Lilith

Lilith


CAPÍTULO 03

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Ésta era la auténtica caridad, había creído entonces. Hombres como Barnardo, que hacían las cosas prácticas, eran los verdaderos filántropos. David y William habían tenido sueños, sueños vanos. El de David había brotado de la conciencia de un rico; el de William, del resentimiento de un pobre. Pero habían sido simplemente sueños, el resultado de sentimientos personales. Ahora que conocía a un verdadero reformador, un hombre práctico, podía ver la diferencia. Tom no decía: «Esto está bien y esto está mal.» Él decía: «Hay niños sin hogar que se mueren de hambre en las calles de Londres; por lo tanto, yo les daré un hogar y comida; les enseñaré un oficio; haré que puedan emigrar y crearse un lugar en el mundo.»

Y, así, los niños dejaron atrás su infancia.

Kerensa tenía catorce años, y Leigh —a quien Amanda había llegado a considerar tan suyo como de Lilith—, tenía dieciocho.

 

 

Leigh iba a pasar las vacaciones en casa. Gracias a su esfuerzo, y su concienzuda disposición, le iba muy bien en los estudios. Le gustaba ir a casa, pues era un hombre consagrado a la familia; silencioso y reservado, era allí donde más feliz se sentía.

Amaba a su madre, consciente de que le debía mucho. Se daba plena cuenta del gran afecto que le profesaba —y no es que ella procurase ponerlo de manifiesto— y del deseo de que sólo conociese la felicidad y el éxito. Sabía su lejano parentesco con la familia, y este conocimiento le hacía aceptar con gratitud su unánime inclusión en ella. Presentía, al igual que Kerensa y Dominick, que había en aquella casa secretos que quizás algún día llegara a descubrir; pero, a diferencia de Kerensa, no tenía ninguna prisa. Aceptaba el hecho de que había un lugar para él en su amada familia, y eso era lo único que le importaba.

La llegada a casa era un momento de júbilo. Cuando el tren penetraba en la estación entre nubes de vapor, escrutaba ansiosamente el andén para ver quién había acudido a recibirle. Su madre solía estar siempre allí, quizá con Amanda. Siempre esperaba que Kerensa les acompañara. Los ojos de Lilith brillaban al ver lo mucho que había crecido, y quería que le contase con detalle —aunque entendía poco— todo lo referente a los exámenes que había realizado. Soñaba con que fuese un gran doctor... y un caballero. Nunca olvidó aquella oración que su madre le había enseñado: «Señor, haz de mí un buen muchacho y un caballero.»

Eso le había hecho comprender muchas cosas, porque explicaba cómo había trabajado su madre por él y trazado planes para él, cómo había anhelado darle una oportunidad en la vida que, de no haber sido por la generosidad del doctor, le habría sido negada.

Pero, sobre todo, cuando llegaba a casa quería ver a Kerensa. Amaba a Kerensa. Deseaba que fuese mayor y, sin embargo, a veces se alegraba de que no lo fuese. Como él mismo sólo tenía dieciocho años, era mejor que Kerensa continuase siendo una niña hasta que él creciera un poco. Quizá cuando él tuviese veintiún años y Kerensa diecisiete, pudiera hablar con ella.

Si Kerensa no hubiera sido tan bella, tan fascinante, tan diferente a todos los demás, podría haberse preguntado si no le habría inculcado su madre esa idea en la cabeza, como, sospechaba, le había metido muchas más. Sabía que su madre quería que se casara con Kerensa.

No había tenido intención de hablar de ello con Kerensa durante aquellas vacaciones, pero le había parecido muy adulta para los catorce años que tenía. Llevaba los oscuros cabellos recogidos sobre la nuca con una cinta negra y parecía una damita. Ella se alegraba de que estuviera en casa. Era su hermano favorito, pensó, porque, aunque amaba a Dominick, no podía enfadarse con él como podía hacer con Leigh, y había veces en que deseaba enfadarse.

—Kerensa —dijo Leigh—, me alegra mucho ser tu favorito, porque...

—¿Porque qué?

—No importa. Ya te lo diré más adelante. Pero Kerensa no era persona que pudiera esperar.

—No. Tienes que decírmelo ahora.

Así que tuvo que decírselo.

—Quiero que, dentro de uno o dos años, te cases conmigo.

—No puedo hacerlo. Tendrás que casarte con otra. Tú eres como mi hermano. Los hermanos no pueden casarse, entre ellos.

—Pero no somos hermano y hermana.

—He dicho que parece como si lo fuéramos.

—No importa lo que parezca. No lo somos.

—De todos modos, no puedo. Voy a casarme con otro.

—¿Con otro? ¿Quién?

—Bueno, no estaría bien que te lo dijese, porque él no lo sabe todavía.

—¡Kerensa! Eso es sólo una broma tuya. Yo estoy hablando en serio.

—Yo también. —Y no quiso decir nada más.

Lilith advirtió el abatimiento de su hijo. Le preguntó cuál era la causa, pero él no se lo dijo hasta el día anterior a su regreso a la universidad.

—Es Kerensa. Se va a casar con otro.

—¡No la creas! —exclamó Lilith—. Se casará contigo.

—Me ha dicho que hay otro.

Lilith se echó a reír.

—¡Kerensa no es más que una niña! Tú espera. Siempre he querido que os casarais.

—Pero si ella no quiere...

—Déjamelo a mí —replicó Lilith.

Parecía poderosa y segura de sí misma, y, al igual que cuando era pequeño, Leigh notó la certeza de su omnipotencia.

 

 

Kerensa bajó solemnemente por la calle y llamó a la puerta de la casa de Frith. Le abrió Napoleón.

—Hola, Napoleón. Quiero ver a tu señor. Enseguida, por favor. Es muy urgente.

Napoleón se alarmó. Recordó aquella otra ocasión en que ella había llegado de forma parecida y había estado muy enferma después.

Napoleón subió apresuradamente la escalera.

—¿No señorita Kerensa? ¿No enferma otra vez?

—¡Oh, no! Pero es muy importante.

Frith estaba en su habitación, en el primer piso.

—La señorita Kerensa estar aquí, señor —dijo Napoleón, al abrir la puerta.

Frith dejó a un lado el libro y se levantó.

—Es un honor inesperado —dijo.

Kerensa avanzó, con aire todavía un tanto solemne, y le dio la mano.

—¿Cómo está usted, señorita Stockland?

Ella sonrió complacida. Era la primera vez que la llamaban así.

—Me alegra comprobar que soy mayor. Nada de Kerensa ya... sólo para mis amigos, naturalmente.

—De modo que te has hecho mayor de la noche a la mañana y ya no debo llamarte Kerensa, sino señorita Stockland. ¿Eso significa que ya no soy uno de tus amigos?

—Claro que no. Tú puedes llamarme Kerensa siempre que quieras.

—Me alegro. Empezaba a pensar que alguno de mis pecados había llegado a tus oídos.

Ella se rió. Frith siempre sabía cómo hacerla reír. Siempre lo había conseguido. Eso era lo que le gustaba de él... un hombre adulto; no exactamente perverso, suponía, aunque no le faltaba mucho.

—Quiero hablar contigo. Ya sé que resulta muy extraño.

—Nada de extraño. Tú hablas mucho. Demasiado, a decir verdad.

—Frith, tienes que tomarte esto en serio. Estoy pensando en el futuro: en el tuyo y en el mío.

—¿Tuyo y mío?

—¿Has pensado alguna vez en el matrimonio?

—Confieso que he bordeado el abismo una vez, o quizá dos, en mi larga y aventurera vida, pero, como sabes, he logrado una carrera en solitario, a pesar de todos los peligros.

—Pero tú no quieres seguir así. Todo hombre debe casarse.

—Kerensa, ¡no me digas que has encontrado una esposa para mí!

Ella sonrió con satisfacción.

—Pues la verdad es que sí.

—¡Eres una niña asombrosa! Una vez irrumpiste aquí atiborrada de gérmenes del cólera, y ahora quieres proporcionarme una esposa. ¿Sabes? Creo que podría considerar más aceptables los gérmenes. Pero ¿quién es la dama?

—No es exactamente una dama.

—¡Oh, qué lástima!

—Pero lo será algún día. Por el momento, es una chica joven. —Continuó apresuradamente—: Creo que te gusta mucho, más de lo que demuestras y creo que serás muy feliz con ella.

—¿Qué edad tiene?

—Catorce años, pero aparenta más.

—¡No serás tú... por casualidad!

—Naturalmente.

—Oh... ¡Kerensa!

Se recostó en la silla y se echó a reír. Kerensa corrió hacia él, se sentó sobre su rodilla empezó a zarandearle.

—Frith, cállate y ponte serio.

—Sí, sí. Estoy tratando de reponerme de la sorpresa. Creo que lo indicado en una ocasión así sería decir: «Oh... —muy recatadamente, ya sabes—. ¡Pero esto es tan repentino...! Agradezco en extremo el honor, pero...»

—¿Pero qué? —exclamó con furia Kerensa.

—Bueno, verás, tú eres muy joven y yo soy muy viejo, y alguien considerado una autoridad en estas cuestiones dijo una vez que la juventud y la picajosa edad no podrían vivir juntas.

—¿Qué es la picajosa edad?

—La mía.

—Bueno, pues sí puede vivir con la juventud, y el poeta está equivocado. Los poetas casi siempre lo están.

—Kerensa —dijo él—, no comprendes...

—Claro que comprendo. Quiero casarme contigo. Todavía no, claro. Pero sí dentro de dos años. ¿Me esperarás?

Él la rodeó con los brazos y la apretó fuertemente contra sí. Pero se estaba riendo de nuevo, y su risa enfureció a Kerensa.

—¡Debes tomártelo en serio! —exclamó, desasiéndose.

—Ya lo hago, Kerensa. Pero ¿sabes qué edad tengo?

—Deja de hablar de edades. Eso no tiene importancia. Hace años que deseo casarme contigo. Debes hablarme con franqueza. ¿Hay otra?

—¿Otra dónde?

—Otra con la que quieras casarte, claro.

—No soy lo que se dice un hombre predispuesto al matrimonio.

—Hasta ahora, no, desde luego. Pero puedes serlo dentro de dos años.

—El matrimonio es un paso muy importante, Kerensa, ya lo sabes.

—Sé todo lo referente al matrimonio.

—Entonces, sabes mucho.

—¿Me quieres?

—Desde luego.

—Pues eso es lo único que importa. Tendrás que quererme más que a nadie en el mundo. No debe haber nadie más.

—Oh, Kerensa, te adoro.

Ella le echó los brazos al cuello y le abrazó.

Frith continuó:

—Ha sido muy amable por tu parte ponerte una cinta negra y venir a pedirme que me case contigo, pero yo creo que, en tu lugar, no me comprometería aún.

—Yo quiero comprometerme.

—Mira, a tu edad, las personas envejecen muy despacio, a la mía, en cambio, lo hacen muy deprisa. Dentro de dos años te reirás de esta idea.

—No. No me reí de la idea de casarme contigo hace años. Siempre he sabido que algún día lo haría.

—Kerensa, no debes presionarme de esta forma.

—Entonces, ¿te casarás conmigo cuando tenga dieciséis años? —Frith guardó silencio, y ella se levantó y golpeó airadamente el suelo con el pie—. No te crees que ya soy mayor. Sigues tratándome como a una niña. No pienso tolerarlo. Quiero una respuesta sincera.

—Está bien, Kerensa. En cuestiones de este tipo, que por una u otra razón no se pueden decidir en el acto, la gente llega a lo que se llama un acuerdo de compromiso. Dejémoslo así: la cuestión queda en suspenso durante dos años. Si al cabo de este tiempo todavía me consideras un marido estimable, revisaremos la situación. ¿Qué te parece?

—Habría preferido que me dijeras «sí» ahora.

—Eres una amante impetuosa, y, como he dicho, corro el riesgo de actuar bajo presión y eso no debe ser así. Insisto en dejar que pasen dos años durante los cuales continuaremos como estamos. Y al cabo de ese tiempo veremos qué es lo que quieres.

—Pero debo tener tu promesa de que no te casarás con nadie más hasta que yo cumpla los dieciséis.

—Creo que estaré a salvo durante dos años más, ya que lo he estado durante tantos.

—De todos modos, debes jurarlo.

—Lo juro.

—Gracias, Frith.

—Gracias, señorita... ¿Puedo llamarte Kerensa?

Has dicho que podríamos volver a la antigua relación.

—Puedes llamarme como quieras, pero no debes burlarte. Éste es un asunto muy serio para mí. Frith le cogió la mano y se la besó. —Para mí también, Kerensa —afirmó.

 

 

Lilith no tardó en descubrir por qué no quería Kerensa casarse con Leigh.

Kerensa tenía quince años, y Lilith recordaba cuáles eran sus propios sentimientos a los quince años. Ella había amado a Frith entonces, y Kerensa amaba a Frith ahora. Cierto que había entre sus edades una diferencia de más de veinte años —casi treinta, en realidad—, pero Frith sería atractivo toda su vida. Lilith, que siempre había sido consciente de esa atracción, comprendía el significado del comportamiento retraído de Kerensa que exasperaba al resto de la familia. Sabía que Kerensa visitaba con frecuencia a Frith, y eso, pensó Lilith con inusitado recato, no se debía permitir. Había estado a punto de indicárselo a Amanda, pero se había contenido. Suponía que esta pasión de Kerensa por un hombre lo bastante viejo como para ser su padre debía ser manejada con los métodos más sutiles.

Además, reconocía mucho de sí misma en Kerensa, y eso la alarmaba.

En cuanto a los sentimientos de Frith hacia la niña, no estaba nada segura de ellos. Él no tenía quince años para delatarse. Le profesaba un afecto excesivo, eso era evidente. Los regalos de cumpleaños para Kerensa eran elegidos con más cuidado y eran más espléndidos que los realizados a los otros niños. Otro tanto ocurría en Navidad. Pasaba cada vez más tiempo con la familia, y Lilith le había oído más de una vez pedir que se le permitiera a Kerensa permanecer levantada media hora más; y había observado que se marchaba tan pronto como Kerensa se retiraba.

Lilith no habría dicho que Frith era un hombre vanidoso; suponía, sin embargo, que una adoración tan manifiesta como la que Kerensa le profesaba resultaba irresistible, especialmente para un hombre que estaba más cerca de los cuarenta años que de los treinta. Kerensa era una belleza en ciernes; estaba llegando presurosamente a la madurez, como si creyera que podría vencer a la naturaleza y alcanzar a Frith. Sería difícil mantenerse indiferente a semejante devoción.

Una vez que Amanda dijo: «Oh, Frith, no dejes que Kerensa te moleste. ¡Está continuamente rondando a tu alrededor!», Kerensa había dirigido a su madre una mirada que parecía contener odio. Kerensa era tan directa y sincera como había sido Lilith, tan decidida como ella e igualmente capaz de apasionada entrega y de crueldad hacia cualquiera que se interpusiera en su camino; y Lilith se sintió intensamente turbada.

Naturalmente, Leigh había de ser para Kerensa. Su matrimonio sería el triunfo final de Lilith. Además, ella amaba a Frith y Frith la amaba a ella. Nunca había querido a nadie más que a Frith; y no creía que Frith quisiera prescindir jamás de ella..., pero temía el efecto de la persistente devoción de aquella jovencita. Él simulaba tratar el asunto como si fuese un juego divertido, pero Lilith no estaba segura de que lo considerase enteramente así.

El día en que cumplía quince años, Frith regaló a Kerensa un manguito de piel, un obsequio muy caro, de la clase que un marido podría hacer a su esposa o un amante a su querida. Y allí estaba Kerensa, con un vestido nuevo de terciopelo azul que hacía juego con sus ojos, llevando su manguito en su fiesta de cumpleaños porque no quería separarse de él ni un momento.

Cuando apagó de un soplo las quince velas de la tarta y dio las gracias a todos por sus buenos deseos, dijo:

—Supongo que os dais cuenta todos de que tal día como hoy del año que viene seré completamente adulta.

Había mirado a Frith al decirlo.

En la fiesta habían hablado de los viejos jardines de recreo, muchos de los cuales habían cerrado.

—No creo —indicó Frith— que los niños lleguen a disfrutar como nosotros de las luces y los fuegos artificiales en los jardines. Cremorne está en las últimas, según dicen.

—Oh, yo nunca he estado —exclamó Kerensa—. Quiero ir.

—Debemos ocuparnos de que vayas antes de que sea demasiado tarde —respondió Frith.

—¿Cuándo, Frith? ¿Me llevarás tú?

—Kerensa —intervino Amanda—, no debes pedir que te lleven, cariño.

—Oh, Frith, Frith, invítame pronto a ir allá —le suplicó Kerensa.

Frith dijo:

—Kerensa, ¿Puedo tener el placer de acompañarte a Cremorne?

—Sí, Frith, creo que encontraría un rato libre para eso ¿Cuándo deseabas ir?

—Oh, algún día.

—Pues yo quiero ir pronto. Esta semana. —Estoy a tu disposición, naturalmente.

«Si alguna vez he visto una muchacha enamorada —pensó Lilith—, ésa es Kerensa.»

Amanda seguía siendo la misma Amanda que nunca veía nada, aunque lo tuviera delante de las narices. Ella creía que el brillo de los ojos de Kerensa era debido a una tarta de cumpleaños con quince velas y a la elegancia de un manguito de piel.

Así pues, proyectaron ir juntos a Cremorne, y durante los días que transcurrieron entre la fiesta de cumpleaños y la visita a los jardines de recreo los celosos temores de Lilith adquirieron tales proporciones que ella también acabó yendo a Cremorne la tarde elegida por ellos.

Lilith los vio, pero ni Kerensa ni Frith la vieron a ella. Estaban, imaginó, demasiado absortos el uno en el otro; Kerensa, abiertamente; Frith, fingiendo complacer a la niña, aunque le pareció a Lilith que estaba no tanto complaciendo a la niña como cortejando a la mujer. ¿Se proponía seriamente casarse con Kerensa?

Lilith permaneció sentada a cierta distancia, observándoles: la amante celosa y —más que eso— la madre encolerizada. Kerensa se iba a casar con Leigh. Quizá no le importara a Frith hacer sufrir a Lilith, ni a Kerensa hacer sufrir a Leigh. Pero a Lilith sí le importaba.

Nunca sucederá tal cosa, juró Lilith.

Y entonces vio de pronto una extraña escena que le hizo olvidarse momentáneamente de Frith y Kerensa. Un grupo de unas doce personas avanzaba caminando sobre la hierba, un hombre vestido con ropas de colores chillones y una mujer gorda que, evidentemente, era su esposa, con sus siete, ocho, no, ¡nueve hijos!

—Este es el sitio, Fan —dijo el hombre—. El sitio exacto. Y ahora, muchacho, pon aquí la cesta y veamos que ha metido en ella tu madre.

—Vamos, Sammy —exclamó la mujer—. Ya has oído lo que ha dicho tu padre.

¡Sammy! Y allí estaba Sammy, la réplica de Sam, bien vestido con llamativas ropas, con el mechón de pelo presto a caerle sobre la frente cuando estuviera adecuadamente engrasado, exactamente la clase de muchacho que se convertiría en próspero propietario de restaurante.

—Vaya, ¿qué es esto? Bocadillo de anchoas, ¿eh? Jamón... y aquí unas empanadillas, y algo rico para acompañar.

Lilith se levantó y se alejó deprisa. ¡Sam! ¡Fan! Y sus hijos.

Sentía deseos de echarse a reír, porque se hallaba invadida de un inmenso alivio. Se daba cuenta ahora de los muchos remordimientos de conciencia que había tenido desde que huyó con Leigh del restaurante de Sam Marpit. Podía haberlo imaginado. Era la conclusión inevitable. O sea que todo estaba bien en Marpit's. Sam tenía ahora a su Fan; incluso tenía a su Sammy.

Se detuvo en seco y estuvo en un tris de volverse e ir hacia ellos; sentía deseos de felicitarles y decir: «Me alegro. ¡Me alegro mucho!» Eran una familia feliz. Podía oír ahora sus gritos.

Recordó entonces que a su adorado hijo se le destrozaría el corazón por Kerensa y que ella misma iba a perder al único hombre a quien podría amar jamás. No pudo por menos de sentir un poco de envidia hacia Sam y Fan.

Pero no permitiría que eso sucediera. Naturalmente. Ella lo impediría. Problemas mayores había solucionado con éxito. La suerte había acudido en ayuda de Sam. Fan había estado a su lado para consolarle, para darle acceso a una nueva vida. Ella, Lilith, se había labrado anteriormente su propia suerte, y volvería a hacerlo.

 

 

El mes de enero tocaba a su fin y faltaban tres meses para que Kerensa cumpliera dieciséis años. La muchacha se mostraba solemne, serena y muy segura de sí misma.

Leigh llegó a casa rebosante de cosas que contar sobre lo que hacía en la universidad y permanecía largo rato encerrado con Hesketh, hablando de su futuro; pues con Leigh, Hesketh había alcanzado un grado de comprensión como el que no había conseguido con sus propios hijos.

Hesketh nunca dejaba de maravillarse de que pudieran derivar tantas cosas buenas del mal. Había sido obligado, mediante chantaje, a tratar como a un hijo a aquel muchacho, y era ese mismo muchacho quien le había dado más cariño que sus propios hijos. La vida no era el asunto convencional que se suponía. Se daba por sentado que la mala semilla producía mal fruto. Pero la vida estaba llena de sinuosidades y complicaciones. De la muerte de Bella había surgido una familia feliz; del chantaje de Lilith, otro hijo para él.

—¿Te alegras de haberme seguido en mi carrera? —preguntó a Leigh.

—Sí, desde luego. Ser médico..., pertenecer a esta familia..., es casi lo que más deseo.

—¿Casi? —preguntó Hesketh.

—Bueno —dijo Leigh, ruborizándose ligeramente—, hay otra cosa que deseo mucho: casarme con Kerensa. ¿Darías... tu consentimiento?

—No puedo imaginar a nadie mejor como yerno. Sé que la madre de Kerensa piensa lo mismo. Solamente necesitas el consentimiento de Kerensa.

—Es muy joven aún.

—Los dos sois jóvenes, pero a su madre y a mí nos complacería saber que habéis tomado una decisión.

Después de eso, no pudo resistirse a hablar de nuevo con Kerensa. Ella parecía ya una mujercita, con su lazo negro de cinta almidonada y el medallón con cadena de oro que casi siempre llevaba. Tenía aire de sentirse impaciente con su juventud.

Cuando paseaban juntos por el parque, le dijo:

—Kerensa, ¿te gustaría casarte?

Ella se puso en guardia.

—Dependería del marido —dijo, tras una pausa.

—¿Qué clase de marido crees que sería yo?

—Muy bueno. —Rió, pero continuó rápidamente—: Para la persona adecuada.

Y empezó a enumerar posibles novias para él..., las hijas de los amigos de sus padres; incluso sugirió a Claudia, si, añadió, estaba dispuesto a esperar a que se hiciera mayor.

—Y los hombres deben esperar —dijo—. No deben casarse demasiado pronto. Necesitan tiempo para ver posibilidades y tener experiencias.

—Kerensa, ¿qué quieres decir?

—Simplemente lo que digo.

—Kerensa, yo no quiero ver posibilidades y tener... experiencias.

—Pues eso es antinatural e insólito.

—Kerensa, pronto tendrás dieciséis años, y un año después, diecisiete. Es una buena edad para que una chica se case. Yo siempre he querido casarme contigo.

—Oh, Leigh, no. No puedo casarme contigo. Ya te lo dije antes.

—¿Qué es toda esa tontería acerca de otro? —No es ninguna tontería. —¿Quién es?

—No te lo diré. No puedo.

—No hay nadie. Si no, yo lo sabría.

Ella guardó silencio.

—Oh, Kerensa —continuó Leigh—, tu padre dice que no negará su consentimiento a nuestro matrimonio. Podríamos prometernos ahora. Tú me quieres, ¿verdad?

—Claro que te quiero. Te quiero como quiero a Dominick y Claudia y Martie y Dennis. Te quiero más que a los niños. Lloran demasiado. Te quiero más que a ninguno de ellos..., salvo quizá Nick. Pero ésa no es la forma en que hay que querer para casarse.

—Eres demasiado joven para comprender.

—No soy demasiado joven, y me fastidia que la gente diga que lo soy.

—Te casarás conmigo. Es cuestión de acostumbrarse a la idea.

Kerensa no respondió, pero él nunca la había visto con una expresión tan obstinada.

Se hallaba seriamente preocupado ahora, y su madre lo advirtió.

—Leigh, tesoro, ¿no estarás preocupado por la universidad?

—No, mamá.

—Tienes algún problema.

Él no se lo contó entonces, pero ella averiguó que la causa estaba en Kerensa y que ésta no podía casarse con Leigh porque estaba enamorada de otro.

Lilith se hallaba furiosa. ¿Hasta dónde había llegado aquel ridículo estado de cosas entre una cría que todavía estaba en la nursery y el libertino amante de Lilith?

No sabía qué postura adoptar; permanecía esperando, meditando, observando, convencida de que cuando llegara el momento sabría cómo actuar.

—De modo que le dijiste al doctor que querías casarte con su hija, y él dio su consentimiento, ¿eh?

Muy prudente por su parte, pensó; si no lo hubiera dado... Ella era la vieja Lilith, la Lilith que se había enfrentado al granjero Polgard, que se había llevado a Leigh del lado de su padre, que se lo había jugado todo con lo que le dijo a Hesketh después de la muerte de Bella. No iba a permitir que una estúpida cría de la nursery le quitara su amante ni le rompiera el corazón a su adorado hijo.

Lilith no lo sintió realmente cuando supo que Frith iba a hacer una de sus excursiones al continente. Todos los años realizaba un viaje a Italia o al sur de Francia, rehuyendo lo peor del invierno. Lilith siempre había sospechado que había alguna otra atracción además del sol. Se imaginaba una hermosa mujer en alguna parte, una mujer complaciente y dispuesta a recibirle con agrado cuando llegaba en sus visitas anuales. Frith se había reído de ella cuando se lo había dicho, pero no lo había negado; había sorteado hábilmente el asunto, y ella creía conocerle lo bastante bien como para comprender.

Por lo general, se enfurruñaba un poco cuando él se disponía a marcharse. ¡Dos o tres meses sin él! ¿Cómo esperaba que le fuese fiel? Frith se la quedaba mirando mientras ella despotricaba, furiosa, contra la bella desconocida. Se burlaba de ella, describiendo a la mujer, y la descripción era diferente cada vez.

Pero ahora se alegraba de que se marchase. Eso significaba que no se tomaba muy en serio el afecto de Kerensa; la consideraba una niña divertida, nada más.

Kerensa supo por su madre que se marchaba. Le enfureció que no se lo hubiera dicho él mismo. Fue a verle inmediatamente.

—Kerensa —dijo él—, ¿no sabes que no debes visitarme sola? Unas veces te comportas como una joven juiciosa, pero otras lo haces como una niña.

Ella hizo caso omiso de su observación.

—¿Por qué te vas?

—Es ya una costumbre en mí marcharme en esta época del año. No me gustan los meses de febrero y marzo en Londres.

—A mí me gustarían febrero y marzo en Groenlandia si tú estuvieses allí.

—Muy amable por tu parte, querida, pero tú nunca has estado en Groenlandia. Creo que los esquimales no salen jamás de sus iglús durante los meses de invierno. No te gustaría eso, estoy seguro.

—Eso es precisamente lo que me gustaría. Si fuésemos esquimales, tendrías que quedarte también en el iglú.

—¡Ay! ¡No somos esquimales!

—¿Por qué no me dijiste que te ibas a marchar?

—¿No te lo dije?

—Tú sabes que no.

—Lo siento, Kerensa, pero marcharme es ya una costumbre, y uno no habla de sus costumbres.

—Teniendo en cuenta el hecho de que vamos a casarnos, creo que me has tratado muy mal.

—¡Oh, Kerensa! —Se acercó a ella y le apoyó las manos en los hombros. La besó suavemente—. ¿Sigues pensando en mí como tu futuro marido?

—Espero que cumplas tu promesa.

—¿Sabes que te estás desarrollando? —¡Frith!

—No pongas esa cara, querida. Haría cualquier cosa antes que ofenderte. Me fugaría contigo mañana mismo antes que eso. Tú lo sabes.

—¿Fugarnos? Oh, hagámoslo.

—Seamos serios, Kerensa; realmente serios esta vez.

—Yo siempre lo soy. Eres tú quien toma las cosas a broma.

—Tienes de mí una idea poetizada, querida. Mírame como soy. Mira mi cara. Resulta bastante horrible, con todos los excesos de mi disipada juventud retratados en ella.

—Eres muy guapo.

—Y tú estás muy ciega.

Kerensa golpeó el suelo con el pie.

—Creo que te estás volviendo atrás de tu promesa. Dijiste que podríamos casarnos cuando yo tuviese dieciséis años, y ahora que ya casi los tengo, pretendes que se trata de un juego.

Le temblaba la voz, y él la rodeó con los brazos, besándola, primero dulcemente y, luego, apasionadamente.

—No es verdad, Kerensa —dijo—. Escucha. Voy a irme. No volveré hasta que tengas dieciséis años. Y entonces, si todavía me quieres...

—Frith, ¿lo juras?

—Lo juro.

—Entonces, estamos prometidos.

—No es necesario prometerse. Si a mi vuelta quieres casarte conmigo, hablaremos con tus padres. Depende de ellos, ya sabes.

—No es verdad. Podríamos escaparnos.

—Tienen que dar su consentimiento.

—Tú podrías conseguir el consentimiento de cualquiera si quisieses.

—Tal vez tengan otros planes para ti.

—¡Leigh! —exclamó ella—. Eso es porque no comprenden.

—Leigh es muy agradable —observó Frith—. ¿Has considerado esa posibilidad?

—Claro que sí.

—¿Y sigues prefiriendo este viejo libertino a ese atractivo joven?

—No quiero casarme con nadie más que contigo, y es inútil que finjas que no me amas. Sé que sí me amas por la forma en que me has besado hace un momento. Ha sido un beso maravilloso. Nadie podría besar así, a menos que estuviese enamorado.

—¿No podría ser porque tuviese una cierta experiencia en besar?

—No. ¡No, Frith! Estaremos prometidos en secreto.

—Espera hasta que vuelva. No te comprometas hasta entonces. Siempre es más sensato no comprometerse, Kerensa.

Hizo que regresara a casa. Ella deseaba saber si Frith la amaba realmente como debería amarla. Nunca se podía estar segura con él. Nunca quería decir exactamente lo que decía; bromeaba; se burlaba. A veces, parecía que hablaba en serio cuando estaba bromeando, y otras que estaba bromeando cuando hablaba en serio. Resultaba enloquecedoramente desconcertante, pero quizás era eso precisamente lo que le hacía tan atractivo.

Cuando Frith se marchó, varios de ellos acudieron a la estación para despedirle. Estaban Amanda, Lilith, Kerensa y Dominick.

Durante el trayecto, permanecieron casi en silencio.

—Detesto despedir a nadie —dijo Amanda—, aunque sea sólo para unas vacaciones.

—«Despedirse —dijo Frith— es una agradable tristeza.» ¡Qué cierto es! Resulta triste decir adiós y muy agradable que os hayáis tomado la molestia de venir a despedirme.

Parecía mantenerse apartado de Kerensa. La noche anterior, ella había visto a Lilith regresar a casa a una hora avanzada; era más de medianoche cuando llegó caminando por la calle, y Kerensa supo que venía de la casa de Frith. Kerensa la había visto salir y había esperado su regreso en la ventana; cuando por fin se acostó, tenía los miembros ateridos a consecuencia del frío.

¿Cómo se atrevía Lilith a tenerle levantado así, hablando, hablando, suponía, cuando tenía que irse al día siguiente?

Se hallaban en el andén. Kerensa esperaba con ansiedad que el tren se estropease y él no pudiera marcharse. Miró a Lilith y vio que estaba deseando lo mismo.

Pero el tren se fue, y Frith les había besado sucesivamente a todos; y, mientras besaba a Lilith, Kerensa le estaba observando, y lo mismo hacía Lilith, mientras besaba a Kerensa.

Durante el regreso, Dominick dijo:

—Todo el mundo está muy callado. Todos se están comportando de forma rara.

—Estamos tristes porque no veremos a Frith durante algún tiempo —explicó Amanda—. Pero no será tanto en realidad. El tiempo vuela.

Lilith no vaciló cuando Frith se hubo marchado. No tenía mucho tiempo. Se daba perfecta cuando de ello.

Eligió la noche del tercer día siguiente a su partida y se dirigió a la habitación de Kerensa.

Hacía ya algún tiempo que, en atención a su edad, Kerensa disponía de una habitación para ella sola. Era una de las cosas en que había insistido al manifestar su deseo de ser tratada como adulta; no podía, había declarado, seguir compartiendo la nursery, de noche, con un montón de críos.

Y, como de costumbre, Kerensa había visto satisfecho su deseo.

Hacia esa habitación se dirigía ahora Lilith, con sus espesa y rizada cabellera desparramada sobre los hombros; llevaba una bella bata de terciopelo rojo que le había regalado Frith. Tomó una bujía y se observó en el espejo antes de ir a la habitación de Kerensa. Estaba muy hermosa y con un cierto aire de maldad, pensó; y ése era el aspecto que deseaba tener, pues era mucho lo que dependía de cómo interpretara su papel. Debía recordar que no había la menor docilidad en Kerensa; debía pensar en sí misma a los dieciséis años..., audaz, implacable, fogosa en el amor y en el odio. Compartía con ella todas estas características, por lo que la comprendía bien. Y recordaría también que no era más que una niña.

Llamó a la puerta de Kerensa y la abrió.

—Kerensa —susurró—, ¿estás dormida?

Kerensa se incorporó en la cama, sobresaltada. El fuego que aún ardía en la chimenea proyectaba luces y sombras por la habitación. Lilith se situó a los pies de la cama, sosteniendo la bujía. Se le presentaba a Kerensa como una aparición, hermosa y maligna. Nunca hasta aquel momento se había dado cuenta de lo bella que era Lilith. Su aspecto resultaba impresionante y, a la vez, alarmante.

—Espero no haberte asustado, Kerensa. Quiero hablar contigo a solas, muy seriamente, y he pensado que éste era el mejor momento para hacerlo.

—No. No me has asustado. ¿Qué quieres decir?

Lilith continuó erguida a los pies de la cama, sosteniendo la bujía, de tal modo que, bajo su favorecedora luz, parecía una muchacha joven, tan joven como la propia Kerensa.

—Es sobre Leigh, Kerensa. Se siente muy desdichado. De hecho, tiene destrozado el corazón.

—Lo siento.

—Es porque te ama y tiene toda su ilusión puesta en casarse contigo.

—Lo sé, y le tengo mucho cariño, pero casarse con alguien es algo muy importante. No se puede hacer sólo porque alguien te quiera. Hay que estar enamorada. Yo no puedo casarme con Leigh.

—¿Por qué no? ¿Porque esperas casarte con Frith?

Kerensa se recostó contra las almohadas y Lilith se inclinó hacia delante. Sus ojos brillaban intensamente y Kerensa pensó que parecía como si quisiera matarla.

—¿Es por eso? —insistió Lilith—. ¿Lo es?

—Sí... —balbuceó Kerensa.

—¿Te lo ha pedido Frith?

Kerensa titubeó y Lilith se echó a reír de pronto.

—¡Qué pregunta! —exclamó—. Claro que no. O, si lo ha hecho, ha sido en broma.

—No, no es ninguna broma.

—¿Crees que no sé yo lo que siente Frith?

Kerensa había empezado a temblar. Era como si el conocimiento estuviera llamando a la puerta de su cerebro, como si Lilith le tendiera una llave, como si le dijera: «Quieres ser adulta. Quieres saber todo lo referente a nosotros. Aquí tienes la llave. Abre la puerta y entra... al conocimiento.» Y, por la forma en que Lilith estaba sonriendo, Kerensa comprendió que eso no le iba a gustar; comprendió que era una cosa repugnante y aborrecible que le iba a hacer desdichada.

—¿Sabes lo que es una amante, Kerensa?

—Sí, es la persona que ama...

—No precisamente. Es una mujer que está unida a un hombre sin haberse casado con él. Yo soy la amante de Frith.

—No es verdad. No ahora. Quizá lo fuera, antes.

—Es verdad ahora. Llevo años siéndolo. Yo estoy casada con el padre de Leigh y, como todavía vive, Frith no puede casarse conmigo. Pero cuando yo sea libre lo hará. Mientras tanto, vivimos juntos..., oh, no en la misma casa, pero creo que sabes a lo que me refiero. Yo soy una esposa, que no es una esposa porque no hemos pasado por la iglesia.

—Sé que eso no es verdad.

—¿Te dijo Frith que no lo era?

—No. Pero lo sé.

—No, no lo sabes, Kerensa. Tú sabes muy poco. No eres más que una niña. No eres una adulta aún. Crees que sí, porque eres un poco mayor que Dominick y Claudia y los otros, pero estás madurando todavía. No sabes nada de la vida ni de cómo son las personas.

—Sé cómo es Frith.

—¿Ha dicho él que se casará contigo? No puedes decir que sí, ¿verdad? El piensa que eres una niña encantadora que le ha tomado afecto. Me lo ha dicho.

—¡Frith te ha hablado de mí!

—Naturalmente —mintió Lilith—. Me lo cuenta casi todo. Lo mismo que tu padre se lo cuenta a tu madre. Esa es la clase de relación que nosotros tenemos. Siento tener que decirte esto. A tu madre no le gustaría. Ella piensa que debes permanecer protegida, pero yo creo que a veces es mejor para las personas, por jóvenes que sean, conocer la verdad.

—¡Quieres decir que Frith... se ha reído de mí!

—Dicho así, parece un poco fuerte. Se ha reído, pero sólo como te reirías tú de algo que dijese el pequeño Dennis.

—Yo... no lo creo.

—Eso es porque no quieres creerlo, querida. La noche anterior a su marcha estuve con él. Sabes lo que quiero decir, ¿verdad?

—Sí. Creo que sí.

—Y me crees, ¿verdad?

—No —respondió Kerensa, pero se le quebró la voz.

—Salí de esta casa y fui a la suya. Lo hago a menudo. Él me hizo pasar. Fuimos a su habitación... —¡Basta! ¡Basta! Márchate. No quiero oír más. Pero Lilith continuó:

—No volví hasta muy pasada la medianoche. —Kerensa sabía que eso era verdad, pues la había visto regresar. Ésa era la explicación. Fulgurantes imágenes cruzaron por la mente de Kerensa; recordó la forma en que Lilith le miraba, la forma en que él miraba a Lilith, las sonrisas que les había visto intercambiar—. Ya ves, Kerensa, te has portado como una tonta. Oh, no importa. Frith decía que era encantadora la forma en que te volcabas sobre él. Lo encuentra muy divertido. Le gusta mucho. Pero, por tu propio bien, no confundas las cosas.

No imagines que es algo más que una broma para Frith.

—No sé por qué has venido aquí, para atormentarme de esta manera. Márchate.

—No es para atormentarte, Kerensa. Es para que entres en razón. No, ni siquiera eso. Es por causa de Leigh. Mi Leigh se siente desdichado, y tú eres la causante de ello. Eso es algo que no pienso permitir.

—Quiere que me case con él, pero no puedo.

—¿Por qué no? Yo creo que estaría bien. Tu padre también lo cree. Y tu madre.

—Soy yo quien debe creerlo, no ellos.

—Oh, no. Ellos tienen que guiarte. Son los padres quienes deben decir a sus hijos con quién tienen que casarse.

—Yo no lo permitiría.

—Escucha. Siempre han sido amables contigo. Te han dejado seguir tus antojos en muchas cosas. Pero esto es algo que no puedes decidir a tu antojo, y ellos quieren que te cases con Leigh.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque Leigh ha hablado con tu padre, y tu padre ha dicho que su voluntad es que te cases con él.

—Bueno, eso es porque no sabe que...

—¡Que has estado teniendo una pequeña broma con Frith! ¿Te das cuenta de cuánto más viejo que tú es?

—Sí, y no importa.

Lilith rodeó la cama hasta situarse a su costado; dejó la bujía sobre la mesa y permaneció allí, mirando a Kerensa. Esta experimentó la impresión de hallarse en presencia de algo malvado; se encogió más contra las almohadas.

—Sí que importa —replicó Lilith—. Lo verías dentro de uno o dos años, aunque te casases con él. Pero te digo que no se va a casar conmigo. Estuvimos hablando de ello precisamente la noche anterior a su marcha.

—No lo creo.

Lilith se echó a reír; se inclinó hasta que su rostro quedó muy cerca del de Kerensa.

—Tú no sabes nada. No sabes nada de los hombres y de lo que quieren. Crees que todo se reduce a bromear juntos e intercambiar dulces besos. Has visto juntos a tu padre y tu madre y crees que todo el mundo es como ellos. Son buenas personas, pero no lo sabes todo acerca de ellos. Frith no es bueno. Ni yo tampoco. Nosotros somos diferentes. Él necesita cambiar. Tiene que divertirse y por eso se va en invierno a ver a esa mujer italiana y luego vuelve conmigo, y le resulta gracioso que una colegiala esté enamorada de él, o crea estarlo. Voy a contarte cómo fue la primera vez que estuve con Frith, ¿quieres? Yo no era mucho mayor de lo que tú eres ahora..., pero tampoco lo era él entonces. Me refiero, naturalmente, a la noche en que nos hicimos amantes. Había habido una boda, la de mi hermana, y había un montón de gente en el dormitorio de los novios, metiendo matas de aulaga en la cama.

Kerensa se tapó las orejas con las manos.

—No quiero oír nada sobre Frith y tú.

—¿Tienes miedo de oírlo?

Kerensa se volvió y sepultó la cara en las almohadas.

—¡Miedo! —exclamó Lilith—. ¡Eso es lo que tienes! ¡Miedo!

Pero sabía que Kerensa no tenía miedo de ella, sino del conocimiento. No quería ser instruida por

Lilith; no quería oírle a Lilith relatar lo que había hecho Frith.

—Ahora me crees, ¿verdad? —dijo Lilith—. Crees que Frith y yo hemos sido amantes. Crees que incluso esa última noche..., después de haberse mostrado tan cariñoso y tierno contigo..., crees que esa noche...

Kerensa se volvió y miró ferozmente a Lilith.

—¡He dicho que basta! —exclamó.

Lilith estaba dispuesta a dejar de hablar, por el momento, de Frith y ella, porque veía que había ganado la primera batalla. Pero no había terminado aún con Kerensa.

—Vas a casarte con Leigh —dijo.

—No.

Lilith puso una mano sobre el camisón de Kerensa, en el lugar en que se abrochaba sobre sus incipientes pechos.

—No me toques —ordenó Kerensa.

—Ya no eres una niña. Tienes casi dieciséis años, y ésa es edad suficiente para casarse. Mi abuela había sido esposa, una especie de esposa, mucho antes de tener tu edad, y puedo decirte que Frith y yo...

—No estoy escuchando.

—Vas a escucharme. Mi hijo te ama. Si no te casas con él, será desgraciado durante todo el resto de su vida.

—No. Amará a alguna otra.

—¿Como tú amarás a algún otro, no a Frith?

—Amará a alguna otra —repitió obstinadamente Kerensa.

—Es un buen muchacho; es el mejor muchacho del mundo. Sería bueno y cariñoso. ¿Crees que no es lo bastante bueno para ti?

—No. Claro que no. Yo quiero a Leigh, y si...

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