Lilith

Lilith


CAPÍTULO 04

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Todo había terminado. Se habían pronunciado las últimas palabras y había resonado la tierra al caer sobre el ataúd. Salieron en fila india del cementerio y descendieron con aire solemne por la colina.

Todo el mundo hablaba de la abuela Lil, de lo buena que había sido, de cómo había criado a su familia y había cumplido con su deber cada uno de los días de su vida.

Fue una buena esposa y una buena madre, decían. Y Lilith deseaba decir a gritos: «A ella no le gustaría que dijeseis eso. Prefería que dijeseis que fue mala, y que fue lista y astuta y supo prepararse un lugar agradable.»

William le susurró:

—Era vieja. Ella no habría querido seguir mucho más tiempo, no habría querido volverse sorda y ciega...

Lilith se volvió hacia él.

—Es no oír su voz —murmuró—. Es no estar sentada a su lado. Es no llenarle las pipas y quedarme allí mirando el humo. Nunca, nunca más.

 

 

La señorita Robinson exclamó:

—¡Buenas noticias! Me ha escrito lady Egger. Dice que ha acogido de forma sumamente favorable mi solicitud. «Siempre —dice— que su actual patrono pueda aportar referencias satisfactorias, puede considerar suyo el puesto; y puede venir a hacerse cargo de sus obligaciones a primeros del mes próximo.»

—¿Te dará papá las referencias? —preguntó Amanda.

—Ha dicho que sí.

—Espero que seas muy feliz allí.

Amanda sentía que el pasado se estaba desintegrando poco a poco y que se estaba formando el futuro.

—Prima —dijo Anthony una mañana—, ¿quieres dar un paseo a caballo conmigo? Me gustaría que me enseñases Morval Woods.

Había un extraño brillo en sus ojos. Llevaba ya tres semanas en Leigh House, y día a día su actitud hacia ella había cambiado un poco, se había tornado algo más posesiva. Nunca hacía un movimiento en falso con su padre; siempre cedía; siempre asentía; siempre se mostraba profundamente agradecido y decidido a ser digno de la fe de su tío en él. Amanda veía a su padre más feliz que nunca; trataba a Anthony como si fuese un hijo, y Anthony se comportaba como un hijo ideal con su padre.

Uno al lado del otro, subieron a caballo por el empinado Hay Lañe y siguieron a lo largo de la carretera principal hasta que torcieron por el bosque.

—Tengo entendido que hay una herrería en el pueblo —dijo Anthony—. Por el sonido que hace, creo que el zaino lleva una herradura floja.

Se veían obligados entonces a ir en fila india, y Amanda se alegraba de ello. Ella cabalgaba delante a través del bosque, en el que las ramas crecían a veces tan bajas que, con frecuencia, tenían que agachar la cabeza para no chocar con ellas. Amanda siempre había disfrutando cabalgando por el bosque cuando sus compañeros eran Frith y Alice. Esa mañana, las digitales bajo los árboles, los rododendros y las lisicarias parecían más bellos que de costumbre. Pensó: «Ojalá no estuviera él conmigo.»

Pasaron por delante de la puerta de la verja, por los céspedes de la casa grande y de la iglesia, donde los viejos tejos parecían montar guardia ante las tumbas; por las antiguas alquerías.

El sonido del martillo era alegre aquella mañana, y el propio herrero salió a la puerta, llevándose la mano a la gorra.

Anthony dio sus órdenes con gran altanería. ¡Qué diferente era ahora del respetuoso joven que había hablado con su padre! Frith era despreocupado y propenso a la ira, altivo y arrogante con frecuencia pero era el mismo con cualquiera. Era la fría arrogancia de Anthony con algunos y su estudiada manera de complacer a otros lo que alarmaba y repugnaba a Amanda; le parecía hipócrita; además, intuía que todas las cortesías que le dispensaba a ella desaparecerían si se casaba con él.

Dirigió una sonrisa al viejo Reuben Scott.

—¿Está usted bien, señorita Amanda? —preguntó—. ¿Quiere tomar un vaso de sidra mientras espera?

Era costumbre, al llevar a herrar los caballos, beber un vaso de la sidra de Reuben. Él siempre decía que no había una sidra como la suya en todo el país; con un elogio a su sabor, se quedaba complacido para el resto del día.

—Volveremos dentro de una hora a recoger los caballos —le informó Anthony.

En el rostro de Reuben se dibujó una expresión de tristeza, y Amanda se apresuró a añadir:

—Yo no podría irme sin tomar un vaso de la sidra de Reuben. No he dejado de pensar en ello desde que supe que íbamos a venir aquí.

El rostro del viejo resplandeció de satisfacción.

—Sí. Usted conoce la buena sidra, señorita Amanda. No hay ninguna duda.

—¿Realmente quieres beber sidra? —preguntó Anthony. Sus labios, estirados sobre los dientes representaban una sonrisa, pero sus ojos mostraban una mirada dura e irritada.

—Desde luego. Y tú también lo querrás cuando la hayas probado.

Reuben se frotaba las manos.

—Le traeré un vaso. Esta cosecha es especial. Es la mejor sidra que he hecho jamás.

Anthony dijo:

—Me gustaría hablar contigo, prima. —Puedes hablar aquí.

—Lo que tengo que decir es sólo para tus oídos.

—Bueno, entonces puedes decirlo en otra ocasión. De todos modos, el viejo Reuben no lo oirá. Es un poco sordo, aunque se niegue a admitirlo; y cuando está herrando a un caballo lo hace con tanta concentración que no oye nada en absoluto.

Regresó el herrero con dos vasos llenos en una bandeja. Retrocedió un paso, y les miró mientras bebían.

—Bueno, ¿qué tal? —preguntó.

—Mejor que nunca —respondió Amanda.

—Muy bien —dijo Anthony, sin entusiasmo.

Se quedaron observando cómo herraba al caballo castaño. Amanda experimentó una sensación de triunfo; había conseguido evitar el paseo a pie que, sin duda, había planeado su primo. Anthony bebió la sidra a toda prisa y miró con impaciencia el vaso de ella; pero Amanda no pensaba apresurarse. Continuó allí, saboreando el olor del casco chamuscado, contemplando el resplandor del horno, escuchando el metálico sonido del yunque, paladeando la atmósfera de la herrería, pensando en las muchas veces que había estado allí con Frith y Alice.

—Mi querida prima, ¡cuánto tardas en tomar la sidra!

—Hay que bebería despacio, para saborearla.

—No es habitual que una dama entienda tanto de esa bebida.

—He tenido el privilegio de probar la sidra de Reuben desde que era muy pequeña, la primera vez que traje a herrar a mi pony.

Él sonrió, pero el destello de ira continuaba brillando en sus ojos.

Ésa fue la primera victoria, pues al salir de la herrería debían ir directamente a casa, so pena de llegar tarde al almuerzo, cosa que Anthony no permitiría, ya que su tío había dejado perfectamente claro que consideraba un grave pecado la falta de puntualidad.

Estaban en el bosque, cabalgando uno al lado del otro, cuando Anthony detuvo su caballo y sujetó con la mano las riendas del de Amanda.

—Amanda, quería hablarte esta mañana, y lo haré. Deseo casarme contigo.

A ella le pilló desprevenida. Sabía que debía de tratarse de una propuesta de matrimonio, pero la había imaginado de otra manera. Creía haber conseguido evitarla esa mañana.

—Pero... —balbuceó—, yo... no esperaba...

—No tienes nada que temer. He hablado con tu padre, y él ha dado su permiso. Así que está decidido.

—Pero es mi permiso lo que estás pidiendo —le recordó ella.

Él sonrió con indulgencia, y le cogió la mano. Amanda trató de retirarla y le asustó la firmeza con que se la retuvo. Los caballos estaban inmóviles; le pareció que el bosque entero se mantenía silencioso, alerta, todos los pájaros e insectos, todos los árboles y flores, cada hoja de hierba, esperando a ver si ella tenía el valor de decir lo que pensaba.

—Desde luego, amor mío. Pero, como digo, tu padre lo desea, así que no debes tener miedo.

Ella rogaba poseer la clase de valor que le había sido negada y que Frith tenía, por poseer la audacia de Lilith.

Se refugió en la frase: «Yo no esperaba...» Y, como es natural él lo tomó como una reacción pudorosa y recatada; extendió de pronto el brazo y la agarró por los hombros. Antes de darse cuenta de lo que ocurría, fue casi arrancada del caballo y sintió los labios de él sobre los suyos.

Frenética, sólo sintió en ese instante la necesidad de escapar de él; rozó al caballo con la fusta, que se movió hacia delante, obligando a Anthony a soltarla. Vio que su primo sonreía, satisfecho.

A Amanda le ardía el rostro; un irrefrenable acceso de irá ascendió en su interior. Aquella caricia tan odiosa le había dado el valor que necesitaba. Preferiría morir, antes que volver a soportar aquello. Miró por encima del hombro.

—Yo no deseo casarme —dijo.

—Mi querida prima, te he cogido demasiado por sorpresa.

Amanda prescindió de toda hipocresía.

—No estoy sorprendida. Sabía lo que estabas planeando. Sabía por qué querías que saliéramos de la forja mientras herraban a los caballos. Así que no es ninguna sorpresa. Sé por qué estás aquí. Y sé también que no quiero casarme contigo.

—Ah —dijo él, en un tono ligero—. Querías que te cortejara.

—No. No quiero nada de eso.

Amanda lanzó su caballo a un galope corto. —No quiero casarme —gritó por encima del hombro—. No en muchos años. —Cambiarás de idea. —Nunca.

Anthony estaba furioso y sus labios se tensaron sobre los dientes en su forzada sonrisa, mientras le centelleaban los ojos..

—Bien, primita, tendremos que hacerte cambiar de idea.

 

 

Laura preguntó:

—Pero, mi querida Amanda, ¿ya has pensado en lo que esto significa? Tu padre ha decidido este matrimonio.

—Yo creo que me corresponde a mí decidirlo, mamá.

—¿Qué objeción puedes tener, querida? Tu primo es un joven encantador. Es joven y guapo y, en cualquier caso, es el deseo de tu padre y mío.

—Pero no es el mío, mamá. No es el mío.

—¿Tus deseos, Amanda? Eso apenas cuenta. Tu padre lo ha decidido.

Le empezaron a temblar los labios a Laura; quería tomar a la niña entre sus brazos y llorar sobre ella, pero no se atrevía. Debía mostrarse firme; debía apoyar a su marido. Amanda era una niña voluntariosa, obstinada pero serena.

Laura no estaba segura de poder contenerse con su hija. Dijo:

—Eres muy obstinada, Amanda. A veces creo que te comportas así con la deliberada finalidad de apenarnos.

—Eso no es verdad, mamá. Yo quiero complaceros a ti y a papá. Pero lo de este matrimonio... es pedir demasiado.

—¿Cómo puede ser demasiado lo que un padre quiere para su hija?

—El matrimonio podría serlo.

Laura suspiró. Su hija podía resultar muy desconcertante.

La señorita Robinson habló con Amanda.

—La verdad es que no contribuyes precisamente a mi prestigio, Amanda. ¡Después de todo lo que he hecho para enseñarte a cumplir los deseos de tu padre!

—Señorita Robinson, este matrimonio sería para toda mi vida. ¿Cómo puedo entrar en él tan a la ligera?

—Tu padre lo ha preparado para ti. ¿Es que dudas de su sabiduría?

—Sí, señorita Robinson.

—Te ruego que te controles. No dejes que te oiga hablar así.

¡Pobre señorita Robinson! Aun en su propia angustia, Amanda podía dedicar tiempo a pensar en ella. La señorita Robinson, que había luchado sola durante tanto tiempo, consideraba que cualquier matrimonio era mejor que ninguno; pero Amanda sabía que ella preferiría enfrentarse a un futuro de pobreza y penalidades... cualquier cosa antes que casarse con su primo.

Pasaron los días. Dos días de temor. Anthony la acompañaba cada vez que salía a caballo; se sentaba junto a ella cuando estaban en la sala; Amanda creía que le había rogado a su padre que no fuese demasiado duro con ella, que le diese una oportunidad de entrar en razón mediante el uso de ternura y de suave persuasión. Se inclinaba sobre el bastidor de bordado y él miraba los colores que estaba utilizando; siempre parecía estar revoloteando a su alrededor, respirando junto a su cuello, tocándole el pelo, los brazos, las manos, aterrorizándola con sus brillantes y ardorosos ojos.

En el dormitorio, contaba a Lilith sus temores, pero Lilith llevaba un tiempo muy abstraída. Al igual que a la señorita Robinson, los asuntos de Leigh House ya no le parecían vitales. Continuamente hacía preguntas sobre Londres; su gran ambición en ese momento parecía ser ir allí.

—Ahora que la abuela Lil ha muerto —decía—, ya nada me retiene aquí. Creo que murió contenta, sabiendo que yo estaría atendida. Fue como si lo supiera; luego, murió.

—Bueno, seguramente ya sabía que estabas bien cuando viniste aquí.

Pero Lilith apartó la mirada.

De pronto, dijo:

—Tú le odias, ¿verdad? ¿Odias a tu primo?

—Creo que sí. Al principio, me era indiferente. Si se hubiera marchado después de una corta visita, incluso podría haberle cobrado afecto. Pero ahora le aborrezco. Estoy asustada, Lilith, porque creo que cada día que pasa le odio más.

—¿Es que amas a otro? —preguntó Lilith—. ¿Hay otro que te gustaría que fuese tu marido?

—No, Lilith. No quiero ningún marido. Quiero esperar... durante mucho tiempo. Lilith, ¿qué haré si me obligan a casarme?

—Podrías irte a Londres.

—Lilith, ¿cómo podría hacer eso?

—Otros lo hacen. Montas en el tren y, luego, no se tarda mucho.

—Lilith... ¿Cómo podría yo marcharme? ¿Adónde iría? No puede una vivir sola en Londres.

—Yo iría contigo. Me tendrías a mí para cuidarte... —a Lilith le brillaban los ojos—. Podríamos ir en tren. Creo que Frith nos dejaría estar con él.

—No sé dónde está.

—Dijiste que estaba en Londres.

—Sí. Pero no sé dónde.

—Podríamos preguntarlo al llegar —Lilith sonreía.

Después de eso, no paraba de hablar de ir a Londres, y Amanda la animaba; conversar acerca de una idea tan absurda le ayudaba a apartar sus pensamientos de la desventurada perspectiva que se alzaba ante sí.

 

 

Había transcurrido una semana desde la proposición de Anthony, y, por la expresión tan cruel de sus ojos aquella mañana en el desayuno, Amanda vio que se estaba impacientando.

Cuando finalizaron las oraciones, él preguntó al señor Leigh si podía hablar con él en su estudio. La petición había sido concedida y, como consecuencia de ello, Amanda fue requerida en presencia de su padre.

Entró, temblorosa, en la estancia.

—Hija —comenzó su padre—, te he mandado llamar con tristeza cuando esperaba haberlo hecho con alegría. Dime: ¿disfrutas haciendo sufrir a tus padres? —No era necesario protestar, pues él no esperaba una respuesta—. Lo que más anhelo es verte felizmente establecida, que lleves una vida buena y útil. Tú lo sabes, pero, como siempre has hecho a lo largo de tu infancia, te burlas de mis deseos; traes aflicción a tu madre y desdicha a los dos. He rogado a Dios que te ablande, que te otorgue un poco de ese deber filial del que tan lamentablemente careces, pero hasta el momento Dios no ha considerado oportuno acceder a mis súplicas. Tu primo me ha pedido permiso para hacerte su esposa. Se lo he concedido con gran alegría. Es un joven al que conozco de toda la vida; es hijo de mi hermano. A ningún otro me haría más feliz verte unida. Es un Leigh, de nuestra propia carne y nuestra propia sangre. Tu matrimonio con él me traería ese hijo que Dios ha considerado oportuno negarme. Cuando se me ocurrió que esa unión podría celebrarse, comprendí que era Dios quien la había infundido en mi mente. Esa era la respuesta de Dios a mis oraciones. Por eso no me había sido concedida ferviente súplica de que me fuera dado un hijo. «Aquí está tu hijo —decía Dios—. Tómalo y únelo con tu hija.» Yo cumpliría gustosamente la voluntad de Dios, como me he esforzado en hacer siempre. Pero tú has decidido una vez más no sólo desafiarme a mí sino también a tu Padre celestial.

El discurso estaba siguiendo su línea habitual. ¿Cuántas veces había oído ella las mismas frases, los mismos sentimientos? Dios estaba siempre de parte de su padre, siempre conduciéndole adonde él había decidido ir.

—Papá —dijo—, creo que todavía soy demasiado joven.

—Ésa es una cuestión que me toca a mí decidir. Has cumplido dieciséis años. Tu madre se casó poco antes de cumplir los diecisiete, y no veo razón por la que tú no debas hacerlo.

—Si pudiera esperar un poco y conocer quizás a otras personas...

—¿Tratas de decirme que yo no sé qué es lo mejor para mi propia hija?

—Sí, papá, supongo que es lo que estoy haciendo.

El señor Leigh dio un respingo de asombro; luego, cerró los ojos y juntó las palmas de las manos.

—Oh, Dios —exclamó—, ¿qué carga es ésta que has depositado sobre mí? Qué cruz es ésta que debo llevar... ¿podría haber una cruz más amarga que una hija ingrata y desobediente? Perdóname, no sé lo que digo.

Amanda siempre había encontrado turbadoras las conversaciones de su padre con Dios. Pese a su fingida humildad, siempre parecía estar reprochándole a Dios algo que había hecho o que no había hecho, tratando de guiarle por el camino que Él debía seguir. Amanda pisó firmemente sobre la alfombra y se puso las manos a la espalda. Trató de imaginar el rostro sonriente de Frith y extraer valor de él.

Su padre había abierto los ojos.

—Te muestras desafiante.

—Me temo que sí, papá.

—Sin embargo, sabes que he decidido que debes casarte con tu primo. —Sí, papá.

—¿Y sigues diciendo que no lo harás? —Sí, papá.

—Puedes ir a tu habitación. Anunciaremos formalmente tu compromiso durante la cena.

—No me obligues, te lo suplico.

Amanda se dio cuenta de que esto era debilidad. No era: «No lo haré», sino «te lo suplico, no me fuerces». Había toda la diferencia del mundo entre ambas. A pesar de haber reconocido su derrota, el hábito de toda una vida le hacía aceptarla.

—Debo insistir —prosiguió su padre; sonrió con amabilidad, pues había percibido al instante el debilitamiento del desafío—. Y, en los años venideros —añadió casi con dulzura— caerás de rodillas ante mí y me darás las gracias por lo que he hecho. Ve ahora, hija mía. —Se acercó y le dio unas palmaditas en el hombro—. Al principio, una cierta resistencia es quizá natural. Crees que nos hemos precipitado en esto. Ve a tu habitación. Eres una joven afortunada. Te felicito por haber encontrado a un marido encantador.

Amanda salió; era inútil discutir. Ésta era otra tarea más que se le había puesto por delante. Trataba de aplacar a su desafiante «otro yo». Pensó que tal vez se acabaría acostumbrando. «Tal vez no sea tan malo. Todo el mundo tiene que casarse, y los que no lo hacen —como la señorita Robinson— parecen pasarse el resto de su vida lamentándolo.»

Cuando bajó a cenar, estaba muy pálida, muy sumisa.

Iba a ser una ocasión muy solemne. El señor Leigh había hecho entrar a todos los criados en el comedor.

—Mi hija se ha prometido en matrimonio con el señor Anthony Leigh. Beberemos por su salud y su felicidad. Steert, sirva a todos un vaso.

Y Amanda se situó junto a Anthony, que le cogió una mano y se la besó.

Lilith estaba allí. «¡Cobarde!», decían sus ojos.

Más tarde, cuando Amanda estaba ya en su habitación, entró Lilith y se tumbó en la cama.

—Eres una cobarde.

—Sí, Lilith, lo soy. Cuando estaba en el estudio de papá comprendí de pronto que tenía que hacer esto... que no me quedaba más remedio. Era como aprender uno de los salmos... algo que debía hacer porque no había otra salida.

—Siempre hay una salida.

—No. Tú hablas de marcharme. ¿Qué podría hacer yo si me marchase? ¿Adónde iría? No es posible marcharse sin más ni más. Si pudiera ser una institutriz como la señorita Robinson, lo haría.

—Quizá pudieras.

—¿Cómo? Se necesitan referencias. ¿Dónde las encontraría? Tú no sabes nada de estas cosas, Lilith. No puedes escaparte... ¡no puedes! Soy la hija de papá y tengo que hacer lo que él diga.

—Sólo los cobardes hacen lo que se les obliga a hacer.

—¿Qué puedo hacer, Lilith? ¿Qué puedo hacer?

—Puedes escaparte, ya te lo he dicho. Puedes irte a Londres.

Amanda se apartó de ella con un gesto de impaciencia.

 

La boda de Amanda y Anthony Leigh debía celebrarse en el plazo de cuatro meses.

—Eso —dijo Laura— nos dará tiempo para todos los preparativos.

La señorita Robinson se había marchado a su nuevo puesto. Había llorado amargamente en la despedida y le había regalado a Amanda un punto de lectura de seda con un ramillete de flores bordadas que Amanda podría haber pensado que eran cualquier cosa si la señorita Robinson no hubiera indicado que eran romero. Dio su dirección, le pidió a Amanda que le escribiese y que cuando mirase el punto, que esperaba que conservara siempre consigo, pensara que el romero era para recordarla.

—¡Sí, lo haré, mi querida Robbie! —exclamó

Amanda; y casi se olvidó de su propia situación al pensar en la de la señorita Robinson.

—Si alguna vez me necesitas —dijo la señorita Robinson, algo ruborizada al pensar que, ya que Amanda estaba prometida, no resultaría correcto mencionar la descendencia que podría tener—, escríbeme. Dejaría todo para atenderte, mi querida Amanda. Ahora que me voy, no importa que te diga que tú has sido mi alumna favorita.

—¡Oh, Robbie! —Amanda lloraba amargamente, no sólo por la señorita Robinson, sino también por ella misma y por toda la tristeza que tantas como ellas, que no tenían la fortaleza de Frith y Lilith, se veían obligadas a sufrir.

Anthony, como prometido oficial, se mostraba, extrañamente, más tolerable. Sonreía con los ojos, además de con la boca, y eso constituía una mejora. Por lo menos, ya no estaba enfadado. Ella le evitaba siempre que le era posible y, cuando él anunció su decisión de regresar a su casa durante un mes pura arreglar sus asuntos, se sintió mucho más feliz.

Un caluroso día de agosto, con su padre y su madre, le acompañó en la primera etapa de su viaje; y, mientras el carruaje pasaba ante los campos de trigo, que comenzaban a adquirir una tonalidad dorada oscura, Amanda se sintió más animada. Le estaban llevando a la posada en que tomaría la diligencia que saldría de Cornualles por Gunnislake. Una vez en Devon, continuaría viaje en ferrocarril.

«¡Cobarde! ¡Cobarde!», parecía oír Amanda cuando los cascos de los caballos golpeaban la carretera, pero ella sentía, no obstante, que el corazón se le iba llenando de alegría. Anthony estaría fuera seis semanas... dos meses probablemente. En ese tiempo podían pasar muchas cosas.

 

Hicieron en silencio el viaje de regreso. Sus padres fingían creer que su silencio significaba que le entristecía la ausencia de Anthony. ¡Fingían creer! Todo en sus vidas era ficción. Ahora se daba cuenta de ello. Su madre le tenía miedo a su padre, aunque fingía lo contrario; su padre fingía proteger a su madre, cuando lo único que hacía era exigirle obediencia. Amanda experimentó un acceso de rebeldía. «¡No me casaré con Anthony! —pensó—. No seré una cobarde.»

Pero era fácil decir eso ahora que él se había ido. Pronto, demasiado pronto, volvería; y cuando volviese, se celebraría la boda.

Oscurecía cuando llegaron a la carretera principal, y estaban amodorrados a consecuencia del calor, del monótono golpeteo de los cascos de los caballos, del bamboleo del carruaje. Al aproximarse a la iglesia de San Martín, oyeron gritos, y de pronto apareció ante su vista una pequeña procesión procedente de la granja Polgard. Iba precedida de una muchedumbre que danzaba y gritaba; seguía un carro del que tiraba parte de la muchedumbre, y en él había dos efigies.

Amanda prestó atención de inmediato; quería saber qué estaba sucediendo.

—Los pueblerinos comportándose con su habitual insensatez —comentó su padre—. Si adorasen a Dios con tanto fervor como recuerdan sus viejas costumbres...

—¿Qué costumbre será ésta? —preguntó Amanda, interrumpiendo a su padre en mitad de la frase, cosa que nunca había hecho antes y que, sorprendentemente, no le asombró. Había cambiado. Algo había sucedido en la carretera. Ya no iba a ser cobarde.

—No tengo ni idea —respondió su padre, con aire distante; pero ella observó con satisfacción que no la reprendía. Continuaron su marcha. Lilith sabrá, pensó; Lilith lo descubrirá enseguida.

 

 

Lilith lo había descubierto. Formaba parte de la muchedumbre. Se había dado cuenta al instante de que era una cabalgata, pues ya en otras ocasiones había visto la misma ceremonia. En el carro iban dos efigies que representaban a dos personas que todos conocían. Eran pecadores, culpables de aquel pecado que, cuando era descubierto, despertaba más indignación que ningún otro. La crueldad podía ser contemplada con ecuanimidad; el adulterio y la fornicación, que Lilith sabía que muchos de ellos habían cometido en secreto, eran, al ser descubiertos —pero sólo al ser descubiertos—, los que suscitaban más virtuosa indignación.

Allí, en el carro, iban las efigies de dos adúlteros.

La muchedumbre cantaba de manera horrible; piedras y pellas de barro llovían sobre la pareja. En el muelle ardía ya una hoguera, y el carro era conducido con lentitud hacia ella.

¿Quién?, se preguntaba Lilith.

La multitud gritaba obscenidades; oía sólo una confusa algarabía de voces, pero, al acercarse más al carro, alguien gritó:

—Vamos, querida Dolly. Ya era hora de que tú y yo volviéramos a estar juntos.

La multitud chilló hasta desgañitarse. Luego, se hizo el silencio.

Sonó entonces la imitación de una aguda y afectada voz femenina:

—Muy bien, querido Jos, estoy dispuesta.

¡Dolly! ¡Jos! Lilith se detuvo, conteniendo el aliento. ¡Dolly Brent! ¡Jos Polgard!

No había ninguna duda sobre la identidad de la pareja representada por las dos figuras del carro. El adulterio de Jos Polgard con Dolly Brent no era ya un secreto que Lilith empuñara en su mano como empuña una reina el cetro de su poder. Ya lo sabía todo el vecindario

Se alejó, turbada y asustada. Y ahora ¿qué? ¿Y si Jos creía que ella le había traicionado? ¿Qué pasaría cuando comprendiese que ya no tenía por qué temer lo que ella pudiera hacer? ¿Y William? ¿Qué sería de él? No había sido azotado jamás desde el día en que Lilith se enfrentó ajos Polgard en su campo. ¿Qué pasaría ahora? Vio mentalmente aquel rostro brutal y peludo, lívido de ira, ávido de venganza. ¿Y cómo podría vengarse, sino sobre William? Jane no tenía nada que temer. Ella estaba casada con Tom Polgard. Era feliz en la granja, pues Annie la consideraba una trabajadora buena y bien dispuesta, pronta para aprender sus ahorrativos hábitos. No debía preocuparse por Jane. Pero ¿y William?

Echó a correr, alejándose de la hoguera; subió por Barbican Hill a toda la velocidad de que era capaz y no se detuvo hasta llegar a la granja Polgard.

Tuvo la suerte de encontrar a Napoleón en su choza.

—Busca a William —jadeó—. No pierdas un instante. Ve, y tráelo aquí.

El chico echó a correr. William era su dios. William le había ayudado en su trabajo, le había salvado de muchos latigazos; le había dado comida cuando estaba hambriento y había hecho soportable su vida, porque había puesto en ella algo que el chico no comprendía, pero que le daba una nebulosa esperanza de cosas mejores. Era como un perro; iría directamente hasta su amo.

—William —exclamó Lilith en cuanto llegó su hermano—, ha sucedido algo terrible.

Le contó todo, desde el momento en que atisbo en el interior del granero y había visto a Jos Polgard y Dolly Brent haciendo el amor.

William le escuchó atónito.

—O sea que fuiste tú, ¡fuiste tú quien logró que Jane pudiera casarse!

Ella asintió, orgullosa aun dentro de su terrible miedo.

—Pero ya no sirve de nada, William. Otros lo han descubierto. Todo el pueblo sabe lo de Jos y Dolly. Creo que antes de mañana lo sabrá Jos y también Annie Polgard. No me gustaría estar aquí entonces. Creo que querrá matarme y a ti también, William. Tu vida no merecería la pena ser vivida. Te la convertirá en un infierno, y la mía también, si se le presenta la oportunidad... porque Annie estará haciendo un infierno de la suya.

William comprendió que era cierto lo que decía.

—Lilith, eres una terrible entrometida.

—Lo hice con buena intención. Lo hice por ti y por Jane.

—Sí, lo hiciste por mí y por Jane. Pero ¿qué va a ser ahora de nosotros?

—Escapémonos, William. —¿Escapar? ¿Adónde? —A Londres.

—¿A Londres? Pero eso está muy lejos.

—No tanto como crees. Londres es un sitio maravilloso. Lo sé porque Amanda me ha enseñado láminas de la ciudad. Tú tienes dinero. Yo también tengo algo. Llevo mucho tiempo esperando ir a Londres. William, tenemos que irnos ahora. Recoge todas tus cosas. No pierdas un minuto. Que nosotros sepamos, podría haberse enterado ya de que hay una cabalgata en el pueblo. Creo que te matará, William, que nos matará a los dos. Recoge tus cosas y márchate. Escóndete, escóndete en el bosque de Morval, y yo le pediré a Amanda tu dinero. Traeré todo lo que tienes y nos iremos juntos. Iremos a Londres. Es lo único que podemos hacer ahora.

Él se la quedó mirando con creciente confianza. Se mostraba tan vehemente, tan segura de sí misma... Se dio cuenta del poder que habitaba en aquel cuerpecillo menudo e infantil; la chiquilla que se había enfrentado al poderoso Jos Polgard y le había obligado a permitir que su hijo se casara con la chica elegida por él mismo.

—Tienes razón, Lilith —dijo—. Creo que tienes razón.

 

 

Lilith entró en la habitación de Amanda.

—Amanda, dame el dinero de William. He venido a despedirme.

—¡Lilith! ¿Qué quieres decir?

:—Nos vamos. Nos vamos a Londres.

—¿Cómo podéis hacer eso?

—No lo sé, pero nos vamos. Con el dinero de William y con lo que yo tengo, nos vamos. No seguiríamos vivos mucho tiempo si nos quedásemos.

—¿Te has vuelto loca, Lilith?

—No soy ninguna estúpida. Sé lo que tenemos que hacer. En el pueblo están celebrando una cabalgata. Los están quemando ahora, dos fardos de paja vestidos de personas, Jos Polgard y Dolly Brent. Los pasean en cabalgata y los queman.

—Los he visto en la carretera.

Con frases breves y entrecortadas, Lilith narró la historia de su descubrimiento de Jos y Dolly en el granero; el subsiguiente chantaje y sus resultados.

—Ahora ya lo sabe todo el mundo, y no habrá nada que le induzca a hacerle la vida más agradable a William. Podría pensar que yo lo he divulgado. Me mataría. Dijo que lo haría, y fue sólo su miedo lo que le impidió hacerlo. Azotará a William hasta matarle.

—No se atreverá.

—¿Que no? No sería el primero en hacerlo. —Sería un asesinato.

—No es asesinato si el que muere es alguien como nosotros, lo sabes muy bien.

Amanda se apretó con las manos las sienes que le ardían de dolor.

—¿Así que... te vas? —preguntó con suavidad.

No iba a poder soportarlo. No podría seguir viviendo allí sin Lilith. Pensó con cinismo que, si hubiera estado en su lugar, su padre habría dicho que Dios le estaba mostrando el camino. Era una decisión audaz y le aterrorizaba; pero ¿por qué había de tener más miedo que Lilith? La respuesta era sencilla: carecía de su valor.

—Lilith —dijo, con voz entrecortada—, ¿podría ir a Londres con vosotros?

Lilith se la quedó mirando.

—Tengo, tengo algo de dinero... mucho, creo. Está en la hucha. Todavía no lo han ingresado en el banco. Puedo llevar ropa para las dos. Oh, Lilith... Me voy. ¡Me voy con vosotros a Londres!

Lilith sonrió lentamente; luego hizo lo que nunca había hecho antes; corrió hacia Amanda y la rodeó con sus brazos.

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