Lilith

Lilith


CAPÍTULO 01

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CAPÍTULO 01

 

Comenzaba a aparecer la luz en el cielo. Amanda, tumbada en el suelo del ático que compartía con Lilith, la veía filtrarse por la diminuta ventana. La vida de libertad había empezado hacía una semana.

Era un ático lleno de corrientes de aire; el empapelado se estaba despegando de las paredes y había manchas de humedad en el agrietado techo; la única y pequeña ventana era difícil de abrir y, una vez abierta, era difícil de cerrar. El mobiliario se componía de dos colchones —el suyo y el de Lilith—, un pequeño aguamanil y dos sillas. Era muy humilde, pero Amanda no se sentía desgraciada, pues cada día traía consigo una nueva emoción; nunca podía estar segura de qué ocurriría. Desde su llegada a Londres, se había sentido encantada aunque también disgustada; segura en su libertad, pero asustada por ella.

Apenas podía distinguir la sombra de un paquete en el suelo, y sonrió al volver la vista hacia él. Deseaba que amaneciera del todo para poder abrirlo. Quería demostrar a los otros que podía convertirse en uno de ellos.

Aquella ciudad era, como Frith había dicho, un lugar verdaderamente maravilloso; pero Amanda sabía que ella y William la veían de manera diferente a Lilith y Napoleón. Para Amanda, era tina mujer con la cara cubierta de úlceras horribles, pero vestida con opulencia y centelleante de joyas; eran esos contrastes, que nunca parecían faltar, los que la fascinaban y horrorizaban.

Tendida allí, a la espera de que amaneciera, pensó en la semana de libertad que había comenzado con la huida de Cornualles. Revivió aquella fuga como tantas veces lo había hecho durante la última semana: la recogida de ropas y el dinero que pudo, la redacción de una nota a sus padres explicando por qué tenía que marcharse, la reunión con Lilith y el encuentro con William y Napoleón, que les estaban esperando en el bosque de Morval. Habían caminado durante horas, y sólo cuando hubieron puesto muchos kilómetros entre ellos y Looe fue cuando, fatigados y rendidos, habían convencido a alguien para que les llevase hasta donde pudieran coger el trenecillo que les llevaría fuera de Cornualles.

¡Qué emocionante había sido viajar por primera vez en tren! Los ojos de Lilith habían sido como piedras negras que brillaban al recibir la luz; había hablado sin cesar acerca de Londres, con alborozo, con reverencia; de tal modo que, extrañamente, a la imaginativa Amanda le recordaba a uno de los caballeros entregados a la búsqueda del Santo Grial. Napoleón se había sentido casi tan feliz como Lilith, aunque se mostraba tranquilo y callado. Tal vez encontrara hambre y penalidades en la ciudad, pero ya estaba familiarizado con eso, y la familiaridad engendraba desprecio. Era como un esclavo que hubiese roto sus cadenas y fuera por fin libre. William era demasiado serio para compartir el alegre optimismo de su hermana; había estado preocupado por Amanda. ¿Cómo podían saber lo que les esperaba en la ciudad? ¿Y qué sería allí de una dama como Amanda, que había sido educada para el lujo? Amanda se había dado cuenta de lo preocupado que se sentía por ella.

¡Cómo se habían reído de las sacudidas con que les zarandeaban los vagones! ¡Y qué frío habían pasado, sin protección como estaban contra el viento! El vagón de ganado en el que viajaban tenía techo, pero los costados estaban abiertos. Amanda, rígida a consecuencia del frío, pensó fugazmente en cómo viajarían Frith y Anthony en el tren; ellos habrían ido en primera clase, sentados en mullidas butacas y con espacio de sobra para estirar las piernas. Así era como habría viajado ella si hubiera estado con sus padres o con Anthony. Pero ¿qué eran unos miembros fríos en comparación con aquel helado terror que siempre le había inspirado su padre? ¿Qué era un poco de zarandeo en comparación con el espanto que le había inspirado Anthony?

«¡Libre! ¡Libre! ¡Libre!», decía el tren; y la libertad era maravillosa; era algo que infundía auténtico júbilo.

Nada más llegar a Londres, Amanda se había sentido sorprendida por los contrastes existentes en todo lo que veía: lujo y pobreza, magnificencia y sordidez, abundancia de alimentos en las tiendas y gente hambrienta por las calles. La misma Amanda sentía emociones contrapuestas de placer y horror.

Era el año de la Gran Exposición, y las calles estaban abarrotadas de extranjeros procedentes de todas las partes del mundo: hindúes con turbantes tachonados de gemas, chinos con coletas, africanos de ondulantes túnicas. En las calles circulaban los carruajes, mientras mujeres bien vestidas y hombres elegantes, camino del Palacio de Cristal, en Hyde Park, saboreaban sus almuerzos de pollo con champán. Los pobres —descalzos, harapientos y cubiertos de piojos— les veían pasar y cogían los huesos que les arrojaban desde los carruajes; se peleaban por ellos y por el privilegio de sujetar a los caballos a cambio de un penique, si tenían la oportunidad. Las ventanas de todos los edificios se hallaban adornadas con colgaduras, y todas las calzadas parecían conducir a aquella avenida a un lado de la cual se encontraban las grandes mansiones, Ennismore House, Park House y Gore House; y al otro, el vasto y refulgente palacio de cristal. A lo largo de la ruta se alineaban los que trataban de encontrar provecho en aquella gran ocasión de la historia inglesa. Tenderetes y carretillas rebosaban de frutas y cerveza de jengibre; bajo ellas, los golfillos arramblaban con cuanto caía a su alcance; entre ellas, acechaban los carteristas y los timadores aguardaban a los incautos. Sonaban organillos, algunos vendedores bailaban, los niños pedían un botón rojo, blanco y azul para ponérselo en la solapa de la chaqueta o alegres láminas de la exposición que llevarse a casa como recuerdo. Vieron cómo merendaban los de la clase media-baja sentados en la hierba delante del palacio y cómo descansaban en los jardines de Gore House; algunos se dirigían al hipódromo de Batty, que se había instalado junto al paseo principal de los Jardines de Kensington; y vieron también el desfile de moda a última hora de la tarde de un sábado, cuando la exposición estaba cerrada para todos menos para los poseedores de entradas de cinco chelines o de abonos. En Londres, como en Cornualles, tenía que haber líneas divisorias entre las clases y éstas debían permanecer separadas con todo rigor. Amanda no había visto jamás nada como las calles de la capital, con su colorido y su suciedad, su riqueza y su pobreza; ese perpetuo contraste le levantaba el ánimo y, luego, le hacía sentirse sumida en el más absoluto abatimiento, pues percibía entonces que aquella gran ciudad era como un palacio de cristal edificado sobre una letrina.

Amanda recordó el leve sobresalto que había experimentado al llegar a la estación de Londres y darse cuenta de que había pasado de una clase a otra. En el andén, un cartel advertía: «Se prohíbe terminantemente a los empleados de la Compañía transportar el equipaje de los viajeros de los vagones de carga.» Se había alegrado de ser el único miembro del grupo que podía leer aquello. Resultaba significativo. Era la bienvenida a la nueva clase a que pasaría a pertenecer; era la norma del momento. La riqueza era honorable y la pobreza, deshonrosa.

La primera noche en Londres durmieron en una posada próxima a la estación, pero se dieron cuenta de que no podían continuar con semejante derroche. Tuvieron suerte, pues al día siguiente de su llegada encontraron habitaciones baratas; sólo después de haber empezado a conocer algo de la ciudad a la que habían llegado fue cuando comprendieron que ese día habían sido afortunados.

Todo comenzó cuando, mientras vagaban por las calles, Amanda vio que un ciego trataba de cruzar peligrosamente en medio del tráfico. William se había apresurado a ayudarle a pasar, y el hombre se había sentido muy nervioso al oírles hablar. Eran del campo, dijo. Mostró interés en saber quiénes eran y qué estaban haciendo allí. Les había llevado a su puesto de Oxford Street, donde lo esperaba su mujer. Ella le había llevado flores para que las vendiese, ramos de rosas y nomeolvides, que había confeccionado con seda.

Al igual que su marido, mostró interés por ellos y, cuando supo que querían encontrar algún sitio donde vivir, se sintió más emocionada que nunca.

Vivía con su familia —padre, madre, marido y hermana— en una casita situada no lejos de Tichfield Street. Tenían dos hermosos áticos. La renta era pequeña, no más de tres chelines y seis peniques semanales. No había nada más barato que eso, ¿verdad?

Y así, al poco tiempo de su llegada, encontraron un alojamiento adecuado que no suponía una carga demasiado grande para su pequeño capital.

La florista y su marido habían resultado unos amigos excelentes. La mujer permanecía en su habitación la mayor parte del día, pues debía dedicar catorce horas diarias a su trabajo para que, si el tiempo era bueno, ella y su marido pudiesen ganar diez chelines semanales entre los dos. Casi todo su trabajo iba destinado a tiendas que, según indicó a Amanda, pagaban a siete peniques la gruesa de violetas, aunque podía conseguir hasta tres chelines por una gruesa de bellas rosas.

Si Amanda se había sentido profundamente conmovida por los pobres de Cornualles, tanto más hubiera debido sentirse por los pobres de Londres; pero se encontró con que era imposible compadecer a aquellas personas, porque desafiaban toda compasión. Había algo en ellas que la despreciaba; era una defensa contra el mundo, un orgullo, un sentido del ridículo que resultaba contagioso e irreprimible. En aquellas calles de Londres, la risa seguía de inmediato a la tragedia. Ni siquiera los mendigos de las esquinas, con los pies hinchados, llagados y magullados, y la piel cubierta por una mugre de años, estaban completamente tristes. Los buhoneros, que intentaban vender sus mercancías a los transeúntes, parloteaban con alegría; incluso los borrachos que salían tambaleándose de los establecimientos en que despachaban ginebra y cerveza, abiertos todo el día, tenían siempre una canción en los labios. Los niños que esperaban a sus padres delante de esos establecimientos saltaban, bailaban, luchaban y reían, cualquiera que fuese la miseria que tuvieran que soportar.

Lo mismo ocurría con las personas que compartían su nuevo hogar. Además de Dora, la florista, y su marido, Tom, estaban el señor y la señora Murphy, padres de Dora, que se ganaban unos chelines a la semana vendiendo baladas, berros, pescado y pasteles de frutas; y Jenny, la hermana de Dora, que trabajaba como camisera. Esta familia era lastimosamente pobre, pero todos sus miembros poseían esa cualidad que imperaba en las calles: valor, resistencia y el deseo de reírse de la vida.

Era evidente la necesidad de ganar dinero. ¿Qué podía hacer Amanda? Podía coser. ¡Cómo deseaba en ese momento haberse aplicado con más diligencia a su labor de costura, como su madre y la señorita Robinson le habían dicho que debía hacer!

Bien, pues había que ganar dinero. El paquete que estaba en el suelo era un paquete de camisas que Jenny le había llevado. Debía coser en las camisas los botones y, cuando hubiera cosido ciento cuarenta y cuatro y llevado de nuevo el paquete al taller, recibiría tres peniques por el trabajo. Tenía suerte, porque Jenny llevaba años trabajando con camisas y no necesitaba efectuar ningún depósito para poder llevárselas a casa.

 

 

—Es que soy responsable, ¿sabes? —dijo Jenny, orgullosa de la responsabilidad.

Había habido momentos deliciosos en aquella maravillosa ciudad. Habían visto el Palacio de Cristal, aunque no podían permitirse el lujo de pagar un chelín para entrar los días en que estaba permitido hacerlo a las clases bajas. Pero había sido maravilloso estar fuera contemplándolo; tenderse en la hierba y mirar a la gente. El sábado por la noche habían pasado los cuatro varias horas en el mercado próximo, que parecía un lugar fantástico bajo el resplandor de las lámparas de gas y las lámparas de sebo, con los puestos brillantemente iluminados con velas. Los gritos de los vendedores eran para ellos como un idioma extranjero y era imposible estar allí y no emocionarse, no disfrutar con la alegría de ver por primera vez algo tan extraño, comprar alguna ganga. Se vendía pescado; tortas calientes; manzanas; objetos de loza; cacerolas; ropa usada; carnicerías; ultramarinos; y la droguería con las botellas de agua coloreada. Por todas partes había mendigos, ciegos, lisiados o, simplemente, andrajosos. Había vendedores de berros, naranjas, alhelíes y espliego. Estaba la alegría de beber una taza de café y comer un bocadillo de jamón en uno de los bares; regocijar al camarero con sus extraños acentos y escuchar su disertación sobre la perversidad de los que frecuentaban una gran ciudad.

Además de Amanda con las camisas, los demás también habían tenido suerte. Napoleón había recibido un chelín por llevarle un paquete a un caballero hasta la estación del ferrocarril. Lo llevó a casa, y parecía una fortuna. En el parque, William había oído a un cartista defender los principios de la reforma política y social y había vuelto con los ojos brillantes de emoción; Lilith, al oír tocar un organillo en Kensington Road, cerca del Palacio de Cristal, había empezado a bailar al son de la música, y varias personas se habían parado a mirarla, regocijadas, y le habían echado unas cuantas monedas de cobre. Así que les parecía como si, después de todo, las calles de la ciudad tal vez estuvieran pavimentadas de oro; si trabajaba uno de firme, podría encontrarlo.

—Si nos quedamos sin dinero —dijo Lilith—, si llegáramos a pasar mucha hambre, supongo que Frith nos ayudaría.

—Pero no sabemos dónde está —respondió Amanda.

—Podrías escribir a Alice. Sólo cuesta un penique mandar una carta. Tú puedes escribir una carta.

—Yo no pensaría en escribir a Alice. Me he marchado de casa. He cortado con todo aquello.

—Pero no con Frith. Escribe a Alice. Yo creo que a ella le gustaría saber dónde estás.

—No lo haré. Sería ponerla en un aprieto. Además, sabría dónde estamos. ¿Y si se presenta aquí mi padre?

Lilith hubo de reconocer que podría suponer un peligro. Jos Polgard podría enterarse y viajar a Londres. Lilith había dejado de hablar sobre la posibilidad de escribir a Alice, pero Amanda sabía que seguía pensando en ello.

Ya había salido el sol y era hora de despertar a un nuevo día. Era la primera vez que Amanda no saldría con ellos. Se sentía orgullosa y feliz porque tenía trabajo que hacer.

Los otros hablaban de lo que harían, mientras desayunaban —una rodaja de pan y una patata cocida fría cada uno— en la habitación de las chicas.

William tenía varios berros para vender. Amanda suponía que se acercaría al parque con la esperanza de oír más discursos.

Lilith empezó a cantar una de las baladas que intentaría vender. Ella misma improvisaba la música y bailaba mientras cantaba. Los Murphy le habían indicado dónde comprarlas a un cuarto de penique cada una; ellos vendían las suyas a medio penique. Lilith había tenido la audacia de pedir un penique por las suyas, pues decía que, además de cantar, bailaba; sorprendentemente, se lo pagaban con frecuencia, y ya estaba ganando más que el viejo que la había instruido. Sus graciosas muecas, su extraño acento, su vivacidad, su encanto de golfilla atraían a la gente. Hacía reír a los transeúntes y no había nada en aquellas calles que fuera mejor recibido que la risa. La gente estaba dispuesta a pagar para que se le hiciera reír, y Lilith comprendió que tenía el truco para sacarles el dinero de los bolsillos. Era la que más aportaba al pequeño grupo. Descubrió que podía ganar diez chelines semanales —con facilidad y comodidad—, cantidad igual a la que la florista y su marido ganaban entre los dos. Lilith se daba importancia. Ella era quien mandaba en el grupo. Se había dado cuenta de que, pese a su carita de extranjera, pese a su acento, se parecía mucho a la gente de Londres. Podía competir en ingenio con los londinenses, pues poseía una agudeza de la que carecían sus compañeros; se sintió muy pronto a gusto en aquel dédalo de calles, que se estaban tornando ya tan familiares para ella como los caminos entre los que se había criado.

Napoleón tenía una escoba y se sentía feliz. No era todavía un barrendero reconocido, con un cruce propio que barrer, pero un antiguo barrendero de Regent Street le había permitido utilizar su cruce cuando él estuviera ausente, cosa que ocurría durante dos o tres horas al día. Era un juego emocionante para Napoleón; nunca sabía cuánto se le pagaría por su trabajo, pero nunca olvidaba al hombre que le había dado un chelín, y era tal su naturaleza que todos los días, al salir, estaba convencido de que tendría la satisfacción de llevar a casa otro chelín que agregar al erario común y que, por algún milagro, ese día adquiriría un cruce para él solo.

Amanda no se quedó triste cuando terminaron de desayunar y se fueron cada uno por su lado. Se acercó entonces al paquete, lo desenvolvió y empezó a trabajar.

A lo largo de la mañana, Jenny entró a ver cómo le iba. Torció el gesto al fijarse en los botones.

—No debes fruncir la tela, querida. No pagan cuando hay frunces. Te descuentan del total. Tienes que presentar un trabajo pulcro. Mira, deja que te enseñe.

Cosió un rato los botones con hábiles dedos, y su rapidez avergonzó a Amanda, recordándole el dechado de Martha Bartlett, que había sido terminado en 1805 y se lo mostraba a ella como ejemplo a seguir.

—Pero no debes dejar tu trabajo —dijo.

—Tienes razón, querida. No hay que desperdiciar la luz del día. Cuando hayas terminado, me enseñas las camisas, y te diré adonde tienes que llevarlas. Las que tengan frunces las pones en medio. Quizá no las vean. Aunque serán más exigentes con una nueva.

—Nunca seré tan rápida como tú.

—Todo se consigue. El Palacio de Cristal no se construyó en un día, cariño.

—¿Podría... podría bajar las camisas a tu habitación y trabajar contigo? Podríamos hablar mientras trabajamos. Me gustaría eso.

—Subiré yo aquí —contestó Jenny—. Aquí hay más luz.

—Oh, sí. Me encantaría.

Así pues, Jenny llevó su labor al ático y, mientras Amanda cosía, le contaba recuerdos de su pasado. Le refirió cómo había aprendido el oficio en un taller de sastrería.

—Era una vida dura, querida, aunque al principio yo creía que sería buena. Vivía en el propio taller. Allí, me dije a mí misma: Jin, tendrás la comida segura y una cama en donde dormir. Pero se trabajaba a destajo, y cuando había mucha prisa por terminar una labor nos ponían a diez costureras a despacharla. No habrían necesitado más de cinco de no haber sido por la prisa. Y, luego, no había nada de trabajo, y teníamos que pagar la cama y la comida... así que cuando volvía a haber trabajo todavía estábamos pagando la comida y el alojamiento que habíamos tenido cuando no lo había, por lo que no recibíamos ninguna clase de salario, y eso era como trabajar de balde. Era una vida dura. Así que me dije: Mira, Jin, más vale que te pongas a trabajar por tu cuenta. Y en eso estoy. Pero este trabajo de las camisas... hay que ser muy constante para ganar algo.

—¡No hay derecho! —exclamó Amanda—. Es injusto.

—Bueno, querida, supongo que sí; pero como decía el sastre, él tenía que conseguir los artículos al precio adecuado; si no, no podía venderlos. Y si la gente quería sus cosas con rapidez no había más remedio que dárselas.

Jenny siguió cosiendo con resignación, mientras Amanda hablaba como habría hablado William.

—Si la gente pudiera unirse... Si se pudiera hacer algo... Si alguien quiere tener las cosas con rapidez, debe pagar más. Y habría que subir los precios para que los que trabajan cobren el dinero suficiente para comprar comida y pagar un alojamiento decente.

—Eh, querida, te has pinchado el dedo. ¡Mira! Has manchado de sangre esa camisa. Eso no les gusta. Yo les he visto dejar sin pagar camisas devueltas con manchas de sangre. Ésa está en el faldón. Te enseñaré a doblarla de forma que no se vea. Oh, Dios mío, no sigas, o trabajarás sin cobrar.

Coser botones en las camisas era, al parecer, un trabajo que requería bastante destreza. Amanda trabajaba a conciencia. El dinero que recibiese por las camisas sería el primero que ganaría, y ella era la única del grupo que no había aportado nada hasta entonces. Se consolaba por el hecho de haber llevado consigo más dinero que los otros; también había llevado ropa que les mantenían calientes durante las noches y que Lilith se sentía encantada de llevar durante el día; pero, de todos modos, estaba ansiosa por ganar dinero, por ser una más de ellos.

Hasta las cuatro de la tarde Amanda no terminó de coser todos los botones.

—Te diré adonde debes llevar las camisas —le explicó Jenny—. Las llevaría yo misma, pero voy muy retrasada. Sal del callejón hasta Tichfield y entra en Oxford Street, tuerce a la izquierda, cruza la carretera y continúa hasta llegar a Dean Street. Baja por allí, primero a la izquierda y, luego, otra vez a la derecha. Verás Fiddler's Court, y allí está el taller. Es un edificio alto... alto y estrecho. No tiene pérdida.

Así pues, Amanda envolvió su paquete y salió. Las calles estaban muy concurridas, pero no tanto como lo estarían poco después, cuando las dependientas y los aprendices salieran a estirar las piernas, cuando los empleados abandonaran los almacenes y se uniesen al torrente de vehículos y peatones que fluía, como de costumbre, hacia Hyde Park.

Siguiendo las instrucciones de Jenny, no tardó en llegar a Fiddler's Court, un lugar pequeño y angosto, con casas altas que parecían unirse en lo alto, casi como si estuvieran decididas a dejar entrar la menor cantidad de aire posible. Unos cuantos chiquillos sucios estaban sentados en cuclillas en los adoquines, y otros se columpiaban en una cuerda que habían atado a un farol.

Reconoció enseguida el taller porque en el escaparate había camisas apiladas unas encima de las otras. Se aproximó con timidez y miró la zona del sótano, donde vio a varias mujeres trabajando en las mesas. Estaba oscuro allá abajo, y algunas sostenían la áspera y amarillenta tela pegada casi a la nariz. Amanda se estremeció. Hasta ella llegaba el olor a cuerpos sudorosos mezclado con el fresco aroma de las camisas.

Descendió por tres escalones de piedra hasta un pasadizo pequeño y oscuro, en cuya pared derecha había una puerta sobre la que aparecía pintada la palabra «Información». Llamó tímidamente con los nudillos; no hubo respuesta, así que lo intentó otra vez.

—¡Adelante! —exclamó una voz profunda, y entró.

En una pequeña habitación, estaba sentado un hombre gordo rodeado de montones de camisas. Llevaba una camisa sucia con el cuello desabrochado. Hacía mucho calor en aquella habitación, y las moscas sobrevolaban un plato depositado sobre la mesa que había contenido un guiso de carne. Parte de ese guiso estaba sobre la camisa del hombre, y la cerveza —a su lado todavía quedaba una jarra medio llena— le brillaba en los bigotes.

—¡Ja! —exclamó al ver a Amanda—. Así que la dama ha traído unas camisas, ¿eh?

Sonrió, y, pese a la repulsión que experimentaba, Amanda se sintió aliviada por la impresión de que se iba a mostrar amistoso. Antes de sonreír parecía un hombre muy colérico.

Dio unas palmadas sobre la mesa ante la que se encontraba sentado.

—Déjalas aquí, damita. Déjalas.

Amanda depositó el paquete en el lugar que le había indicado.

—Primera vez, ¿eh?

Ella asintió con la cabeza.

—Así que has traído unas camisas, ¿eh? —repitió innecesariamente el hombre, y añadió, con tono casi de incredulidad—: Y quieres que te pague por ellas, ¿eh?

Volvió a asentir con la cabeza. Estaba totalmente atemorizada. Sentía que la habitación era demasiado pequeña y hacía demasiado calor en ella.

—¿No tienes lengua?

—Sí—respondió tímidamente—. Yo... he traído las camisas.

El hombre parecía regocijado por algo; se inclinó hacia atrás, de tal modo que la silla sólo quedó apoyada en las dos patas traseras; se balanceó un poco mientras la miraba con astucia.

—¡La pequeña Ricitos de Oro! —exclamó.

—Le ruego que me dé el dinero de las camisas —pidió Amanda—. Tengo bastante prisa.

—¡Oh! —exclamó él, y se echó a reír. Se volvió hacia las camisas y les habló en un tono que Amanda vio que pretendía ser una imitación del suyo—. La pequeña Ricitos de Oro tiene prisa. La pequeña Ricitos de Oro quiere su dinero. La pequeña Ricitos de Oro no tiene tiempo para decirle una palabra amable al pobre viejo Jimmy.

Había algo ominoso en la forma en que repetía el nombre que le había puesto.

—Lo siento... —empezó Amanda.

—¡Oh! —continuó él, dirigiéndose todavía a las camisas—: La pequeña Ricitos de Oro lo siente. Está bien. No importa.

Se levantó con lentitud y rodeó la mesa hasta el otro lado; luego, se sentó sobre ella, sin dejar de mirar a Amanda.

—Veamos el trabajo —dijo—. Veamos si la pequeña Ricitos de Oro ha hecho bien su trabajo, ¿eh? Veamos si la pequeña Ricitos de Oro merece su paga.

Abrió el paquete y empezó a examinar las camisas.

—¡Oh! Es un poco chapucera la pequeña Ricitos de Oro. La pequeña Chapucera, ¿eh? Deberías ir a ganarte la vida en las calles. —Estiró de uno de los botones.

—Eso, eso no es justo —protestó Amanda.

Él se secó la nariz con el dorso de la mano. Luego, se volvió hacia ella, sonriendo.

—No se altere, señorita Chapucera. Dame un besito, ¿eh?, y no diremos nada del mal trabajo —le guiñó un ojo—. No presentaremos ninguna queja. Diremos que no hay ninguna señorita Chapucera. Es la pequeña Ricitos de Oro quien se ha ganado su paga.

Amanda retrocedió un paso, aterrorizada.

—¡Deme mi dinero! —exclamó—. Deme el dinero que he ganado.

El hombre permaneció sentado en la mesa, agitando el dedo en dirección a Amanda.

—Todavía no te has ganado nada —respondió—. Lo único que has hecho ha sido echar a perder este montón de camisas, eso es todo.

Empujó las camisas con la mano y quedaron desparramadas por el suelo.

—Ven aquí. Dame un besito, y luego ya veremos.

Se puso de pie, pero ella no esperó más. Se volvió, abrió de golpe la puerta, subió a trompicones los tres peldaños hasta la calle y echó a correr.

 

 

Lilith estaba contenta porque hacía buen tiempo. Los días de buen tiempo las calles se abarrotaban. Su plan diario era ganarse unos peniques con las baladas y pasarse el resto del día caminando por las calles elegantes en busca de Frith. Él nunca se aventuraría por los suburbios y los barrios bajos. Se echó a reír al imaginárselo allí. Lo suyo eran las calles anchas; recorrerlas en un carruaje. Tenía la vehemente convicción de que le encontraría. Estaba allí, en aquella ciudad, así que debía encontrarle.

Se hallaba en la calle que había decidido explorar este día, situada entre Covent Garden y la plaza de la nueva estatua de Nelson. La consideraba una calle afortunada. No era una calle sucia, pero estaba llena de animación; no era una calle pobre ni rica. En ella había dos restaurantes rivales, el de Sam Marpit y el de Dan Delaney.

Al llegar, vio que el viejo del organillo ya estaba allí. El día anterior habían estado juntos en aquel mismo sitio; ella había cantado al son de la música que él tocaba..., las canciones las aprendía rápidamente; y cuando no sabía la letra, improvisaba una por su propia cuenta. A la gente no le importaba; al organillero, tampoco. Se habían reunido muchas más personas alrededor de su instrumento, y, si bien algunos de los peniques se habían destinado a comprar las baladas de la muchacha, no pocos habían ido a parar a su gorra.

El organillero se había situado delante de Marpit's para aprovechar el paso de la gente, pues el restaurante se hallaba cerrado a esa hora. Más tarde, cuando ambos restaurantes abrían, el organillero se ponía nervioso. Le había dicho a Lilith en su chapurreado inglés que a Sam Marpit no le gustaba que se colocara tan cerca de su establecimiento.

Lilith había visto a Sam Marpit el día anterior, cuando había salido a mirarles. Era un hombre que rondaba los treinta años, muy elegante; así lo habría considerado Lilith si no hubiera estado familiarizada con la ropa y los modales de la verdadera burguesía. Sam Marpit llevaba un chaleco de buen corte, bordado con diminutas flores escarlatas, una gran corbata, una flor en el ojal y un mechón de pelo reluciente de brillantina sobre la frente.

Esta vez, el organillero dijo:

—Hoy es mal día. En días así el dinero no sale de los bolsillos.

—¡No creas! —exclamó Lilith—. Nosotros conseguiremos que el dinero pase a nuestro poder.

El repertorio del organillero era limitado. Consistía en unas cuantas canciones populares de moda y varias melodías de Rossini.

—¡Toca! —ordenó Lilith—. Y vamos a empezar.

Así que tocó la melodía de La hija del cazador de ratas, y, como Lilith nunca había oído hablar de la dama que no había nacido en Westminster, sino al otro lado del río, tarareó y cantó con su propia letra, bailando al tiempo que cantaba; no tardó en empezar a congregarse gente.

Salió el sol, y la concurrencia aumentó. Algunos aplaudieron, y los peniques empezaron a llegar... Unos iban a parar al sombrero del organillero; otros se entregaban a cambio de baladas.

El organillo tocó una melodía de Rossini, alegre, frívola y sensual, y Lilith bailó la Danza de los siete velos que ella misma había preparado a partir de la descripción dada por Amanda de lo que había visto en la feria, quitándose velos imaginarios para regocijo de los espectadores.

—Comprad una balada. Comprad una balada —gritaba, mientras se movía entre la gente. Se detuvo al poner una balada en la mano de un hombre, pues, al levantar la vista para mirarle a la cara vio que no era otro que Sam Marpit. Su expresión no le dijo nada. Debía de haber salido de su restaurante para situarse en el corro de gente.

—Gracias, señor —agradeció ella con aire desafiante.

Él respondió:

—Cuando termines este número, entra en el restaurante de Sam Marpit, ¿quieres? Tengo algo que decirte.

—Quizá vaya —dijo Lilith.

—Si eres lista, irás —concluyó él.

Lilith tenía seis baladas en la mano. Replicó:

—Y si usted fuese listo, me compraría esto y así iría inmediatamente. Me quedaré aquí hasta que las venda, y entonces quizá tenga que ir a otra calle y quién sabe si volveré.

Los ojos del hombre centellearon, o al menos, eso le pareció a ella.

—Chica lista, ¿eh? —observó.

Estaba aprendiendo la jerga de las calles y la mezclaba deliberadamente con su acento de Cornualles, lo que nunca dejaba de regocijar a quienes la oían.

—En el lugar de donde yo soy, todos somos listos, señor.

—Está bien, italianita. Aquí tienes tu medio chelín. Pero dame primero las baladas. Es un trato.

—Seis baladas, seis peniques —dijo ella, con ojos relucientes a la vista del dinero—. Y no soy italiana.

—Está bien, mica española. Entra y hablemos.

Lilith se sentía un poco asustada. Había oído historias de muchachas que eran llevadas a lugares peligrosos por hombres extraños, y, aunque intuía que Sam Marpit no pertenecía a esa clase, era, ante todo, un hombre de negocios, y cuando un hombre de negocios pagaba seis peniques por unas baladas que, sin duda, no necesitaba, podía una estar segura de que quería algo.

La condujo hasta una gran sala que estaba llena de mesas y sillas; éstas colocadas encima de las mesas; había serrín en el suelo y un piano en un rincón.

—Siéntate aquí—dijo él.

Lilith obedeció; él tomó asiento frente a ella y apoyó los codos sobre la mesa.

—¿Quieres tomar un café mientras hablamos de negocios, pequeña?

—Bueno, yo no diría que no a eso.

—Muy bien. ¿Y qué comerás con el café, eh? ¿Un buen bocadillo de jamón? ¿Con o sin mostaza?

—Con mostaza, por favor.

—¡Vaya! —se burló él—. Hubiera jurado que no necesitabas mostaza —se echó a reír y repitió la broma—. Hubiera jurado que no necesitabas mostaza. ¿Por qué? ¡Porque ya pareces bastante acalorada sin ella!

—Es el baile —respondió—. Le pone a una caliente.

Eso le hizo reír todavía con más fuerza.

—¡Eh, Fanny! —llamó—. Trae dos tazas de café y bocadillos de jamón para la señorita. Y trae también mostaza. Le gusta.

Se palmeó el muslo... unas palmaditas rápidas, como si el muslo fuera el responsable de sus bromas y le estuviese felicitando.

Café. Bocadillos con mostaza. «Esto —pensó Lilith— debe de ser la senda del pecado.» Comería, pero no iba a dar nada a cambio. Para ella no existía nadie más que Frith, y cuando lo comparaba con aquel hombre de floreado chaleco y corbata flotante, con su mechón de pelo embadurnado de brillante aceite de macasar de Rowland, no es que le repugnasen sus posibles intenciones; es que, simplemente, le daban ganas de echarse a reír.

—Yo diría —empezó él, con tono lento e intencionado—, que tú sabes mucho. —Se echó a reír de nuevo, dándose palmadas en el muslo, aquella fuente de su ingenio.

—No lo niego —respondió ella.

Él la señaló con el dedo.

—De modo que lo sabes todo —continuó con voz entrecortada por la risa.

—Todo no —replicó ella, con aire de modestia—. Sólo algo.

Habían llegado los bocadillos, que Fanny, una joven de unos veinte años, pechos opulentos, caderas anchas y una cinta de terciopelo en sus rizados cabellos, depositó sobre la mesa ante ella.

—Gracias, Fan —movió la mano en dirección a Lilith—. No te preocupes por mí. Adelante, come, pequeña.

Lilith atacó los bocadillos, decidida a comerlos tan deprisa como pudiese, antes de que él le hiciera alguna proposición que exigiera su retirada inmediata.

—Bien —dijo él, con un cierto acento nasal—, voy a explicarte lo que hay. Te he estado observando desde que empezaste a cantar en mi calle y empezaste a atraer gente. ¿Sabes una cosa? Podrías hacer algo mejor que cantar baladas, podrías... una chiquita como tú que sabe mucho...

La misma gracia de antes. Debía de pasarse el tiempo, pensó Lilith, haciendo bromas y felicitándole por ello a su muslo.

Lilith continuó comiendo los bocadillos plácidamente. Compraría algo bueno y se lo llevaría a sus compañeros; se sentaría a ver cómo lo comían, lo mismo que solía hacer cuando llevaba a la alquería un paquete de Leigh House.

Sacó un palillo y empezó a hurgarse los dientes.

—Podrías hacer algo mejor —insistió él—. ¡Organillos! ¡Baladas!

Lilith esperó.

—¿Qué te parecería venir a cantar aquí? Lilith dejó de comer para mirarle. —¿Cantar aquí? —Sus ojos se volvieron hacia el piano.

—A la gente le gusta un poco de música. Es como la mostaza. Ayuda a la digestión. —Se echó a reír de nuevo.

Lilith le hizo centrar la cuestión.

—¿Quiere decir que me pagaría por cantar aquí? A mí hay que pagarme.

Golpeó el puño contra la mesa.

—Diez chelines a la semana —respondió—, y la cena.

El corazón le palpitaba con fuerza a Lilith, pero algún instinto le indujo a decir:

—Quince chelines a la semana y la cena.

—Muy astuta —murmuró él—. Doce chelines y medio y la cena.

¡Doce chelines y medio! ¡Cada semana! La florista y su marido se consideraban afortunados si conseguían diez. Podía esperarse cualquier cosa de Londres si había personas dispuestas a pagarle a una doce chelines y medio y la cena sólo por cantar unas cuantas canciones.

Pensó en Amanda, que sabía cantar muy bien y había recibido lecciones de canto.

—Conozco a alguien que canta estupendamente —dijo—. Es una auténtica dama.

—No quiero damas aquí. A los clientes no les gustan. Voy a decirte una cosa. Tú tienes lo que les gusta. No sé qué es... sólo sé que les atrae. Mira cómo se apiñaban alrededor de ese organillo. ¿Por qué? ¿Por La hija del cazador de ratas} ¡No me hagas reír! ¿Por esas melodías italianas? ¡Ni hablar! No. Yo sé por qué. Era por ver tu baile; y la forma en que tú bailas es buena para las calles. Por eso es que te ofrezco diez chelines... y la cena, sólo por cantar y bailar un poco por las noches.

—Diez, no —puntualizó ella—. Tendrían que ser doce y medio.

—Está bien. Está bien. —La miró con aire astuto, parpadeó y se dio unas palmadas en el muslo, aunque no se tratara de ninguna broma—. De acuerdo. Doce y medio. Y harás esa danza con velos de verdad... Eso les encantará.

—Necesitaría mallas y un corpiño que empiece aquí y termine donde llegan las mallas.

—De acuerdo. De acuerdo. —Parpadeó de nuevo—. Ésta es una casa respetable, sí que lo es. Conseguiremos los vestidos, y bailarás, ¿eh? ¿Tienes familia?

—Sí.

—¿Vives con ella? —Sí.

—Podrías vivir aquí, ya sabes. Sería mejor para ti. No quiero que tengas que andar por la calle a la hora de cerrar.

—Iré por la calle cuando termine.

—De seis de la tarde a dos de la madrugada, y cenarás aquí.

—De acuerdo. ¿Empiezo esta noche?

—No. El lunes. Empezaremos entonces. Pero ven aquí mañana y nos ocuparemos de los bailes. Nos ocuparemos de lo que vas a cantar y también del vestuario. Haremos algunos ensayos.

—No haré ningún ensayo a no ser que me pague.

—Te pagaré. Cobrarás siete chelines y medio al final de esta semana... y empezarás con doce y medio al principio de la siguiente. ¿Qué te parece? Y podrás comer algo después de los ensayos. Necesitas engordar un poco.

Le acarició la mano, y ella la retiró con brusquedad.

—¡Ooh! —exclamó él—. Ten cuidado, Sammy. Pórtate bien.

Lilith esperó a que terminase de reír y darse sus palmaditas de felicitación antes de levantarse. Estaba deseando volver al ático para contarles a todos lo que había sucedido, para explicarle a Amanda que ya no importaba que no volviese adonde aquel animal del taller de costura. Nada importaba ya. Lilith iba a ser rica. Iba a ser una auténtica bailarina, lo que siempre había anhelado.

 

 

Llevaban un año en Londres y estaban ya tan familiarizados con la ciudad como la mayoría de sus habitantes; sabían dónde encontrar una ganga en los mercados; cómo responder con agudeza cuando se les dirigía la palabra; habían hecho una visita a Cremorne; habían comido ostras en una marisquería y morcillas y asaduras de cerdo en un puesto ambulante. Ya no miraban horrorizados los cementerios en que las ratas merodeaban entre los descubiertos huesos de los cadáveres antiguos; aceptaban Londres como si hubieran vivido siempre allí.

Amanda había descubierto que no era tan incompetente como había creído al principio. No había vuelto más al taller de camisas, pero Jenny le había llevado trabajo a casa y había pasado del simple cosido de botones a la confección completa de camisas. Era un trabajo duro, y al término del día se hallaba rendida y no poco desalentada al descubrir que sus ingresos eran realmente escasos. Palideció a consecuencia del largo tiempo que permanecía encerrada en la casa; sus cabellos brillaban menos que cuando llegó a Londres; sus ojos estaban a menudo oscuros y ensombrecidos; pero era más feliz de lo que había sido en Cornualles. Se sentía independiente... Por lo menos, se ganaba su parte de comida; no sabía adónde le llevaba esa vida, pero tampoco pensaba mucho en ello. Tenía diecisiete años y se decía a sí misma una y otra vez que, aunque la libertad significara coser camisas durante horas y horas hasta que se le quedaran entumecidos los dedos y le dolieran la espalda y los ojos y se sintiera reventada de cansancio, valía la pena.

William era el miembro menos feliz del grupo, pues se sentía algo desplazado. Carecía del ánimo de Lilith, de la capacidad de Amanda para apreciar su entorno, situándolo con una perspectiva que a ella le había aterrado, y carecía del ingenuo optimismo de Napoleón. William se preocupaba por las injusticias cometidas con los pobres y los oprimidos, y nadie más quería oír hablar de estas cuestiones que tanto le atormentaban; la gente sólo quería reír.

Lilith bailaba por el ático, imitando a las personas que entraban en el restaurante Marpit's; todas las damas de la ciudad en busca de clientela, todos los petimetres y tenorios. William se decía a sí mismo que le desagradaba la forma de vida de Lilith, pero, en realidad, se sentía un poco envidioso, pues Lilith había asumido el puesto de guardián del grupo que William consideraba que hubiera debido corresponderle a él.

Hasta Napoleón era feliz; el pobre y cándido Napoleón, que todas las mañanas salía a la calle con una única esperanza, la de encontrar un caballero que le diese un chelín.

A William le asombraba que Amanda hubiera podido adaptarse con tanta facilidad a las condiciones de aquella vida. Había desaparecido la sonrosada tonalidad de su piel, y era como una pálida prímula, etérea; el dorado de sus cabellos se había tornado mate. El amaba a Amanda; principalmente por esa causa deseaba ser un hombre de dignidad, pues necesitaba de la dignidad más que de la riqueza. Tenía poco más de diecisiete años, y le resultaba difícil comprender sus propios pensamientos. No podía reconocer que la tristeza de su propia situación era lo que unas veces le encolerizaba y otras le abatía; él quería ser noble, así que se decía a sí mismo que era el destino de todos los pobres lo que le atormentaba y que su insatisfacción no tenía nada que ver con su estado de frustración.

Había fracasado en todos sus esfuerzos por ganar dinero. Fue a Bilingsgate con la señora Murphy, pero, como no vendía los arenques con la suficiente rapidez, se le pudrían. Se convirtió durante unos días en vendedor de tortas; llevaba en su cesto tortas de carne, tortas de pescado y tortas de fruta, pero no tuvo con ellas más éxito que el que había tenido con los arenques. La gente reconocía la voz del campesino en su grito de «juega o compra». Todo vendedor de tortas debía someterse a esta vieja costumbre. Los buhoneros de los puestos jugaban a cara o cruz con él, y si ganaban recibían una torta de balde y si perdían, le pagaban un penique y no se llevaban ninguna. William descubrió que él siempre decía «cara» cuando salía «cruz», y viceversa. Perdió la mayoría de sus tortas antes de darse cuenta de que aquella gente habían aprendido a lanzar al aire una moneda y engañar a un campesino vendedor de tortas.

Pero un día, William encontró a alguien con quien podía hablar, alguien que alteró todo el curso de su vida; un joven pocos años mayor que él, que hablaba ante una multitud congregada en el parque. William, complacido con las teorías de ese joven, había ido con frecuencia a escucharle. Le sorprendió que el joven se hubiese fijado en él.

—Te he visto muchas veces —le confesó un día.

—Me gusta escucharte —explicó William—. Dices todo lo que yo pienso. —¿De dónde eres? —De Cornualles.

—Eso está muy lejos. Y supongo que has venido a Londres con la esperanza de hacer fortuna, ¿no?

—Con la esperanza de poder ganarme la vida.

—De los verdes campos a la cloaca, ¿no?

—La verdad es que la situación no era nada buena en Cornualles.

—¡Ningún lugar del país es bueno para los pobres! —exclamó vehementemente el joven; y esto llenó de admiración a William, ya que vestía ropa cara, incluso elegante.

—Eso es cierto.

—¿Y qué están haciendo para remediarlo? —preguntó el joven, con la fogosidad que empleaba cuando se dirigía a sus auditorios.

—Yo creo que tú les estás mostrando lo que podrían hacer.

—¿Y me escucharán? ¡No! Es gente perezosa. En el continente de Europa las coronas están siendo pisoteadas en el polvo. ¿Y aquí qué ocurre? Cuando la reina sale a la calle, la muchedumbre, medio muerta de hambre, la vitorea hasta desgañitarse.

William asintió.

—Ven a tomar un trago conmigo y a comer algo.

El nuevo amigo de William le llevó a un figón donde tomaron huevos con tocino y café caliente, que a William le supo a néctar.

El joven le explicó que se llamaba David Young y que durante algún tiempo había sido reportero del Daily News. Daba una impresión de juventud que armonizaba con el significado de su apellido; era todo fuego y entusiasmo; estaba decidido, dijo, a mejorar las condiciones de los pobres de Londres. Su familia era contraria a lo que él estaba haciendo. Eran ricos; no tenían preocupaciones económicas. Vivían en Surrey; la familia había vivido allí desde hacía uno o dos siglos. «¡Hacendados rurales acomodados!», exclamaba con desprecio el señor David Young. Ya no estaba en el Daily News; deseaba verse libre de su trabajo, así que aceptaba de su padre una asignación.

Hablaba con elocuencia de los males de la época, que consideraba que habían sido causados principalmente por el nacimiento de nuevas industrias.

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