alegría de Hesketh se vio empañada por la reaparición del miedo.

Amanda se hallaba sentada ante el tocador, en aquella habitación que antes había sido la biblioteca y, mientras se cepillaba el pelo, volvió la vista por encima del hombro en dirección a su marido y preguntó:

—Hesketh, ¿te alegra que vaya a tener un niño?

—Sí, amor mío.

—No pareces... muy contento.

Hesketh se le acercó por detrás y le puso las manos sobre los hombros, escondiendo la cara entre sus cabellos.

—La última vez pareció tan largo... —dijo—. Estaba aterrorizado. La incertidumbre fue terrible.

Ella se echó a reír.

—Pero, Hesketh, las mujeres tienen hijos todos los días.

—Son sólo mujeres —respondió él—. Ésa es la diferencia.

—Sabes que yo soy muy fuerte.

—Oh, mucho. Y otro detalle es que eres muy valiosa.

Amanda se puso de pronto en pie y le miró.

—Hesketh, he querido muchas veces hablar contigo. Es absurdo pensar cosas y no decirlas. Quiero hablarte acerca de Bella.

—¡Bella!

Amanda notó cómo su marido apretaba las mandíbulas; no podía hablar de su primera esposa ni oírla mencionar y mantenerse impasible.

—¿De... Bella? —preguntó.

—Es sólo que te obsesiona... o así me lo parece.

—¿Qué quieres decir, querida?

—No puedes olvidarla. En cierto modo pareces sentirte culpable. Lo comprendo. Nos amábamos mientras ella vivía todavía y deseábamos esta vida que llevamos ahora y a la que entonces no teníamos derecho. No puedes olvidar eso, ¿verdad? Hesketh, cariño, debemos ser juiciosos. Ella ya no está aquí. Lo que sucedió fue lo mejor para todos.

—Ah, sí. Lo que sucedió fue lo mejor para todos —murmuró él; y la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí, como si temiese que Bella estuviera allí, tratando de arrebatársela.

—Así que es ridículo sentirse culpable —continuó ella—. No podíamos evitar querernos. Estábamos tan perfectamente adaptados el uno al otro... Seguramente que en todo el mundo no habría dos personas tan adaptadas como nosotros. ¿Sigues creyéndolo así, Hesketh?

—Con todo mi corazón —le respondió—. Por eso es por lo que...

—¿Qué? —urgió ella.

—Cuando algo parece tan perfecto, siente uno miedo.

—No si se es razonable. ¿Por qué no habríamos de ser perfectamente felices? ¡No hay nada que impida a las personas serlo, salvo ellas mismas!

—Qué juiciosa eres, Amanda.

Ella se echó a reír.

—A veces creo que no soy tan estúpida como parezco.

—¿Quién dice que pareces estúpida? —Lilith, por ejemplo.

—Lilith es ignorante. Como muchas personas, confunde delicadeza con estupidez, ternura con debilidad.

—Dejemos a Lilith ahora. Volvamos a nosotros, Hesketh. Contéstame con sinceridad: ¿Por qué piensas tanto en ella? ¿Por qué te sientes culpable?

Vaciló. Le asaltó la tentación de contarle todo. ¡Qué absurdo! ¡Qué ridículo sería! ¿Por qué habría de agobiar a Amanda con su culpa?

—Porque yo soy un estúpido —respondió al fin—. Porque te quiero mucho. Tengo miedo. Supongo que soy un cobarde. Pienso en la última vez y en todo lo que sufrí... interrogándome... escuchando.. Creía entonces oír las viejas palabras: «Ojo por ojo, diente por diente...» En mi mente yo había sido infiel a Bella. Me preguntaba si debía pagar por ello. Me alegré cuando murió. Me has pedido que sea franco. Sí, me alegré, y me pregunto si seré castigado por esa alegría. Así que ahora tengo miedo, pues el mayor castigo que se me podría infringir sería perderte...

—Esto no es muy propio de ti, Hesketh. Tú, tan juicioso... tan sosegado, tan práctico.

—Uno nunca es juicioso, sosegado ni práctico en el amor, porque el amor no tiene que ver con todo eso.

—Hesketh, cuando vengas a verme, una vez que haya nacido la criatura y sea una niña saludable como Kerensa o un niño saludable como Leigh, y cuando te sonría y te diga: «Ya ha pasado todo», ¿creerás entonces que todo está bien, que es como si Bella nunca hubiera vivido? Prométemelo, Hesketh, porque es lo que más deseo.

Él la besó.

—Lo prometo —dijo.

 

—Kerensa —dijo Amanda—, tengo que decirte una cosa.

A Kerensa le encantaba que le dijesen cosas. Se sentó en un escabel a los pies de su madre, con las manos entrelazadas alrededor de las rodillas.

—Sigue —ordenó.

—Vas a tener una institutriz, y deseo que la quieras.

—¿Por qué? —preguntó Kerensa. —¿Por qué vas a tener una institutriz o por qué deseo que la quieras? —Las dos cosas.

—Bueno, debes tener una institutriz porque es necesario que aprendas toda clase de cosas.

—Leigh me enseña las letras ABCDEFG.

—Sí, querida, pero debes aprender más que eso.

—Leigh sabe más. Eso dice. —Pero necesitas una institutriz de todos modos. —¿Qué es una institutriz, mamá? —Es una señora muy amable y que puede hacer cualquier cosa por ti. —¿Cómo qué?

—Enseñarte, servirte el té y la leche y quizás hacerte vestidos.

—Yo no quiero una institutriz, mamá, gracias.

—Pensaba que podrías decir eso. Ésa es la causa de que quisiera hablarte de ella. Deseo que la quieras mucho, porque ella necesita amor.

—¿Por qué necesita amor?

—Porque está sola y no tiene hijas.

—¿Tiene muchos hijos entonces?

—No. Ni hijas ni hijos. Así que debes ser muy amable con ella. Debes recordar que va a recorrer un largo camino sólo para estar contigo.

—Dile que no se moleste en recorrer un largo camino sólo para estar conmigo.

—Escucha, Kerensa, voy a contarte una historia...

—Oh, sí, mamá. Venga. Erase una vez...

—Erase una vez una dama que era muy pobre. Todas sus hermanas tenían maridos e hijos, y ella no tenía ningún sitio adonde ir, porque todas sus casas estaban llenas.

—¿De maridos e hijos?

—Sí, de maridos e hijos. Y esta pobre señora no tenía adonde ir... ni en donde dormir.

—¡Y nada que ponerse! —exclamó Kerensa—. Mamá, ¿no tenía ni siquiera una camisa?

—Era muy pobre y tenía hambre.

Kerensa adoptó una expresión solemne, porque comprendió que aquélla iba a ser una historia triste.

—Entonces —continuó Amanda— dijo: «No tengo hijos propios, así que iré a cuidar los hijos de otras personas. Es lo mejor que puedo hacer.»

—¿Y lo hizo?

—Sí.

—¿Y fue siempre feliz?

—Sólo cuando los niños se portaban bien con ella. Tú ya sabes que toda historia debe tener un «y fueron siempre felices», ¿verdad?

Kerensa asintió gravemente.

—Bien, pues por eso es por lo que mis niños tienen que portarse bien con su institutriz. Así que cuando Robbie venga aquí tú serás una niña buena, porque, si no, ella será desgraciada y yo también.

—Y Leigh y Padnoller y Frith... serán desgraciados también —añadió Kerensa, y, al pensar en tanta desgracia, se le llenaron los ojos de lágrimas. Había veces en que se parecía mucho a su madre.

Amanda la besó con dulzura. —Tendremos que hacer todo lo que podamos para que todos sean felices —dijo. Y Kerensa asintió vigorosamente.

 

 

La señorita Robinson escribió con profusión desde la casa de lady Egger.

 

QUERIDÍSIMA AMANDA —aunque supongo que debería llamarte señora Stockland—, me ha dado un gran placer recibir noticias tuyas. ¡Y estás casada, con una hija y esperando otro bebé! Es una noticia excelente. ¡Y hay otro niño contigo! Llevo ya bastantes años aquí, como sabes, pero mi querida Janet, que es la menor, ingresará dentro de un año más o menos en su internado femenino. Naturalmente, yo debería quedarme con ella otro año más, pero, cuando pienso en ti, con tu hijita y el niño adoptado y el bebé que aún no ha nacido... realmente creo que tú tienes preferencia…

 

Amanda sonrió al leer la carta, recordando intensamente los preocupados ojos detrás de los cristales de las gafas, la patética sonrisa con su animosa seguridad y su falsa creencia en la importancia de la señorita Robinson.

Ésta era la clase de poder que Amanda deseaba, el poder de hacer felices a las personas. Suponía que eso era lo que William y David Young habían buscado. A su manera, se parecía a ellos; la diferencia estribaba en que ellos pensaban en las personas como una masa, y ella como individuos. Quería aportar felicidad a los pocos seres que la rodeaban: la señorita Robinson, Lilith, Kerensa, Leigh... y, sobre todo, a Hesketh. A ella le correspondía la labor pequeña que acarreaba profunda satisfacción; ellos se habían ocupado de la gran labor que tropezaba con una perpetua frustración.

La señorita Robinson llegó a Wimpole Street pocas semanas antes del nacimiento del segundo hijo de Amanda.

 

 

Fue un parto fácil. Amanda se levantó por la mañana, sin la menor sospecha de que el niño nacería ese día, y para las dos de la tarde su hijo estaba junto a ella. Antes de descansar, tenía que ver a Hesketh. Le miró, sonriente.

—Un niño, Hesketh. Un niño precioso y sano. ¿Recuerdas tu promesa?

—La recuerdo, Amanda.

—¿Lo ves? Está aquí, y yo me encuentro bien.

Se arrodilló junto a la cama y apoyó la cara contra su esposa.

—Tenías razón, Amanda. Tenías razón.

Estaban satisfechos. No más fantasmas. Bella se había ido y sólo quedaban Hesketh y su feliz familia.

 

 

Dominick era guapo ya desde muy pequeño. Era un bebé alegre que apenas si lloraba nunca. Tenía miembros esbeltos y fuertes, pero eran sus hermosos ojos lo que más llamaba la atención. Eran grandes y serenos y parecían mirar el mundo con inalterable sabiduría. Amanda le amaba apasionadamente, de forma distinta quizás a la manera en que amaba a Kerensa. Kerensa había sido una niña demasiado vehemente ya desde su nacimiento, ansiosa y exigente, una niña irritable que gritaba a la menor provocación; había aterrorizado a su madre, que constantemente temía que fuera a enfermar o a asfixiarse.

—Con el segundo es diferente —dijo la enfermera—. Para entonces ya se sabe que no son tan frágiles como parecen.

—Nunca había visto un niño tan contento —dijo la comadrona.

Y hasta la enfermera hablaba de forma infantil mientras lavaba a Dominick.

Leigh y Kerensa fueron llevados a ver al niño.

—Mamá —se quejó Kerensa—, yo quería que tuvieras uno mayor. Éste es demasiado pequeño.

Leigh cogió la mano del bebé.

—Mira, Kerrie. Mira cómo me agarra la mano.

—También agarrará la mía, ¿verdad, bebé?

Kerensa acercó de pronto su cara a la del bebé.

—Cuidado, querida. ¡ Cuidado! —advirtió Amanda.

El bebé no se había inmutado.

—No tienes miedo, ¿verdad, bebé? —dijo Kerensa—. Oh, pero yo quería uno grande. Yo quería uno que supiese andar y hablar. ¡Supongo que ahora tendremos que enseñarle!

De nuevo acercó su cara a la del niño, bruscamente, casi con violencia.

El bebé continuó sonriendo.

 

 

Un horrible temor se había apoderado de Amanda. Empezó quizá cuando Kerensa había acercado tanto y tan súbitamente su cara a la del niño. No dejaba de pensar en sus ojos, que no habían parpadeado.

Después de eso, le observaba atenta, y, a menudo, parecía que oía un ruido y, sin embargo, no veía algo que se le ponía delante de los ojos.

¿Podía ser que aquellos ojos hermosos y serenos fuesen diferentes de los demás?

Agitó la mano ante la cara del niño. Sus ojos no siguieron el movimiento. Permaneció sonriendo... sin parpadear.

Estaba muy asustada, pero no dijo nada... ni siquiera a Lilith, ni, desde luego, a Hesketh.

No podía ser. ¿Por qué habría de ser así?

Evidentemente, no podía guardarse para sí un temor tan terrible, y, cuando Frith fue a ver al niño, comprendió que debía consultar a aquel viejo amigo suyo, al que ya antes había recurrido durante una crisis.

—Frith —dijo—, me alegro de que estemos solos. Quiero hablar contigo. Es sobre el niño. —¿Sí, Amanda?

—Estoy terriblemente preocupada. Sus ojos... Parece haber algo extraño en ellos. No... no parecen ver las cosas. Ni siquiera notar la luz y cuando muevo la mano delante de ellos, tampoco parpadea. No parece percibir el movimiento.

Frith cogió al niño y lo acercó a la ventana. Amanda de inmediato le siguió.

«Oh, Frith, —pensaba—, di que está bien. Dime que soy una persona estúpida e inquieta que no hace más que complicarse la vida. Dime eso.»

Pero Frith guardó silencio durante un tiempo que pareció muy largo.

—Frith, ¿qué es? ¿Por qué no hablas?

—No sé qué decir.

—Frith, no será... ¡ciego!

—Amanda, querida, no puedo decirlo. Simplemente, no lo sé.

—Es extraño, Frith. No puedes negarlo. Hay algo extraño en sus ojos.

—Quizá no sea ceguera. Tal vez se trate de algo sin importancia, algo que se pueda remediar.

—Oh, Frith, ¿qué voy a hacer?

Frith se separó de la ventana. Amanda se sentó, y él le entregó el niño.

—Primero —dijo—, tendremos que conocer la opinión de un especialista. Hablaré con Hesketh.

—¡No! —exclamó ella.

—¿No?

—No quiero que se preocupe. Creo que, simplemente, me estoy comportando como una tonta. Sí, tiene que ser eso. Ya sabes que soy un poco tonta. Siempre lo he sido, ¿verdad? Siempre he imaginado cosas. Supongo que en realidad no le pasa nada malo. ¿Tú no, Frith? Oh, ¿tú no?

—Puede ser, Amanda.

—Frith, Frith, ¿qué voy a hacer?

—¿No quieres decirle nada todavía a Hesketh? Querida, lo prudente sería decírselo enseguida.

—No. ¡No! Quiero que él esté tranquilo. Hesketh deseaba un hijo... más que una hija. Era ideal para él... Oh, Frith, no puedo soportarlo... No puedo. No quiero creerlo. Oh, Frith, no puedo echar a perder la felicidad de Hesketh con mis temores. Y son sólo temores. Lo sé.

—¡Querida Amanda! —exclamó Frith, pero no la miró. Ella se asustó, porque le había abandonado su habitual desenfado, y su gravedad la aterraba.

—Háblame, Frith —suplicó—. Dime que estoy equivocada, dime que soy una estúpida, que son imaginaciones, que me estoy torturando.

Frith se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.

—Amanda, haz que le examinen los ojos al niño lo antes posible. Se puede hacer algo, si es necesario. Hoy en día hay posibilidades maravillosas. No debes desesperar tan fácilmente.

—Desespero, Frith. Desespero.

—Eso no es propio de ti, Amanda. Aún no sabemos. Puede que sus ojos estén perfectamente. Pero para cerciorarte debemos consultar de inmediato a un especialista. Conozco a un hombre que sabe de ojos más que nadie en Londres. Iré a verle ahora mismo y concertaré una visita con él para mañana. ¿Qué te parece? Hesketh no necesita saber nada hasta que hayas consultado a ese hombre. Iremos tú y yo en secreto, ¿eh?

—Oh, sí, Frith, por favor. —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Eres un amigo estupendo. Siempre lo fuiste. Una persona maravillosa.

Esto le devolvió su alegre locuacidad habitual y le hizo reír.

—¡Ah, Amanda, incapaz de distinguir lo blanco de lo negro! Soy un perverso pecador, y tú lo sabes. —¡No, Frith, no! Él le acarició las manos.

—Nada de lágrimas. Nada de preocupaciones. Todo está bien. Estoy seguro. Y, si no, algo se podrá hacer. Me voy ahora a ver a ese especialista amigo mío. Sonríe, por favor. Creo que oigo los pasos de Hesketh.

Entró Hesketh.

—¡Frith! ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Estás admirando a nuestro hijo?

—Uno de los reyes magos llegados para rendir homenaje —respondió alegremente Frith.

Amanda les miraba.

«Oh, Dios —rogó—, ciego, no. ¡Ciego, no!»

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