Lilith

Lilith


CAPÍTULO 03

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Y, sin esperar más, regresó a toda prisa por el mismo camino por el que había ido, pensando todo el tiempo en su abuela, que se había ido a Altarrion con su primer amor, el buhonero; y mientras el viento le alborotaba los rizados cabellos, era ella, Lilith, quien iba montada en la grupa, no con un buhonero, sino con Frith Danesborough.

 

Era un frío día de enero y el viento del este aullaba a lo largo de las chimeneas.

Había concluido el almuerzo y la señora Derry dormitaba junto al fuego. Lilith aprovechó la oportunidad para escapar. Jane se encargaría de que su trabajo se hallara terminado para su regreso y de que la señora Derry no descubriera su ausencia. Bess y Ada estaban enteradas de la misión de Lilith; ellas también ayudarían. ¿Cómo podría saber si una de ellas tenía igualmente un amante y necesitaba de una ayuda similar?

Antes de ponerse en marcha para ver a Tom Polgard y decirle que si iba esa noche al bosquecillo situado detrás de Leigh House encontraría a Jane esperándole allí, Lilith buscó a Amanda para que la acompañase a la granja Polgard.

Hacía algún tiempo, habían estado conversando mientras Lilith se hallaba tumbada en la cama de Amanda, y Lilith había hablado no sólo de los sufrimientos de William sino también de los de Napoleón.

—Deberías llevarles comida —le había propuesto Amanda.

Y Lilith, que deseaba la compañía de Amanda en su proyectado viaje, había respondido:

—Entonces, debes llevarla tú, porque, si me cogen a mí, me juzgarían por robo.

Amanda había accedido, y estuvo recogiendo comida durante los últimos días.

Cuando Amanda ya estaba preparada para salir con Lilith, Lilith la miró y contempló su gruesa capa y las botas que le mantendrían los pies calientes. Aunque de su misma edad, era unos cinco centímetros más alta; estaba bella con ese atuendo tan caro; Lilith comparó su pálida carita con la sonrosada de Amanda, sus tupidos rizos negros con la brillante cabellera dorada de Amanda. Decidió que sólo era la ropa de Amanda lo que le daba envidia.

—¿Tienes el paquete de comida? —preguntó Lilith.

—Sí.

—Entonces, espérame en el prado, y no te entretengas. Esta vez vamos lejos.

Mientras salían a la carretera y el viento les azotaba las faldas, Amanda dijo:

—Te ha pasado algo, Lilith. ¿Te acuerdas de que estabas siempre bailando? ¿De que un día bailarías la Danza de los siete velos} Solías decir que serías bailarina, y parecía que así iba a ser. Yo solía pensar que estabas planeando escaparte.

Lilith respondió.

—Detesto este viento. ¿Dónde habéis ido a caballo esta mañana?

—A la rectoría. Alice quería que probásemos el licor de bayas que su tía le ha enseñado a hacer.

—Supongo que pronto podrás cabalgar sólo con la señorita Alice. Su hermano está a punto de marcharse, supongo.

—Sí. Lilith... hay un poco de agitación en la rectoría. Pronto será de conocimiento público, así que no importa que te lo diga. Frith no va a seguir la carrera eclesiástica. Se va a hacer médico.

—¿Qué se hace cuando se estudia para médico?

—Creo que examinarse e ir luego a trabajar durante algún tiempo a un hospital.

—Yo creo que ser médico es algo importante —indicó Lilith.

—Sí. Yo también lo creo.

—¿Dónde estudiará?

—En Londres, creo, o quizás en su universidad. —¿Volverá aquí cuando esté de vacaciones? —Oh, sí.

—¿O sea que será igual que si se dedicara a la Iglesia con su padre?

—Supongo que sí. Hasta que termine los estudios, claro. Aun entonces, podría vivir aquí. Pero eso llevará mucho tiempo.

Lilith continuó avanzando; estaba pensando en Amanda y William, en ella misma y Frith. Supongamos que Amanda se casaba con William y le convertía en el señor de Leigh House; y supongamos que Frith se convertía en el médico local y sorprendía a todos tomando como esposa a la turbulenta Lilith Tremorney.

«Que enarquen las cejas —decía él en la imaginación de Lilith—. Que hablen todo lo que quieran. Para mí no existe nadie más que tú, y para ti no existe nadie más que yo.»

Pero era la voz de Lilith, no la de él; era uno de sus descabellados sueños, el más descabellado que había soñado jamás.

Sin embargo, Lilith estaba convencida de que los sueños podían hacerse realidad. Levantó el rostro hacia el encapotado firmamento a través del cual el viento empujaba a las grises nubes como un pastor enloquecido.

—Escucha —dijo Amanda—. Oigo a alguien llamar a los caballos

Lilith se detuvo y aguzó el oído.

—Creo que es la voz de William.

Abrió marcha a través del seto.

—Procura esconderte, Amanda —susurró—. No olvides que estamos ya en la tierra de Polgard.

Cruzaron el campo con cautela manteniéndose pegadas al seto. En el campo contiguo araba William ayudado por Napoleón.

—William —llamó Lilith; William se volvió y las vio.

Le dijo a Napoleón que se ocupara del arado mientras él se acercaba a las dos muchachas.

—Amanda te ha traído algo de comer —dijo.

—No es mucho —explicó Amanda—. Pero volveremos.

—¿Dónde está Tom? —preguntó Lilith, con impaciencia—. Tengo que encontrarle.

—No sabría decírtelo. Estará en alguna parte de la granja.

—Pues tengo que encontrarle. Quédate hablando con William y espérame luego en la carretera, Amanda.

Echó a correr, dejando a Amanda con William.

—William —dijo Amanda—, no hemos traído tanto como nos hubiera gustado. Pero volveremos otra vez dentro de poco. Aquí hay sólo un poco para ti... y para Napoleón. Oh, ¿cómo estás, William? ¿Siguen siendo tan crueles como siempre?

William parecía haber perdido el habla; miró los alimentos que Amanda le puso en las manos, pero no hizo ningún ademán de comerlos.

—Quizá no pretenden ser crueles, señorita Amanda —tartamudeó, al fin—. Sólo que... sólo que son naturales. Es natural para ellos, ¿comprende?

—Oh, William, ¿no podrías hacer algo? ¿No podrías marcharte?

William miró por encima del hombro.

—Esa es mi intención, señorita Amanda. Estoy ahorrando mi dinero. Lo ahorro todas las semanas y, cuando tenga suficiente, me iré de aquí en busca de fortuna. Tengo como salario un chelín al día, aunque por norma general encuentran alguna excusa para pagarme menos. Pero recibo dinero y lo estoy ahorrando. No se lo digo a nadie. Yo creo que si el granjero y su mujer supieran que tengo ese dinero encontrarían alguna manera de quitármelo.

—¿Te da miedo que te lo roben, William?

El asintió.

—William, deja que te lo guarde yo. Lo custodiaré con cuidado. Tengo una cajita de madreperla, y sólo yo tengo la llave. ¿Confías en mí, William?

—Confiaría en usted con mi vida, señorita Amanda. Lo tengo envuelto en un trapo y cosido en la chaqueta —empezó a arrancar las puntadas.

Ella le interrumpió:

—William, ¿dónde has pensado ir?

—No sé. Viajaré. Trabajaré de calderero, quizás... e iré hasta el Tamar. Aquí estamos muy atrasados, señorita Amanda. He pensado que me gustaría atravesar Devonshire hasta Dorset, por ejemplo —le entregó el dinero—. Aquí hay veintiún chelines, señorita Amanda.

—Lo guardaré con todo cuidado. Lo pondré bajo llave en cuanto llegue a casa. Y, si alguna vez quieres parte del dinero, o todo, debes decírmelo. Ahora sé que no te irás sin decírmelo.

—Yo no me marcharía sin decírselo, señorita Amanda, si creyera que usted quería saberlo.

Se sonrieron el uno al otro, indiferentes al cortante viento del este.

 

 

Lilith se mantenía pegada al seto. No quería que la sorprendieran. El granjero Polgard sospecharía que había ido a robar algo... el viejo bribón. Las vacas del campo la miraron con abierta curiosidad al acercarse a ellas.

—¡Eh, hop! —exclamó Lilith. Las vacas esperaron hasta que se hubo aproximado y entonces empezaron a alejarse a paso lento.

El viento era cortante, y se sobresaltó al oír la risotada súbita y burlona de un pájaro carpintero. Miró con ansiedad a su alrededor. ¿Dónde estaba Tom Polgard? ¿Dónde era probable que estuviese a esta hora del día?

Había un granero en el prado adyacente; se dirigió hacia él y, entreabriendo suavemente la puerta un par de centímetros, atisbo en el interior. Contuvo el aliento y, aun en aquel primer segundo de sorpresa, se alegró de haber tenido tanto cuidado. El granero, pensó, situado a cierta distancia de la granja, proporcionaría un refugio acogedor en un día como aquel a quienes lo necesitaran.

Retrocedió apresuradamente y, corriendo a toda la velocidad de que era capaz, dio la vuelta al granero. Se detuvo, apoyada contra la pared, presta a huir si aparecía alguien por aquel lado. Le ardían las mejillas y el corazón le latía con fuerza. Luego, oyó que una voz decía:

—No es nada. Era sólo el viento.

Se cerró de golpe la puerta del granero y, al cabo de unos instantes, Lilith echó a correr, alejándose de allí a toda la velocidad que podía.

 

Laura estaba sentada ante el bastidor de bordado en el cuarto de estar. Eran las primeras horas de la tarde, las que más temía. El señor Leigh leía la Biblia sentado a la mesa.

Acababa de hablar, y sus palabras habían aterrorizado a Laura:

—Parece que ya has recuperado del todo la normalidad, querida.

Ella se había llevado la mano al corazón y había respondido:

—Todavía me siento muy cansada.

—Deberías hacer más ejercicio.

—Supongo que sí, pero creo que me cansaría más.

Luego, él había vuelto a su lectura. ¿Estaba pensando en intentar una vez más el experimento? Ella sabía que estaba desasosegado. La noche anterior, le había oído acercarse a su puerta y había permanecido acurrucada en la cama hasta que él se hubo alejado. Sí, estaba muy agitado. Sabía que resultaría peligroso para ella intentar tener otro hijo y, sin embargo, trataba de convencerse a sí mismo de lo contrario. Laura sabía que cuando él rezaba para que le fuera concedido un hijo, trataba de convencerse de que el intento no sería peligroso. Si hubiera sido como su padre, habría habido otras mujeres. La esposa de su padre había tenido una salud delicada, pero cuánto más tranquila que la de Laura debía de haber sido su vida; y qué irónico resultaba el hecho de que un hombre bueno no pudiera dar a su esposa la paz y el sosiego que un hombre malo sí podía dar.

Últimamente, a Laura le asaltaban ideas extrañas. Había pensado incluso en fugarse, en irse a casa de una de sus hermanas en Londres. Pero ¿cómo podría dejar a Paul? Se quedaría sin un céntimo. La pequeña fortuna que tenía cuando se casó ahora era de él. La vida era injusta con las mujeres. ¿Por qué el matrimonio había de poner un dogal en torno al cuello de una mujer? ¿Por qué no había de poder, si lo encontraba intolerable, apartarse de él?

Estaba empezando a enfurecerse.

El señor Leigh la estaba observando, y, cuando habló, ella experimentó un violento sobresalto.

—He decidido que el joven Frith Danesborough constituye una decepción.

—¿SÍ?

—Sí. Es arrogante, irresponsable y desobediente.

—¿Lo... lo crees así?

—En efecto.

—Has... has decidido...

—He decidido, querida, abandonar los planes que tenía para él y nuestra hija.

—¡Oh! Pero... él... él es un joven encantador.

—¡Un joven encantador! ¿Qué quieres decir?

—Sólo que... es muy agradable, y Amanda parece haberle tomado cariño.

—Te aseguro que yo no lo encuentro en absoluto agradable. Su comportamiento de la otra noche durante la cena difícilmente podría ser calificado de agradable ni aun por la más estúpida de las mujeres. En cuanto a Amanda, espero que no sea tan indecorosa como para tomar cariño a ningún hombre más que a aquel con quien vaya a casarse.

—Yo... Estoy segura. Sí. Tienes razón, desde luego.

—Tengo entendido que ha decidido no seguir la carrera eclesiástica. ¿Has oído alguna vez una necedad y una arrogancia semejantes? Dice que elegirá su propio medio de vida. Que seguirá una carrera médica. Si fuese mi hijo...

Laura se estremeció, como siempre que él hablaba de un hijo.

—Si yo hubiese sido bendecido con un hijo —continuó severamente—, le habría arrojado fuera de mi casa si hubiese mostrado semejante desobediencia.

—El señor Danesborough parece conforme...

—El señor Danesborough es un necio, querida. Deja que su hijo y esa hermana suya gobiernen su vida. Estoy empezando a pensar que sus hijos ejercen una influencia perniciosa sobre Amanda.

—¿Quieres decir que no se les debe permitir que vengan más aquí?

—Me tomas demasiado al pie de la letra, señora Leigh. ¿Cómo podríamos cerrar nuestras puertas a los Danesborough? Nuestra familia ha mantenido amistad con la suya durante generaciones. No. Simplemente, deseo que sepas que no veo con buenos ojos la prosecución de nuestro plan. No debe haber ningún acuerdo entre Frith Danesborough y nuestra hija.

—Espero... Espero que la cosa no haya ido demasiado lejos, ya que nosotros hemos estimulado...

—¡Señora Leigh! ¿Qué estás diciendo? ¿Demasiado lejos? Nosotros hemos estimulado... ¿qué? Te ruego que seas más explícita. Espero con ansiedad tu respuesta.

—Oh, nada... nada en absoluto. Sólo pensaba que quizá se hubieran tomado afecto el uno al otro.

—Como te he dicho antes —exclamó él, con exasperación—, espero que ninguna hija mía tenga tan poco decoro como para permitir que una relación de esta naturaleza llegue, como tan gráficamente lo describes tú, «demasiado lejos». Te comunicaré mis planes, que son los siguientes: durante mi visita a mi hermano en Devonshire, hablé con él. Como sabes, tiene seis hijos.

Laura enrojeció intensamente, como una de las últimas chicas de la clase a la que le enseñan las notas de la primera.

—Sí, lo sé. Deben... deben de ser muy felices.

—Tres hijos y tres hijas. «Feliz el hombre que tiene llena su aljaba.»

—Así es, en efecto —asintió ella, con sumisión.

—Bien, mi intención es que nuestra hija se case lo antes posible. Como sabes, yo había elegido a Frith Danesborough. Es un vecino, es de buena familia y tendrá una posición desahogada, de tal modo que, con la herencia de Amanda, habrían podido vivir confortablemente. Pero el joven me está decepcionando, y Dios me ha abierto de manera misericordiosa los ojos a sus defectos. Se me ha ocurrido ahora que, aunque mi hermano no sea un hombre pobre, sus seis hijos no pueden ser todos tan ricos como él, ya que, como es natural, su fortuna debe repartirse entre ellos. Hace ya algún tiempo que vengo pensando en esto; de hecho, debe de tratarse de una inspiración, porque lo insinué la última vez que fui a visitarlo. Has de saber que sería una gran tristeza en mi vida si hubiera de creer que en el futuro habitarían en esta casa personas que no fuesen Leigh.

Laura sintió deseos de cubrirse la cara con las manos y estallar en llanto. Le parecía ahora como si el linaje entero de los Leigh, desde los tiempos de los Tudor en que habían construido aquella casa, la estuviesen acusando: «Siempre Leighs en Leigh House, hasta que tú no lograste engendrar un heredero varón.»

—Me propongo traer aquí de visita al primo de nuestra hija, Anthony Leigh, y, antes de que se haya marchado, espero anunciar su compromiso con Amanda.

—Ella... es muy joven.

—Tiene dieciséis años. Tú te casaste a los diecisiete.

—Sí, pero los hijos parecen más jóvenes ahora.

—¡Tonterías! Amanda es casadera. Se casará con su primo Anthony Leigh. Vivirán aquí y, antes de que pase mucho tiempo, ya que se me ha negado un hijo, veré a mi nieto en Leigh House. Bien. Ya conoces mis deseos.

—¿Qué... qué debo hacer yo?

—Inducir al señor Frith Danesborough a que no venga con demasiada frecuencia. Preparar a la niña hablándole de su primo y de sus excelentes cualidades. Tratar de inculcarle el sentido de su deber.

—Lo intentaré.

—Muy bien. Escribiré a mi hermano, y creo que Anthony podría visitarnos en primavera. Es un joven de veinte años, agradable y temeroso de Dios. Nuestra hija se considerará muy afortunada.

Laura asintió en silencio y empezó a manejar la aguja.

 

 

Lilith no podía dormir. Yacía tendida en su estrecha cama mirando las sombras de la habitación mientras las nubes se perseguían unas a otras ante la faz de la luna. Unas veces había luz; otras oscuridad. Tan pronto podía ver los rostros de todas las muchachas que estaban durmiendo, como tan pronto no eran más que vagas figuras sobre sus camas.

El viento agitaba las ramas del árbol situado ante la ventana y hacía que sus puntas rozaran los cristales. Las sombras formaban sobre el rostro de Jane un curioso dibujo que se movía con los movimientos del árbol. Era como si la malévola luna se estuviera riendo al ver que el viento se entretenía haciendo travesuras y utilizando la rama del árbol como un lápiz para dibujar arrugas en la cara de Jane, a la manera de un niño que estuviese desfigurando un cuadro reproducido en un libro y, con unos cuantos trazos diestros, convirtiendo una joven en una vieja.

Jane también envejecería, pensó Lilith, antes de conseguir a Tom Polgard. La hija del granjero de Barcelona se llevaría a Tom. Él era muy manejable: tanto como una de las ovejas de su padre. «¡Bee! ¡Bee! Yo quiero a Jane. Pero iré a donde me empujen.»

¡Qué idiotas! Todos. Todos excepto Lilith. Era una pena que fuese tan joven. Si tan sólo hubiera sido un poco mayor, si hubiera tenido más experiencia del mundo, hubiera sabido qué hacer. Se acurrucó bajo las mantas y pensó en el momento en que había abierto la puerta del granero; volvió a ver con nitidez lo que había visto entonces y se sintió excitada y poderosa. Sí, eso era lo que le había sido concedido: ¡poder! Pero no estaba segura de ser lo suficientemente mayor y fuerte para utilizarlo.

Le costó mucho tiempo dormirse, y cuando lo hizo soñó con Frith Danesborough. En el sueño ella le decía: «Debes obedecerme. Debes hacer lo que yo quiera, porque tengo poder para obligarte a ello.»

No podía haber dormido mucho pues, cuando despertó, la luna seguía trazando líneas sobre el rostro de Jane. Vieja... joven... ¡Vieja como lo será antes de que consiga a Tom Polgard!

A veces, Jane lloraba por la noche con un llanto necio y frustrado. ¿De qué servía llorar? Si quieres algo, debes salir y cogerlo. Llorar de noche en la cama no le es útil a nadie.

Por fin se durmió y, cuando se despertó tras haberla zarandeado por la mañana, sus sueños permanecían todavía con ella. Apenas reconoció a la poderosa persona de sus sueños en la insignificante chiquilla que en ese momento le miraba desde el deslustrado espejo.

Se dirigió a su trabajo pensativa. Por un momento, estuvo a punto de confiarse a Amanda. Pero Amanda era ignorante, excepto en lo que se aprendía en los libros, y lo que Lilith había visto en el granero no tenía nada que ver con los libros de Amanda.

Dos días después decidió lo que iba a hacer.

Era lo bastante fuerte para hacerlo, y lo sabía. Sabía también que, si fracasaba en el intento, perdería la fe en sí misma. ¿Por qué había de tener miedo?

Ella no tenía por qué temer a nadie. Eso quedaba para otros.

Estuvo rondando por la granja Polgard hasta que lo vio. Llevaba un cordero a cuestas y presentaba un aspecto más repulsivo aún que el que ella recordaba; quizá se debiera a que llevaba el cordero de la misma manera que lo hacía Jesús en las estampas, y el granjero Polgard no tenía nada del Buen Pastor.

Cerca del granero se vieron uno a otro. Ella se detuvo en seco, mirándole, y él quedó tan asombrado que permaneció donde estaba, boquiabierto. Era un hombre de reacciones lentas, y durante unos momentos le fue imposible hablar; le desconcertaba ver en sus tierras a un intruso que no se volviera y huyese aterrorizado al verle.

Lilith fue la primera en hablar.

—Granjero Polgard, quiero tener una conversación con usted.

Los pelillos de su nariz parecieron vibrar; sus labios se tensaron hacia atrás con un gruñido.

—Tú... —tartamudeó—. Tú... maldita cría.

Lilith mantenía una prudente distancia entre ambos. Ella medía un poco menos de metro y medio y era tan delgada como un junco. Él tenía uno ochenta de estatura y la correspondiente corpulencia. Suponía que el granjero no tendría la menor posibilidad de alcanzarla en una persecución; pero si aquellas manos grandes y velludas se posaban sobre ella, podría matarla con la misma facilidad que a un conejo.

Mantuvo alerta la mirada sobre él. Su voz sonó tan aguda por efecto del nerviosismo como desafiante.

—Será mejor que tenga cuidado en cómo me habla, granjero.

Hizo una pausa, esperando el efecto que causaban estas palabras, pero era evidente que el lento cerebro del hombrachón estaba paralizado por el desconcierto. A excepción de su esposa, nadie le había hablado jamás así.

—Pero si me escucha —continuó Lilith— y hace lo que le digo, no tendrá nada que temer.

—Tú... tú... —farfulló—. Haré que te azoten, mocosa. Haré que te encierren. Te mataré con mis propias manos.

—No lo hará. Al que mata lo mandan a la horca. Más le vale andarse con cuidado. Tiene que andarse con mucho cuidado, porque yo sé algo acerca de usted. Es algo que a usted no le gustaría que conociera su mujer. Le he visto en el granero con esa criada gorda suya, Dolly Brent. Fue hace tres días. Miré dentro y los vi. Y, por cierto, no había ninguna duda de lo que estaba haciendo.

El granjero avanzó unos pasos, pero ella retrocedió con rapidez.

—No haga tonterías, granjero. Tiene que escucharme. Le vi, y vi también a Dolly. Podría ir y contárselo a la señora Polgard. Y lo haré; a menos que usted me lo impida.

—Te lo impediré. Te voy a romper los huesos.

—No, no hará tal cosa. En primer lugar, no podrá alcanzarme. Y, si no se queda quieto y me escucha, echaré a correr hacia la casa y les diré a gritos que quiere hacer conmigo lo que hace con Dolly Brent.

Se sentía triunfante, disfrutaba con la situación. Ella era un joven David, menudo y flexible, dispuesto a vencer a aquel velludo Goliat. El tenía la fuerza, pero la fuerza no servía de gran cosa contra la inteligencia, sobre todo cuando la inteligencia podía ser puesta rápidamente a salvo.

—No crea que se salvará deshaciéndose de mí. Eso no le servirá de nada, como luego le explicaré.

Primero, escuche lo que ha de hacer si quiere seguir viéndose con Dolly en el granero sin que lo sepa su mujer. Debe hacer lo que yo le diga. Tiene que dejar que su Tom se case con nuestra Jane y tiene que tratar bien a William.

Él se la quedó mirando como si no entendiera sus palabras.

—Mantenga la distancia —advirtió Lilith—. Si se acerca un paso más, echaré a correr hacia la granja y gritaré. Supongo que eso no le gustaría. Supongo que Dolly sería despedida. Supongo...

—Cierra la boca—gruñó él—. Te mataré.

Pero ella observó con satisfacción que estaba obedeciendo sus órdenes. Se estaba dominando; tenía el pie derecho dispuesto, pero su cerebro lo estaba controlando, estaba imponiendo cautela.

—Eso es todo lo que tiene que hacer. Dejarles a ellos que se casen y tratar bien a William. Sólo tiene que hacer eso.

—Tú... Tú... —Casi sollozaba de ira.

Lilith se echó a reír, a él le pareció como la risa de los demonios.

—Espera —dijo—. Espera.

De pronto Lilith sintió miedo. El cordero que el granjero llevaba empezó a balar, como si se diera cuenta de la ira que dominaba al hombre; un pinzón lanzó unas cuantas notas y el viento emitió un sonido musical en los setos. Lilith pensó entonces que si gritaba nadie la oiría. Aquel hombre tenía poder. Idearía algún medio para destruirla. Quizás una noche, si ella se aventuraba a salir, se abalanzara silenciosamente sobre ella, y sintiera aquellas manos velludas cerrarse sobre su garganta. Quizá la atropellara conduciendo el calesín en un camino solitario. Quizá la aplastara entre sus fuertes brazos y la arrojase por los acantilados.

El estaba estupefacto en ese momento porque su cerebro no podía funcionar con rapidez, pero cuando hubiera decidido lo que podía hacer, se abalanzaría sobre ella como un toro enloquecido.

Pero los temores de Lilith desaparecieron, y se sintió poderosa, como se había sentido en sus sueños.

—Escuche, granjero. No intente nada. Sería peor para usted. Tiene que hacer lo que le digo, a no ser que quiera que su mujer se entere de su asunto con Dolly. No es tan difícil, ¿no? Jane es una buena trabajadora. Y usted sólo tiene que tratar bien a William. Eso es todo lo que tiene que hacer, ni más ni menos. Piense que no puede causarme daño, porque no soy la única persona que sabe...

El apretó el puño, y Lilith lo vio temblar de rabia, rabia que anhelaba desfogar y no se atrevía.

—Es ese hermano tuyo —gruñó—. Por Dios que...

Lilith negó con la cabeza. —No, no es él...

—Es tu hermana, es ella. Habéis tramado esto entre las dos.

—No. No es eso. Quizás haya otras personas en esta granja que sepan lo de usted y Dolly. No lo sé. Pero hay una persona a la que se lo he contado, y a ésa no la puede tocar porque está completamente fuera de su alcance. Le he dicho: «Si me pasa algo, si me ocurre una desgracia, sabrás quién lo ha hecho, porque yo sé lo que él estaba haciendo con Dolly en el granero.» Usted no sabe quién es. Bueno, pues se lo voy a decir. Es la señorita Amanda Leigh. Y si a mí me pasara algo, la señorita Amanda Leigh sabría quién era el culpable. Le ahorcarán, granjero Polgard, por romperle los huesos a la gente. Sería una idiotez, cuando lo que usted tiene que hacer es dejar que su hijo se case con quien quiere, y tratar a mi hermano como él tiene derecho a que se le trate.

Iba retrocediendo mientras hablaba; la distancia entre ellos aumentaba poco a poco; luego, echó a correr rápidamente; al llegar a la linde del campo, volvió la vista hacia atrás. El continuaba allí, de pie, sosteniendo el cordero, un pastor aturdido y preocupado.

 

 

Nadie entendió por qué los Polgard permitieron de pronto que su hijo se casara con Jane Tremorney. Es decir, nadie más que Lilith. En cuanto a ésta, una sonrisa de satisfacción se extendía involuntariamente sobre su rostro siempre que se mencionaba la boda siguiente y se daba tales aires de importancia que se hacía casi intolerable, incluso para Amanda. Jane era la única que la soportaba, pero es que Jane se sentía tan feliz que no podía ver nada malo en cuanto le rodeaba.

En la granja Polgard se estaban realizando grandes preparativos para la boda, porque Annie Polgard, aunque tacaña, era una mujer convencional, y la boda de su hijo mayor tenía que ser la adecuada para demostrar a todo el distrito que los Polgard eran personas importantes.

Ella misma asumió la tarea de preparar la fiesta. No estaba dispuesta a permitir que la boda de su hijo se celebrase en ninguna alquería sucia del muelle, aunque fuera la casa de la novia. En eso no era nada convencional. No, la boda de Tom Polgard debía celebrarse en su propia casa, y su propia madre presidiría la ocasión.

Era una mujer obstinada, pero si se le podía mostrar una forma de ahorrar dinero, siempre estaría dispuesta a cambiar de idea. Había elegido para Tom a aquella muchacha de Barcelona, pero Jos la había convencido para que aceptara su opinión.

—¿Qué crees que he oído acerca de ella? —exclamó Jos—. ¡Doncella! No es doncella. Si nuestro Tom se casara con ésa, sería el hazmerreír de toda la comarca.

Annie Polgard no veía la importancia de que Tom fuese el hazmerreír de la comarca si la muchacha heredaba un buen pellizco de su padre.

Sin embargo, Jos continuó:

—Le gusta más bailar y hacerse vestidos que preparar crema y mantequilla.

Eso ya era una cuestión a tener en cuenta. Annie Polgard no quería saber nada de chicas frívolas.

—Y he pensado también otra cosa. A la gente de aquí no le gusta que los vecinos se casen con extranjeras. Yo creo que a la gente no le gustaría que Tom se casara con una chica del otro lado del río. Barcelona pertenece a Polperro más que a Looe, y, como sabes, hay una enemistad terrible entre las dos. Si nuestro Tom se casara con esa zorra, seguro que surgían complicaciones. Recuerda cómo incendiaron la alquería del pescador Penrose cuando se casó con la chica de Pelynt.

Annie hubo de reconocer que eso era cierto.

Pensó en almiares y graneros ardiendo, y en palos y piedras rompiendo sus ventanas. Los vecinos no olvidaban. Nunca aceptarían de buen grado a una extraña de Barcelona. ¿Valía la pena correr el riesgo por una frívola muchachuela que pensaba más en bailes y en vestidos que en hacer crema y mantequilla?

Él tiene los ojos puestos en Jane Tremorney. Sé que no es más que una chica de alquería, pero hay que tener en cuenta lo que ha aprendido en Leigh House. Yo creo que una chica no podría tener mejor aprendizaje que el que se recibe en una casa como ésa. Yo creo que tiene que saber llevar una casa mejor que la mayoría. Sería una gran ayuda para ti.

Annie terminó por aceptar. Mandó que se presentara Jane y Jane respondió a sus preguntas de manera adecuada. Mostró a Annie cómo ponían los burgueses la crema entre las capas de manzanas, tocino, cebollas, cordero y paloma cuando hacían pastel de pichón. Tenía buena mano para la repostería; Annie la puso a prueba. Y también era fuerte. Así que Annie decidió que Jos tenía razón, y comenzaron los preparativos para la boda de Tom con Jane.

Los dos jóvenes parecían incluso aturdidos por la alegría; ya se besaban y abrazaban sin esconderse. Jane cantaba mientras trabajaba, y la señora Derry tuvo que llamarle la atención, pues al amo sólo le gustaba que se cantasen himnos, y no en la forma en que Jane cantaba. La señora Derry, por su parte, era tolerante; las bodas le gustaban tanto como a cualquiera. Aquello significaba que con Jane iba a perder a una buena chica, pero esta vez elegiría ella misma a su criada, ya que ninguno de los Tremorney tenían edad suficiente para ponerse a trabajar. Bess y Ada sentían envidia, de la más sana posible. No paraban de reír y cuchichear por los rincones. Parecía que los milagros eran posibles; y, si eran posibles para Jane Tremorney, ¿por qué no para ellas?

Hasta en la granja Polgard la vida había experimentado un cambio para mejor. El granjero utilizaba el látigo con menos frecuencia. Parecía un hombre más apacible, menos proclive a la violencia; y Annie, ocupada en los preparativos de la boda, no se fijaba en lo que comían los peones de la granja; mientras la primavera avanzaba, la vida se tornaba relativamente plácida y agradable.

Llegó abril. Los prados estaban cubiertos de doradas prímulas y en los setos blanqueaban los espinos; las violetas silvestres, húmedas y aromáticas, se mezclaban con las acederillas y centelleaban las álsines en las colinas.

En la cocina, Annie Polgard, rodeada de las criadas, con el sudor corriéndole por la cara, cubiertos los brazos de harina y el rostro congestionado por el calor del horno, daba órdenes a gritos. Sobre la mesa reposaban tortas y empanadas de carne, rebosantes de cosas exquisitas; los pastelillos sazonados con azafrán se prepararían en último lugar. La bebida ya estaba lista. La misma Annie había hecho el shenegrum revolviendo con sus propias manos la cerveza casera, y se lamía los labios mientras añadía el ron de Jamaica, el limón, el azúcar, la nuez moscada. La hidromiel y los demás licores también estaban preparados.

—Oh, no habrá habido nunca una boda como ésta. Costará dinero, pero es dinero bien gastado, pues todo el mundo sabrá quiénes somos los Polgard.

Miraba el barril de sidra en que habitaba el sapo vivo. Éste había purificado la sidra una y otra vez, puesto que todo el mundo sabe que la sidra es más pura cuando la bebe un sapo y pasa a través de su cuerpo.

—¿Estás bien ahí, sapito? —preguntaba—. Haz tu trabajo y procura que la sidra de la boda sea mejor que ninguna otra.

Y así, durante aquellas primeras semanas de abril, Annie Polgard se preparaba para la boda de su hijo.

 

 

Había tartanas y calesines delante de la iglesia para llevar hasta la granja a los invitados a la boda, a fin de que pudieran celebrar el acontecimiento.

El señor y la señora Tremorney se sentían orgullosos de su hija, que había ascendido en la escala social y se había convertido en la esposa de un granjero. La abuela Lil estaba orgullosa. Le parecía que su pequeña Jane había obtenido un éxito mayor que ninguna de ellas, y eso, sin duda, tenía algo de milagroso. Jane estaba también orgullosa, pero en una bruma tal de felicidad que apenas podía sentir otra cosa. Durante toda la ceremonia religiosa, Annie Polgard estuvo pensando en cómo iban a sorprenderse cuando vieran todas las cosas buenas que habría para comer y beber. Pero la que se sentía más orgullosa era Lilith. Ella era la anónima hada que había agitado su varita; ella era la maga.

Cuando los invitados llegaron a la granja no hubo durante algún tiempo nada en qué pensar más que en comer y beber.

Lilith se mantenía cerca de su abuela; anhelaba contarle todo lo que había hecho; creía que, si la abuela Lil continuaba mirando a Jane con tan maravillada admiración, se sentiría tentada a hacerlo. Pero la abuela Lil se olvidó incluso de la supuesta astucia de Jane en su admiración por los manjares.

—Vaya, había olvidado que hubiese cosas tan exquisitas —le dijo a Lilith—. La verdad es que la señora Polgard sabe cocinar, no hay duda. Ojalá hubiera una boda así todos los días. Eh, princesita, no le estás haciendo justicia a todo esto. ¿Tan bien te dan de comer en Leigh House? No respingues la nariz ante una comida como ésta. ¡Mira, un pudín de carne de cerdo!

Annie Polgard observaba cuánto comían sus invitados. Se sentía a medias orgullosa y a medias exasperada. Les había hecho abrir desmesuradamente de admiración los ojos, ¡pero lo que le había costado! Tan pronto sentía deseos de empapuzarles de comida como de privarles de ella por completo. Se felicitaba a sí misma, al mismo tiempo que se decía que debía de haber estado loca para preparar tanta comida sólo porque Tom se casaba con una chica de alquería. Luego, se recordó a sí misma que despediría a una de las trabajadoras de la vaquería, y que la mujer de Tom haría su trabajo nada más que por la manutención, además de ayudar en la cocina de la granja. No iban a despedir a Dolly Brent. Jos había dicho que, aunque quizá no fuera mejor que la otra chica de la vaquería, sabía hacerse útil fuera, y, naturalmente, Jos sabía lo que decía. Annie suponía que la había visto con las vacas. Así que aceptaba su palabra de que debía ser la otra la que se fuese, no Dolly.

Las chicas estaban llenando los vasos, y algunos de los invitados comenzaban a mostrarse alborotadores. La bebida se les iba subiendo a la cabeza.

Después, pasaron todos a la cocina, que había sido despejada de muebles, y se entonaron las viejas canciones; los novios bailaron el viejo fandango que, se decía, procedía de España. Jane bailaba bien, y Annie esperó con inquietud que no fuese demasiado aficionada a bailar. Y no es que Annie no permitiese tal cosa.

Mientras los novios bailaban, los invitados marcaban el compás en el suelo con los pies y hacían alegres chanzas sobre novias y novios; Tom y Jane parecían avergonzados y mostraban al mundo entero lo felices que eran.

A Lilith le parecía todo extrañamente irreal. Esta sensación se debía a su secreto conocimiento de que era ella quien había logrado aquello, así como a la potencia del sheregrum de Annie Polgard. Jos Polgard estaba cerca de ella, y, cuando sus miradas se encontraron, Lilith creyó ver en la de él un brillo asesino. «Pero no se atreve a hacerme ningún daño», pensó Lilith; y le sonrió con audacia.

—Es una boda estupenda, granjero Polgard —dijo con socarronería.

Se habían unido otros a los bailarines, pero Lilith no les imitó. Sentía la cabeza demasiado aturdida y sólo quería estarse allí sentada, observarlo todo y recordar que era ella quien lo había hecho posible.

Deseaba que Amanda pudiera estar allí para verlo todo, pero la pobre tenía vedado participar de un entusiasmo como aquél.

El violinista estaba tocando una alegre melodía, y los pies de Lilith parecían bailar aun a su pesar. Sólo había una persona con la que podría bailar en una ocasión como aquélla; y, como es natural, no estaba allí; algunas personas eran demasiado importantes como para asistir a la boda de un granjero.

Veía que los sudorosos y torpes campesinos evolucionaban y se volvían, giraban sobre las puntas de los pies, se inclinaban, unían las manos, se contorsionaban en la danza. Pero ninguno de ellos estaba disfrutando de la boda tanto como Lilith. Era ese día tan importante en su vida como lo era en la de

Jane, pues había aprendido que con la suficiente audacia e inteligencia podía hacer realidad cualquier cosa que deseara.

 

 

—¿Shallal! —oyó cuchichear Lilith a los invitados.

Habían salido de la casa; fuera cuchicheaban y reían entre ellos. Los recién casados se habían retirado a su habitación. Todo el mundo sabía cuál era la habitación que les había sido asignada, porque no era posible mantener en secreto una cuestión tan importante; los criados se encargaban de divulgarla.

¿Shallal! Era la última ceremonia del día de la boda, el ritual que todos —excepto, quizá, los novios— aguardaban con expectación una vez que se habían hartado de comer, beber y bailar.

Había sido una boda magnífica y debía tener también un final magnífico. La gente estaba muy alegre por efecto del shenegrum de los Polgard, de la sidra y de los demás licores. Tenía que haber un shallal para redondear esta boda.

Se reían en esos instantes porque veían la parpadeante vela en la habitación nupcial. Jim Larkin se puso frente a ellos y levantó una mano; dio la señal y empezaron todos a cantar:

—Novios, ¿estáis ya en la cama? ¿Estáis en la cama?

Hubo una pausa, y, luego, se reanudó el canto: —Vamos a averiguarlo.

Lilith bailaba con ellos, bailaba como un duende entre la multitud, y cantaba tan fuerte como cualquiera.

—¿Preparados? —gritó Jim Larkin.

—¡Preparados! —cantó la muchedumbre, y todos desfilaron en orden por el porche de la granja, cantando—: Shallal. Shallal. —Cruzaron el vestíbulo y empezaron a subir la ancha escalera, sin dejar de cantar.

Annie Polgard gritó detrás de ellos: —Pagaréis lo que rompáis. Recordadlo, con vuestro shallal.

Nadie le hizo caso.

—Novios, ¿estáis ahí? —cantaban mientras subían la escalera.

Lilith fue la primera en llegar al pasillo. Se hallaba junto a la puerta cuando ésta fue abierta de golpe. Tom estaba en mangas de camisa y pantalones; y Jane no se había desnudado, pero tenía los cabellos sueltos sobre los hombros. Estaban esperando. Sabían que, después del banquete nupcial y de tanta bebida, habría con toda seguridad un shallal y no querían ser sorprendidos en la cama, como les había ocurrido a algunos antes que ellos.

Jane lanzó un grito al ver a la multitud, y la multitud prorrumpió en chillidos de satisfacción.

—\Shallal\ —gritaron.

Lilith —más alborozada que nadie, todavía intoxicada por el éxito y el sheregrum— saltó alocadamente sobre la cama gritando: \Shallal\; se sentía la figura principal, la reina, pues sin ella no hubiera habido shallal, teniendo en cuenta que sin ella no habría habido boda.

Lilith saltó de la cama, pues Jim Larkin, que llevaba un calcetín lleno de arena, se había adelantado y, junto con los demás, había agarrado a los novios, que no cesaban de gritar. Golpearon a Tom con el calcetín lleno de arena mientras él se defendía con sus grandes puños y derribaba a dos de ellos al suelo. Jane salió de la habitación gritando. Mientras sujetaban a Tom contra el suelo, el joven Harry Polgard introdujo en la cama la mata de aulaga.

Lilith, dominada por la emoción, pensó que, si permanecía un momento más en aquella habitación, empezaría a explicar a gritos cómo había conseguido todo aquello.

Apretó con fuerza los labios y salió del dormitorio abriéndose paso a empujones; bajó corriendo la escalera y salió al patio; no dejó de correr hasta que llegó a la carretera.

Había luna casi llena, y Lilith se detuvo a mirarla. Estaba intoxicada de luz de luna, de vida, de éxito y de sheregrum.

Mientras permanecía allí, percibió un movimiento a su espalda. El corazón le dio un vuelco y se le cortó casi la respiración. Le aterró la posibilidad de que Jos Polgard la hubiera seguido y estuviese detrás de ella, presto a estrangularla con sus velludas manos.

—Hola —dijo una voz—. Creo que eres Lilith, ¿no?

Lilith sonrió para sus adentros y se volvió con suavidad. No era Jos Polgard quien la miraba sino el joven que, desde hacía ya algún tiempo, monopolizaba sus sueños más agradables.

—Al principio creí que eras una fantasma —continuó él. Se acercó más—. ¿Has estado en el shallal}

—Sí.

—Parece que te has divertido.

Lilith echó a andar por la carretera iluminada por la luz de la luna; notaba cómo le latía el corazón, mientras trataba de encontrar palabras.

Él caminó a su lado. Le puso una mano sobre el brazo.

—Me alegra verte esta noche. Llevo mucho tiempo deseando hablarte así, a solas. Es extraño, Lilith, pero siento como si sólo últimamente hubiera empezado a conocerte.

Ella continuó en silencio; tenía la mirada fija en la oscuridad del bosque que se alzaba delante.

—¿No tienes nada que decirme, Lilith?

Lilith le miró, y esa mirada debió de significar mucho, pues le acarició los rizados cabellos y le echó hacia atrás la cabeza de tal modo que la luz de la luna iluminó de lleno su cara.

Él se reía; y ella rió también, intoxicada por el sheregrum, la luz de la luna y la súbita comprensión de que estaba a punto de hacerse realidad otro de sus sueños.

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