Lilith

Lilith


CAPÍTULO 04

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CAPÍTULO 04

 

Lilith estaba tumbada en la cama de Amanda. ¿Qué le había hecho cambiar en los últimos tiempos?, pensaba Amanda. Era diferente... Unas veces sosegada, y otras, más turbulenta que nunca.

El día anterior Amanda había cumplido dieciséis años. Algunos ratos del día del cumpleaños podían ser más fastidiosos que otros días. Las oraciones eran más largas. En el desayuno se le había hecho solemne entrega del regalo de sus padres: un libro de cubierta suave, de color púrpura oscuro, con un punto también púrpura; servía de complemento a su Biblia y su devocionario, y estaba lleno de consejos para jóvenes, impresos bajo un texto que encabezaba cada página. La señorita Robinson le había regalado seis pañuelos; Alice Danesborough, una caja de música en forma de piano que tocaba Dulce espliego, y Frith le había entregado un ejemplar de Los papeles del Club Pickwick. Amanda sabía que eso constituía un desafío, pues recordaba que, en su primera cena, su padre había dicho que no admitiría libros del señor Dickens en la casa.

Escondió el libro y decidió que, si le preguntaban qué le habían regalado los Danesborough, enseñaría la caja de música y dejaría que creyeran que había sido regalo conjunto de Frith y Alice.

Se lo dijo a Lilith, y Lilith movió cabeza en señal de aprobación.

Lilith estaba acariciando el libro mientras yacía sobre la cama.

—Éste es el mejor de todos los regalos —declaró.

—¿Por qué te gusta tanto, si no sabes leer?

Lilith lo abrió y miró las palabras con el ceño fruncido. De pronto sonrió.

—No. Pero puedo ver las láminas. Puedo ver este hombre gordo y el carruaje, y el hombre que está limpiando los zapatos, y la señora de los rulos.

—¿Quieres que te lea algo?

—No. Miraré las láminas. Lo tendré en la mano mientras tú me hablas de tu cumpleaños.

—Casi preferiría un día corriente antes que un día de cumpleaños aparte de los regalos, claro. Son preciosos. Pero las oraciones fueron muy largas, y papá sólo hablaba de que me estaba haciendo mayor y de los deberes de un adulto. Eso no resultó muy emocionante. Yo permanecía allí sentada, sin saber si debía mostrarme complacida por hacerme mayor o solemne a causa de mis nuevos deberes. Adopté un aire solemne, porque me pareció más prudente. Luego, me preguntó si me gustaba el regalo, el suyo y el de mamá. Le dije que era muy bonito; y él me explicó que en él encontraría una guía no sólo para ahora sino también para el futuro. Me aterraba la idea de que me preguntase por el regalo de Frith. No sabía qué decirle si lo hacía.

—¿Por qué no iba a querer que tuvieras un regalo de Frith?

—No es Frith quien le preocupa. Es ese Charles Dickens, el hombre que escribió el libro. Papá piensa que es un ser pecaminoso.

Lilith se echó a reír y apretó el libro contra sí como si fuera un niño muy querido.

—¿Es un libro pecaminoso?

—Yo creo que no.

—¿Y él lo considera pecaminoso sólo porque es bonito y a ti te gusta?

—Me parece que sí. Y, además, creo que trata sobre los pobres. Eso es lo que lo hace tan desagradable, según papá.

—Le gustan los pobres... a Frith, quiero decir.

—Creo que sí. A veces, habla como William... en cierto modo. Eso es lo que le enfurece a papá de él. Y a Frith no le importa. Sigue diciendo cosas que tendría que saber que a papá no le gustan. —Lilith rió.

—Y luego —continuó Amanda—, tomé el té con papá y mamá en la sala de estar, en lugar de hacerlo con la señorita Robinson en el cuarto de estudio. Fue aborrecible. Mientras tomábamos el té me hablaban como si ya fuese adulta. Supongo que era porque tengo dieciséis años. Mamá dijo: «Tenemos una sorpresa para ti, una agradable sorpresa.» Y los dos me miraban de forma extraña, Lilith, como si estuvieran calibrando...

—¿El qué? —preguntó Lilith.

—Lo mayor que era, lo vieja, lo mala, supongo.

—¿Estaban enfadados?

—No, no exactamente. Mamá parecía un poco asustada, y papá tenía sólo una expresión severa. Luego dijo: «La sorpresa es ésta, hija.» Y cuando dice «hija» así, siempre sé que a continuación viene algo solemne. Dijo: «Tu primo, Anthony Leigh, va a hacernos una visita.»

—Anthony Leigh—repitió Lilith—. ¿Ha estado aquí antes?

—No. Vive muy lejos. En los límites de Devon y Somerset. Su padre es hermano de papá, y eso significa que es primo mío.

—Entonces, es primo mío también —observó Lilith.

—Tiene un montón de hermanos y hermanas, y papá les visita de vez en cuando. Mamá me contó después que tiene unos veintiún años.

—O, sea, que es mayor.

—Sí; y luego hablaron de algo muy extraño. Lo dijo papá, y eso hace que sea importante. Él no es como mamá. Todo lo que dice tiene algún significado. Dijo: «Hija... —todavía «hija», ya ves, así que tenía que ser algo muy solemne e importante—. Tu madre y yo queremos que hagas todo lo que puedas para que su estancia aquí sea feliz.» Lo pronunció muy despacio, recalcando el «tú», como si yo me hubiera vuelto de pronto muy importante y pudiera hacer feliz la estancia de la gente si me lo propusiera.

Lilith lanzó un gruñido.

—Vendrá dentro de una semana, más o menos. Va a hacer en tren parte del recorrido. Me pregunto cómo será.

—A mí no me gustan los extranjeros —dijo Lilith.

—No seas tonta. Es mi primo.

—Nuestro primo —replicó Lilith—. Pero no deja de ser un extranjero. —Se le iluminó entonces el rostro—. Puedo decirte por qué va a venir. Lo han elegido para ti. Eso es lo que pasa. Tienes dieciséis años y ya es hora de que te encuentren un marido. Él tiene veintiuno, así que ya es hora de que se case. Tú tienes dieciséis años. Para eso es para lo que viene, para pedirte que te cases con él.

—Estás completamente equivocada, Lilith. Sé que te equivocas. Ya han decidido quién será mi marido.

—No es verdad. Ése es el que será para ti.

—No. Es Frith. Quieren que me case con Frith. Eso me contó la señorita Robinson. Dijo que por eso bajé a cenar aquella noche en que él estaba invitado y cree que eso ha sido siempre un acuerdo entre su familia y la mía.

Los ojos de Lilith centellearon de furia.

—¡No es verdad! —murmuró airada.

—¿Qué te ocurre? ¿Por qué te pones así?

Lilith se mordió el moreno puño y miró la marca que dejaron en él sus dientes.

—Sé que no es verdad. Sé que este nuevo es para ti. Espera y lo verás. Es este nuevo. Anda, toma el libro y léeme un poco. Léeme lo que dice sobre el hombre que está limpiando los zapatos; léeme lo de él.

Amanda la miró fijamente; cogió el libro, pero, mientras leía, Lilith no la escuchaba; pensaba en el húmedo bosque de musgo y en la noche de la boda de Jane. Al día siguiente, había vuelto a aquel bosque; se había tendido en el mismo lugar y había besado la tierra húmeda. Por la noche había vuelto de nuevo al bosque, pero no había encontrado a nadie que lo compartiese con ella.

—¿Quieres casarte con Frith? —preguntó Amanda tras interrumpir la lectura—. Es agradable. Le conozco mejor que a nadie, supongo. Creo que antes preferiría casarme con Frith que con ese nuevo primo.

Lilith rió con amargura.

—Tú no sabes nada; nunca has sabido.

—¿Y qué sabes tú de esto? —preguntó Amanda.

—¿Qué sé yo? Sé mucho, Amanda. Sé muchísimo.

Amanda, sentada con recato en la sala de estar, trabajaba en una labor de bordado. Con ella se encontraban la señorita Robinson y su madre; esperaban oír en cualquier momento un sonido de ruedas de carruaje en el camino, pues sabían que el señor Leigh se acercaba con Anthony Leigh en lo que era la última etapa de su viaje a Leigh House.

Amanda sabía que tanto la señorita Robinson como su madre le prestaban una atención extrema: a su aspecto, a su postura, a la gracia que una joven dama debía mostrar al manejar la aguja. Amanda sabía que carecía de las cualidades que ellas buscaban. No resultaba fácil mostrarse graciosa mientras hacía algo que detestaba tanto como bordar. Contempló la labor con disgusto; no podía conseguir que todas las rosas fuesen del mismo tamaño; parecían berzas pinchadas en palos.

Estaba alarmada. Flotaba cierta tensión en la casa, y ella era el centro de esa tensión. Era como estar en una exposición, igual que una valiosa vaca en una feria de ganado o, quizás, en la plaza del mercado. «Inclina con gracia la cabeza. Muestra lo obediente y dócil que eres, que ahí viene un postor.»

Lilith le había dicho que se proponían casarla con aquel primo suyo a quien nunca había visto, y temía que Lilith tuviese razón. La señorita Robinson también lo había insinuado; y Amanda sabía que la señorita Robinson estaba haciendo gestiones en varios lugares en los que podrían necesitarse los servicios de una institutriz. El cambio no había llegado aún, pero estaba próximo.

Amanda, inclinada sobre el bastidor, aguzaba temerosa el oído, esperando oír los primeros sonidos de los cascos de los caballos, mientras su madre y la señorita Robinson conversaban de cuestiones intrascendentes.

—Estará muy cansado después del viaje —apuntó Laura—. Me pregunto si debo ordenar que se sirva el té en la sala de estar o si preferirá que le suban una bandeja a la habitación.

La señorita Robinson puntualizó:

—Los viajes en tren me aterrorizan. Una nunca se siente segura. Además, suele haber personas horribles en los trenes.

Amanda prosiguió con sus propios pensamientos. ¿Qué sucedería si dijese: «No quiero casarme. Y mucho menos con mi primo»? ¿La castigarían? ¿La azotarían, la mandarían a su habitación, la tendrían a pan y agua? Podía subsistir así de manera indefinida con la ayuda de Lilith. Podrían hacerle la vida desdichada, pero no podrían obligarla a casarse. Las personas como Frith y Lilith hacían lo que querían; pero ella era diferente. Se preguntó cuánto tiempo podría resistir frente a las demandas de sus padres, los sermones y los reproches.

—Escuchad —señaló Laura.

Se produjo un silencio, sólo roto por el golpeteo de cascos de caballo sobre la carretera.

—Sí; están entrando por el camino —asintió la señorita Robinson.

Laura se levantó al instante, llena de nerviosismo.

—Saldré a recibirles. No, no, Amanda. Tú quédate dónde estás. Tú y la señorita Robinson quedaos aquí. Les haré pasar directamente a la sala de estar. Permanece inclinada sobre el bastidor y aparenta sorpresa al vernos, como si estuvieras realizando tus labores habituales y te hubiera interrumpido la inesperada llegada de unos visitantes.

Salió apresuradamente, y Amanda miró a la señorita Robinson.

—Señorita Robinson, ¿cómo puede una aparentar sorpresa cuando no está sorprendida en absoluto?

—Tú estate inclinada sobre tu labor y, luego, cuando se abra la puerta, cuenta hasta tres antes de levantar la vista. Entonces, abre mucho los ojos y levántate despacio, pero ten cuidado en no dejar caer el bastidor.

—¿No se sentiría más complacido si pensara que le estábamos esperando con impaciencia?

—Quizá sea mejor no complacerle... demasiado pronto —respondió con picardía la señorita Robinson.

—Resulta muy misterioso —suspiró Amanda—. A mí me parece un poco tonto. Él tiene que saber que toda la familia le está esperando.

—Yo creo —replicó la señorita Robinson— que ésta es una conversación intempestiva e innecesaria.

Cuando dejó de hablar, oyeron detenerse el carruaje, y por la ventana abierta penetró un sonido de voces. Mientras Steert llevaba el carruaje a las caballerizas, el señor y la señora Leigh entraban en la casa con el visitante.

—¡Mira hacia tu labor! —susurró la señorita Robinson, mientras se abría la puerta.

—Uno, dos, tres —contó obedientemente Amanda. Y, luego, levantó la vista.

Un joven se dirigía hacia ella; era bajo y ligeramente regordete; tenía el pelo de color rojizo claro y carecía casi por completo de cejas y pestañas; era rechoncho, como un niño cuyo cuerpo hubiese crecido mientras su rostro permanecía tal como había sido cuando tenía uno o dos años.

—Hija —dijo el señor Leigh; y Amanda se levantó.

—Así que ésta es la prima Amanda.

Tomó la mano de Amanda en la suya, gordezuela y blanca; se inclinó y beso el dorso.

—Es un placer conocerte, prima Amanda. He oído hablar mucho de ti, y ardía en deseos de verte.

—Yo también me alegro de conocerte, primo Anthony.

El señor Leigh miraba a la señorita Robinson de una manera que indicaba que, una vez que hubiese saludado al visitante, su presencia ya no sería necesaria. En consecuencia, la institutriz le saludó y, tras decir que tenía trabajo que preparar, salió de la estancia.

—¿Has tenido un viaje agradable? —preguntó Amanda.

El muchacho arqueó las cejas, pero eran tan tenues que pareció, simplemente, que hubiera abierto más los ojos.

—¡Vaya trenes! —Se estremeció—. Confieso que me alegré al dejarlos para venir por carretera. Tu padre ha sido muy amable al venir a recogerme tan lejos.

—Bueno, por fin estás aquí —afirmó el señor Leigh— y esperamos que disfrutes con tu estancia.

—¿Quieres tomar el té aquí, en la sala de estar? —preguntó Laura—. ¿O prefieres una bandeja en tu habitación?

—Me encantaría tomarlo aquí, en la sala de estar, pero no quisiera ocasionarte molestias, querida tía.

—Me encanta que lo tomes con nosotros —respondió Laura—. ¿Te gustaría ir primero a tu habitación? Haré que te suban agua caliente. Tal vez quieras lavarte las manos.

—Eres muy amable, tía.

—Bueno, lleva a mi sobrino a su habitación —ordenó el señor Leigh—. Y ve tú también, hija. Ocúpate de que tenga todo lo que necesite.

Amanda se alegró de ir. Por unos terribles momentos^ había temido que fuera a quedarse a solas con su padre en la sala de estar.

—¡Qué casa tan deliciosa! —comentaba el primo mientras salían de la sala de estar—. Te aseguro que es más hermosa aún de lo que me habían contado. Anhelo ver más de ella, e insistiré en que mi prima me narre toda su historia.

—Padre haría eso mucho mejor —indicó Amanda.

Él le dirigió una sonrisa y le apoyó una mano en el brazo.

—Sin embargo, espero que seas tú quien lo haga.

Amanda retrocedió, alarmada. Pero él se había vuelto casi de inmediato hacia su madre.

—¡Qué escalera antigua tan maravillosa! Siglo dieciséis, imagino. No hay duda de que mi estancia aquí va a ser muy agradable e interesante.

Amanda trató de quedarse por detrás de él y de su madre cuando empezaron a subir la escalera, pero su primo la cogió del brazo y la empujó con suavidad hacia delante.

—Tú primero, prima —dijo.

Amanda notaba sus ojos sobre ella mientras subía la escalera. La estaba observando como se observan los movimientos de los caballos en la feria.

Llegaron a su habitación, amplia y solemne, con una gran chimenea y ventanas de cristales romboidales, tan oscura como todas las habitaciones de la casa. Los muebles —aparte de la pesada cama con dosel— mostraban la refinada elegancia del siglo dieciocho.

—¡Maravillosa! ¡Maravillosa! —murmuró; y, aunque fingía estar mirando los muebles, estaba en realidad observando a Amanda. La estaba valorando. Sin duda, la consideraba tímida, torpe, fácil de manejar. Ella sentía deseos de escapar de aquella casa, porque ya no sólo albergaba a su padre, sino también a su primo.

—Ah —exclamó Laura—, veo que ya está aquí el agua caliente. ¿Querrás reunirte con nosotras en la sala de estar cuando te hayas arreglado?

—Será un placer —respondió él con una sonrisa a Laura, pero su rápida mirada fue dirigida a su prima.

Mientras bajaba la escalera, Amanda se dio cuenta de que estaba temblando.

—Querida —susurró Laura—, creo que le has causado una gran impresión.

El señor Leigh parecía complacido cuando regresaron a la sala de estar.

—Un joven muy agradable —reconoció—. Un verdadero Leigh. ¿No te parece, querida?

—Desde luego —asintió Laura.

—Me ha estado contando que su ambición siempre ha sido visitarnos. Su madre me asegura que es un joven muy serio, intensamente religioso. Yo creo, querida, que cuando le conozcas mejor estarás de acuerdo conmigo en que es un joven muy agradable.

—Estoy segura. Parece haberse prendado de inmediato de su prima. Le enseñarás la comarca, ¿verdad, Amanda?

—Me ha dicho que le gusta mucho montar a caballo —continuó el señor Leigh—. Tengo entendido que es un jinete excelente. Me pregunto si le satisfarán nuestros caballos. Daré orden a Steert de que pongan la yegua castaña a su disposición. Es la más adecuada para él, imagino. No dices nada, hija. Te agradará tener un primo al que enseñar los bellos lugares de nuestra región, ¿no? —Sí, papá.

—Espero que hagas todo lo que puedas para que su estancia le resulte agradable.

Cuando servían el té reapareció Anthony.

—Debes de estar hambriento —preguntó el señor Leigh.

—Confieso que la vista de tan excelentes manjares me hace pensar que, en efecto, lo estoy.

—Pues, entonces, tomemos enseguida el té.

Mientras el señor Leigh pronunciaba la plegaria de acción de gracias, Amanda se fijó en lo profundamente absorto que parecía Anthony, lo grave y solemne de su expresión.

Tomaron asiento y les fueron servidos huevos cocidos y pan con mantequilla. Qué diferente, pensó Amanda, del té que se servía en el cuarto de estudio, que consistía en pan y mantequilla con mermelada, o miel, y leche; a veces, estaba permitido tomar una ración de tarta de uvas o de azafrán. Éste era más refinado, pero ¡cómo anhelaba estar en el cuarto de estudio con la señorita Robinson!

La conversación continuó su curso mientras comían. Amanda pensaba que, a los ojos de su padre, Anthony debía de ser casi perfecto. Era como su padre en todos sus pensamientos e ideas; se dirigía a él con el máximo respeto y, sin embargo, no tenía miedo a hablar; no mostraba ninguna vacilación, pero Amanda tenía la impresión de que, al igual que ella, sabía que había con frecuencia dos respuestas a las preguntas de su padre y que, a diferencia de ella, nunca dejaba de dar la adecuada.

Estaban por la mitad del té cuando fue anunciado Frith.

Amanda sintió que se le levantaba el ánimo al ver a Frith. Había acudido, les dijo, esperando llegar a tiempo para el té. Debían perdonarle que se hubiera presentado sin haber sido invitado, pero se iba a Londres al día siguiente. En realidad, había ido para despedirse.

Por la mirada burlona de sus ojos Amanda adivinó que había ido para ver al nuevo primo, además de para despedirse, pues habría supuesto que el recién llegado le iba a ser ofrecido a Amanda en lugar de él.

«¡Cómo desearía que no se fuese a Londres! —pensó Amanda—. Podría confiarle mis sentimientos, y él me aconsejaría.»

Le hicieron sitio a la mesa.

—De modo que tú te marchas justo cuando yo llego—observó Anthony.

—¡Ay, sí! Me pregunto si será una tragedia o una bendición. Nunca se sabe.

Frith estaba decidido a mostrarse locuaz... —irreflexivo, como pensaría el señor Leigh— en su arrogante juventud, muy seguro de sí mismo, ya que había impuesto a su familia su propia voluntad.

Comía con satisfacción y percibía que su presencia no era acogida con mucho agrado —salvo, quizá, por parte de Amanda—, pero no le importaba lo más mínimo.

—El señor Danesborough —anunció Laura— va a Londres para estudiar. Va a estudiar la profesión de medicina.

—Qué interesante —exclamó Anthony.

—¿Tú piensas dedicarte a algo? —le preguntó Frith.

—Mi sobrino —intervino con tono severo el señor Leigh— no trabaja. Es un caballero.

—¿No te resulta un poco aburrido? —Frith no esperó la respuesta—. ¿Vas a quedarte mucho tiempo aquí?

—Espero que mi anfitrión me lo permita.

—Estoy seguro de ello —indicó Frith.

—Mi sobrino dice que deseaba desde hace mucho realizar esta visita. Espero que sea larga. La distancia entre nuestras dos familias es demasiado grande para hacer visitas cortas.

—El señor Danesborough va a realizar un viaje más largo aún —señaló Laura—. Hasta Londres. Imagino que tu padre estará preocupado. Y también la señorita Danesborough.

—Ellos saben que puedo habérmelas con cualquier londinense. ¿Tú has visitado alguna vez la capital?

—Nunca —respondió Anthony—. Y podría añadir que tampoco tengo ningún deseo de hacerlo.

—Todos los males de Inglaterra son atraídos a su centro —dijo el señor Leigh—. Debo decir que me extraña que tu padre haya dado su permiso para que vayas allí.

—Me imagino —intervino Amanda por primera vez, dándose cuenta al instante de que había hablado sin la debida consideración— que Frith no pide permiso.

Sus padres la miraban con consternación, Anthony con asombro, Frith con aprobación.

—¡Amanda, querida! —exclamó Laura, con visible trémulo reproche.

—Tiene razón, desde luego —confirmó Frith.

—Pareces sorprendentemente complacido con ello —observó Anthony—.Yo habría pensado que sentirías remordimientos ante la idea de ir contra los deseos de tu padre.

—Ni mi padre ni yo somos propensos a remordimientos ni melancolías de ningún tipo. Mi padre tiene el sentido necesario para comprender que el dar un paso importante en la vida es una cuestión que incumbe principalmente a quien lo da.

—Esa parece una doctrina muy revolucionaria —observó con dureza el señor Leigh.

—¡Realmente revolucionaria! —exclamó Frith—. Pero la revolución está en el aire, ya que vivimos en una época revolucionaria. Hay revolución en el continente. ¿Llegará a Inglaterra? Piense en todas las cabezas coronadas que están cayendo. ¿Y la reina? ¿Sobrevivirá a la debacle?

Laura dijo:

—No tomes demasiado en serio al señor Danesborough, Anthony. Le gusta bromear.

—Pero no estoy bromeando. Hablo en serio. Es verdad. La revolución está en el aire. Es inevitable. Hay una brecha demasiado grande entre los ricos y los pobres. La inquietud borbotea... rompe a hervir, se desborda. Habrá que hacer algo o se producirá también aquí.

—Pareces tener ideas un tanto insólitas, muchacho —dijo el señor Leigh.

—No tan insólitas —replicó Frith, mientras cogía una cucharada de la mermelada de fresa hecha por Laura y la depositaba sobre un trozo de tarta de uva—. Estas ideas han sido sostenidas por hombres más grandes que yo. ¿Ha leído Alton Locke, de Kingsley? ¿Y qué me dice del señor Dickens y el señor Jerrold?

—¡Periodistas pagados! —resopló el señor Leigh—. En bonita situación acabará encontrándose Inglaterra si seguimos permitiendo que individuos como ésos fomenten la sedición.

Laura estaba asustada, como siempre que alguien expresaba una opinión diferente de la de su marido. Paul, se aseguraba a sí misma, era el más tolerante de los hombres, salvo cuando se le llevaba la contraria en materias en las que sabía que él tenía razón. Dijo, con inquietud:

—Yo creo que ese impuesto sobre la renta es pernicioso.

No había ningún riesgo en esa afirmación. Hasta Frith debía de estar de acuerdo con ella. Pero Frith parecía decidido a discutir.

—Un mal necesario, mi querida señora Leigh.

—Yo corroboro las palabras de mi esposa —dijo ominosamente el señor Leigh—. Un mal pernicioso.

—Nunca hubiera debido aprobarse —afirmó Anthony.

—Era necesario. ¿Cómo habría podido Pitt financiar las guerras sin él? Creía que usted era conservador, señor Leigh. Fueron los conservadores, recuerde, quienes lo introdujeron hace siete años.

—Yo no estoy de acuerdo con el partido en todos los temas.

—¡Ah! ¿Apoyaría entonces a los liberales, señor?

—Parece que tú, a quien considero partidario de los conservadores, estás ahora del lado de los liberales.

—¡No! —exclamó Frith—. Yo no soy ni liberal ni conservador. Soy radical en algunos aspectos; pero usted sabe que los conservadores, que estaban todos a favor de la exención del impuesto, no entendían, simplemente, las finanzas. Si el país está endeudado, debemos tener algún impuesto para sacarlo del apuro; y, en mi humilde opinión, Peel hizo bien en instaurarlo cuando lo hizo. Siete peniques por libra; pero sólo en rentas de más de ciento cincuenta libras al año. No nos gusta, pero es razonable.

—Puede que ésa sea su opinión —indicó el señor Leigh—, pero difícilmente la consideraría yo humilde.

Anthony se echó a reír, y Amanda odió su risa. Ella se había puesto de parte de Frith de manera tan firme como Anthony lo había hecho de parte de su padre.

—Nosotras, las mujeres —suspiró Laura—, no entendemos nada de todo esto, ¿verdad, Amanda?

—No, mamá. Yo no creo eso. Estoy de acuerdo con Frith. Ningún partido tiene toda la razón en lo que hace; y ninguno tampoco está del todo equivocado. Por eso, en un momento se puede apoyar a lord Russell y en otro a sir Robert.

Calló al percibir la expresión de fría desaprobación dibujada en el rostro de su padre.

—Ah —dijo Anthony con amabilidad—, de modo que mi primita está interesada en cuestiones de Estado. Inteligencia y belleza, por lo que veo. ¡Qué rara combinación!

Frith miró con aire desvalido a Amanda.

—¿Por qué no nos ponemos más cómodos? —preguntó Laura, levantándose de la mesa.

Se sentaron de cara a los prados, mientras Steert y Bess recogían la mesa.

Frith miró a Amanda con simpatía; se sentía incluso un poco pesaroso porque consideraba que su atolondrada conversación le había inducido a ella a lanzar un pequeño discurso por el que más tarde sería reprendida. Trató de compensarlo poniendo al viejo de buen humor; habló de la región, de aquellos lugares hermosos que Anthony vería. Conocía muy bien las viejas tradiciones de Cornualles y sabía ser muy ameno cuando quería. Amanda sé dio cuenta de que Frith poseía un gran encanto personal. Aun después de haber suscitado tanto antagonismo durante el té, podía poner de buen humor a su padre con mucha rapidez. Hablaba de los viejos tiempos y de las supersticiones de la gente, de las diversas propiedades curativas que se atribuían a los pozos de Cornualles. De las costumbres de Cornualles pasó a las comidas de Cornualles.

—Nuestra crema es la misma que los devonianos llamáis crema de Devonshire. Pero la aprendisteis de nosotros. Fuimos los primeros del país en hacerla, y lo aprendimos de los fenicios.

Ésta era la clase de rivalidad a la que el señor Leigh nunca se oponía, y en este caso podía estar de acuerdo con Frith. Los dos jóvenes discutieron un poco en favor de sus respectivos condados, y el señor Leigh les contemplaba con benevolencia, mientras Laura sonreía y Amanda les observaba en silencio.

—La otra noche hubo aquí un shallal —afirmó Frith.

—¿Un shallal} —preguntó Anthony.

Amanda vio el ceño de su padre y admiró la habilidad con que Frith se apresuró a decir:

—Oh, una pequeña celebración nupcial. Muy curiosa.

Naturalmente, los shallals no proporcionaban materia para una conversación refinada.

Los pensamientos de Amanda volaron entonces a la boda de Polgard, a la que pertenecía el shallal de que había hablado Frith. Lilith había acudido; le había explicado algo, pero no con su habitual entusiasmo. Había regresado tarde aquella noche y no había subido enseguida a contarle a Amanda de la boda. Amanda se había sentido dolida por ello, pues hubiera deseado que le contara todo y pensaba que Lilith estaría ansiosa.

Al marcharse, Frith se las arregló para susurrarle a Amanda:

—De modo que éste es el premio de consolación. No lo aceptes, Amanda; a menos que quieras hacerlo. Sé audaz. Elige tu propio camino. Piensa en mí, el brillante ejemplo.

Insistió en que no le acompañasen hasta las caballerizas para despedirle.

—Adiós. Les veré a mi regreso, que supongo que será dentro de unos meses.

—Un joven muy turbulento —dijo el señor Leigh cuando se hubo marchado—. Me temo que va a dar muchos disgustos a su familia.

Mientras tanto, Frith silbaba cuando caminaba lentamente hacia las caballerizas. Lilith salió por la puerta trasera como por casualidad.

Se detuvo y le miró.

—Lilith, he venido a verte a ti, no a la familia. ¿Esta noche? ¿En el bosque, a las ocho?

Lilith asintió con la cabeza. Con su expresión de alegría y ansiedad, estaba muy bella.

 

 

En el bosque reinaba el silencio.

De vez en cuando, los amantes hablaban; se maravillaban del placer que encontraban el uno en el otro. Lilith se sentía temerosa, pues se aproximaba el momento de la despedida.

—¿Dónde estarás mañana a estas horas? Muy lejos de mí.

—Hablas como si me fuera al otro extremo del mundo.

—Como si lo hicieses, pues yo estaré aquí y tú muy lejos en Inglaterra. Él la besó y añadió:

—No será por mucho tiempo, Lilith. Volveré.

—¿Cómo es Londres? —preguntó ella.

—Maravilloso, Lilith. Más maravilloso que ningún lugar que hayas visto jamás. Algún día, irás a Londres.

—¿Cuándo?

—Cuando yo esté establecido allí. Algún día viviré allí definitivamente. No quiero quedarme aquí. Quiero estar fuera, en el mundo. Quiero estar en el centro de la vida. Tú lo comprendes, ¿verdad, Lilith? Sé que tú también quieres lo mismo.

—Yo querría estar contigo.

—Oh, Lilith —murmuró él—, ¡qué pequeña eres! Como una estatuilla. Quisiera poder convertirte en una estatua, una estatuilla de piedra para poder llevarte conmigo a Londres envuelta en un pañuelo de seda y convertirte de nuevo en un ser de carne y hueso siempre que quisiera.

—¿Sería posible? —preguntó ella con suavidad—. ¿Hay un hechizo para conseguir eso?

Frith se echó a reír.

—¡Qué cosas dices, Lilith! Y, si se pudiera hacer, ¿me dejarías? ¿Y si se me olvidara el hechizo necesario para hacerte respirar de nuevo?

—No importaría... si me llevaras adondequiera que fueses.

Permanecieron unos momentos en silencio. Luego, él dijo:

—Vendrás a Londres, Lilith. Cuando yo esté preparado, vendrás.

—¿Cuándo? ¿Cuándo será eso?

—Cuando esté preparado. Cuando me licencie.

—¿La próxima vez que vengas?

—No tan pronto. Pero llegará un día en que vendré aquí y te diré: «Lilith, ya soy médico.» Y entonces, cuando me vaya esa vez a Londres, tú irás conmigo. Lo conseguiré, Lilith, porque me amas. ¿Cuánto me amas y para cuánto tiempo?

—Tanto como es posible amar —respondió ella—, y para siempre.

 

 

Lilith estaba sentada junto a su abuela. El humo de su pipa se elevaba en el aire formando espirales que indicaban satisfacción; Lilith siempre había conocido el estado de ánimo de su abuela por la forma en que fumaba.

La vieja mano acarició los rizos de Lilith.

—No creas que puedes ocultármelo —dijo—. Lo sé. Lo veo. Es como una luz a tu alrededor. Te hace hermosa, princesita. Eras despierta y tenías bonitos rizos, pero nunca has sido hermosa hasta ahora.

Lilith permaneció en silencio.

—Ah, no lo niegas. No serviría de nada. No puedes ocultar una cosa así a la vieja abuela Lil. Jane ha elegido un buen camino. Es la esposa del granjero, y cuando el viejo granjero muera, nuestra Jane será la dueña de una extensa finca. A eso le llamo yo irle bien las cosas. Pero eso no habría servido para ti, tesoro. Tú no eres de las que se conforman con vivir en una granja. Lo que necesitas tener son cambios en tu vida. Necesitas vivir como vivió tu abuela. Un granjero no sería suficientemente bueno para ti. Lo tuyo es la burguesía... como lo fue para mí.

Lilith tomó la mano de su abuela y se la puso junto a la mejilla.

—¿Deseaste alguna vez marcharte lejos, abuela?

—Oh, he viajado un poco, como te he dicho. Estuve en Altarnon y Launceston con mi buhonero.

—Me refiero a mucha distancia, fuera de Cornualles.

—No. Nunca he estado en comarcas extranjeras y nunca he querido ir a ellas.

—¿No? ¿De verdad no querías?

—No. Mi propio país me bastaba. Y tampoco quería irme de aquí. Me encuentro sola cuando no puedo sentir en la cara el viento del mar y contemplar los mástiles sobre el agua. Hay ingleses al otro lado del Tamar y dicen que son gentes terribles, astutas y crueles y que se consideran poderosos.

—¿Pero nunca deseaste ver Londres, abuela? Es el lugar más maravilloso que existe.

—¿Quién te ha dicho eso? ¿Te lo ha dicho él?

Lilith asintió.

—Bueno —continuó la abuela, sonriendo—, si la alta sociedad piensa eso, entonces supongo que es cierto. Me imagino que es un lugar grande. Tanto como Liskeard o Plymouth.

—Es más grande, abuela. La reina vive allí.

—¿Sí?

—Sí. Amanda me enseñó un cuadro del sitio donde vive. Está en Londres. Pero no vive allí todo el tiempo. Suele ir a otros lugares del país.

—Bueno, pues si es tan grande, ¿por qué no vive allí todo el tiempo? —preguntó la abuela Lil con aire triunfal.

—Le gustará cambiar, supongo.

—Yo nunca he querido cambiar. Este lugar es suficientemente bueno para mí, y creo que si ese lugar fuese lo suficientemente bueno para la reina, viviría allí. Dime, tesoro, ¿te dijo que te llevaría allí? Lilith asintió.

—Entonces creo que está bien que vayas. ¿Te quiere mucho, princesita? Lilith asintió de nuevo.

—Tiene que quererte, pues tú lo mereces, y, si quiere llevarte a Londres, entonces Londres es el sitio adonde debes ir. El otro día le vi pasar por aquí a caballo; me llamó y me saludó con la mano. Es un joven atractivo, y cuando pasaba pensé: él amará a las mujeres y las mujeres le amarán a él, pues, créeme, cariño, las mujeres aman a aquellos que las aman, lo mismo que los hombres... Y es natural. Podría ser hijo de tu abuelo, en lugar de ser hijo del párroco por el aire que tiene. Me parece que no será de los que guarden fidelidad. Es demasiado alegre y demasiado guapo, y habrá demasiadas que le amen. Y no le pidas que sea fiel. Los hombres están compuestos de partes diferentes, tesoro, y un solo hombre no puede tener todas las cualidades que a nosotras nos gustaría. Confórmate con lo que hay y no trates de forzar cómo te gustaría que fuesen, pues ésa es la forma más segura de perderles. Eso, al menos, es lo que yo descubrí. Pero el amo de Leigh House, ése sí será de los fieles. No es de los que se descarrían mucho. ¿Por qué? Porque no habría nadie que le solicitara, por eso. Pero tú eres feliz; estás contenta. Tienes un caballero agradable que te llevará a Londres, no lo dudo... Y si es allí donde eres feliz, allí es donde debes estar.

Era agradable estar allí, bajo el cálido sol, apoyada contra las faldas de la abuela como si fuera de nuevo una niña pequeña. Soñaba en un futuro de amor y satisfacción; recordaba la tierra húmeda del bosque, la lozanía de las violetas silvestres y la voz de él cuando hablaba del amor y del futuro, mientras la abuela fumaba la pipa con satisfacción convencida de que su nieta era semejante a ella y llena de felicidad por ello.

 

 

Amanda estaba asustada. Parecía que su destino no tenía escapatoria. La presencia de su primo era constante. Incluso cuando estaba dando clases, le veía desde la ventana del cuarto de estudio; y, si alguna vez se detenía junto a ésta, él se daba cuenta, se volvía y le saludaba con una inclinación. Era como una araña situada al borde de su tela, y ella, era la mosca que empezaba a notar la pegajosa sustancia que al final la inmovilizaría.

Cuando cabalgaban juntos, él mantenía su caballo junto al de ella. En las comidas —ya las hacía todas con la familia—, sentía que sus ojos la observaban continuamente; su voz le acariciaba cuando hablaba, suave, dulce y, sin embargo, un tanto autoritaria; a veces, sus manos blancas y gordezuelas se demoraban sobre su brazo; le recordaban a un pequeño reptil que en una ocasión había tocado sin querer antes de apartarse con un estremecimiento.

Desde la llegada de su primo a la casa no había ido a la granja Polgard. Le resultaba imposible, porque sabía que él la seguiría. Una vez que iba con Lilith, él la había alcanzado.

—¿Y adónde vas? —había preguntado él.

—Oh, íbamos sólo a visitar a unos pobres, a llevarles un poco de comida —había enrojecido al responder, pues recordó que, si él se lo contaba a sus padres, éstos querrían saber a qué familia llevaba comida.

—¿Puedo acompañarte? —Se había vuelto hacia Lilith para decirle—: tú puedes irte. '

Amanda pensó entonces en lo parecido que era su primo a su padre. Preguntó: «¿Puedo acompañarte?» y, sin esperar la respuesta, se había dispuesto a hacerlo.

Sólo podía hacer una cosa; había dicho rápidamente:

—Ve tú sola, Lilith. Vamos a dar un paseo, primo. Te llevaré a Polperro. Dijiste que querías ir allí.

El había inclinado la cabeza.

—Lo que tú mandes, querida prima.

Pero, como es natural, había querido decir que era él quien mandaba. Deseaba su compañía y, como prefería tenerla durante un paseo a caballo que durante una visita de caridad, había accedido a su sugerencia.

No había posibilidad de escapar de él.

Lilith había cambiado y ya no parecía mostrar el mismo interés vital por todo lo que sucedía. Tenía un aire remoto, alegre y melancólico alternativamente. Frith estaba en Londres; Alice había ido a visitar a su tía en St. Austell; en ocasiones Amanda se sentía desesperadamente sola.

Incluso los pensamientos de la señorita Robinson estaban muy lejos. Se hallaba demasiado preocupada por su propia suerte como para pensar gran cosa en los problemas de Amanda. A su vez, Amanda estaba demasiado preocupada por su propio futuro como para pensar gran cosa en la señorita Robinson, pues el matrimonio con Anthony era una prueba más dura que nada de cuanto pudiera sucederle a la señorita Robinson.

Un día, la institutriz estaba congestionada de emoción.      

—He recibido una carta de mi hermana casada —explicó—, y me dice que se ha enterado de que lady Egger está buscando una institutriz para su hija menor. Los Egger son una gran familia. Recuerdo que tenían una finca cerca de la parroquia de mi padre en Berkshire. Sería maravilloso visitar de nuevo aquellos lugares. Escribiré ahora mismo a lady Egger.

—Señorita Robinson, ¿han dicho papá o mamá que ya no la necesitan?

—Te estás haciendo mayor —respondió la señorita Robinson, con expresión maliciosa—. Cuando una jovencita tiene admiradores... Cuando sus padres tienen planes para ella, resulta evidente que no tardará en terminar sus estudios.

—¡Entonces le han hablado!

—Han insinuado que debería irme buscando algo. Tu papá ha dicho que, si yo encontrara un puesto adecuado, con sumo gusto se abstendría de oponer ningún obstáculo a que lo ocupase. Dijo que debo pensar en mí misma... y que no debo reparar en ninguna contrariedad que pudiera causar a la familia. Y así, en vista de eso, no creo que sea nada prematuro escribir a lady Egger.

—No, señorita Robinson. —Amanda dejó perder su mirada en la lejanía—. ¡Oh! —exclamó de pronto—. Robbie... Robbie... No quiero que te vayas.

La señorita Robinson la rodeó con sus brazos. Pero ¿qué podían decir para consolarse mutuamente? La señorita Robinson, a pesar de sus grandes esperanzas, tenía miedo, miedo a una nueva casa, a las nuevas pruebas que debería afrontar y al continuo control que debía mantener sobre sí misma, servicial pero refinada. El destino de la institutriz que pasaba su precaria existencia entre la alta burguesía y la servidumbre, sin pertenecer ni a una ni a otra siempre y observando cómo se iban haciendo mayores sus alumnos, siempre temerosa del futuro, cuando fuese demasiado vieja incluso para aquella triste vida. ¿Y qué consuelo podía ofrecerle ahora a Amanda? No podía decirle, como acostumbraba: «Robbie, cuando yo me case, nadie más que tú cuidará de mis hijos.» No podía soportar pensar en sus hijos, pues ¿cómo podía pensar en ellos sin pensar también en su primo Anthony, el sonriente carcelero que su padre había elegido para que custodiara su futuro?

 

 

Lenta y solemnemente, los porteadores transportaban el ataúd hasta la iglesia. William era uno de ellos, y detrás, con su familia y algunos de sus amigos y vecinos, iba Lilith.

La abuela Lil se había acostado una noche en su colchón como solía hacerlo desde hacía años, y cuando habían intentado despertarla por la mañana se habían encontrado con que estaba muerta.

—Y estaba sonriendo en su sueño —informó la señora Tremorney—, como si se sintiera feliz de hacer el viaje.

—La echaremos de menos —confesó el señor Tremorney—, pero sabemos que descansa en paz; y eso es mucho decir en este triste mundo.

Los niños estaban nerviosos; no todos los días se asistía a un funeral. Habían pasado la mañana cogiendo flores en el bosque y en los setos para adornar el ataúd de la abuela Lil para su último viaje.

Lilith se sentía aturdida. Estaban sucediendo demasiadas cosas a la vez; la gran adquisición de poder sobre el granjero Polgard la hacía sentirse fuerte, el amor a Frith Danesborough la hacía sentirse débil, y ahora la pérdida de su vieja mentora y consoladora la hacía sentirse indefensa. Ella no lloraba, como hacían los demás.

«Es terriblemente dura —pensaba su madre—. Nuestra Lilith era a quien más quería la abuela Lil, y Lilith no derrama una sola lágrima por ella.»

Lilith se quedó pensativa: ella nunca volvería a estar allí; no se sentaría a la puerta fumando su vieja pipa, acariciándole el pelo, alardeando de ser mucho más lista que los demás. Ya no podría acudir nunca más a ella.

El camino era empinado, y los porteadores tenían que detenerse con frecuencia para que otros ocuparan sus puestos.

«Oh, abuela Lil—pensó Lilith—, estás teniendo un buen funeral. Es un funeral del que te sentirías orgullosa.»

El silencio del cementerio le parecía sobrenatural a Lilith. La vieja torre de la iglesia, con sus piedras grises, lavadas por la lluvia de siglos, contemplaba la escena con cruel indiferencia, pareciendo sugerir que había permanecido allí durante años y permanecería durante muchos más, ¿y qué podía importarle que un nuevo cuerpo fuera llevado a su descanso eterno? Las abejas zumbaban industriosamente en el seto de aligustres. «No tienen derecho a seguir como si no pasara nada —pensó Lilith—, cuando la abuela Lil está muerta.»

William le tocó la mano, y ambos bajaron la mirada hacia el ataúd mientras era introducido en la fosa.

Cerca, balbuceó un cuco; había perdido el primer éxtasis de la primavera. A Lilith se le llenaron los ojos de lágrimas por primera vez desde que supo que la abuela Lil se había ido, se había marchado de la alquería y de la vista de los mástiles danzando sobre el agua.

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