Lilith

Lilith


CAPÍTULO 01

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Dejar que el desdichado sobreviva a sus riquezas y contemple con ojos hundidos y arrugada frente una ancianidad de pobreza...

Estos versos siempre le hacían llorar porque parecían cuadrarle a la señorita Robinson. No era de extrañar que Amanda no pudiera aprender historia; siempre la mezclaba con la vida contemporánea.

—¿Otra vez has estado llorando? —preguntó con desasosiego la señorita Robinson.

Nadie preguntaba nunca la razón de las lágrimas de Amanda; todos parecían comprender que eran demasiado complicadas para que llegasen a entenderlas. La señorita Robinson no quería que bajase a comer con la cara empañada en lágrimas. Podría parecer que las lecciones habían sido difíciles, y la señorita Robinson temía que unas lecciones difíciles sugiriesen la idea de una institutriz incompetente.

Por fortuna, Jane subió en ese momento para decir que el señorito Frith y la señorita Alice Danesborough habían llegado a caballo y preguntaban si la señorita Amanda podría acompañarles en su paseo matutino.

—Sí —afirmó la señorita Robinson—.

Has trabajado bien esta mañana. El viento te borrará las huellas de esas lágrimas. Y, Amanda, procura no dar rienda suelta con tanta facilidad a tus sentimientos. No es propio de una dama.

—Lo... intento, señorita Robinson.

—Ve, entonces.

Amanda bajó a las caballerizas y pidió al mozo que ensillara a Gobbo. Los caballos de los Danesborough piafaban con impaciencia en los adoquines, mientras Frith y Alice correteaban por el jardín.

—¡Hola! —exclamó Frith—. Ahí está Amanda.

Amanda fue a su encuentro. Frith era alto y muy guapo. Tenía ya casi diecisiete años y estaba hecho todo un hombre; Alice lo consideraba maravilloso, pues ella era una dócil niña de la edad de Amanda.

—¡Salve, Niobe! —exclamó Frith. Era realmente amable, pero irreflexivo; decía lo primero que se le ocurría y pensaba en ello después.

—¿Niobe? —preguntó Alice, que, al decir de Frith, era tonta de remate, salvo para las habilidades femeninas de la aguja y la despensa—. Querrás decir Amanda.

Amanda se tocó las mejillas.

—¿Se nota?

—No te preocupes —respondió Frith—. Eso ya no sorprende. Y lo de Niobe no te va. Tú eres la persona menos orgullosa que conozco y no creo que hayas mirado jamás a nadie con desprecio. ¿Les has pedido que te preparen a Gobbo?

—Sí.

—Pues vámonos.

—Frith ha dicho que viniéramos a rescatarte de ese viejo dragón, la Robinson.

—No es realmente un dragón. En realidad, es muy buena...

—Oh, Amanda —le interrumpió Frith—, tú excusarías al mismísimo demonio.

Salieron de las cuadras a caballo y enfilaron el camino que descendía hacia el mar.

Era una mañana cálida y soplaba un suave viento del suroeste; Amanda aspiraba con deleite los entremezclados aromas del mar: algas, alquitrán, salitre y el perfume que, decían algunos, llegaba desde España por encima de las aguas.

Frith cabalgaba por delante, abría la marcha y elegía los lugares más peligrosos sobre los acantilados, volviendo de vez en cuando la vista para asegurarse de que se encontraban bien.

Les condujo hasta la playa.

—¡Una carrera! —gritó Frith; y galoparon por la playa, cubierta de arena esa mañana, aunque el día anterior habían estado al aire las crueles rocas—. Ha debido de hacer un viento muy fuerte esta noche —observó Frith— para producir toda esta arena.

Ganó él la carrera; Amanda tenía la impresión de que siempre ganaría cuanto se propusiera.

—Lo malo de vosotras —exclamó Frith— es que no dejáis sueltos vuestros caballos. Tenéis miedo. No podéis permitiros tener miedo.

Cuando Frith se cansó de competir, se apartaron de la playa, y él abrió la marcha a lo largo del sendero que subía por el acantilado.

—Un paso en falso —exclamó con regocijo— y caeríais rodando, con caballo y todo, y ése sería el fin de la señorita Amanda Leigh o de la señorita Alice Danesborough.

No era del todo insensible, pensó Amanda; en realidad, era muy bondadoso. Se trataba, simplemente, de que siempre quería llamar la atención sobre su propio valor, sobre sus dotes de mando.

—No hace falta que lo digas —comentó en voz alta—. Ya lo sabemos.

—Sabéis ¿qué? —preguntó Frith.

Pero ella no supo responder a eso; era demasiado complicado, y les estaba llevando ahora por el Sendero de los Contrabandistas, aquel camino abierto a través de los acantilados que resultaba invisible desde abajo al quedar oculto por el follaje. Se abrían paso entre las ramas, que les arañaban si no andaban con cuidado, y Alice estuvo a punto de ser derribada del caballo por una de ellas, que osciló inesperadamente cogiéndola desprevenida.

Amanda dijo:

—Tenemos una chica nueva. Es de las alquerías del muelle oeste

—¿No será otra Tremorney? —preguntó Alice. —Sí... Lilith.

—Hay una morenita —señaló Frith. —Esa es.

—Son todas tan sucias... —exclamó Alice con gesto de repugnancia.

—Es un poco extraña... —empezó Amanda.

—¿Extraña? ¿Cómo? —preguntó Frith.

Pero ésa era otra cosa que Amanda no sabía explicar.

—Oh, no sé. Sólo extraña.

Habían llegado a las alquerías de Kellow, y algunos de los niños salieron a inclinarse y llevarse la mano a la cabeza de la misma forma en que habían visto a sus padres saludar a los miembros de la clase alta.

Frith les arrojó varias monedas. Era así. Le gustaba que le admiraran, pero quería ser apreciado al mismo tiempo. También era orgulloso y disimuló su complacencia cuando los niños gritaron de júbilo, sin dignarse volver la mirada hacia ellos.

—Frith, ¿qué hora es? —preguntó Amanda—. No debo llegar tarde al almuerzo.

Frith sacó el reloj y lo miró.

—No queda mucho tiempo —dijo; y les hizo galopar casi todo el camino de regreso a Leigh House.

Aunque señorial y con absoluta libertad, creía ella, en casa de su padre —pues todo el mundo sabía que el reverendo honorable Charles Danesborough era un hombre bonachón que disfrutaba con la paz y la comodidad de su casa—, Frith tenía la imaginación suficiente para comprender el apuro de Amanda y la benevolencia precisa para compadecerse de ella.

Aun así, cuando llegaron a Leigh House, Amanda vio que disponía sólo de diez minutos para ir hasta las cuadras y regresar a su habitación para cambiarse de ropa.

Entró por el prado y, mientras Gobbo corría a toda velocidad por entre las altas hierbas, vio una pequeña figura acurrucada contra el seto.

Se detuvo. Sabía que era alguien del pueblo y se sintió inmediatamente asustada, porque quienquiera que fuese estaba violando la propiedad ajena, y los intrusos lo pasaban mal si eran descubiertos por su padre. Además, los sirvientes le tenían tanto miedo que, como todas las personas que vivían atemorizadas, parecían estar buscando perpetuamente cabezas de turco para apartar la atención de sus propios defectos.

—¿Quién eres? —preguntó. Pero ya lo sabía, pues al instante reconoció en él al hermano de Lilith—. Estás... estás violando la propiedad —dijo, mientras retrocedía.

—Sí, señorita. Yo quería...

Amanda se inclinó hacia delante y le dirigió una de aquellas cálidas sonrisas que le atraían el afecto de tantas personas.

—He venido a ver a Lilith —anunció.

—Lilith es tu hermana. Lo sé. Vino ayer a nuestra casa.

—Sí, señorita.

—Debes tener cuidado. Si te encontrasen aquí, te entregarían a los jueces.

—Lo sé, señorita. Es que... somos gemelos. Siempre hemos estado juntos hasta ahora.

—¡Gemelos! —exclamó Amanda—. ¿Y has venido a ver cómo le va aquí?

El asintió con la cabeza.

—Quizá le parezca que ella no es de las que se adaptan, señorita. Pero se adaptará. —Oh, sí. Desde luego.

El chico sonrió, y Amanda comprendió que estaba muy preocupado por su hermana. Temía que su comportamiento fuese tan turbulento que acabaran expulsándola.

—¿Sabe ella que venías a verla?

—No, señorita. Esperaba que saliese. Esperaba tener una oportunidad de verla...

—Yo se lo diré. Pero no debes quedarte aquí. Podrían cogerte. Escóndete debajo del seto. Le diré a tu hermana que estás aquí.

Percibió la adoración que brillaba en sus ojos y eso le agradó. Quizás era un poco como Frith, que necesitaba la admiración y la simpatía de los niños del pueblo.

Cabalgó hasta la caballeriza y dejó a Gobbo a cargo del mozo de cuadra. Al entrar en la casa, vio que sólo tenía cinco minutos para cambiarse de ropa y bajar a comer.

Subió corriendo a su habitación y se puso un vestido. El chico tendría que esperar. Pero ¿cómo podría esperar durante toda la comida? Tal vez lo acabaran sorprendiendo si alguno de los sirvientes se acercaba por allí.

Agarró el cordón de la campanilla y estiró con fuerza tres veces. Acudió Bess.

—Quiero ver a Lilith enseguida. Dile que se dé prisa. Es muy urgente.

Pero Lilith tardaba en llegar y el reloj avanzaba.

En el comedor habría empezado ya la acción de gracias.

Por fin entró Lilith, con movimientos lentos y aire insolente.

—Tu hermano gemelo ha venido a verte —dijo Amanda—. Está en el prado esperándote. Tened cuidado. Manteneos pegados al seto, y no os verán. No hay apenas peligro a esta hora del día.

Lilith se la quedó mirando, estupefacta.

—Date prisa —insistió Amanda—. Y ten cuidado.

Amanda echó a correr por delante de Lilith y bajó la escalera en dirección al comedor.

Abrió la puerta; la voz de su padre se elevó al aproximarse al final de la oración de acción de gracias. Percibieron su entrada —los tres—, pero fingieron no saber que ella estaba allí, pues tenían los ojos cerrados y se suponía que estaban unidos en la acción de dar gracias a Dios por lo que iban a recibir.

Steert, junto al aparador, tenía también los ojos cerrados. Bess había entreabierto los suyos para dirigir una mirada de simpatía a Amanda.

Cuando la oración hubo terminado, el señor Leigh abrió los ojos y miró con frialdad a su hija.

—Papá —empezó Amanda—, siento...

—Yo lo siento más —le interrumpió él—. Estoy profundamente afligido. ¿Qué explicación puede existir para semejante conducta?

—Yo... Me temo que se me ha hecho tarde.

—¡Se te ha hecho tarde! Deduzco que estabas montando a caballo, y tan egoístamente absorta en tu propio placer que no podías pararte a pensar en la angustia que estabas causando a tu madre y a mí. Nos haces temer que no podemos esperar que nos honres. Quizás es menos importante al compararlo con tu pecado contra Dios. Yo estaba hablando con Él. Tu madre, la institutriz y los sirvientes estaban hablando con Él. Pero tú has irrumpido entre nosotros. Has llegado tarde. Has decidido prescindir de dar las gracias a nuestro Señor por los alimentos que están sobre mi mesa.

—Papá... —empezó ella, con aire desvalido.

Pero él levantó la mano.

—Estás acalorada; estás desgreñada; tu condición no es la adecuada para sentarte a la mesa. No creas que, aunque pase por alto tus insultos a la familia, vaya a pasar por alto tus insultos a Dios. Vete inmediatamente a tu habitación. No participarás de una comida a la que no llegas con puntualidad por no considerarla digna. Permanecerás en tu habitación hasta que se te ordene salir de ella.

Bajo la reprochadora mirada de su madre, la asustada de la señorita Robinson y la compasiva de Steert y Bess, Amanda abandonó la estancia.

La señorita Robinson subió a la habitación de Amanda inmediatamente después de terminada la comida.

—Tu padre está muy enfadado —dijo—. Tu madre está muy triste. No se ha pronunciado ni una sola palabra durante la comida. La verdad es que no sé qué decir. Después de todo lo que he hecho...

Amanda pasó un brazo sobre los hombros de la institutriz.

—Lo siento, Robbie. No ha sido culpa tuya. Les diré que no ha sido culpa tuya.

—Tu padre dice que vayas ahora mismo a su estudio. Yo no perdería tiempo. Pero primero péinate. Tu pelo parece un nido de pájaros. ¿Tienes limpias las manos? Pero date prisa, niña. Sería una imprudencia hacerle esperar.

Amanda se alisó con solemnidad el pelo; no se detuvo a lavarse las manos. Al pasar por la galería, miró brevemente el retrato de su abuelo, que muchas veces imaginaba que se burlaba de ella y le instaba a ser audaz y a no preocuparse por el hecho de que la considerasen mala. Bajó la escalera hasta el vestíbulo y llamó a la puerta de la habitación conocida como el estudio de su padre.

Aborrecía aquella habitación. Era más sombría que cualquier otra parte de la casa; las ventanas se hallaban casi completamente ocultas por las espesas cortinas de aquella tonalidad que no era del todo gris ni del todo marrón. No había colores brillantes en aquella habitación; no había ningún recuerdo de otros tiempos, ninguna reliquia de un espléndido pasado; aquél era el sanctasanctórum de su padre, amueblado por él mismo.

Amanda recibió orden de entrar.

Su padre no levantó la vista enseguida, pero cuando lo hizo su mirada estaba llena de desprecio.

—De modo que aquí estás. ¿Es posible que seas mi hija? —Se trataba de una de sus muchas preguntas a las que no esperaba respuesta, así que Amanda permaneció en silencio, con la manos entrelazadas a la espalda, la mirada baja y un aire recatado con su largo vestido azul de paño—. ¿Por qué has llegado tarde a la comida? —preguntó.

—Lo siento mucho, papá. Se me pasó la hora.

—¡Se te pasó la hora! «El tiempo es el material de que está hecha la vida.» A veces me pregunto qué será de ti. No te importa el dolor que nos causas a mí y a tu madre. Eres perversa y hay veces en que creo que te complaces en tu perversidad. Día tras día, te veo recorrer el camino hacia el infierno casi con alegría. Me pregunto á mí mismo qué monstruo es este que yo he ayudado a traer al mundo. ¿Es que no tienes responsabilidad? Y, si me afliges a mí, tu padre terreno, ¿cuánto más afligirás a tu Padre que está en el cielo? No dices nada. ¿Estás enfurruñada?

—No, papá. Siento mucho afligirte a ti y a Dios. No era ésa mi intención.

—Dudo que lo sientas. Dudo que hayas considerado siquiera la magnitud de tu perversidad.

Se puso de pie y se inclinó hacia ella, con las manos apoyadas en la mesa. Empezó a hablar sobre el camino hacia el infierno y de cómo la gente se deslizaba en él, de manera inconsciente al principio, de cómo el diablo estaba acechando en las proximidades.

—Te arrodillarás conmigo —dijo al fin—. Pediremos a Dios que te ayude. No escatimaremos esfuerzos; desafiaremos al diablo.

Amanda se arrodilló. Hasta las alfombras de aquella habitación eran ásperas; le gustaba vivir como un monje en una celda. Era tan bueno que todos los demás le parecían malos. Ella oía el sonido constante de su voz y, cuando por fin le hizo una señal para que se levantara, no podía recordar qué había estado diciendo, salvo que se había referido exclusivamente a su perversidad.

Y entonces pronunció su sentencia.

—Irás a tu habitación y no tomarás más que pan y agua durante el resto del día de hoy y todo el día de mañana. Darás las clases en tu propia habitación y aprenderás de memoria el salmo veinticinco, que me recitarás mañana por la noche. Continuarás a pan y agua hasta que puedas recitarlo de memoria. Vete ahora y procura enmendarte. No sólo por mí, no sólo por amor a Dios, sino también en beneficio de tu alma inmortal.

Cuando salió su hija, el señor Leigh se sentó a la mesa y sepultó la cara entre las manos. No podía borrar de su mente la imagen que su hija le había ofrecido; su cabello amarillo le recordaba los cabellos de su padre; aquellos ojos, que ella había hecho que parecieran sumisos, si bien no eran audaces, estaban llenos de secretos. Recordaba el comportamiento de su padre después de alguna bellaquería, cuando la comarca entera comentaba el escándalo de su última hazaña. Recordaba que se mostraba agradable, afectuoso y contrito; cómo lisonjeaba a su esposa y le decía que era la criatura más bella de Cornualles. Le parecía haber visto la misma expresión en el rostro de Amanda. La perversidad había nacido en la niña; se había saltado una generación.

Podía cerrar los ojos y ver el rostro de su padre; no hermoso, sino congestionado por el vino y abotargado por la lujuria, tal como había estado al final, con los médicos sangrándole y él rugiendo de ira porque le habían prohibido el whisky; recordó cómo su padre se había levantado de su lecho enfermo para buscar por sí mismo la botella que, por orden del médico, se le había retirado. Había rodado escaleras abajo hasta quedar exánime en el vestíbulo, con el cuello roto y todos sus pecados sobre él.

El señor Leigh se arrodilló y oró por el alma de su padre, que creía sometida a los tormentos eternos; oró en petición de que le fuera concedido el apartar de su hija las insidias de Satanás.

Había hablado de Amanda a Charles Danesborough, pero Danesborough —había acabado por creer— era demasiado aficionado a la comodidad y la molicie como para ser un verdadero hombre de Dios. El señor Leigh recelaba de aquella risa alegre y campechana, de aquella indulgencia que mostraba hacia sus propios hijos. «¿Amanda? —había dicho Danesborough—. Una chiquilla encantadora. Mis dos hijos la quieren mucho.» Como si porque la niña gozara de la amistad de sus dos hijos tuviera que ser un modelo de virtudes. Había mucha ligereza en Danesborough; era un necio. No podía servir de ninguna ayuda.

La señora Leigh llamó con timidez a la puerta; él la invitó a pasar, pero continuó arrodillado. Le hizo seña de que se uniera a él y oró de nuevo en voz alta por la salvación de su perversa hija.

—Amén —dijo finalmente.

—Amén —repitió Laura.

—Nuestra hija presenta un grave problema —afirmó mientras se levantaba.

Laura se sintió agradecida por el hecho de que se refiriese a Amanda como hija de ambos. Había veces en que decía «tu» hija. Pensó que eso constituía una buena señal.

—Tiemblo por su futuro —continuó él.

—Es tan fácil, cuando se es joven e irreflexiva, olvidarse de la hora... A mí también me pasa, me temo.

—Se le ha enseñado que honre a su padre y a su madre, y nos ha herido profundamente. Ojalá pudiera decir que ésta es la primera vez que sucede. Ha quebrantado uno de los mandamientos de Dios. «Honrarás a tu padre y a tu madre...» No busques excusas para tu hija, señora Leigh. Si se le permite quebrantar un mandamiento, puede llegar a quebrantar otros. Su perversidad tal vez se vea agravada por el hecho de que es hija única.

Laura bajó los ojos. Ésa era otra sombra que flotaba sobre la casa. Dos abortos y, luego, Amanda. Dos más, y seguía sin haber un hijo varón. El embarazo la aterrorizaba. Y tampoco acogía con agrado el ritual que debe preceder a esos fastidiosos meses. Todas las noches, cuando se hallaban sentados en la sala de estar, temía oír aquellas palabras: «Acudiré a vuestro cuarto esta noche, señora Leigh.»

El día anterior se había asomado a la ventana y había visto a la joven Jane Tremorney hablando con el hijo del granjero Polgard, que hacía su ronda a caballo para llevar los huevos y la manteca; había observado al hijo del granjero, desgarbado y tímido, mientras Jane le provocaba con la jocosa mordacidad que las muchachas de las clases bajas emplean a menudo en su comportamiento con los jóvenes. ¿Cómo podían hacerlo? ¡Si supieran...! Parecían disfrutar con ello; pero, naturalmente, no eran damas delicadas.

—Estoy segura —dijo a toda prisa— de que has tratado este asunto como había que tratarlo. Estoy segura de que la veremos caminar firmemente por la senda de la rectitud.

Él inclinó la cabeza, mientras ella permanecía ante él, anhelando escapar, pero sin atreverse a hacerlo, temiendo sus próximas palabras, con las que podría indicarle que debía esperar su compañía esa noche.

 

 

Caía el crepúsculo y Amanda estaba sola en su habitación.

«A Ti, oh Señor, alzo mi alma; en Ti, Dios mío, he puesto mi confianza. No dejes que sea confundido ni triunfen sobre mí mis enemigos.»

Sus enemigos, sabía, eran el diablo y aquellos agentes suyos, las malvadas gentes que trabajaban para él en la Tierra.

Percibió un sonido en la habitación. Miró hacia la puerta y vio que se estaba abriendo con lentitud.

—¿Quién es? —preguntó.

La puerta se abrió y apareció Lilith. Sonrió despacio y entró; llevaba la mano derecha a la espalda.

—¿Sola? —susurró Lilith.

—Sí.

De detrás de su espalda Lilith sacó algo envuelto en una servilleta. Lo dejó sobre la mesa y, al abrirlo, puso al descubierto un pastel rodeado de carne, patatas y cebollas. Lilith retrocedió un paso, mirándolo con satisfacción.

—Es para ti —susurró.

—¿Lo has robado de la cocina?

Lilith asintió, sonriente.

—Oh... pero no debiste hacerlo.

—No es robar en realidad —replicó Lilith con impaciencia—. Era para ti, así que cómo va a ser eso robar. Pensé que estarías hambrienta. —Lo estoy, pero...

—Pues entonces no seas tonta —dijo despectivamente Lilith.

Amanda cogió el pastel y sus escrúpulos desaparecieron, pues tenía mucha hambre. Dio un mordisco.

—No te preocupes —dijo Lilith—. Por mucho tiempo que te tengan aquí, yo te traeré cosas de comer, pobrecilla.

—¿Hablaste con tu hermano?

—Sí. Y luego me enteré de lo tuyo en la cocina. Una vergüenza, dicen. Y yo digo: «Lo ha hecho por mí y por William.»

Lilith estaba feliz. Se daba cuenta de que la chica a quien había envidiado toda su vida no era más afortunada que ella; de hecho, era tan escasa su importancia que podía ser humillada delante de los criados, enviada a su habitación y castigada a pan y agua. ¡Pensar en ellos, allá abajo, comiendo pato asado y queso, pasteles de carne con nata montada, mientras ella estaba en aquella habitación con sólo pan y agua! Lilith nunca lo habría resistido. O sea que no era ninguna maravilla ser una hija de la alta burguesía. Por lo que a ella se refería, se había esfumado toda sombra de enemistad.

—Si alguien te hubiera visto robar esto —advirtió Amanda—, podrían llevarte ante los jueces.

Lilith asintió alegremente.

—Mi padre es un hombre muy bueno —dijo Amanda—. Es tan bueno que casi todo el mundo le parece a él muy malo.

Lilith asintió de nuevo. Se tendió sobre la cama de Amanda y miró los zapatos nuevos que le había proporcionado la señora Derry.

—Haz el favor de levantarte de mi cama —ordenó Amanda, con un tono tan autoritario como le fue posible.

Pero Lilith continuó tendida, riendo. Amanda empezó lentamente a sonreír. Comprendió que Lilith era una aliada; le estaba ofreciendo su amistad. La única condición era que cuando estuviesen solas debía ser tratada como una igual.

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