Lilith

Lilith


CAPÍTULO 01

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¿Qué era lo que él más deseaba? Ella lo sabía. Casarse con Amanda. Debía casarse con Amanda. Lilith decidió que lo haría.

Lilith habló con Amanda mientras caminaban por el parque. Amanda la vio de un humor más variable que de costumbre; tan pronto estaba triste y abatida como, un instante después, enardecida e indignada; casi imperiosa en un momento, suplicante acto seguido.

—William se va a morir. Tú lo sabes, Amanda. ¿Cuánto tiempo puede vivir? ¿Un mes? ¿Dos meses? ¿Qué ha recibido de la vida, sino un trabajo penoso y malos tratos? Tú naciste siendo dama. Oh, no lo niegues. Es importante ser dama por nacimiento. Tenías comida en abundancia y un lecho de plumas donde dormir. No parece mucho, pero es porque lo has tenido. Y yo nací con el poder de conseguirlo. Nosotras somos afortunadas. William, no.

William es uno de los infortunados. Sólo existe una persona que pueda hacer algo por él ahora... y se trata de algo que creo que le compensaría de todas sus desdichas, y esa persona eres tú, Amanda. Tú podrías darle una felicidad que jamás ha soñado. Tú podrías hacer que todo cuanto ha sufrido valiera la pena. Tú... tú podrías hacerlo.

La gente las miraba con curiosidad mientras salían del parque y cruzaban las calles; Lilith, con los ojos chispeantes, llevaba el pelo rizado cuidadosamente peinado y vestía con elegancia; Amanda ofrecía un aspecto muy distinto; su pelo dorado y los ojos azules destacaban en el pálido y entristecido rostro, por el que corrían las lágrimas.

—¿Por qué no lo haces? —preguntó Lilith—. No sería un verdadero matrimonio. El se está muriendo, ¿es que no lo sabes? Sería sólo para que supiera que tú eras su esposa... que tenías algo de amor que darle. ¿Qué mal habría en ello? Nada de hacer el amor... si es eso lo que te asusta. Está demasiado enfermo, y yo creo que, si no lo estuviera, una mirada tuya bastaría para detenerle. No te costaría mucho darle el mundo entero. ¿Por qué no lo haces?

—Basta, Lilith. Basta.

—No te gusta verte a ti misma tal como eres. Eres una cobarde. Siempre lo fuiste. Lloras por nada... y te crees terriblemente buena por el hecho de llorar. ¡Ahí está William, que moriría por ti, y tú no puedes olvidar que eres una dama, y no puedes darle lo que él desea más que nada en el mundo, aunque a ti no te cueste nada!

—He dicho que basta, Lilith. He tomado una decisión. Me casaré con William.

Lilith sonrió, maravillada de su propio poder. Todo quedaba en sus manos. Años atrás, cuando la abuela Lil le había hablado de esas cosas, había anhelado conseguir que Amanda se casara con William. Y estaba a punto de lograrlo. En la Biblia se decía que la fe podía mover montañas. Lilith empezaba a creer que, si lo hubiera deseado, podría haber transportado el Brown Willy a Londres.

Y se casaron.

Amanda no se arrepintió. Sabía que, mientras viviese, recordaría la alegría reflejada en el rostro de William, tendido de espaldas en su colchón.

Hablaba del futuro.

—Cuando me ponga bien, haré algo grande, Amanda. Es extraño, pero lo intuyo dentro de mí. Sé que estoy destinado a algo Amanda. ¿Comprendes? Lo sentía cuando estaba junto al señor Young y hablaba a toda aquella gente, hablaba de las terribles diferencias entre ricos y pobres. Ellos me escuchaban, Amanda. Cuando cierro los ojos, los veo, a mi alrededor, con los rostros levantados, los ojos extasiados. Comprendí entonces que había algo en mí, algo dado por Dios, Amanda. Lo comprendí como si me lo hubieran mostrado en una visión.

Cuando le miraba ella se sentía asustada; asustada del ardiente rubor de sus mejillas, del brillo de sus ojos. ¿Cómo podría arrepentirse cuando veía tanta felicidad en su rostro? Ella se la había proporcionado cuando, tras regresar de su paseo con Lilith, había dicho: «William, tú nunca me pedirás que me case contigo, así que voy a pedirte yo que te cases conmigo. Te quiero, William; y creo que es justo que te atienda y esté aquí contigo, y que te cuide para que te pongas bien.»

Él le había besado las manos con los labios abrasados por la fiebre.

Lilith y los Murphy habían arreglado las cosas para que la ceremonia, oficiada por un clérigo, se celebrase en el ático. Tenía que ser así porque William no tenía la fuerza necesaria para levantarse del colchón; y todo el mundo excepto él sabía que no la tendría jamás.

Lilith había comprado el anillo; y ahora estaba en el dedo de Amanda.

Los días que siguieron a la ceremonia fueron tranquilos y sosegados. Saltaba a la vista que William no había sido tan feliz en toda su vida. Creía que había sucedido un milagro. Había deseado ser un mártir, y le parecía que ya lo era; nunca se había atrevido en serio a pensar en casarse con Amanda, y se había casado con ella. Era un hombre enfermo, pero ¿qué importaba la enfermedad? Aunque sabía que gracias a esa enfermedad había realizado sus mayores deseos, no se lo confesaba ni siquiera a sí mismo; pero sufría pacientemente su enfermedad, casi como si la amase. Era la corona del martirio.

A veces, yacía sobre el colchón, demasiado débil para hacer nada más que soñar; otras veces, hablaba con Amanda, sentada a su lado mientras cosía; hablaba del futuro, de que volvería a ser fuerte de nuevo, de lo que haría, de la vida que llevarían juntos. Pensaba en los hijos que tendrían, pero no hablaba de ello.

Luego, Amanda le contaba sus planes para el futuro.

—Volveremos al campo, William —decía—. Será mejor para ti. La vida es más fácil en el campo. Tendremos una casita y un poco de tierra, tierra nuestra. Y vacas y cerdos. Llevaremos a Napoleón con nosotros. Será de mucha ayuda en la granja.

Amanda pintaba bellas imágenes de un futuro en el que no creía. Pero William sí creía en él; permanecía allí tendido, escuchando su dulce voz; mientras cosía las camisas, ella trazaba con tanto detalle la imagen de la casita que él la veía con toda claridad, y cada día Amanda hablaba de las cosas que les sucederían, creando una vida que podrían compartir juntos.

Era real para él; lo veía todo: la casita de techo de bálago con el barril de agua de lluvia fuera y las rosas de suave fragancia y los macizos de espliego en el jardín. Amanda cuidaba las flores mientras él trabajaba la tierra; y se sentaban a la mesa, las ventanas abiertas de par en par, a través de las cuales llegaban los olores mezclados a hierba recién cortada y a la madreselva que crecía en el porche.

Y, finalmente, Amanda empezó a hablar de los hijos que tendrían... varios niños y niñas, por lo que se veían obligados a abandonar la casita, que se les había quedado pequeña.

El escuchaba con profunda satisfacción, viviendo en sueños la vida que nunca podría ser suya en la realidad.

Una mañana de verano Amanda fue a ver a William y se lo encontró muerto. El día anterior, cuando ella le hablaba de esa otra vida, él no le había prestado mucha atención. Había divagado un poco, había hablado de los viejos tiempos, de humillaciones, degradaciones y aspiraciones; y esa incoherencia se había mezclado con sus deseos de hacer algo que valiera la pena, su amor hacia Amanda.

Ella había seguido cosiendo y había experimentado una sensación de paz porque le había ayudado a lograr sus deseos. Era su corona de mártir, tan pequeña que nadie, a excepción de los que le habían conocido, recordaría su nombre; y la vida con Amanda que él había anhelado, ella se la había dado, no en la realidad, sino en la imaginación. Sin embargo, William había vivido tan intensamente durante aquellos últimos meses de su vida que para él había sido más real que el ático en que yacía.

William... muerto. Permaneció mirándole; lo veía en cien imágenes diferentes: besándole la mano conforme a las instrucciones de la abuela Lil; de pie con ella, uno a cada lado del pozo de St. Keyne; en el estrado de la feria, ofreciéndose en contratación; en Newgate. Pero le recordaría tal como estuvo durante las últimas semanas, feliz, viviendo con ella aquella vida de ilusión.

Lilith se levantó y se puso a su lado. Ambas permanecieron silenciosas, con los ojos secos.

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